Regreso al Norte (35 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Intentó recordar cómo había sido aquella primera vez cuando estuvieron juntos y cómo se habían dedicado a ello con pasión, pero era como si se hubiesen cerrado las puertas a ese recuerdo, como si se hubiesen cerrado con llave por demasiadas oraciones y noches angustiosas en una pequeña celda de piedra en un dormitorio con otros hermanos caballeros.

Empezaba a sudar y apartó lentamente el edredón con el que el rey y la reina los habían tapado hasta las puntas de las narices.

—Gracias, amor mío —susurró ella.

No dijo nada más, como si la timidez de ambos se lo prohibiese. Pero era una maravillosa sensación de alivio oír su voz y, aún más, sentir precisamente esas palabras que ahora tenían todo el derecho a pronunciar.

—Es increíble que por fin podamos decir esas cosas, amor mío —respondió con la voz ronca, y rápidamente se decidió a no permitir que el silencio los invadiese de nuevo—. Ahora que por fin estamos juntos, ¿no deberíamos dar las gracias primero a Nuestra Señora por mantener Sus manos sobre nosotros durante todo el largo camino? —continuó.

Cecilia hizo ademán de querer levantarse para arrodillarse junto a la cama, pero él le tendió la mano y la detuvo.

—Toma mi mano, amada mía —dijo mirándola por vez primera a los ojos cuando se volvió hacia él—. Estoy seguro de que Nuestra Señora querrá vernos de este modo por esta única vez, ahora que le daremos las gracias.

Cogió la mano de Cecilia en la suya y recitó una larga expresión de gratitud en el idioma de la Iglesia y ella la repitió obedientemente en voz baja.

Pero después de la oración fue como si la timidez los invadiera de nuevo. Durante un rato Arn contempló la mano de Cecilia sin poder decir nada. Era la misma mano que antes, aunque las venas eran más pronunciadas, los dedos más gordos y algunas uñas se habían agrietado por el trabajo bendito que había realizado en el convento del Señor.

Ella vio su mirada y comprendió lo que estaba pensando acerca de su mano. A su vez, Cecilia contempló la suya y pensó que era la misma de antes, fuerte a causa del trabajo con el martillo en la forja y de la espada en la guerra, pero con varios nudillos maltrechos y cicatrices blancas en señal de lo que su larga penitencia había conllevado de miseria y dolor.

—Tú eres mi Arn y yo soy tu Cecilia —dijo finalmente al ver que él no se armaba de valor para hablar de nuevo—. Pero ¿eres el mismo Arn y soy yo la misma Cecilia que se separaron con tanta pena aquella vez delante de las puertas de Gudhem?

—Sí, somos los mismos —respondió—. Nuestras almas son las mismas, nuestros cuerpos son más viejos, pero el cuerpo sólo es el cascarón del alma. Tú eres esa Cecilia que recuerdo, esa Cecilia a la que en tantos sueños y oraciones he intentado recordar, cuando quería imaginarme cómo serías. ¿No has pensado del mismo modo en mí?

—Lo he intentado —dijo—. Todo el tiempo te recordé como aquel verano en que te habías dejado crecer el cabello, que ondeaba al viento cuando montabas a caballo, siempre recordaba tu cara así. Pero nunca te imaginé como otro, tal como serías al volver, el mismo Arn, pero mayor.

—Durante mucho tiempo recordé tu cara joven —comentó él—. Tu pelo, tus ojos y cada pequita de tu nariz los recordaba tal cual eran. Después, al pasar los años intenté imaginarte más mayor, la misma Cecilia pero mayor. No era fácil y la imagen se volvía cada vez más difusa. Pero cuando te vi de nuevo por primera vez delante de Näs, entendí que eras más hermosa de lo que me había atrevido a soñar. Las arrugas, las arruguitas en las comisuras de los ojos, te hacen más hermosa de una manera más inteligente. ¡Oh, quisiera decir esto en el idioma franco! Perdóname si mis palabras suenan como un par de zuecos cuando hablo en nuestro idioma, no estoy acostumbrado.

