Authors: Jan Guillou
Para los hermanos Wachtian fue como si de pronto hubiesen regresado a casa. Fueron alojados en el
hospitium
, en una habitación propia con paredes blancas encaladas y crucifijos. Los monjes que los recibieron hablaban todos franco, se comportaban como personas de verdad y la comida que sirvieron después de vísperas era de calidad suprema, al igual que el vino. Era como llegar a un oasis con dátiles maduros y agua fresca y cristalina en medio de un ardiente desierto, la misma sorpresa, la misma bendición.
A ellos no les estaba permitido entrar al interior de los muros del monasterio, pero vieron a sir Arn cubrirse con su manto blanco de templario y entrar a rezar. Según les explicó su esposa en su latín curioso y puramente eclesiástico, iba a visitar la tumba de su madre.
Al día siguiente dejaron gran parte de su ropa y raciones de viaje en el
hospitium
, pues regresarían para pernoctar una vez más tras el día de negocios en la ciudad llamada Skara.
Les habían dicho que Skara era la ciudad más grande y más antigua de todo Götaland Occidental, de ahí su exagerada expectación. Sin embargo, no tenía mucho que ver con Damasco, la ciudad a la que entraron aquella mañana. El mismo hedor a excrementos e impurezas que a las afueras de la ciudad más pequeña cuyo nombre imposible ya habían olvidado, la misma gente sucia, las calles sin empedrar y sin aceras. Y la pequeña y primitiva iglesia con dos torres a la que llamaban catedral era más bien oscura y espeluznante que no inspiradora de beatitud. Pero como buenos cristianos no pudieron oponerse cuando sir Arn y el resto de su compañía, su esposa y los dos muchachos, entraron a rezar. A Jacob y Marcus les parecía que ésa era una iglesia en la que Dios no existía, bien porque nunca había estado en aquel lugar, o bien porque lo había olvidado. El interior era húmedo y olía a paganismo.
Al principio caminaban desmoralizados tras sir Arn y su esposa, pues los dos parecían funcionar como la proa de barco entre el gentío, todo el mundo se apresuraba a abrirles paso. Jacob pensaba que debía de ser por el manto azul, el que manifestaba la tribu de beduinos a la que pertenecía sir Arn. Marcus, que solía ser más perspicaz, señaló entonces que había otra cosa más notable. Casi nadie en la ciudad llevaba espada y los pocos que lo hacían vestían un manto parecido al de sir Arn, aunque no siempre azul. También se cruzaron con algunos pocos hombres con mantos rojos que también llevaban espada. Y todos los hombres con espada se saludaban de forma amable si vestían el mismo color, y de forma fría pero educada si vestían colores diferentes. Eso significaba que, primero, había varias tribus beduinas, y segundo, que en este país tenían la curiosa costumbre de que sólo los beduinos, que eran los más peligrosos de los hombres, podían llevar espada. O tal vez era que a nadie se le pasaría por la cabeza la absurda idea de intentar quitarle el arma a un hombre así.
No llegaron a ninguna conclusión inequívoca a sus interrogantes acerca de espadas y mantos, pues pronto tuvieron otras cosas en que pensar. En el lindero de la ciudad había una calle limpia y recogida como en una ciudad franca o una ciudad de Outremer. Aquí olía de forma diferente, a limpio, a café, a comida y a especias, un olor que les resultaba familiar, y en todas partes se hablaba franco y algunas otras lenguas que no eran nórdico.
Habían llegado a la calle del vidriero, el calderero y el picapedrero. Había cristal, muestras de piedra y jarras de cobre expuestos a lo largo de la calle y empezaron a aparecer traductores corriendo de todas partes para ofrecer sus servicios al ver los rellenos saquitos de monedas que colgaban del cinturón de sir Arn. Pero pronto descubrieron que por una vez sus lenguas serían completamente prescindibles.
Visitaron tienda tras tienda, se sentaron y se dejaron servir agua fría en vasos hermosos pero rechazaron de forma amable aunque decidida las jarras de cerveza que también se les intentaba endosar. Era como una pequeña Damasco, allí podían hablar con todos y cada uno en idiomas comprensibles, también acerca de cosas de las que seguramente les sería difícil obtener información fuera de esa pequeña calle.
Se informaron de cómo se podía pedir arena de cristal con lasca de cobre o sulfato de cobre a Dinamarca y Lübeck si se quería lograr un color amarillo o azul, mientras que las sustancias para los colores verde o rosa, o para el incoloro, existían en el país, siempre y cuando se fuese lo suficientemente entendido como para mandar a la gente a extraer a los sitios adecuados. Pronto sir Arn envió a los dos muchachos a buscar el carro de bueyes que habían dejado con unos guardias delante de la catedral e hizo rápidamente sus compras. El carro fue cargado hasta arriba de sustancias para la fabricación de cristal; era como si en algunos puestos comprase todo lo que tenían almacenado. También había grandes cantidades de plomo, pues los vidrieros trabajaban sobre todo en ventanales de iglesias. Aquel día se hicieron muchas compras a la ligera. Sir Arn gastaba mucho dinero sin preocuparse demasiado por negociar los precios, algo que parecía molestar a su esposa casi tanto como a los hermanos Wachtian. Para estos vidrieros francos fueron negocios poco habituales, pues estaban acostumbrados a hablar a través de traductores y a vender vasos acabados, pero no a hablar su propio idioma con un habitante del norte que lo dominaba con la misma seguridad que ellos mismos. Aún menos habían vendido no herramientas y materiales para hacer masa de vidrio en lugar del vidrio que ellos mismos producían. Aunque sir Arn compró algún que otro vaso para llevarse como muestras de trabajo, como él lo describió.
