Authors: Jan Guillou
Cuando se acercaron a Forsvik fue creciendo la tensión ante el encuentro con el Arn Magnusson que todo el mundo conocía por su reputación, pero a quien ninguno de ellos había visto en persona.
Las primeras gentes de Forsvik con las que se encontraron estaban ocupadas en la siega del heno, cortando hierba y levantando almiares. Todos interrumpieron su trabajo al ver acercarse a los jinetes resplandecientes y se pusieron en fila para arrodillarse a modo de saludo, hasta que el príncipe Erik les ordenó que regresaran al trabajo.
En uno de los prados, un campo en barbecho que estaba justo a la entrada de Forsvik, vieron algo bastante más divertido y sorprendente. Dos jóvenes muchachos estaban entrenando a caballo con dos hombres mayores extranjeros. Los cuatro cabalgaban juntos y al grito de uno de los oscuros extranjeros los cuatro giraban hacia izquierda o derecha a la velocidad del rayo o se detenían en seco, se encabritaban y giraban sobre sí mismos, aumentaban la velocidad para luego de repente volver a lanzarse en una nueva dirección. Era una imagen bien curiosa y una forma de cabalgar que ninguno de los cuatro amigos conocía. Además, los caballos parecían extraños, eran más pequeños pero se movían mucho más de prisa.
Pronto los descubrieron los cuatro jinetes que se entrenaban y uno de los extranjeros desenvainó una fina espada y advirtió algo a gritos al otro, que también alzó su espada a la vez que hacía señas a los dos jóvenes para que se apresuraran y entrasen en la finca. Siguieron unos momentos de confusión en que parecía que los dos extranjeros se dispusiesen a atacar y los dos chicos protestaban y peleaban sin acabar de hacerse entender.
El príncipe Erik y sus amigos permanecían, al igual que sus guardias, quietos, con las manos sobre las empuñaduras de las espadas. Era una imagen sorprendente, parecía que dos hombres se dispusiesen a atacar a ocho.
Antes de decidir cómo actuar ante esta inesperada forma de bienvenida, al otro lado del campo uno de los muchachos espoleó su caballo y se dirigió hacia ellos a tal velocidad que era difícil creer lo que estaban viendo sus ojos. Al cabo de unos instantes ya los había alcanzado, se detuvo en seco e hizo una reverencia.
—Disculpe, príncipe Erik, nuestros instructores extranjeros os han tomado por enemigos —dijo, jadeando—. Soy Sune Folkesson y estoy instruyéndome con el señor Arn aquí en Forsvik; ése de allí es mi hermano Sigfrid Erlingsson.
—Sé quien eres, cuando tenía tu edad conocí a tu padre —contestó el príncipe Erik—, Puesto que has sido tú el que nos ha recibido, ahora tendrás que llevarnos junto a tu señor.
El joven Sune asintió con anhelo y dio media vuelta a su caballo de un único y curioso salto y cabalgó ante ellos al galope corto mientras hacía señas a Sigfrid y a los dos instructores extranjeros de que no había peligro. Los jinetes extranjeros hicieron una reverencia y encaminaron sus caballos hacia Forsvik.
Retumbaban martillazos y hachazos y se oía el tintineo de las herrerías cuando los cuatro poderosos jóvenes se acercaban al puente que cruzaba el torrente seguidos por sus guardias, los dos muchachos y los extraños jinetes. Vieron a siervos y peones arrastrando madera a pesar de ser pleno verano, cargando con tejas y piedra, acarreando yugos con argamasa de un lado a otro. Era como si nadie tuviese tiempo de echar un vistazo a los visitantes.
