Authors: Jan Guillou
Cecilia pensó que tal como estaba, aquí sentada, como en medio de un caldo de gallina, no era mucho lo que podía hacer y, desde luego, nada de lo que pudiese librarse con mal humor. Era una idea reconfortante y pronto empezó a sentirse extrañamente alegre y luego como si ardiese en estado febril, como si de buen grado le estuviese afectando la magia que transpiraban las canciones.
Permanecieron así hasta que el agua estuvo demasiado fría y fuera empezaba a clarear y las antorchas comenzaban a apagarse. Entonces les entraron las prisas para hacer lo último antes de que estuviesen en su derecho de empezar a pimplar. Salieron todas corriendo al riachuelo y con gritos estridentes se dieron un chapuzón en el agua helada y de nuevo corrieron a la casa de baño, que ahora les pareció maravillosamente cálida. Encendieron antorchas nuevas y se lavaron las unas a las otras por todo el cuerpo, incluso en sus partes pudendas.
Después de lavarse, se secaron con rapidez, ayudadas por grandes lienzos, y salieron de puntillas hacia sus montoncitos de ropa. Se enfundaron los camisones blancos que habían llevado desde la casa principal, se colocaron las coronas de ramas en torno a frentes y nucas y se arreglaron el pelo húmedo. De la parte trasera de la casa de baño sacaron una serie de pequeñas jarras de cerveza y un tonel recién abierto y pronto bebieron a la salud de las unas y las otras como hacían los hombres, y los imitaron, caminando descalzas sobre el suelo de madera, arqueando las piernas y fanfarroneando. A Cecilia le habría gustado ser capaz de hacer las travesuras de su amiga Blanka, soltarse y eructar como un hombre.
Tenían que vaciar el tonel antes de regresar, pues en caso contrario, según explicó una de las jóvenes parientes de Cecilia que se llamaba Ulrika, traería mala suerte para la novia. Pero no había que preocuparse por eso, ya que ésa era la noche en que las jóvenes doncellas podían pimplar tanto como quisiesen.
La cerveza estaba caliente y endulzada con miel para ajustarse mejor a los gustos de las zagalas y pronto bebían casi como hombres mientras iban hablando cada vez más alto.
Desapareció también ahora esa gran timidez que Cecilia y sus parientes mucho más jóvenes habían sentido las unas ante las otras, aunque todas habían fingido ignorarla. Una de ellas dijo que Cecilia no creyese que alguna de ellas pensaba mal de ella por haber llegado a ser una soltera tan vieja antes de beber su cerveza de matrimonio. Otra dijo que no importa esperar si la dicha es buena.
Aunque estas palabras seguramente tenían la intención de ser un consuelo, hicieron que Cecilia se sintiera de nuevo retraída. Todas las jóvenes eran mucho más hermosas que ella y sus pechos eran firmes, y sus caderas suaves y redondas. Sin embargo, Cecilia había tocado su propio cuerpo esa noche más que en toda su vida, y sabía que sus pechos colgaban y que tenía una figura flaca y angulosa.
Cuando las otras detectaron este indicio de preocupación en la mirada de Cecilia, la pariente que se llamaba Katarina fue la primera que se armó de valor y dijo lo que ella estaba segura de que todas pensaban. Para ellas, éste era un gran día, pues Cecilia había demostrado que una mujer podía decidir mucho por sí misma, que incluso podía negarse ante sus parientes a entrar en el monasterio aun estando en juego el poder, y que además podía ir a la cama de matrimonio con aquel que amaba y no con aquel que señalaban los padres.
Otra intervino, enfadada, diciendo que daba igual con quien contraía una la cama de matrimonio, siempre y cuando se hiciese honrando al linaje. A eso siguió un rato de encendida discusión que terminó con la que se llamaba Katarina y otra que se llamaba Brígida salpicándose cerveza la una a la otra, hasta que Katarina cogió la jarra de cerveza y la vació por completo sobre el cabello de Brígida.
Entonces hubo de nuevo carcajadas y la riña se esfumó y Katarina propuso que exigiesen otro tonel nuevo antes de entrar a tomar la cerveza de dormir en la casa principal.
Sin embargo, cuando se hubieron tragado el primer tonel de cerveza, se pusieron los mantos sobre los camisones blancos, recogieron sus ropas, tomaron sus zapatos en la mano y regresaron a la casa principal.
Para alegría interna de Cecilia cantaron ahora todas
Kyrie Eleison
, de manera que su propia voz pudo participar del canto por primera vez, más clara y más alta que todas las demás. Porque seguramente estas jóvenes doncellas tenían pechos y caderas más hermosos que los suyos, pero cantar era algo que ella hacía como ninguna de las demás.
Diez libras de miel, trece gorrinos salados y veintiséis vivos, veinticuatro jamones de jabalí ahumados y otras tantas paletillas, diez corderos salados y veinticuatro vivos, dieciséis bueyes vivos y cuatro salados, catorce barriles de mantequilla, trescientos sesenta quesos grandes y doscientos diez pequeños, cuatrocientas veinte gallinas, ciento ochenta gansos, cuatro libras de pimienta y comino, cinco libras de sal, ocho barriles de arenque, doscientos salmones y ciento cincuenta pescados noruegos secos y, además, avena, trigo, centeno, harina de cebada, malta y enebrina en cantidades suficientes.