—Son palabras muy bonitas y las he entendido bien aunque nunca he oído hablar de palabras que suenen como unos zuecos —respondió con una risita ahogada.

Su risa acudió como un bálsamo para ambos y al mismo tiempo respiraron profundamente y soltaron el aire como aliviados. Después de eso rompieron en más risas juntos y Cecilia se le acercó un poco más en la gran cama.

—¿Y mi cara? —preguntó Arn con una sonrisa de alivio—. A veces temía que las heridas y las cicatrices no dejaran que mi amada me reconociese cuando llegase el momento. Pero lo hiciste, ¿verdad?

—Te reconocí a la distancia de un tiro de flecha, mucho antes de que viera tu cara de cerca —respondió, emocionada—. Quien te ha visto encima de un caballo sabe bien que eres tú y nadie más. Fue como si me partiese un rayo en un cielo sereno. El momento en que te vi y te reconocí, amado mío, ¡qué maravilla poder decir estas palabras!, jamás podré describir ese sentimiento de una manera exacta.

—Pero cuando viste mi cara de cerca, ¿no te asusté? —insistió Arn, esbozando una sonrisa, pero Cecilia intuyó la angustia en sus ojos.

Sacó la otra mano sudorosa que tenía detrás de la espalda, la limpió en el camisón y acarició las grandes cicatrices de su mejilla sin decir nada.

—Dijiste que nuestras almas son las mismas —respondió finalmente, reflexiva—. Pero también se dice que los ojos son el espejo del alma y tus dulces ojos azules son los mismos que yo recuerdo. Los sarracenos te han herido, te han golpeado con espadas y lanzas durante muchos años, ya sabes que veo eso. ¿Qué son mis arruguitas en comparación con eso? ¡Qué fuerza pacífica delata tu rostro, amado mío! Tus heridas hablan de la eterna lucha contra la maldad y de las acciones abnegadas de las que sólo son capaces los hombres más buenos y los de fe más intensa. A tu lado siempre llevaré la cabeza bien alta, ya que un hombre tan hermoso no existe en todo nuestro reino.

Arn se sintió tan avergonzado por estas palabras que ella comprendió que probablemente no se atrevería a responder. Temiendo que el silencio los invadiera de nuevo, se inclinó sobre él y lo besó con labios asustados y secos, primero en la frente, luego en la mejilla y después cerró los ojos buscando su boca.

Él intentó devolverle el beso como soñando que tenían diecisiete años y que todo era tan fácil como antes. Pero no lo era, y con un extraño desespero que crecía en su interior mantuvo sus labios contra los de ella, al mismo tiempo que con mucho cuidado puso su mano callosa encima de uno de sus pechos.

Cecilia intentó no mostrarse tensa y asustada, pero había tenido los ojos cerrados tanto tiempo que la cabeza empezaba a darle vueltas a causa de la cantidad de vino que había bebido. De repente tuvo que apartarse y lanzarse a la escalera, donde vomitó con mucho ruido sin poder frenarse.

Arn primero se quedó en la cama como petrificado por la vergüenza. Pronto comprendió que no podía permanecer sin hacer nada si su amada tenía problemas. Salió tambaleándose de la cama, se dirigió a la escalera y la consoló, rodeándole los hombros con sus brazos. Luego abrió la puerta de la escalera exterior y pidió agua. Tal y como había esperado, allí había unos sirvientes que se apresuraron a obedecerlo.

Un poco más tarde estaban de nuevo en la cama, refrescados con agua y con una jarra grande en las manos.

Cecilia sentía tanta vergüenza que tardó un buen rato en atreverse a enfrentar la mirada de su amado. Él la consolaba con caricias al principio y luego empezó a reír, y ella pronto se contagió con la risa.

