Authors: Jan Guillou
Por el momento sólo se podía pasar por un paso estrecho desde las dos torres laterales en la dirección de los futuros muros. Pero al situarse allí arriba y mirar por la línea en la que continuaría la construcción, era fácil comprender cómo quedaría todo acabado. En todo el reino no habría una fortaleza más poderosa.
Arn pidió usar todos los cueros no acabados de curtir que tuviesen para cubrir los mojinetes y los pasillos de tiro de cara al invierno, y tanto su padre Magnus como Eskil le contestaron al unísono y casi livianamente que le darían todo lo que exigiese y estuviese en su poder o entre sus pertenencias. Con esa construcción, ambos ya habían entendido sin duda la era cuya llegada era inminente, la era en que el poder de los Folkung sería el mayor de todos. En mitad de esa conversación jovial y emocionada, el señor Magnus mencionó por casualidad que Birger Brosa no tardaría en acudir a Arnäs para celebrar el concilio del linaje.
En seguida se extendió un breve abatimiento, puesto que el canciller había dictaminado que la presencia de Arn Magnusson sería superflua en ese concilio, ya que tanto su padre como su hermano mayor bien podrían responder por él. No había nada que discutir. Birger Brosa era el primero de entre los Folkung y el canciller del reino. Tal y como él dispusiese, así se haría.
Sin embargo, no hubo tristeza en el festín nocturno, ya que había miles de asuntos que tratar en lo referente a la construcción de Arnäs y las tareas de Arn en Forsvik. Tanto Eskil como el señor Magnus ya sabían a esas alturas hacia lo que Forsvik apuntaba: iba a ser la segunda viga en la construcción del poder de los Folkung.
Hablando de los planes futuros, el joven Torgils no tardó en recordarles la promesa de que podría ser aprendiz en Forsvik. Y Arn dijo en pocas palabras que, por él, Torgils sería bienvenido en cuanto quisiera. Torgils contestó que quería viajar en seguida, a lo que Eskil, incómodo, no pudo más que acceder.
Antes de que Arn y sus acompañantes abordaran la nave que los llevaría por el lago Vänern hasta el campamento de carga para barcos fluviales, mantuvo una breve conversación privada con el médico Yussuf y decidió que también él iría con todos los fieles a Forsvik, adonde ya había marchado Ibrahim con los primeros extranjeros. Porque no sería una buena recompensa para un musulmán permanecer solo durante el invierno y aguantar la desmedida gula de carne de cerdo durante la Navidad, consideró Arn, aunque no lo comentara con nadie. Y de todos modos, su padre gozaba de tan buena salud que ya no necesitaba un cuidado diario. Arn, sin embargo, se llevó a su padre aparte y cortésmente, pero con insistencia repitió todo lo que Yussuf le había advertido. Debía moverse todos los días, ni mucho ni poco, pero a diario. Además, debía reducir el consumo de carne de cerdo y, en cambio, comer salmón y ternera, ciervo y cordero, y mejor beber vino que cerveza ahora que se acercaban las fiestas navideñas.
El señor Magnus gruñó algo acerca de que eso ya se lo podía imaginar él mismo. Era una pena pero bien sabido que la vida de los hombres de su edad peligraba con el exceso de cerveza navideña.
Durante los días en que Arn estuvo en Arnäs, Cecilia se sintió cada vez más confundida con los extranjeros en Forsvik. Por las noches armaban un gran escándalo en su casa principal, y por el humo y los olores a carne y a pan comprendía que continuamente estaban de fiesta allí dentro. Rechazaban el pan de Forsvik, hecho en el otoño, y habían construido sus propios hornos de barro, que parecían avisperos del revés, y en ellos cocían todas las noches su propio pan en grandes obleas finas. Se levantaban tarde por las mañanas e iban muy despacio al trabajo.
Cecilia sólo podía imaginar lo que eso significaba y tendía a pensar que era la ausencia de Arn la que había sacado a relucir la pereza en esos extranjeros. Aunque no todos hacían lo mismo; los hermanos Marcus y Jacob trabajaban arduamente, como de costumbre, al igual que los ingleses que preparaban las flechas, John y Athelsten. Llevaba tiempo pensando en preguntarle a Arn sobre eso y otras cosas que no podía abarcar con los sentidos. Pero las largas noches de invierno, cuando el viento aullara fuera de la casa, y ambos estuvieran muy juntos acostados cerca del fuego y él le contara todas las maravillas y todo el terror de Tierra Santa y diera respuestas a las preguntas difíciles, esas noches estaban muy lejos en más de un sentido.
Desde aquella vez en que cabalgaron solos y la Virgen dulcemente les enseñó los alegres derechos de los que una vez abusaron pero que ahora eran de su propiedad, sus noches habían sido tan dulces que el mero pensamiento encendía los colores en las mejillas de Cecilia. Por eso no habían tenido muchas conversaciones sobre asuntos importantes en su dormitorio.
