Authors: Jan Guillou
La reina contestaba que nada le impedía que enviara su propia guardia, ya que Cecilia era su más estimada amiga y todos lo sabían. ¿Quién podría protestar o envidiar que la reina honrase a su mejor amiga?
El rey Knut insistía en que, de todas formas, era demasiado enviar tantos hombres armados con una sola mujer. Sería como demostrar temor a un ataque a traición.
La reina contestó que ninguna fuerza era suficientemente grande si querías estar seguro de evitar un ataque a traición. El país no podría correr peor suerte si le ocurría alguna desgracia a Cecilia Rosa durante el peligroso viaje que tenía que hacer. El rey Knut suspiró que peor desgracia no podía ocasionar Cecilia Rosa con su muerte que lo que hacía yendo al lecho nupcial en lugar de ir al convento de Riseberga.
Pero en seguida tuvo que arrepentirse de esas palabras cuando la reina le auguró, sin la más mínima suavidad marital, lo que le sucedería al país si a Cecilia Rosa le tocaban un pelo o la mataban. Eso separaría inmediatamente a los Folkung con Eskil y Arn Magnusson en un lado y Birger Brosa en el otro. ¿Y cómo actuaría Magnus Månesköld en esa lucha, él, que había crecido en casa de Birger Brosa y era hijo de Arn Magnusson? Y si se tambalease el apoyo de los Folkung a la corona, ¿qué sucedería entonces con el poder del país?
Con palabras reflexivas y suaves, más que con un tono duro que muchos maridos habrían utilizado al oír tanto atrevimiento por parte de su esposa, Knut admitió sin más que la sola idea de una separación con los Folkung sería como una pesadilla. Él mismo y su linaje acabarían en medio de una lucha en la que no solamente sería incierto que Erik, su hijo, heredase la corona, sino peor todavía: la corona se tambalearía en su propia cabeza. Admitió, como a menudo hacía cuando estaban los dos solos, que ella tenía más razón que él. Pero la separación ya estaba allí, ya que Birger Brosa había regresado a Bjälbo echando pestes tanto de Arn como de Eskil.
La reina Blanka opinaba que el tiempo ya curaría esa herida, que ahora lo importante era llevar a Cecilia Rosa ilesa hasta el lecho nupcial de Arn Magnusson. Cuando la voluntad de Dios hubiese manifestado que ya nada podría cambiar, todo el escándalo se desvanecería. Pero si no se llevaba a cabo o, aún peor, si algo malo le sucedía a Cecilia Rosa antes de la noche de bodas, tendrían un enemigo terrible en Arn Magnusson.
Al rey Knut no le costaba admitir que eso sería lo peor de todo. En un mundo en el que tantos asuntos se arreglaban con la espada era necesario tener a hombres como Arn Magnusson de su lado. Por eso era preocupante que Birger Brosa en un inusual arrebato de ira hubiese jurado que preferiría dimitir de la cancillería antes que dar la bienvenida a Arn como mariscal del consejo. Por mucho que se debatiese esta cuestión, el dolor seguía allí como un dolor de muelas.
Y el único remedio eficaz contra el dolor de muelas era arrancar el diente malo, y cuanto antes mejor, replicó la reina, poniendo fin así a la conversación.
Las semanas siguientes fueron para Cecilia Rosa como si se le hubiese quitado tanto la libertad como la voluntad, como si ella fuese una hoja caída que flotaba en la corriente sin poder decidir en qué dirección quería ir. No podía decidir sobre una cosa tan sencilla como viajar entre Näs y el convento de Riseberga, algo que tantas veces había hecho.
Puesto que debería ir acompañada de doce guardias, el viaje tardaría dos días más. Si la hubiesen dejado decidir, habría viajado en barco hacia el norte por el Vättern hasta Åmmeberg y desde allí en una barcaza más pequeña por el Åmmelången y los demás lagos hasta Östansjö, desde donde sólo quedaría un día de viaje a caballo hasta Riseberga.
Pero con doce guardias, sus respectivos caballos y todo el equipaje no se podía viajar por el agua, sino que se debía ir por tierra ya desde Åmmeberg.
Cecilia Rosa estaba acostumbrada a montar con uno o dos hombres sobre los que ella misma mandaba. Y ahora era al revés: los guardias de la fortaleza del rey hablaban de ella como de un objeto, a pesar de estar justo a su lado. La llamaban la mujer, discutían sobre lo que sería mejor para la seguridad de la mujer y lo que soportaría la mujer y cómo la mujer se hospedaría mejor por las noches. El viaje se retrasó todo el tiempo a causa del jefe de los guardias, que enviaba a los hombres a adelantarse para investigar en un bosque o en un vado antes de cruzarlos. Con todo ello tardaron más de cuatro días en llegar a Riseberga.
Al principio intentó no escuchar y sumergirse en sus propios sueños sobre todo lo maravilloso y los pensamientos de agradecimiento que cada hora enviaba a la Virgen. Al segundo día ya no soportaba ser tratada como un cargamento de plata en lugar de como una persona, y encima de su caballo cabalgó al lado del escolta Adalvard, del linaje de Erik y capitán del grupo.