Eskil las estaba pasando canutas con las cuentas de las caravanas, que llegaban a raudales a Arnäs cuando Arn y sus jóvenes acompañantes arribaron cabalgando a la fortaleza, medio día antes de lo esperado. Al día siguiente, Arnäs se llenaría con más de doscientos invitados, pero más de cien eran esperados ya a la velada de despedida de soltero, pues muchos esperaban algo fuera de lo común de los juegos que era costumbre celebrar. Los que iban a competir no eran unos jóvenes cualesquiera.
Pero todavía no habían llegado los invitados y Arnäs estaba casi desierta, de no ser por todos los sirvientes que corrían arriba y abajo, ocupados en un sinfín de tareas. Arnäs había sido vaciada de gente y engalanada hasta el último rincón para todos aquellos invitados demasiado ilustres para dormir en tiendas. En la pradera que había a la salida de la puerta oriental, al otro lado de los fosos, se había alzado un pabellón de ramas de serbal entrelazadas y ahora se estaban llevando mesas y bancos. Toneles de cerveza rodaban por el patio del castillo, grandes carretadas de abedul y serbal entraban y eran descargadas para servir como decoración en las paredes de la sala grande, se iban a buscar mesas aquí y allá, se levantaban postes y se tensaban las telas de las carpas.
Nada tenían que hacer Arn y sus amigos en estos trabajos, y tras haber dejado sus caballos a cargo de los mozos de cuadra, el príncipe Erik decidió que dormiría un rato para renovar fuerzas ante las duras pruebas que les esperaban aquella noche, y lo mismo decidió Folke Jönsson. Además, quien llegaba pronto podría agenciarse los mejores lechos.
Arn opinaba que el tiempo podía utilizarse para algo más provechoso que para dormir pero se guardó de decirlo en voz alta. En lugar de eso cogió a su hijo Magnus y al joven Torgils por los hombros y se los llevó bromeando pero con firmeza hacia la gran torre. Ambos retrocedieron un poco cuando les explicó que iban a ver al viejo Magnus, pues ambos creían saber con seguridad que el viejo no estaba en sus cabales.
Tanto mayor fue, pues, su sorpresa cuando junto con Arn subieron la escalera de la torre y encontraron al señor Magnus fuera en la barbacana. Caminaba arriba y abajo, refunfuñando y con determinación, sirviéndose sólo de un grueso bastón de enebro como apoyo. A su lado, un extranjero lo vigilaba con atención. Cuando Magnus descubrió a los tres visitantes se le iluminó de inmediato la cara con una amplia sonrisa, abrió ambos brazos, incluido aquel sobre el que en realidad debería apoyarse, y vanaglorió a Dios en palabras generosas y completamente comprensibles por la gracia que se le había concedido.
Magnus Månesköld se le acercó con rapidez, tomó la mano del anciano y se agachó tan rápidamente que una de sus rodillas rozó el suelo; luego lo siguió Torgils y por último Arn.
—Habéis recuperado vuestras fuerzas antes y mejor de lo que me habría atrevido a aventurar, padre —dijo Arn.
—Sí, y precisamente por eso me alegra tanto como me fastidia el veros a los tres, aunque hace mucho que no te veo ni a ti Magnus ni a ti Torgils, ¡mis dos nietos!
—Desde luego no era nuestra intención fastidiaros, querido abuelo —dijo Magnus Månesköld con suavidad.
—Bah, ¡me has entendido mal! Lo que quería decir es que me habría gustado dejaros a todos pasmados de sorpresa en la cerveza de matrimonio. Todos se imaginarían que estaría ahí tumbado sobre mi propio meado en algún rincón, escondido de todo el mundo. En lugar de eso ahora voy a levantar yo mismo la jarra de la novia, pues hace mucho tiempo que tuve el placer de hacerlo por última vez. Ahora os pido que mantengáis todos la boca cerrada y dejadme que disfrute de la sorpresa.
Sus palabras fluían sin tropiezos, tal vez un poco más despacio que antes pero casi igual. Magnus Månesköld y el joven Torgils, que no lo veían desde hacía más de un año y que cuando lo hicieron aquella vez había sido para despedirse y no en un encuentro alegre, pensaban que acababan de presenciar un milagro. Y el señor Magnus no tenía el más mínimo problema en comprender lo que pensaban y creían.
—No es en absoluto lo que vosotros dos pensáis —continuó dando una vueltecita por el parapeto como para demostrar otra vez que podía caminar casi como antes—. Es este sabio franco quien me ha mostrado el camino, y también nuestro Señor, ¡claro está!
Arn había mantenido una breve conversación en voz baja en un idioma incomprensible con el hombre foráneo y parecía que lo que había oído eran buenas noticias.
