Authors: Jan Guillou
Arn se apartó un momento y se fue hacia la popa del barco para ver a los caballos y a Sune y Sigfrid, a quienes habían permitido acompañarlos para cuidar de los caballos, aunque los niños más bien se considerasen los guardias del señor Arn. Al volver, Cecilia expuso sus ideas sin demora.
—Quiero que liberemos a Suom y a su hijo Gure —dijo rápidamente fijando la mirada en la borda del barco.
—¿Por qué? ¿Por qué precisamente a Suom y a Gure? —inquirió Arn con curiosidad.
—Porque su trabajo tiene un gran valor que podría dar muchas veces la plata que vale un siervo —respondió Cecilia de prisa y sin mirar a Arn.
—Podrás liberar a quien quieras en Forsvik —dijo Arn, pensativo—. Forsvik es tu propiedad, y con ella, todos los siervos. Pero yo preferiría liberar a Kol y a su hijo Svarte.
—¿Y por qué precisamente a los dos cazadores? —preguntó, sorprendida de que la conversación ya hubiese sobrepasado la cuestión decisiva.
—Pongamos que Kol y su hijo Svarte nos traen ocho ciervos este invierno —respondió Arn—. Eso no solamente nos da variedad en la alimentación, es más de lo que vale un siervo, y eso en un solo invierno. Pero si lo piensas, eso sucede con todos los siervos; todos producen un valor más grande que el suyo propio.
—Te estás refiriendo a otra cosa, ¿verdad? —preguntó Cecilia con una mirada inquisitiva.
—Sí —dijo él—, y es algo que me he guardado para este viaje.
—¡Yo he pensado lo mismo! —lo interrumpió Cecilia, alegre, y se tapó rápidamente la boca con la mano para mostrar que no diría más hasta que Arn hubiese continuado.
—Dios no ha creado a ningún hombre ni a ninguna mujer para ser siervo, ésa es mi opinión —prosiguió Arn—, ¿Dónde está escrito eso en las Sagradas Escrituras? Tú, igual que yo, has vivido en aquella parte del mundo, detrás de los muros, en donde una cosa así sería impensable. Creo que en eso pensamos igual.
—Sí, yo opino lo mismo —dijo Cecilia muy seria—, Pero lo que siempre me pregunto es si soy yo quien no lo entiendo o son todos nuestros parientes quienes se equivocan. Hasta los mismos siervos parecen creer que Dios ha creado a algunas personas para ser señores y a otras para ser siervos.
—Muchos de los siervos ni siquiera creen en Dios —comentó Arn—, Pero eso que decías también lo he pensado yo. ¿Soy yo quien se equivoca? ¿O es que soy más inteligente y mejor que todos nuestros parientes, incluidos Birger Brosa y Eskil?
—Sí —repuso—, por el mero hecho de haberte formulado esa pregunta. Por tanto, en eso tú y yo somos iguales.
—Pero si estamos de acuerdo, ¿cómo lo haremos? —preguntó Arn—. Si mañana liberamos a todos los siervos de Forsvik, porque los amos no quieren ser propietarios de siervos, ¿qué pasará entonces?
Cecilia no tuvo una respuesta de inmediato. Estuvo pensando un buen rato con la mano debajo de la barbilla, y se le ocurrió que sería fácil apartarse del pecado; lo difícil sería arreglar todo el desorden que tal vez se originaría.
—Sueldo —dijo Arn finalmente—. Los liberamos a todos, digamos un día en pleno invierno, para que el frío los obligue a ser sensatos y que no se vayan corriendo cada uno por su lado con su libertad. Luego les ofrecemos un sueldo. En cada cambio de año, todo siervo, quiero decir, cada hombre y cada mujer, recibirá una cantidad en plata. Otra posibilidad que mi difunta madre Sigrid usaba era dejar que los siervos liberados fuesen arrendatarios en una tierra nueva y que pagasen un arriendo anual. Mi propuesta es que intentemos proceder de ambas formas.