Cuando Arn volvió, resultó que no solamente lo acompañaba el joven Torgils, sino también muchos más desconocidos, puesto que regresaba con todos los picapedreros de Arnäs. Tenían un aspecto deplorable y la ropa les colgaba en harapos, pero al parecer tenían vestidos enteros y bonitos empaquetados en grandes hatos. Habían desmontado el campamento en Arnäs y, por consiguiente, se instalarían en Forsvik para el invierno. Cecilia se sintió un poco ofendida por no haber sido avisada de antemano, ya que consideraba que, si tantos hombres libres e importantes llegaban a Forsvik, deberían ser tratados como huéspedes. Casi se enfadó cuando, riendo y negando con las cabezas, rechazaron su intento de darles la bienvenida con sal, cerveza y pan. Desde luego no era costumbre en Götaland Occidental rechazar un recibimiento de ese modo.
Más confundida todavía se quedó la primera noche después de la llegada de los extranjeros, ya que el ruido de la casa de los desconocidos era peor que nunca. Arn le respondió escuetamente que celebraban una fiesta que se llamaba Laylat al-Qadr, y que significaba la noche de la fuerza. Entonces le preguntó inocentemente de qué fuerza se trataba y se le congelaron las entrañas al oír su respuesta: lo que celebraban era la primera visión de Mahoma.
¡Mahoma! ¡El diablo en persona bajo el aspecto de un hombre que decía ser Dios, esa doctrina herética por la que todos los cristianos habían sufrido tanto al enfrentarse en Tierra Santa contra esos diablos en forma de hombres, esos monstruos con cuernos!
Arn ni siquiera notó que se quedó tensa por unos momentos, ya que, con un gruñir somnoliento, mostraba más interés por la alegría del amor carnal que por cualquier otra cosa, y puesto que ya se encontraba en situación de no poder ocultarlo, ella no podía levantarse de la cama, golpear con el pie en el suelo y decir que preferiría hablar de Mahoma. Así que pronto se dejó arrastrar en su dulce corriente y olvidó todo lo demás.
Pero dos o tres días más tarde le pidió que se pusiera su mejor vestido, ya que irían a una celebración. Le preguntó adonde viajarían, pero él le respondió que se celebraría tan cerca que podrían ir a pie y ya vestidos para la fiesta. Cuando cuidadosamente preguntó si era una broma, le enseñó su propia ropa que ya había colocado en la cama, con el manto nupcial azul debajo de todo.
Un poco antes de la puesta del sol, los hermanos Marcus y Jacob Wachtian vestidos de fiesta, junto con el hermano Guilbert, en hábito cisterciense limpio y blanco, fueron a buscar a Arn y a su esposa para acudir al festín. En el patio ya se mezclaban los olores de cordero asado con el aroma de especias desconocidas.
Cecilia no había entrado en la casa principal de los huéspedes desde aquella vez en que Arn se la enseñó. Ahora se dirigieron todos allí y cuando entró apenas pudo reconocerla. Habían colocado aún más alfombras multicolores y en las paredes colgaban tapices con fantásticos motivos estrellados. Había bancos en un cuadrado alrededor del suelo, y detrás de los bancos, montones de cojines y colchones de pluma, y lámparas de cobre y hierro con cristales de colores ardían colgadas del techo y junto al fuego alargado asaban en parrillas truchas asalmonadas del lago Vättern.
El médico Ibrahim, vestido con una túnica larga de un brillo intenso y con la cabeza envuelta en una tela, recibió a sus huéspedes en la puerta y los llevó al sitio principal, en medio de la fila de cojines y bancos que se hallaba más al oeste.
Llevaron jarras artísticamente decoradas junto con vasos hechos en el propio taller de vidrio y los colocaron a lo largo de los bancos. Cecilia estuvo a punto de sentarse allí, pero Arn, riendo, le señaló que se sentara de rodillas detrás del largo banco de madera y le susurró que no tocara ni la comida ni la bebida antes de que lo hiciera otro.
Esperaban a la puesta del sol y mientras tanto se acomodaron los extranjeros, excepto los que se encargaban del pescado asado, y el viejo Ibrahim, que salió al patio.
Para su enojo, Cecilia vio que ni el hermano Guilbert ni los hermanos Wachtian o Arn se sentían en absoluto molestos por esos olores y costumbres extraños. Conversaban y bromeaban en voz baja entre ellos en aquel idioma que Cecilia había aprendido a reconocer como franco.
Pronto Arn descubrió la confusión de Cecilia, se excusó ante los hombres y se volvió hacia ella para explicarle.
Era una noche estrellada, una de las primeras con escarcha, en aquel otoño tan suave, y allí, en el patio, el médico Ibrahim estaba escrutando el cielo en el noroeste. Al caer la oscuridad en seguida descubriría la fina hoz de la luna que presagiaba un nuevo mes y entonces la fiesta llamada Id al-Fitr empezaría, cuando se celebraba el fin del mes de ayuno.
Primero Cecilia puso objeciones y dijo que el ayuno no podía ser en octubre, sino en la primavera, pero se detuvo cuando comprendió que no era un momento adecuado para mantener conversaciones religiosas.
