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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (12 page)

BOOK: Regreso al Norte
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—Eskil, hermano mío —empezó—. Tienes que entender una cosa sobre Harald y yo. Cabalgamos durante muchos años con la muerte como compañera. En la hora de maitines, con los estimados hermanos templarios, nunca sabíamos quiénes nos faltarían a la hora de cantar vísperas. Vi morir a muchos de mis hermanos, también los que eran mejores que yo. Vi las cabezas decapitadas de algunos de los hermanos mejor preparados clavadas en puntas de lanza debajo de la muralla de Beaufort, la fortaleza de la que te hablé ayer. Dejo la pena para el momento de la oración, no creas que no me entregaré a la oración cuando tú te hayas dormido. No creas que no me ha impresionado fuertemente lo que me contaste.

—La guerra en Tierra Santa te dio unas costumbres peculiares —murmuró Eskil, pero de repente se sintió preso de la curiosidad—, ¿Había muchos templarios mejores que tú, hermano?

—Sí—contestó Arn con el semblante serio—, Harald es testigo de ello, pregúntaselo a él.

—Bueno, ¿qué dices, Harald? —inquirió Eskil.

—Que es verdad y no es verdad —respondió Harald, y levantó la cabeza del plato lleno de papilla y grasa de cerdo al que había mostrado más dedicación que Arn—. Cuando llegué a Tierra Santa me creía un guerrero, ya que no había hecho más que luchar desde los catorce años y pensaba que me contaba entre los más hábiles con la espada. Esa equivocación me costó muchos moratones. Los templarios eran guerreros de los que nunca había visto ni soñado; un templario era como cinco hombres normales, decían los sarracenos. Y les doy la razón. Pero también es verdad que había algunos templarios muy superiores a los demás y el que llamaban Arn de Gothia, tu hermano, estaba entre ellos. En el Norte no existe un espadachín que se pueda medir con Arn, lo juro por la Virgen.

—No blasfemes en el nombre de la Madre de Dios —dijo Arn, severo—. Recuerda a los espadachines de Guy de Carcassonne, Sergio de Livorne y, ante todo, Ernesto de Navarra.

—Sí, los recuerdo bien a todos —respondió Harald, desenvuelto—. También debes recordar tú nuestro acuerdo de que, en cuanto pisásemos tierra nórdica, yo ya no sería tu sargento ni tú mi señor para ordenarme, sino tu hermano noruego. Y a ti, Eskil, te digo que los nombres que Arn ha mencionado eran los de los mejores espadachines de todos. Pero ya están todos muertos y Arn no.

—Eso no es debido a espada, lanza o caballo —repuso Arn, fijando la mirada en la mesa—. La Virgen mantenía Sus dulces manos protectoras sobre mí porque tenía un designio.

—Un espadachín vivo es mejor que uno muerto —comentó Eskil, lacónico, y con un tono de voz que daba por acabada la discusión—, Pero la papilla de cebada con grasa parece no sentarle bien a nuestro espadachín, ¿verdad?

Arn admitió que no solía rechazar las dádivas de Dios en la mesa pero que le costaba mucho comer la grasa líquida de cerdo, aunque comprendiese que esa comida ayudaba a soportar el frío invierno nórdico.

A Eskil le divertía que su hermano todavía fuese tan remilgado con la comida. Envió a uno de los comensales de la mesa de los remeros, situada al otro lado del fuego largo, a la despensa del barco para que trajese del último pañol unos jamones de Arnäs y un fajo de salchichas ahumadas de Lödöse.

Después de la comida, en la que cada uno comió lo que le vino en gana, Eskil se acercó al fuego y cogió un trozo de carbón. Al volver a la mesa apartó con el codo todos los restos de la comida y con trazos rápidos dibujó en la tabla el camino desde Lödöse, cerca del río Göta, hasta el lago Vänern pasando por Arnäs y hasta la desembocadura del Tidan, donde su viaje por río había comenzado. Iban por ese río camino de Forsvik junto al lago Vättern y cruzado éste el viaje seguiría por el lago Boren hasta la ciudad de Linköping. Desde allí salían otras rutas que llegaban hasta Svealand, al norte, o bien a Visby y Lübeck, en el sur. Ésta era la espina dorsal del reino de sus negocios, explicó con orgullo. Él controlaba toda el agua desde Lödöse hasta Linköping, suyos eran todos los barcos, tanto los fluviales como los más grandes y redondos que navegaban por el Vänern y el Vättern, al igual que arcones de arrastre que se encontraban en las cataratas de los Trolls, en el río Gota. Más de quinientos hombres, la mayoría siervos liberados, hacían navegar sus barcos en esas rutas. Solamente durante el frío más intenso, algún invierno se veía obligado a parar el comercio durante unas semanas.

Arn y Harald habían seguido en silencio las líneas que Eskil trazaba con su pedazo de carbón y asintieron con la cabeza. Sería algo grande, admitieron sinceramente, poder enlazar el mar del Oeste y Noruega con el mar del Este y Lübeck. De esta manera podrían engañar al poder danés.