—Pero tantos sueldos supondrán grandes gastos para nosotros en plata pura —suspiró Cecilia—, Y yo que acababa de ver una mejora en los libros de contabilidad…
—El que da limosnas a los pobres hace una acción que a Dios le agrada, aunque la bolsa de plata sea más ligera —señaló Arn, pensativo—. Es justo, y tú y yo queremos vivir de una manera justa. Eso ya es una razón. Otra razón es que los arrendatarios liberados por mi madre en Arnäs trabajaban mucho más duro. Sin que nos costara más forraje en invierno, aumentaban nuestras riquezas. Imagínate si los liberados siempre trabajasen más que los siervos, imagínate si fuese un buen negocio liberarlos…
—En ese caso, nuestros parientes, propietarios de siervos, no solamente serían pecadores sino también débiles mentales —rió Cecilia—, ¡Somos bastante orgullosos tú y yo, mi querido Arn, si pensamos de esta manera!
—Ya lo veremos —repuso él—. De todos modos, tú y yo queremos purificarnos del pecado, pues ¡hagámoslo! Si el Señor nos quiere recompensar por ello, no es de nuestra incumbencia. Y en cualquier caso, aunque lo encontremos caro en plata, nos lo podemos costear. ¡Intentémoslo!
—Sí, ¡y esperemos hasta que sea pleno invierno para que no se vayan corriendo como gallinas alborotadas en cuanto los dejemos libres! —sonrió Cecilia como si se imaginase todo el jaleo que se armaría en Forsvik.
En Bjälbo no fueron tan bien recibidos como esperaban. Cuando entraron entre los fuegos de bienvenida delante de la iglesia fueron recibidos por la servidumbre, que les indicó un lugar en una de las casas para huéspedes como si tuviesen que compartirlo con su guardia. No llevaban una gran comitiva, puesto que sólo iban con ellos los niños Sune y Sigfrid, quienes a lo mejor se consideraban a sí mismos como los protectores de sus señores, pero a los que todo el mundo sólo veía como dos niños.
Ése fue uno de los pocos asuntos que Birger Brosa comentó en una breve conversación con Arn, que no era muy apropiado para un Folkung viajar sin escolta, especialmente cuando los Sverker en este festín podrían tomarlo como un desaire.
También el padre de Ingrid Ylva, Sune Sik, se mostró frío en el tono de voz y cuando le dio la mano a Arn. Sólo comentó que la deuda de sangre que había entre ambos no se lavaría hasta después de la cerveza nupcial.
El ambiente tenso que reinaba en el sitial, donde ni Birger Brosa ni su señora Brígida se dignaron decir una palabra amable a Arn o a Cecilia, se extendió por toda la sala. Esa reunión en Bjälbo no sería recordada precisamente como una fiesta de compromiso alegre.
Las tres noches, Arn y Cecilia se retiraron todo lo temprano que les fue posible sin ofender el honor del anfitrión. Apenas tuvieron ocasión de hablar con su hijo Magnus y su futura señora Ingrid Ylva, puesto que el palco de compromiso, adornado con ramas, se encontraba lejos del sitial.
No se quedaron ni una hora más de los tres días que la tradición les exigía.
Tampoco fue mucho mejor para Arn cuando llegaron a su siguiente visita en Ulfshem en casa de Ulvhilde Emundsdotter, la amiga íntima de Cecilia. La finca estaba hermosamente situada entre Bjälbo y Linköping, había vino para Cecilia y Arn, que estaban encantados de renunciar a las borracheras de cerveza, y la carne era tierna. Pero entre Arn y Ulvhilde había una sombra que no quería desaparecer y que todo el mundo veía, aunque nadie quisiese comentarlo.
Al marido de Ulvhilde, Jon, que era más amigo de las leyes que de la espada, le costaba mantener una conversación razonable con Arn, ya que daba por sentado que Arn no sabía de otra cosa que de guerrear. Y este último se sentía como si le hablara como a un niño o a un ignorante.