Ibrahim entró y anunció algo en su idioma extraño e incomprensible, parecía salir más bien de la garganta que de la lengua, y todos en la habitación se pusieron a rezar brevemente. Después Arn cogió la jarra de cobre, recubierta de estaño en el interior, que estaba frente a él en la mesa y le sirvió un vaso a Cecilia y luego al hermano Guilbert y a los hermanos Wachtian. Luego hicieron lo mismo todos los comensales y alzaron sus copas, bebieron ansiosamente y volvieron a servirse. Cecilia, que había sido más lenta y cuidadosa en llevar su copa a la boca, tosió sin querer cuando se dio cuenta de que el contenido de la copa era agua pura y no vino blanco como había pensado.
La cena consistía en cordero asado, ganso, trucha asalmonada y otros pequeños platos que Cecilia no conocía y que sirvieron en grandes platos redondos de madera. Tocaron unos instrumentos desconocidos y alguien entonó una canción a la que muchos se sumaron.
Arn tomó un pedazo del pan blando y plano y le enseñó a Cecilia cómo debía mojarlo en la salsa adyacente al asado de cordero, y cuando lo hizo, su paladar se llenó de unos gustos extraños que la hicieron vacilar un instante, pero que después encontró plenamente comestibles y al cabo de un rato hasta deliciosos. El asado de cordero era lo más tierno que jamás había probado y la trucha asalmonada tenía un sabor totalmente distinto por las especias que se parecían al comino.
Arn se divertía cogiendo comida de vez en cuando de los diferentes platos y dándole de comer a Cecilia en la boca como si fuera una niña, y cuando intentaba resistirse, se reía diciendo que ésa era una manera cortés de mostrar atención a la amada o a una amiga íntima. .
Al principio, todos los extranjeros comieron muy de prisa, como glotones. Pero cuando hubieron calmado el hambre, los hombres se reclinaron contra los cojines, comieron más despacio y gozaron con los ojos entornados de la música melancólica tocada por dos hombres con instrumentos de cuerda, similares a los que los juglares francos mostraron en la boda de Arnäs.
Cecilia no tardó mucho rato en reclinarse como los demás en los cómodos cojines, traídos por varios hombres que se inclinaban para que apoyase la espalda. Ya no estaba tan tensa, comía despacio de todo lo exquisito y solamente alzó ligeramente una ceja al darse cuenta de cuánta miel de su despensa se habría gastado para todos los dulces que había que comer después de la carne y el pescado: pequeños panes de zanahoria rallada rellenos de avellanas y sumergidos en miel. Había algo adormecedor en todos esos olores y gustos extraños que la calmaba cada vez más e incluso empezaba a sentir gusto por la música, aunque al principio le había soñado artificiosa. Comenzó a soñar con países extraños. Si había algo que diferenciaba ese banquete de los que ella conocía era principalmente que era cada vez más tranquilo conforme avanzaba la noche, y las canciones de los instrumentos de cuerda se volvían cada vez más melancólicas y tristes. Nadie se peleaba y nadie vomitaba. Somnolienta, reflexionaba sobre esas costumbres desconocidas y comprendió que era por el agua que se bebía, no era vino ni cerveza. Más y más soñaba en ese mundo diferente hasta que Arn la tomó del brazo y le susurró que sería prudente que los dos invitados de honor abandonasen la fiesta los primeros mejor que los últimos.
La condujo hacia la salida, junto al
lavatorium
de la casa, la cogió de la mano, se inclinó y en aquel idioma tan extraño dijo algo que hizo que todos los hombres de la sala se levantasen y les hiciesen una reverencia en respuesta.
El helor de escarcha la golpeó al salir y le hizo recobrar el conocimiento, como si el encantamiento se hubiese roto, y pensó que esa noche invernal sería la primera en la que Arn le hablaría sobre todo lo desconocido.
Cuando su esposo hubo reavivado el fuego y se hubieron metido en la gran cama, ella empujó las almohadas de manera que pudiesen sentarse uno al lado del otro y mirar las llamas del hogar. Entonces le pidió que empezara su narración, y antes de nada quería comprender cómo podía ser apropiado que ellos hospedasen a los peores enemigos de la cristiandad como huéspedes en un hogar cristiano.
. Primero Arn le contestó un poco a regañadientes que esos musulmanes, como se llamaba a los seguidores de Mahoma, eran personas que habían trabajado para los cristianos en Tierra Santa y por eso su propia gente los habría matado si no hubiesen podido huir con él hasta el Norte. Lo mismo ocurría con los hermanos Wachtian, que eran cristianos de Tierra Santa. Habían tenido sus talleres y sus negocios en Al Hammediyah, que era la calle comercial más importante de Damasco. O sea, que la cuestión de quién era amigo o enemigo en Tierra Santa no se decidía solamente por las creencias de cada uno.
Cecilia lo encontró inconcebible, aunque puso objeciones con cautela.