Authors: Jan Guillou
—Hay cosas del mundo de los hombres que no puedo comprender —respondió Cecilia humildemente—. Pero tanto mayor es mi alegría al cabalgar junto a un Erik que puede explicarme todo lo que nosotras, las mujeres del convento, no entendemos. ¿Qué tiene que ver mi muerte o mi vida con la lucha por el poder? Te pido, Adalvard, que me lo expliques de verdad.
—Bueno, no puedo deciros nada que no vayáis a saber dentro de poco —replicó Adalvard, satisfecho por ser el que conocía las grandes verdades de la vida—. Vos deberíais haber sido abadesa y entonces no podría haberos hablado con tanta irreverencia. Pero siendo abadesa habríais jurado de manera que el hijo mayor del rey Knut podría haber heredado la corona. Hasta aquí lo sabéis todo, ¿verdad?
—Sí, sé de qué va todo eso. Pero si no fuera así, ¿por qué querría hacerme daño alguno de los Sverker?
—Si nos mataran a todos, a vos, mi señora, a mí y a todos mis hombres, todos los hombres del reino creerían que los Sverker fueron los responsables de ese acto infame, aunque no fuese así —contestó Adalvard con un repentino mal humor; obviamente se arrepentía de haber seguido la conversación por la dirección que había tomado.
—¿No sería más inteligente matar a Arn Magnusson en ese caso? —preguntó Cecilia sin el menor temor.
—Sí, es cierto. Todo el mundo sabe que nosotros, los Erik, ganaríamos con un asesinato así, ya que no habría boda. Vos, mi señora, seríais abadesa en un santiamén, ya que el luto y la tristeza os llevarían al convento. Pero os juro que no pensamos así, puesto que sería romper nuestro acuerdo entre los Erik y los Folkung, sellado con muchos juramentos. Si los Erik y los Folkung se enemistasen, ambos perderíamos todo el poder a manos de los Sverker.
—Por consiguiente, los Sverker preferirían matar a Arn Magnusson y echar la culpa a los Erik —continuó Cecilia sin temblarle la voz, aunque un enorme dolor le atravesó el corazón al mismo tiempo que pronunciaba las palabras.
—Pues sí —sonrió Adalvard—, Si los Sverker pudiesen matar a Arn Magnusson y culparnos a los Erik, ganarían bastante. Pero ¿a quién enviarían a Arnäs o a Forsvik para cometer este acto infame? ¿A Odín, que se haría invisible? ¿O a Tor, cuyo martillo haría temblar el mundo? No, ningún asesino clandestino sorprenderá a Arn Magnusson, de eso podéis estar completamente segura, mi señora.
El capitán Adalvard rió a gusto de sus propias gracias sobre Odín y Tor. Por irreverentes que las encontrase, Cecilia de todos modos encontró consuelo en ellas.
Sólo una vez durante el viaje al convento de Riseberga ocurrió algo que perturbó la paz. Después de Östansjö, cuando ya habían pasado los grandes bosques y habían salido a un paisaje más abierto con alguna que otra finca, se encontraron con un rebaño de ovejas desbocadas que bajaban por las colinas. Detrás de las ovejas corrían cuatro pastores vestidos con anchas capas marrones que llevaban bastones en las manos para reunir a los animales asustados.
El capitán Adalvard envió en seguida a cuatro jinetes con las espadas alzadas y los pastores se echaron con la cara al suelo y los brazos y las piernas estirados, aunque algunos intentaron ver de reojo por dónde huían las ovejas.
Al mismo tiempo que se alejaron los cuatro jinetes hacia los pastores, los ocho restantes se cerraron alrededor de Cecilia con Adalvard al frente. Todos habían desenvainado las espadas.
Los pastores eran pastores y nada más. Más tarde, Adalvard le comentó malhumorado a Cecilia que nunca se podía estar del todo seguro, que creer que entiendes todo lo que ves en el momento en que lo ves es el orgullo que lleva a la muerte. Al menos no mataron a ningún pastor en vano. Tardarían un poco más en encontrar sus ovejas, eso era todo.
Llegados por fin a Riseberga, Cecilia entró en seguida en sus aposentos y se quedó un buen rato con la mano sobre uno de los ábacos, inspirando el olor a pergaminos y tinta. Una habitación con escrituras tenía un olor inconfundible y sabía que podría rememorarlo más tarde cuando quisiese.
Lo que todavía le costaba era creer que realmente aquello sería un adiós. Había vivido tanto tiempo entre esas cuentas que en su fuero interno lo había imaginado así para el resto de su vida, mejor dicho, como la única vida posible en el mundo de los sentidos, mientras que Arn Magnusson pertenecía al mundo de los sueños.
El adiós fue difícil y no sin lágrimas. Las que más lloraron fueron las dos doncellas de los Sverker que habían encontrado asilo en Riseberga, aunque a Birger Brosa le había disgustado. Habían estado muy unidas a Cecilia, y ella les había enseñado todos los detalles de la costura, el arte de la jardinería y la contabilidad. A partir de ese momento se quedarían sin la protección de la
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y la esperanza que albergaban de que ella volviese como abadesa se esfumó.