Cruzaron el patio entre las casas sin que nadie acudiera a recibirlos y continuaron por el otro lado, donde se estaban levantando dos grandes casas nuevas y dos más pequeñas y donde parecía que la mayoría de los habitantes de Forsvik que no se encontraban fuera recogiendo heno trabajaban todos juntos. En la fachada lateral de la casa principal, más alejada, se había levantado un andamio y arriba del todo, justo debajo del caballete del tejado, estaban empotrando las últimas piedras, y no fue hasta que los cuatro visitantes aparecieron por la esquina que suscitaron la expectación que habían imaginado que llegaría bastante antes.
Un hombre que estaba en la parte más alta con la ropa de piel llena de barro bajó del andamio de dos grandes y ágiles saltos y todo el mundo le abría paso cuando se secó el sudor de la frente y tiró la paleta hacia un lado mientras con aspecto serio miraba a cada uno de los visitantes. Cuando su mirada se detuvo en Magnus Månesköld, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, se dirigió hacia él y le alargó la mano. Todo el mundo se había callado y nadie se movía.
La cabeza le daba vueltas a Magnus Månesköld al ver cómo aquella mano de guerrero pringada de argamasa se alargaba hacia él, y casi con miedo alzó su mirada hacia la cara marcada del hombre. Sus amigos permanecían en silencio, igual de sorprendidos que él.
—Si tu padre te tiende la mano, creo que deberías tomarla —dijo Arn con una gran sonrisa y volvió a secarse el sudor de la frente.
Magnus Månesköld bajó de inmediato del caballo, tomó la mano de su padre, apoyó rápidamente una rodilla sobre el suelo y dudó luego un instante antes de caer en los sucios brazos de su padre.
Sus amigos desmontaron rápidamente de sus caballos y entregaron las riendas a los sirvientes, que parecían despertar de su parálisis y salían corriendo de todas partes. Uno tras otro saludaron los cuatro jóvenes con respeto al verdadero Arn Magnusson, que no se parecía en nada a ninguna de las muchas ideas que habían albergado sobre su aspecto, pero de las que también habían hablado entre sí.
Todo el mundo hizo luego lo que era debido, aunque en una gran confusión. Se llevaron los caballos y se sacó cerveza, vino, pan y sal antes de que Arn y sus cuatro invitados pudieran entrar en la sala de la casona vieja y sentarse a la espera de más comida.
—No os esperaba hasta mañana —explicó Arn, indicando con un gesto divertido sus sucias ropas de trabajo—. Llegó un mensaje de Näs, vosotros sois los cuatro que vais a conducirme a mi despedida de soltero y os doy un cálido agradecimiento por ese Honor.
—Es para nosotros un honor poder llevar a Arn Magnusson a su despedida de soltero —respondió el príncipe Erik con una escueta reverencia, aunque la expresión de su cara no acompañaba las palabras que acababa de pronunciar. Luego se hizo un silencio.
—Acabáis de llegar a unas obras poco apropiadas para recibir a invitados —dijo Arn al cabo de un rato mientras miraba a cada uno de los jóvenes. No le era difícil comprender su silenciosa decepción—. Por eso propongo que viajemos de inmediato, nos detengamos a descansar en Askeberga y así llegaremos mañana a Arnäs —prosiguió, y esperó con astucia sus caras sorprendidas.
—Sería preferible que no viajarais de inmediato, padre —repuso Magnus, taciturno—. Ropas de siervo y argamasa en él pelo son poco apropiadas para una despedida de soltero.
—Ésa es también mi opinión —contestó Arn como si no se hubiese percatado de que su propio hijo acababa de reprenderle—. Por eso pensaba que si os dejáis proveer durante un rato de lo poco que Forsvik puede ofreceros en el día de hoy, iré y adoptaré otro aspecto.
Se levantó sin más dilación, se inclinó hacia sus invitados y salió con rapidez, dejándolos en un largo y tenso silencio. Resultaba evidente que la decepción estaba grabada en sus rostros.