—Tenemos el resto de nuestras vidas juntos para aprender a amar tal y como una vez lo hicimos —dijo él acariciando su frente empapada—. Pierdes esa costumbre en el convento. Lo mismo ocurre con los caballeros del Temple, puesto que vivimos como monjes. Pero no tenemos prisa por aprender lo que una vez hicimos con demasiada facilidad.

—Aunque sin beber un tonel de vino y comer todo un buey primero —repuso Cecilia.

—Lo intentaremos con agua fría —dijo Arn, riéndose al mismo tiempo por un pensamiento lejano que pasó por su mente confusa por el vino.

Cecilia no entendió lo que era tan gracioso acerca del agua en lugar de vino, pero rió a hurtadillas y lo hizo reír aún más, de modo que ambos acabaron riéndose, abrazados.

Al día siguiente, avanzada la mañana, tal y como exigía la tradición, llegaron los doce testigos con los ojos rojizos y tambaleándose. Arn tuvo que levantarse y coger una lanza que ahora le tocaba tirar por la ventana. Alguien hizo una broma sobre la poca distancia que había entre la cama y la ventana, que ni siquiera Arn Magnusson podría fallar, aunque todo el mundo sabía que como lancero era muy malo.

No falló, por supuesto. Y con eso se confirmaba el regalo matutino. Forsvik ya pertenecía a Cecilia Algotsdotter y a sus descendientes por siempre jamás.

VII

A
llá por San Olof llegó la transición entre la nueva cosecha y la vieja en Götaland Occidental. Los graneros estaban vacíos pero la siega iba viento en popa, y debería estar terminada para Laurentius, doce días más tarde. Pero este verano inusualmente caluroso las cosechas habían madurado antes de lo habitual y todo el heno había sido recogido ya. Había transcurrido un mes desde la cerveza nupcial de Arn y Cecilia y era momento de la tercera purificación de la novia. La primera purificación se celebraba tras la noche de bodas, y la segunda, una semana más tarde.

La novia no sería mucho más pura que antes por el hecho de que un cura volviese a bendecirla y a salpicarla con agua sagrada, pensó Cecilia. Ni en los breves momentos de soledad y reflexión que había tenido durante el primer mes era capaz de admitir que sentía una secreta vergüenza sobre su involuntaria pureza. Y, por otra parte, sentía como un pecado inverso que ella y Arn no se hubiesen unido en carne, y aunque Cecilia se culpaba más a sí misma que a Arn, no se le ocurría ningún remedio para mejorarlo.

Con Arn era como si trabajase hasta la locura. Tras la oración matinal se sumergía de inmediato en su trabajo, sólo lo veía durante unos instantes en el almuerzo y la cena, y después de la oración de la tarde bajaba a la orilla del lago Bottensjön y nadaba hasta quedar limpio de polvo y sudor. Cuando se encontraba con ella en el dormitorio ya era de noche y no decía gran cosa antes de caer en un profundo sueño.

Seguramente era cierto lo que él decía, que ésa era una época especial, una temporada de trabajo mucho más duro de lo que jamás sería después, pues muchas cosas debían quedar listas para el invierno. Muchas almas nuevas necesitarían techo sobre sus cabezas y calor, ante todo calor, ya que los extranjeros no habían experimentado nunca un invierno nórdico. Las forjas y los talleres de cristal debían estar construidos al llegar el invierno para que el trabajo de verdad pudiese empezar entonces y pasar el invierno trabajando en lugar de comer, dormir y esperar congelados a que terminara.

Arn pasaba de arrastrar cargamentos de troncos al aislamiento de paredes con lino y pez, de la construcción en ladrillo de los cobertizos nuevos a los hornos de las forjas y los talleres de cristal. Cada vez que llegaban las barcazas del río a Forsvik iba a ver cuánto ladrillo nuevo había llegado.