Cecilia las consoló todo lo que pudo y les aseguró que siempre podrían enviarle un mensaje; no, que ella se mantendría informada de lo que acontecía en Riseberga; no, mejor todavía, que iría a verlas para saberlo todo de ellas.
Sus palabras no las consolaban tanto como habría querido. Las doncellas no creían que Cecilia tuviese mucho que decidir en Riseberga desde su poder mundanal, y por eso Cecilia tuvo que quedarse un día más de lo planeado con ellas.
Habló largas horas en el cuarto de contabilidad con las dos, Helena y Rikissa. Mientras explicaba y repasaba todas las tareas una y otra vez, y enseñaba y volvía a enseñar en qué casillas se guardaban los pagarés y las facturas, y dónde encontrar las cartas de reclamación de pago de los obispos y sus recaudadores de impuestos y arriendos, les iba contando sobre todo cómo se podía vivir entre familiares en un convento donde casi todos eran del linaje del enemigo. Ella y la reina Blanka habían vivido y resistido durante muchos años hasta que llegaron tiempos mejores.
También les explicó cómo una anciana inteligente, llamada Helena Stenkilsdotter, les enseñó el sentido común de no elegir a sus enemigos siendo muy jóvenes.
En su fuero interno, Cecilia pensó que se estaba pareciendo en algo a Helena Stenkilsdotter, puesto que podía sentir ese cariño hacia unas doncellas con los nombres del linaje de Sverker tan odiosos como Helena y Rikissa.
Les aconsejó que no pronunciasen los votos antes de sentir la verdadera vocación y que no perdiesen la esperanza jamás, y les dio a entender que incluso unas pobres hijas de los Sverker que estaban obligadas a refugiarse en un convento del enemigo podrían ser llamadas al mundo exterior antes de lo que imaginaban. Ella las tendría muy presentes en su memoria.
Cuando Cecilia estuvo finalmente sola, después de tanto consolar, tal vez un consuelo falso, le tocaba dar su propio adiós. Consideró propiedad suya aquel ábaco que ella misma había construido y que mejor le servía, y se lo guardó. Tenía un caballo con su silla. Con su propio sueldo había pagado el manto de invierno forrado de piel de perro, y las botas del mismo estilo. Aparte de eso no tenía más que la ropa que llevaba puesta y posiblemente algunos vestidos de fiesta que se encontraban en Näs.
Cuando Cecilia Blanka y ella eran jóvenes usaban la misma talla de vestidos; ahora que las separaban siete embarazos, sólo Cecilia Rosa podía ponerse la misma ropa que de joven. Tal vez no eran solamente los embarazos. En Näs se comía mucha carne de cerdo y, lo que era peor, carne salada de cerdo con la que necesitabas beber mucha cerveza. En los conventos donde Cecilia Rosa había vivido la mayor parte de los últimos años, todo tipo de gula estaba prohibida.
Lo importante, sin embargo, no era que pudiera llevar uno o varios de los vestidos que a su amiga ya no le sentaban bien. Por lo demás tenía un marco y medio de plata que había sido el sueldo que honradamente se había ganado durante el tiempo que había ejercido como
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en Riseberga, como mujer libre y no como penitente. Sacó la plata, la pesó y anotó en el libro de cuentas que ya se había llevado lo que le pertenecía.
En ese momento se dio cuenta de lo poco que sabía de su propia pobreza o riqueza. Había estado camino de pronunciar los votos durante mucho tiempo, por lo que ya se había considerado pobre y por eso sabía muchísimo más de cada céntimo que se debía al convento que de sus propias pertenencias.
Cuando su padre Algot, murió sólo dejó dos herederas, sus hijas Cecilia y Katarina. Por tanto, debería haber heredado la mitad de las fincas alrededor de Husaby y Kinnelculle que pertenecían a su familia. Katarina habría heredado la otra mitad. Pero ahora, a causa de sus pecados, Katarina había ingresado en el convento de Gudhem y con eso había tenido que renunciar a todas sus pertenencias mundanales. ¿Habría renunciado también a su herencia? En ese caso, ¿a favor de quién, de Cecilia o de Gudhem? ¿Y cuántas de las fincas alrededor de Husaby eran suyas en uno u otro caso?
Eso era algo en lo que jamás había pensado; nunca se había considerado propietaria de bienes terrenales, tan sólo administradora de los de la Iglesia.
El marco y medio de plata que llevaba en la mano bastaría para pagar un manto hermoso. Pero había un manto de los Folkung en el que había trabajado durante tres años, el más hermoso de todos, forrado con piel de marta, y el león bordado con hilos de oro y plata traídos de Lübeck, y la boca del león y su lengua bordadas con hilo rojo de los francos. Ningún manto en el mundo relucía con colores tan brillantes, era la labor más bonita que jamás había cosido en toda su vida en el convento. Cecilia jamás había podido ocultar su sueño a nadie, y aún menos a sí misma: el de que un día pudiera ver ese manto sobre los hombros de Arn Magnusson.