Al salir de la casa grande le entraron las prisas a Arn. Estaba seguro de que, cuanto antes subieran todos a sus caballos y se alejaran de Forsvik, tanto mejor. Reunió a todos los trabajadores y explicó rápidamente y con severidad lo que esperaba que estuviese listo cuando él y su novia regresaran al cabo de menos de una semana. Luego ordenó a Sigfrid y a Sune que prepararan su caballo
Ibn Anaza
y que lo cubrieran con una manta, tal como lucían los cuatro caballos de los invitados. Sune respondió un poco temeroso que en Forsvik no había una manta así, de los Folkung. Arn entró entonces en una de las casas nuevas a buscar una manta blanca, que lanzó hacia los muchachos. Luego ordenó que se sirviera cerveza a los guardias de los invitados, mandó llamar al sarraceno más hábil con la cuchilla de afeitar y encargó que llevaran agua caliente a los baños.
Dentro de la casa grande, al príncipe Erik y a sus amigos les sirvieron carne ahumada, pan y cerveza, pero todos se abstuvieron de beber el vino que también se sirvió.
El buen humor que habían exhibido de camino a Forsvik se había esfumado y les costaba hablar, pues nadie quería empeorar el suplicio de Magnus. Encontrar a su padre paleta en mano era algo que ninguno de ellos le envidiaba.
—Tu padre es fuerte y ágil como cualquiera de nosotros. ¿Visteis cómo bajó del caballete del techo con sólo dos saltos? —dijo Torgils Eskilsson a modo de consuelo.
—Alguien con cicatrices así en las manos y en la cara debe de haber luchado en muchas peleas —siguió Folke Jönsson.
Primero Magnus Månesköld no dijo nada, se limitó a mirar al fondo de su cerveza y suspiró, como si no se atreviese a mirar a sus amigos a los ojos. Luego murmuró algo acerca de que tal vez no era tan extraño que quienes perdieron Tierra Santa se llevaran unas cuantas palizas antes de que todo hubiese terminado. Su decepción se contagió como el frío a los demás.
—De todos modos fue él quien una vez se enfrentó en duelo a Emund Ulvbane en un concilio de todos los godos y le perdonó su ira aunque le cortase la mano —intentó consolar Torgils de nuevo.
—Entonces era un hombre joven como nosotros y esa vez no era una paleta lo que asía —gruñó Magnus.
Eso hizo que los amigos evitaran seguir hablando de Arn Magnusson y siguieron hablando cada vez más forzadamente de lo especialmente jugoso que era a pesar de todo el jamón y de que el clima había acompañado al hacer el viaje, ya que demasiada lluvia habría exigido otras ropas a quien quisiese evitar una amarga despedida de soltero. La conversación estaba decayendo.
Sin embargo, había pasado menos de una hora cuando apareció un Arn Magnusson completamente diferente por la puerta. Tenía la cara rosada tras el baño caliente, su cabello rubio, que antes había sido una masa enredada gris de argamasa y tierra, caía sedoso y limpio sobre los hombros y su cara estaba completamente limpia de barba, de modo que las cicatrices blancas relucían con mayor claridad que cuando lo vieron por primera vez. Aunque eso no era lo que más lo había transformado.
Su cota de malla era de una clase extranjera y relucía como la plata y se amoldaba tanto a su cuerpo que podría haber sido tela. En los pies llevaba una especie de calzado de acero que ninguno de los cuatro hombres había visto nunca antes y en los talones resplandecían las espuelas de oro. Llevaba la camisola de los Folkung sobre la cota de malla y a un lado portaba una larga y fina espada en una vaina negra con una cruz estampada en oro. Un casco reluciente colgaba de una cadena de su hombro izquierdo.
—Los caballos esperan en el patio —dijo, lacónico, invitándolos con un gesto del brazo a levantarse y a seguirlo.
Fuera, en el patio, unos sirvientes esperaban sujetando cinco caballos. Los guardias ya habían montado y esperaban algo alejados.
Arn no miró a sus acompañantes, sino que fue directamente hacia un caballo negro con la crin plateada y lo montó de un salto, a la vez que el caballo dio media vuelta y se alejó al trote; parecía como si todo hubiese sucedido en un solo movimiento.