—No debéis esforzaros demasiado hoy, padre —le aconsejó—. Si lo hacéis, luego puede resultar duro y mañana os espera una noche muy larga. Os prometemos que no diremos ni una palabra a nadie acerca de la sorpresa.
—¿De verdad que no? —les dijo a los dos nietos, que se apresuraron a asentir con la cabeza a modo de solemne confirmación.
—Ahora, padre, debe descansar dos horas, practicar luego una hora y descansar de nuevo dos horas —prosiguió Arn tras otra breve conversación con el extranjero—. No molestemos más a padre.
Los tres se inclinaron y retrocedieron de espaldas unos pasos antes de dar media vuelta y cruzar la barbacana en la dirección que Arn les indicaba. Quería enseñarles lo que estaba en construcción.
Pero parecía como si Magnus y Torgils se sintiesen algo tímidos con respecto a Arn y pronto quisieron hacer como el príncipe Erik, ir a descansar ante la gran prueba del atardecer.
Decepcionado por su falta de interés y preocupado porque hubiese algo en ellos que no alcanzaba a comprender, Arn se encaminó hacia la orilla del lago Vänern, donde chirriaban las poleas y tintineaban las forjas. Realmente le sorprendió lo de prisa que había ido el trabajo y lo exactas que habían quedado las juntas entre las piedras y pasó un largo rato elogiando a los constructores sarracenos antes de explicar que ahora se celebrarían tres días festivos para la boda, que todos estaban invitados y que deberían vestirse como tales. No dijo nada acerca del baño, pues habría sido una ofensa recordarles una cosa así a la gente del Profeta.
Sin embargo, bromeó un poco acerca de ello con el sudoroso hermano Guilbert, que a pesar de todo había sido templario durante doce años en Tierra Santa y tal vez siguiese todavía hoy firme en la prohibición de la Norma en cuanto al lavado innecesario. El hermano Guilbert soltó una buena carcajada ante esta preocupación y dijo que, de todas las normas, esta que decía que era necesario apestar como un cerdo era la más difícil de comprender. A menos que hubiese sido san Bernardo en su arcana sabiduría quien cuando escribió la Norma pensase que los sarracenos temerían todavía más a los guerreros que oliesen precisamente a cerdo.
Mientras el hermano Guilbert iba a lavarse y a ponerse su hábito blanco de monje, pues cuando trabajaba se vestía como un hermano lego, Arn fue a buscar a Eskil y lo halló embrollado en una discusión en muchos idiomas diferentes a la vez, en donde nadie parecía comprender ni palabra del grupo de juglares, flautistas y tamborileros que habían llegado desde Skara en cuatro carros de bueyes. Había que aclarar el pago y el alojamiento y en negocios como ésos solía suceder que la gente aparentaba entender menos de lo que en realidad lo hacía. Pero cuando resultó que el cabecilla del grupo de juglares era de Aix-en-Provence, Arn pronto pudo ayudar a su hermano a dejar bien claro el acuerdo sobre cada una de las monedas de plata, así como el libre consumo de cerveza y carne, pero también la obligación de acampar con sus carros un poco alejados del castillo. Al final pareció que ambas partes quedaban satisfechas y los juglares dieron media vuelta a sus carros de bueyes para dirigirse al sitio indicado.
Eskil acompañó entonces a su hermano al dormitorio matrimonial, que quedaba un poco separado en el altillo de la parte occidental de la casa principal, con una escalera que ascendía por cada lado, una para el novio y otra para la novia. Arriba, en la cámara, colgaban las ropas que Arn vestiría en diferentes ocasiones a lo largo de los días que duraría la cerveza de matrimonio, pues sólo iría vestido de guerrero en la recogida de la novia, luego tendría que mudarse. En la noche de la cerveza de matrimonio llevaría un traje extranjero de color azul y plateado hecho de esa tela que habitualmente sólo vestían las mujeres. Pero ahora, en la despedida, se cubriría con una capa blanca con mangas, debajo de la cual llevaría una camisa larga azul de piel de cervatillo teñida, calzones de piel incoloros y unas suaves botas de piel atadas con cintas a las piernas. Con todos los trajes llevaría espada.
Tras haberle expuesto sus instrucciones relativas a los atuendos al confundido Arn, Eskil exhaló un profundo suspiro como si por enésima vez acabase de recordar algo que había que preparar a toda prisa. Contaban sólo con seis hombres para la despedida de soltero, y tenían que ser siete. Uno era el príncipe Erik, el otro, Sture Jönsson, de la casa de Pål, y cuatro eran de los Folkung, contando al propio Arn, a Magnus Månesköld, Folke Jönsson y al hijo de Eskil, Torgils. Había que encontrar a un séptimo que no podía ni estar casado ni ser un Folkung.
Arn dijo que nada podía opinar en este asunto, pues sólo tenía una vaga idea de lo que era una despedida de soltero, aunque suponía que se beberían unas cantidades poco cristianas de cerveza, como siempre. Eskil explicó con forzada paciencia que se trataba de la despedida de la juventud, de la vida libre, una última noche antes de que uno de ellos dejase la juventud tras de sí para siempre. Ésa era la tradición.