Sabía muy bien que el precio de un manto como aquél era como el de una finca con sus siervos y su ganado. El manto pertenecía al convento de Riseberga, aunque ella lo había cosido con sus propias manos.
Sin embargo, había sido su sueño, nadie más que un Folkung podría llevarlo, y ningún otro Folkung que no fuese Arn Magnusson. Estuvo dudando mucho rato con la pluma en la mano antes de decidirse. Finalmente firmó un pagaré de quince marcos de plata, secó la carta y la puso en la casilla pertinente.
Luego se dirigió a la cámara frigorífica, encontró el manto, dejó que le acariciase la mejilla e inspiró su fuerte olor, que era más para mantener alejadas a las polillas que propio de sueños amorosos, lo dobló y se lo llevó debajo del brazo.
Cecilia comulgó en la misa de despedida.
La cabalgata entre Arnäs y Forsvik era para el joven Sune Folkesson y su hermano adoptivo Sigfrid como si el más ardiente de los sueños se hubiese cumplido y, además, contra todo pronóstico.
Cada uno de ellos montaba uno de esos caballos extranjeros; Sune, un roano con la crin y la cola negra, y Sigfrid un alazán con la crin y la cola de color claro, casi blanco. El señor Arn había elegido con mucho esmero los dos caballos y los había probado, los había montado y había jugado con ellos antes de decidir cuál de los chicos dispondría de cada uno de los caballos. Escuetamente, pero muy en serio, les había explicado que los caballos eran jóvenes, al igual que sus nuevos dueños, y que era muy importante poder envejecer junto al caballo, que eso era el principio de una nueva amistad que duraría hasta que la muerte los separase, puesto que sólo la muerte podía separar a un hombre de su caballo de Outremer.
No había perdido mucho tiempo en explicar la diferencia entre esos caballos y los caballos nórdicos, tal vez porque veía en los ojos de los jóvenes que ya lo entendían. Al contrario de los hombres adultos en Götaland Occidental, los dos chicos comprendían por sí solos que esos caballos eran casi como la criatura de un cuento en comparación con los caballos góticos que montaban los guardias.
Sune y Sigfrid montaban a caballo desde que habían comenzado a caminar, al igual que todos los niños de su misma edad y de una familia de linaje con escudo propio. Montar era para ellos como respirar o beber agua, algo que ya no hacía falta aprender.
Hasta ese momento, cuando todo empezó desde el principio. La primera diferencia que notaron era la velocidad. Si a esos caballos los exhortaban como a un caballo nórdico, la velocidad después de sólo uno o dos saltos era tan vertiginosa que los hacía llorar, y el viento echaba su largo pelo infantil hacia atrás. La otra diferencia que se sentía era la vivacidad. Un caballo nórdico, al moverse de lado, daba tres pasos, y estos caballos tal vez diez. El jinete tenía la sensación como de estar flotando en el agua, no notaba el movimiento, sólo el cambio de posición. Mientras un caballo nórdico caminaba recto en la misma dirección que la cabeza, estos caballos flotaban de lado, en diagonal, como si jugaran. Era como encontrarse en un barco dentro de un rápido sin poder controlarlo del todo y donde el menor movimiento en falso podría llevar a algo totalmente inesperado.
De esta manera era como empezar de nuevo, ya que había mil nuevas posibilidades para aprender a dominar la montura, tal y como el señor Arn había hecho cuando montaba su caballo en el patio en Forsvik, haciendo movimientos que parecían imposibles mientras jugaba con los guardias como si fuesen gatitos.
Sune y Sigfrid, de vez en cuando, contemplaban a los hombres que tenían a su alrededor. Todos hablaban con el señor Arn en un idioma totalmente incomprensible. Algunos de los desconocidos de ojos pardos montaban con la misma seguridad que el señor Arn; parecían estar unidos a sus caballos. Atravesaban el bosque con facilidad, también donde los árboles caídos por la tormenta de primavera hacían el paso intransitable. Pero casi la mitad de los forasteros cabalgaban con la cara contraída, como si tuviesen que esforzarse más, como Sune y Sigfrid.
Trece eran los hombres que atravesaron el bosque a caballo, contando a Sune y a Sigfrid, cosa que al menos ellos mismos hacían. En Arnäs, el señor Eskil les había regalado a ambos un pequeño manto de un azul desteñido que él y el señor Arn habían llevado de jóvenes. Por consiguiente, había tres hombres cabalgando de azul, el señor Arn al frente.
Los forasteros se habían cubierto con varias capas de tela y en las cabezas llevaban gruesos bultos de tela o bien yelmos puntiagudos con tela en la parte inferior. Los que llevaban esos yelmos eran los mejores jinetes y también tenían unas extrañas espadas torcidas, arcos en la espalda y aljabas al costado.
Todos cabalgaban en un semicírculo extendido y entre ellos mantenían la manada de caballos sin jinetes. No era fácil comprender cómo, pero ya después de una hora se veía claramente que todos los caballos sueltos seguían el menor gesto del señor Arn.