A Jon también le molestaba que sus hijos Birger y Emund mirasen todo el tiempo fijamente a Arn con los ojos brillantes de admiración. La cosa mejoró algo en un sentido pero no en otro, cuando Arn les sugirió que sería mejor que los jóvenes Sune y Sigfrid saliesen con los hijos de Jon en lugar de quedarse cortésmente en compañía de los adultos. Los niños salieron obedientemente pero pronto se oyó el entrechocar de armas en el patio, cosa que no sorprendió a Arn, pero sin duda irritó a Jon.
La segunda noche, que iba a ser la última en Ulfshem, Arn y Cecilia, Jon y Ulvhilde estaban juntos al lado del fuego largo en la sala. Era como si las dos mujeres, que tenían miles de asuntos que comentar, no hubiesen detectado hasta que ya fue tarde que sus maridos no estaban a gusto en sus respectivas compañías. La conversación era forzada y sólo hablaron de cosas triviales que no desembocasen en nada desagradable.
Arn estaba bastante seguro de lo que se ocultaba en el fondo de ese lago oscuro y al principio de la tensa noche pensaba dejarlo estar. Pero después de la primera hora, que se arrastró lentamente con palabras vacías, silencios embarazosos y ni una sola risa, decidió que era más difícil soportar esa situación que extirpar el tumor purulento.
—¿Por qué no hablamos de lo que hay entre nosotros? No mejorará nada el hecho de que finjamos —dijo Arn en medio de una conversación sobre el suave otoño de este año y cuán duro había resultado el otoño anterior en comparación.
Primero se produjo un silencio total, lo único que se oía era el chisporroteo del fuego.
—Te refieres a mi padre, Emund Ulvbane —dijo finalmente Ulvhilde—, Sí, hablemos de él ahora mejor que luego. Sólo era una niña cuando lo asesinaron a traición y tal vez lo que yo conozco no sea toda la verdad. Cecilia Rosa es mi más estimada amiga, tú eres su marido y entre nosotros no deberían existir las mentiras. ¡Dime lo que pasó!
—Tu padre Emund era el más leal y mejor luchador del rey Sverker —empezó Arn después de respirar hondo—. Decían que nadie podía con él. En el concilio de todos los godos en Axevalla, él ofendió a mi padre Magnus, hasta tal punto que el honor exigió un duelo entre ambos, o bien con el hijo en el lugar del padre, tal y como contempla la ley. Mi padre no era un hombre de espada y le esperaba una muerte segura a manos de Emund. Llamó a un sacerdote, se confesó y se despidió de sus más allegados. Pero yo me enfrenté a Emund en el lugar de mi padre. Solamente contaba diecisiete años y no tenía ningún deseo de matar a nadie. Hice lo que pude, dos veces le ofrecí a tu padre abandonar la lucha cuando estaba vencido, pero no aceptó. Finalmente no vi otra solución que malherirlo para que tuviese que retirarse pero con el honor a salvo. Hoy tal vez podría haber hecho algo mejor, pero entonces sólo tenía diecisiete años.
—¿O sea que no estabas presente cuando Knut Eriksson asesinó a mi padre en Forsvik? —preguntó Ulvhilde después de permanecer largo rato en silencio.
—No —respondió Arn—. Mi hermano Eskil estaba con él, pero sólo cuidaba de las cuentas en el negocio que tenían que arreglar cuando le compramos Forsvik a tu padre. Cuando la compra estaba hecha y sellada, Eskil se fue a su casa en Arnäs. Knut se quedó para vengarse.
—¿De qué tenía que vengarse con mi padre? —preguntó Ulvhilde, sorprendida, como si jamás hubiese oído ni una palabra de ese asunto.
—Dicen que Emund fue quien decapitó al padre de Knut, el santo Erik —respondió Arn—, No sé lo que hay de cierto en todo ese asunto, pero Knut estaba seguro de que así era. De la misma manera que mataron a su padre, él mató a Emund.
—¡Que ya no podía defenderse puesto que por tu culpa sólo tenía una mano! —interrumpió Jon como para defender a Ulvhilde.