Lo mismo pasó con los caldereros. Por las vasijas amartilladas y galvanizadas que había expuestas delante de las tiendas de los maestros del cobre, tanto los hermanos Wachtian como sir Arn vieron claramente que los caldereros damasquinos que tenían en Forsvik podrían hacerlo mejor. Sir Arn compró alguna que otra jarra, pero más que nada por cortesía; sobre todo compró barras de cobre y lingotes de estaño.
Cuando el carro estuvo lleno con un pesado cargamento y visitaron a todos los vidrieros y maestros del cobre de un lado de la calle, regresaron del mismo modo despacio por la calle para visitar a los picapedreros o a los sirvientes o aprendices que estuviesen en casa. Muchos de los maestros estaban en alguna obra de iglesia que requería siempre de sus visitas sobre el terreno. Para su sorpresa, Marcus y Jacob descubrieron que los negocios de las iglesias eran más prósperos en este pequeño país que en cualquier otro lugar del mundo. Aquí se construían al mismo tiempo más de cien iglesias, y con tanta construcción, los maestros picapedreros podían cobrar el doble aquí de lo que se cobraba en cualquier sitio del reino franco, en Inglaterra o en Sajonia.
Uno de los maestros picapedreros, que era más caro que los demás, tenía expuestos delante de su tienda retratos que le habían encargado en la construcción de la mismísima catedral. Fueron todos de imagen en imagen, intentando adivinar qué representaban, algo que normalmente era fácil para quien estuviese familiarizado con las Sagradas Escrituras.
En particular, la esposa de Arn pareció mostrar un gran aprecio por el arte de este maestro. Entonces sir Arn se hizo invitar a sí mismo y a toda su compañía a conocer al maestro, que al principio pareció molesto y reacio y se quejó diciendo que no tenía ni tiempo ni dinero para permitirse conversaciones. Pero cuando comprendió que con este comprador podía hablar su propio idioma cambió rápidamente de opinión y empezó a explicar animado, casi afanoso, cómo pensaba en su trabajo y lo que le gustaría hacer. Sir Arn mencionó que su deseo era reformar la iglesia que pertenecía a su propio linaje, que sería una reforma desde los cimientos pero que también cambiaría el motivo de consagración. Esta iglesia no estaría dedicada a la Virgen María, como casi todas las iglesias de Götaland Occidental, sino al Santo Sepulcro de Dios.
El maestro tallista mostró un devoto interés al oírlo, porque como él mismo decía, llevaba varios años tallando a la Virgen María con todos los contenidos imaginables: apacible y piadosa, severa y reprensora, con Su Hijo muerto, con su Hijo recién nacido, el anuncio del Espíritu Santo, camino de Belén, ante la estrella, en el pesebre…
¿Pero el Santo Sepulcro? Entonces había que repensarlo todo de nuevo. Eso requería de alguien especial, y también requería tiempo. Por lo que se refería al tiempo, lamentablemente el maestro tallista, que se llamaba Marcellus, tenía compromisos en todo el país para el próximo año y medio. Antes de eso le sería imposible quedar libre sin romper sus acuerdos.
Sir Arn le dijo que la demora temporal no suponía ningún problema, que era más importante que el trabajo resultase hermoso para la eternidad, pues aquello que fuese tallado en piedra quedaría para siempre. De modo que quería hacer un trato.
Tanto a Marcus como a Jacob se les ponían los pelos de punta al oír la facilidad con la que sir Arn se dejaba convencer para pagar un anticipo, que además era una cantidad escandalosa. Sin embargo, no vieron ninguna posibilidad de inmiscuirse en el asunto. La negociación terminó con sir Arn pagando la increíble suma de diez besantes de oro como anticipo del trabajo de un año, y prometió otros diez besantes por cada año adicional que requiriese el trabajo. El maestro tallista no tardó en aceptar la propuesta.
De regreso al monasterio de Varnhem en el temprano atardecer pareció primero como si la esposa de Arn lo reprendiese, aunque de forma suave, por su manera irresponsable de tratar con el oro y la plata. Pero él, lejos de inmutarse siquiera, le respondió con cara de felicidad y gestos animados, que incluso para quien no hablase nórdico podían interpretarse como descripciones de planes grandiosos.