Le contó que había hecho ese viaje muchas veces, y sólo en una ocasión había encontrado unos bandoleros y que ellos la dejaron pasar ilesa cuando les explicó que regresaba de un convento y que el cargamento consistía en escritos y plata eclesiástica. Los bandoleros eran jóvenes y llevaban pocas armas, por lo que no la asustaron lo más mínimo. ¿Cómo podía ser entonces que la guardia real, con el símbolo de las tres coronas al frente, una visión que espantaría a la mayoría de los bandoleros, se mostrase tan melindrosa y miedosa ante cada giro del camino?
Adalvard le contestó, malhumorado, que lo que era seguro y lo que dejaba de serlo en ese camino lo decidía él basándose en sus conocimientos. Una mujer de convento seguramente conocía varias cosas que él desconocía, pero ahora se trataba de atravesar con vida los bosques de Tiveden. Ésos eran sus conocimientos.
Cecilia Rosa no se contentó con esa respuesta e intentó averiguar más preguntando de otra manera, pero sólo recibió la misma respuesta, aunque con otras palabras. Era importante mantener la seguridad y por eso había que mantener la seguridad. No avanzó más en el razonamiento ese segundo día, puesto que llegaron a una finca lo bastante grande como para alojar a una docena de guardias, sus caballos y a una mujer.
Echaron a los amos de su propia casa, recogieron todas las armas, las colocaron en la panadería y limpiaron una cocina para que Cecilia Rosa pudiera estar a solas. Unos siervos asustados le sirvieron la cena y la cerveza acompañados por los guardias, y durante la noche dos soldados vigilaban delante de su puerta.
No le hizo ninguna gracia tener a dos hombres armados frente a su puerta y menos aún cuando nadie había pensado en dejarle un recipiente para orinar. Cuando salió a hacer lo que nadie podía hacer por ella, los dos guardias tuvieron tanto miedo de dejarla sola que insistieron en acompañarla incluso en unos menesteres tan femeninos que ningún hombre honrado debiera molestar. Puesto que ya había esperado demasiado, tenía tanta necesidad que consideraba que no tendría tiempo de discutir el asunto por más tiempo y les pidió que la acompañasen un trecho, pero que se diesen la vuelta durante el acto.
A la mañana siguiente, cuando ya llevaban un rato de camino, Cecilia se acercó a Adalvard y se quejó de que la trataran como a un prisionero que iba a ser ahorcado. Esas palabras le calaron más hondo que las preguntas sobre la seguridad, y se disculpó diciendo que todos respondían por ella con sus propias vidas.
A Cecilia Rosa primero le costó creer que hablase en serio y creyó que era la habitual manera masculina de vanagloriarse y exagerar. De reojo, le miró la cara; estaba curtida por los vientos y llevaba cicatrices de espadas o flechas y mostraba una gran seriedad, pero ni una muestra de orgullo o jactancia.
¿Podría ser verdad que todos respondiesen por ella como si fuese valorada por su peso en plata?, preguntó de nuevo después de un rato en silencio.
—Peor que eso, mi señora —respondió escuetamente Adalvard—. Sería una deshonra perder tal carga de plata y ya no tendría más que hacer al servicio del rey. Pero para vos, señora, nos jugamos nuestras vidas. Eso ha dicho el rey y así se hará.
Entonces un gran frío le atravesó a plena luz de un hermoso equinoccio de verano. El luminoso brillo del pequeño lago que estaban cruzando se convirtió en una amenaza, el siseo de las hojas nuevas en las copas de los árboles vaticinaba la secreta maldad del bosque y los abetos se convirtieron en criaturas mágicas que en un momento dado podrían levantar sus ramas como brazos y acercarse hacia ella. Los hombres, con las caras malhumoradas y los ojos vigilantes, no veían el día hermoso y no oían el canto de los pájaros; sólo oían sus penas de muerte y veían el hacha del verdugo.
Tardó un poco en hablar con Adalvard de nuevo. Primero intentó pensar en lo que estaba sucediendo y de lo que ella misma nada podía decidir. Iba de camino a su boda con Arn y era porque la Virgen había escuchado sus súplicas y se había dejado convencer. Y había reservado a Arn para otra cosa diferente del camino directo al paraíso a través del martirio.
Eso era verdad y la razón no podía cambiarlo, ni con preguntas ni con objeciones.
¿Qué seguridad necesitaba, pues, en su sencillo camino a Riseberga más que la suave mano protectora de la Virgen?
Cecilia Rosa comprendía muy bien que esa lógica eclesiástica impresionaría poco a un hombre como Adalvard. Él actuaba por orden real y primero obedecía la voluntad de los hombres y luego posiblemente la de Dios. O bien, rectificó, veía la obligación del hombre de hacer siempre lo máximo para cumplir la voluntad de Dios.
En lo que ahora le sucedía, los hombres hacían todo lo que podían para cumplir lo que era la voluntad de la Virgen, por lo que se sabía de ello. Por eso flotaba por el río de la vida como una hoja sin voluntad propia, porque tantas personas con poder sobre tierras y bosques, plata y espadas, iglesias y conventos, todas ambicionaban lo mismo. ¡Qué mundo tan hermoso sería si todos siempre ambicionaran lo mismo de esa manera!