Nada más salir del patio hizo girar a su caballo sobre sus patas traseras danzarinas mientras alzaba su larga espada y gritaba algo hacia el patio en un idioma extraño que provocó risas y júbilo como respuesta entre los extranjeros.
—Quien juzga pronto juzga mal, las apariencias engañan —dijo Torgils a Magnus cuando ahora tuvieron que apresurarse a montar para alcanzar a Arn.
Lo que acababa de ver hizo que Magnus se sintiera igual de confuso que tras el primer encuentro con su padre. Aquel que cabalgaba ante él no era el mismo hombre que lo había recibido con una paleta en la mano.
Los cuatro animaron a sus caballos para alcanzar a Arn e ir junto a él, tal como era debido cuando entre hermanos se cruzaba el país a caballo. Vieron ahora que no sólo llevaba una tela blanca como manta sobre su montura, como hacían aquellos que carecían de estandarte heráldico; a ambos lados del lomo del caballo relucía una gran cruz roja, la misma marca que llevaba en el escudo blanco. Sabían lo que eso significaba, aunque ninguno de ellos había visto jamás a un templario en la vida real.
Cabalgaron durante largo rato en silencio, cada cual con su confusión, y Arn no hacía el menor gesto de iniciar él una conversación para sacarlos de ese apuro. Creía saber muy bien lo que habían querido decir sus caras al verlo «trabajar como un siervo», como seguramente habrían dicho en su idioma. Por su parte, era tan joven cuando entró en el monasterio de Varnhem, que nunca tuvo tiempo de adquirir ese tipo de arrogancia. Sin embargo, le era difícil imaginar que él podría haber sido como estos jóvenes si se hubiese criado junto con Eskil fuera de los muros del monasterio.
Había hombres de iglesia que se comportaban de la misma manera, al igual que toda la corte franca de Jerusalén o los hombres adinerados de Damasco, Trípoli o Alejandría. En todas partes se podía encontrar ese desprecio que las personas más afortunadas sentían por el trabajo que hacía avanzar el mundo y que era la base de toda riqueza. Era imposible comprender por qué Dios había creado así a las personas. Pero así era, y no creía que él fuese capaz de cambiarlo. Sin embargo, él no haría jamás diferencias entre la espada y la paleta, pues seguramente a los ojos de Dios debía de dar lo mismo.
Justo al pensar en la palabra espada se acercó a su lado Magnus, su hijo, y le hizo una tímida pregunta acerca de la larga y clara espada que todos habían visto cuando se despedía de la gente de la finca.
—Alcánzame tu espada y toma la mía y te lo explicaré —dijo Arn, desenvainó su espada con un movimiento silencioso y rápido como un rayo y se la entregó, asiéndola de la hoja con el guante de acero, justo por debajo del gavilán—. Pero ten cuidado con tus manos y la hoja, ¡es muy afilada! —dijo a modo de advertencia al ver cómo Magnus alargaba su mano desnuda para recibirla.
Cuando Arn recibió a cambio la espada nórdica, la blandió unas pocas veces y sonrió.
—Todavía forjáis el hierro doblándolo una y otra vez —dijo, casi como para sí, antes de empezar a explicar.
La espada que tenía Magnus era muy hermosa, se apresuró a reconocer; además, caía bien en la mano. Pero era demasiado corta para ser usada desde el caballo, y lo mostró blandiéndola en diagonal hacia abajo. Además, el hierro era demasiado blando para atravesar las cotas de malla de los nuevos tiempos y se encallaría con facilidad en el escudo del enemigo. El filo no era muy cortante ni de buen principio y tras unos pocos golpes contra la espada o escudo de otro hombre, ya no serviría de mucho. De modo que se trataba de vencer rápidamente para poder volver a casa a afilarla, dijo, intentando hacer una broma.