Al final él empezó a cantar y entonces fue como si ella no pudiese resistirse a acompañarlo en el canto. Era un cántico muy hermoso y que ambos hermanos identificaron como sagrado y no profano.
De esa manera se fueron acercando al monasterio de Varnhem mucho antes de la puesta del sol y del crudo frío nocturno, con cantores celestiales a la cabeza. Los hermanos estaban de acuerdo en que desde luego ese viaje no sólo había deparado sorpresas, sino además mejor suerte de lo que ninguno de ellos hubiese esperado.
Al día siguiente se retrasó la partida por los negocios de la esposa de sir Arn con pergaminos y con rosas que compró en bolsas de piel con tierra húmeda, cortadas de forma que sólo los tallos sobresaliesen de su embalaje. No había que saber nórdico para comprender que esa mujer era mejor que su marido en los negocios. A cambio tuvieron que resignarse a esperar a que ella y el jardinero del convento hubiesen terminado de negociar hasta el último céntimo. Sir Arn no hizo ningún amago de entrometerse. Al final su señora tuvo en el carro las plantas que había deseado, y a juzgar por las rosas que trepaban en rojo y blanco por los muros de Varnhem, había comprado mucha belleza para llevar consigo a Forsvik.
En los ajetreados días de las últimas cosechas, entre San Bartolomé y la Santa Matrona, regresó el verano por unos días a Götaland Occidental con una semana de tenaces vientos del sur.
Esta temporada fue tan atareada para Cecilia como lo había sido hasta entonces para Arn. Había que cosechar todo lo de los jardines y luego tendría que intentar salvar aquello que fuese susceptible de ser salvado. Ella misma trabajó tanto como los siervos que empleaba, excavando para poder desenterrar los manzanos con sus raíces para replantarlos en la ladera que se extendía desde su casa y la de Arn hasta la bahía de Bottenviken. Allí no se secaría nunca la tierra.
Tenía heridas en las manos y las uñas completamente destrozadas por el trabajo con la tierra, por lo que todas las noches era como una bendición poder frotarse hasta quedar limpia bajo el agua corriente con eso que Arn llamaba
savon
. Aunque sus manos estuviesen negras como el pecado por la tierra y los jugos de las plantas, al hundirlas entre los ladrillos en la corriente de agua pronto quedaban otra vez limpias.
Cuando hubo terminado todo el trabajo en el huerto que ella misma debía dirigir y supervisar, fue a ver a los hermanos Wachtian a su taller, a informarse sobre aquello y lo de más allá, sobre qué tipo de trabajo pensaban iniciar primero y sobre qué vendría después. También consiguió que la acompañaran a las forjas y a las alfarerías y hacer de traductores, pues además del latín y de su propio idioma, los hermanos dominaban sin ningún tipo de problema incluso la extraña lengua que hablaban muchos de los hombres de Tierra Santa. Le mostraron puntas de flecha de diferentes tipos, largas y afiladas como agujas capaces de atravesar cotas de malla, otras anchas y afiladas para la caza y para los caballos del enemigo, y otras destinadas a finalidades que ella apenas alcanzaba a comprender. Fue a la forja de espadas y de anillas a preguntar, así como al taller de vidrio, donde se informó de cuáles de los vasos de muestra que estaban colocados sobre un banco se podrían fabricar realmente en Forsvik y cuáles no. Fue también a ver a los encargados de los caballos para enterarse de cuánto forraje consumía un caballo, a las granjas para saber cuánta leche daba una vaca y al matadero a preguntar sobre sal y toneles.
Después de cada una de estas visitas regresaba con sus ábacos y sus utensilios de escritura. Eso había sido lo mejor de la visita a Varnhem, incluso mejor que la compra de la famosa rosa de Varnhem, que se había podido agenciar una buena reserva de pergamino para convertir en libros de contabilidad. Estas tareas eran las que más le gustaban, incluso más que el jardín y la costura, pues durante más de diez años se había encargado de llevar los libros y de cuidar de los negocios en dos conventos.
Al final logró controlarlo todo y supo decir hasta el último céntimo cuál era la situación de Forsvik. Entonces fue a buscar a Arn, todavía no era muy tarde y él justo estaba terminando el trabajo con las fresqueras al lado del río. Se alegró al verla, se secó el sudor de la frente a su modo particular con el dedo índice y antes de nada quiso que ella elogiara las fresqueras. Cecilia no pudo oponerse aunque seguramente no se mostró tan entusiasmada como él había esperado al ver ese gran espacio hecho exclusivamente con ladrillos. Allí colgaban hileras de ganchos de hierro y barras vacías esperando una comida que no existía, recalcó ella con tanta severidad que él se quedó callado a mitad de su animada explicación.
—Acompáñame a mi cámara de contabilidad y te lo explicaré todo, amado mío —dijo ella con la mirada baja. Sabía muy bien que esas palabras lo calmarían, pero también sabía que eran ciertas, y no sólo palabras ingeniosas de mujer. Era verdad que él era su amado.