El ladrillo era lo que más retrasaba el trabajo. Por mucho que se había buscado había sido imposible encontrar arcilla aprovechable más cerca de Braxenbolet, justo pasado el lago Viken. En las orillas enfangadas y de poca profundidad del lago desecado se hallaba una gran capa de arcilla firme. Pero la arcilla se habría echado a perder si la hubiesen cargado en las barcazas y la hubiesen transportado hasta Forsvik, pues la arcilla fresca no podía ser cargada como todos los demás productos que iban en los barcos de Eskil. Por eso, Arn había construido un sencillo tejar en Braxenbolet, de manera que cada uno de los barcos fluviales pudiese atracar y coger una pequeña carga que a veces no superaba los diez ladrillos. A cambio debía asegurarse de que se cargaba suficiente comida y cerveza en los barcos que iban en el otro sentido para que quienes se mataban a trabajar en la sucia, calurosa y monótona tarea de cocer ladrillos al menos tuviesen el asunto de la comida solucionado.

En la sufrida vida que llevaban en Forsvik, en que las palabras entre ellos eran escasas y casi siempre se referían a cosas simples relacionadas con el trabajo del día o del mañana, Cecilia se exiliaba en la certeza de que eso duraría sólo un tiempo, que lo dejarían atrás y que sería diferente y más tranquilo con la llegada de la oscuridad del invierno. Ella también se alegraba con todo lo que veía realizarse y todas las noches, al entrar en su dormitorio, respiraba profundamente y disfrutaba del olor a madera nueva y brea.

Arn había dispuesto las cosas de manera que Cecilia y él compartiesen a solas una casa más pequeña con cimientos de piedra situada un poco alejada de la nueva casa principal, al inicio de la pendiente que bajaba hacia la orilla del lago Bottensjön. El primer día en Forsvik, antes de ser atacado por esas irrefrenables ganas de trabajar a todas horas desde la oración matutina hasta la oración del atardecer que ya le duraba un mes, le había enseñado todo lo que se estaba construyendo. Y no era poco lo que había que enseñar, pues una nueva Forsvik estaba creciendo a ambos lados de la vieja.

La mayor de todas las sorpresas fue que hubiese construido una casa sólo para ellos dos. Al igual que a ella, a él también le disgustaba la idea de seguir la vieja tradición de que los amos durmiesen entre siervos y criados en el lugar más cálido de la casa principal. Cierto que él estaba acostumbrado a los dormitorios llenos de hermanos guerreros, le explicó, y al igual que ella, había tenido una celda para sí mismo durante muchos años. Sin embargo, creía que ni ella ni él estarían muy a gusto durmiendo con todos los demás como en un gran festejo.

Su casa era mucho más pequeña que la casa principal y estaba dividida en dos grandes estancias, y una casa como ésa para los señores no existía en todo Götaland Occidental, Cecilia no necesitó mucho tiempo para convencerse de ello.

Al guiarla por la pequeña puerta que llevaba al ropero de la casa se asombró al oír el murmullo del agua como en un río. Arn había hecho pasar agua corriente a través de la casa construyendo un muro de ladrillos. Entraba por un agujero en la pared y salía por la otra pared, donde estaba la puerta que daba al puente. La pared había sido agujereada en dos puntos para que se pudiesen hundir las manos en la corriente de agua. Sobre uno de los agujeros había una trampilla cubierta con postigos de madera y al lado colgaba un lienzo blanco de la pared para que uno se secara, y debajo del lienzo, sobre una bandeja de madera había algo parecido a la cera que él llamaba
savon
y que se utilizaba para lavarse. Sobre la otra abertura para el agua se había colocado madera pulida sobre los ladrillos para que uno pudiese sentarse. Primero Cecilia no estaba segura de haberlo comprendido bien pero cuando lo señaló y preguntó con inseguridad, él rió y afirmó con la cabeza que era justo lo que pensaba, un
retrit
. Aquello que abandonaba el cuerpo era alejado de inmediato por la corriente de agua y desaparecía por el muro de ladrillos e iba a parar lejos de la casa, a un riachuelo que desembocaba en el lago Bottensjön.

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