Tanto más difícil era, por consiguiente, creer que lo que estaba ocurriendo era únicamente por ella y por Arn, dos pobres pecadores que no eran mejores que otros.
No, ciertamente había algo que no encajaba en todo aquello. No era la bondad del hombre ni su eterna voluntad de seguir los caminos del Señor lo que la hacía cabalgar rodeada por doce guerreros que no se apartaban más que a un brazo de distancia. Debía de existir un peligro que ella desconocía, pero que los hombres que temían por su vida entendían mucho mejor.
Salió de su sitio en la comitiva y cabalgó hasta ponerse a la altura del capitán Adalvard, haciendo caso omiso de las molestias que ocasionó cuando tuvieron que reagrupar a la partida para que tuviese jinetes delante, detrás y a los lados. Pero quería estar segura y pensó en una nueva manera de hacer hablar a Adalvard acerca de los secretos que ella ni siquiera sospechaba.
—Adalvard, he pensado mucho en lo que me dijiste sobre responder con vuestras vidas por mi seguridad —empezó—. Debería haberme mostrado más agradecida y menos arisca y te pido disculpas por ello.
—No tenéis por qué disculparos, mi señora. Hemos jurado obedecer hasta la muerte las órdenes del rey y hasta el momento no nos ha ido tan mal —respondió Adalvard.
—Para mí era un viaje cualquiera hasta que me explicaste la seriedad de tu cometido y tengo que decirte lo honrada que me siento por tener esos enormes luchadores a mi lado en la hora del peligro —siguió diciendo Cecilia inocentemente.
—Somos la guardia del rey —replicó Adalvard—. Bueno, algunos de la reina, pero no son peores por eso —añadió con una sonrisa, la primera que había esbozado durante todo el trayecto.
—Ves que monto como un hombre, con un estribo a cada lado —señaló Cecilia—, ¿No te has preguntado por qué?
—Sí, me lo he preguntado —dijo Adalvard—, Pero no comprendo muy bien cómo lo hacéis, mi señora, puesto que de todas formas parecéis una mujer sentada en la silla. Y tampoco quería fijarme más cuando desmontáis o subís al caballo.
—Cabalgo mucho a causa de mis negocios en Riseberga, tal vez tanto como un soldado —explicó Cecilia como si la conversación fuera totalmente inocente—. Por eso he cosido un traje para mujeres, ya sabes que cosemos mucho en los conventos, un traje que es como dos trajes, uno para cada pierna. Y luego llevo un delantal. Parezco una señora, pero puedo montar como un hombre. Por eso tienes que saber una cosa: si llegase el peligro, el peligro del que hablaste, podré escaparme más rápido que la mayoría de los defensores con sus caballos pesados. Si quieres protegerme de un ataque, no nos detendremos, sino que cabalgaremos de prisa alejándonos del lugar.
Por fin Cecilia había dicho algo que hizo que Adalvard la contemplase como a una persona con pensamientos e ideas propios y no como a un montón de plata. Se disculpó cortésmente y se fue a hablar expresivamente con algunos de sus hombres, gesticulando, y esos hombres se dirigieron hacia atrás para divulgar más la nueva información.
Cuando regresó al lado de Cecilia parecía contento y más hablador que en todo el viaje, así que ella consideró que el terreno estaría abonado para más preguntas.
—Dime, Adalvard, mi fiel defensor, tú que eres un hombre del rey en Näs y sabes mucho más que una mujer de convento, ¿por qué podría ser víctima de un ataque a traición yo, una pobre mujer del débil linaje de Pål?
—¡Pobre! —rió Adalvard y la miró inquisitivamente de reojo como para averiguar si se estaba burlando de él—. Bueno, podría ser, por ahora —gruñó—. Pero pronto habrá boda y, como señora de un Folkung, una tercera parte de lo suyo será vuestro. Pronto seréis rica, mi señora. Quien lograse robar a esa novia también se haría rico a cambio del rescate. Esas cosas han sucedido, aunque no conozco a nadie que haya vivido mucho tiempo después de un acto infame de esa calaña. Pero sí que ha ocurrido.
—Pues entonces me siento realmente segura con estos luchadores a mi lado —respondió Cecilia, satisfecha a medias con la respuesta obtenida—, Pero ésa no debe de ser la única razón… Para protegerme contra bandoleros pobres y raptores de mujeres con armas deficientes no haría falta toda esta fuerza que viene con nosotros. Bastaría con que vieran nuestro símbolo con las tres coronas, ¿verdad?
—Sí, es cierto, mi señora —contestó Adalvard y, animado por la conversación, tal y como Cecilia lo había planeado, continuó—: Soy del linaje del rey Knut y de su padre el difunto san Erik. Pero mis hermanos mayores se quedaron con las fincas de mi padre y yo tuve que ser soldado. No me quejo, porque si eres del linaje de Erik, sabes lo que pasa en el reino en cuanto a la lucha por el poder. Vuestra vida, señora, forma parte de la lucha por el poder, al igual que vuestra muerte.