—Eso que dices es cierto —respondió Arn en voz baja—, Pero cuando se trata de una deuda de sangre en nuestro país, he aprendido que una mano o dos hacen poca diferencia.
—¡Un asesinato debe ser llevado al concilio y no a otro asesinato! —replicó Jon.
—La ley tal vez diga eso —admitió Arn—, pero cuando se trata del asesinato de un rey no rige la ley, sino el derecho del más fuerte. Y tú mismo eres un Folkung, al igual que yo, ¿ya sabes que el asesinato de un Folkung jamás será cosa del concilio?
—¡Ese derecho es injusto! —espetó Jon.
Nadie lo contradijo en ese particular. Pero Ulvhilde, después de permanecer un rato en silencio y pensativa, se levantó y se dirigió muy seria hacia Arn, le tomó la empuñadura de la espada, la llevó a sus labios y la besó tres veces. Ésa era la señal de reconciliación según la tradición ancestral.
La noche no fue mucho más alegre después de todo, no hubo bromas ni risas. Pero de todas formas era como si el aire entre ellos se hubiese purificado, como cuando el sol está saliendo de nuevo después de una tormenta un cálido día de verano.
Gracias a eso, la primera visita de Arn a Ulfshem no acabó tan miserablemente como había comenzado. Y el cebo que sabía que eran Sune y Sigfrid para todos los niños de su edad también había dado resultado. Después de su visita, Emund, el hijo menor de Ulvhilde y Jon, no daba tregua a sus padres insistiendo en poder viajar a la antigua casa paterna de su madre, Forsvik. Quedaba claro como el agua que su intención no era peregrinar a la tierra de sus ancestros. Se le había contagiado el sueño de ser caballero. Finalmente obtuvo el permiso de viajar cuando cumpliese los trece años.
A su regreso a Forsvik, Arn y Cecilia encontraron que la finca no había sufrido en absoluto a causa de la ausencia de sus señores durante diez días. Gure, el recién adquirido, había encontrado muchas manos entre los siervos para que lo ayudaran a rehabilitar las viviendas, y en las forjas y los talleres de fabricación de flechas, vasijas y fieltro el trabajo salía de manera regular y sin protestas. La mayoría de los que se dedicaban a esos trabajos eran extranjeros y, dado que toda la cosecha estaba finalizada, a excepción de los nabos, Gure pudo poner a trabajar a muchos siervos. Era una excelente adquisición para Forsvik y los demás lo obedecían con diligencia, como si hubiese sido su señor y no su igual.
Los hermanos Wachtian habían ido anotando por turnos todos los productos que llegaban y dejaron las listas en la cámara de cuentas de Cecilia, de forma que ella sólo tenía que introducirlas en sus libros de contabilidad. Los hermanos también estaban ansiosos de llevarse a Arn y a Cecilia al molino para enseñarles la nueva herramienta que habían construido.
Jacob era el que primero lo había pensado y dibujado; Marcus, el que había ido a la forja para convertir los pensamientos en hierro y acero.
El asunto que los había mantenido ocupados durante tanto tiempo era cómo convertir la fuerza del agua en una sierra. Puesto que la fuerza consistía en una rueda que movía unos ejes, a pesar de un gran esfuerzo mental, había sido imposible convertir el movimiento rotatorio en dos movimientos de ida y vuelta, como cuando se serraba a mano. Pero después se preguntaron si la cuestión no estaba en la misma rotación y finalmente crearon una sierra redonda. Naturalmente habían fallado varias veces con esa hoja de sierra, puesto que se rompía o se calentaba al acercarla a un tronco, si sólo estaba un poco torcida. Y cuando finalmente habían logrado una hoja que rotase regularmente sin torcerse y en la que el temple de los filos resistiese el calor del movimiento firme, entonces surgieron nuevos problemas. Resultó imposible llevar un tronco manualmente hacia la hoja, ya que la fuerza era superior. Entonces construyeron un trineo que se movía en una pista a lo largo del suelo y en ella empujaban los troncos hacia la hoja. Pero el suelo era desigual y cuando lo arreglasen aún los esperarían más dificultades.