Pero entonces la cara de Eskil se oscureció y su alegre confianza en sí mismo se desvaneció. ¿Qué querían decir con eso? ¿Qué sabían ellos de los daneses?

Arn explicó que cuando navegaban por la costa de Jutlandia habían pasado por el fiordo Limfjorden. Entraron para que Arn pudiese rezar y donar un poco de oro al monasterio en el que había pasado casi diez años de su infancia. En VitskØl fueron informados de unas cuantas cosas. Dinamarca era muy poderosa y estaba unida, primero bajo el mandato del rey Valdemar, y luego bajo el de su hijo Knut. Los guerreros daneses eran más parecidos a los guerreros francos y sajones que a los nórdicos, y la fuerza de Dinamarca, tan fácil de detectar a simple vista, ciertamente se usaría. Crecería, y lo más probable, a costa de los países germanos.

Sin embargo, desde Noruega era posible navegar hasta Lödöse por el río Göta sin ser apresado por los daneses y sin ser obligado a pagarles aranceles. Pero enviar mercantes al sur desde Lödöse por entre las islas danesas hasta Sajonia y Lübeck no sería posible sin tener que pagar unos fuertes derechos.

Y no sería recomendable buscar pelea sobre los derechos de aduanas, puesto que el más fuerte rápidamente usaría la guerra para salirse con la suya. Lo que principalmente debía evitarse era la guerra contra el gran poder danés.

Eskil objetó con suavidad que, para mantener a los daneses tranquilos, podrían intentar entablar amistad con ellos mediante un matrimonio, pero tanto Harald como Arn se rieron con tanta descortesía que Eskil se molestó y estuvo taciturno un buen rato.

—Harald y yo hemos hablado de una manera de reforzar tu comercio y creo que te alegrará saberlo ahora —dijo Arn—, Apoyamos de todo corazón tu comercio, estamos de acuerdo con que lo estás llevando muy bien, así que escucha nuestra propuesta. En Lödöse se encuentra nuestra nave, la que Harald, como buen timonel noruego que es, puede gobernar por cualquier mar. Nuestra propuesta es que Harald la pilote entre Lofoten y Lödöse a cambio de una buena recompensa en plata. Recuerda que es una nave con capacidad para tres caballos y dos docenas de hombres con todos los víveres y el forraje necesarios, además de diez carros de bueyes con mercancía de Lödöse. Ahora calcúlalo en salazón de pescado de Lofoten y verás que dos viajes cada verano doblarán tus ingresos en salazón.

—Así que te acuerdas de mi idea de las salazones de pescado… —dijo Eskil, algo más animado.

—Aún recuerdo la cabalgata que hicimos tú y yo de muy jóvenes hasta el concilio de todos los godos en Axevalla —respondió Arn—. Fue entonces cuando me explicaste cómo intentarías recoger bacalao de Lofoten con ayuda de nuestros familiares noruegos. Recuerdo que en seguida se nos ocurrió pensar en los cuarenta días de ayuno antes de Pascua y que al instante supe que sería una buena idea. Por aquel entonces era un niño monacal y ya había comido bastante
kabalao
. El pescado seco no cuesta menos ahora que entonces. Por tanto, será bueno para tus negocios.

—En verdad somos hijos de nuestra madre Sigrid —señaló Eskil, muy sentimental, e hizo un gesto para que le trajeran más cerveza—. Ella fue quien primero entendió lo que ahora comentamos. Nuestro padre es un hombre honrado, pero sin ella no habría acumulado mucha riqueza.

—En eso llevas razón —respondió Arn, desviando la cerveza que le servían a Harald.

—Así que tú, Harald, querrás entrar a nuestro servicio como timonel de ese barco desconocido, ¿es así? —preguntó Eskil, muy serio, cuando hubo tragado una cantidad considerable de cerveza fresca.

—Así es. Se trata de un acuerdo entre Arn y yo —respondió Harald.

—Veo que tienes una camisa nueva —comentó Eskil.

—Entre tus guardias en Arnäs hay varios noruegos, como bien sabes. Todos llevan los colores azules al estar a tu servicio y no necesitan la ropa que llevaban al llegar. A uno de ellos le compré esta camisa de los Birkebein y con ella me siento más a gusto que con los colores que siempre llevé en Tierra Santa —respondió Harald, no sin cierto orgullo.

—Dos flechas de oro cruzadas sobre un fondo rojo… —murmuró Eskil, pensativo.

—Tanto mejor, ya que el arco es mi mejor arma y tengo derecho a lucir estos colores —aseguró Harald—. El arco y la flecha eran las armas principales de los Birkebein en la lucha y en Noruega no había hombre capaz de medirse conmigo. En Tierra Santa no he empeorado.

—Eso es cierto —contestó Eskil—, Los Birkebein confiaban mucho en el poder del arco y en ello encontraban gran parte de la victoria. Tú fuiste a Tierra Santa en vuestro momento más triste. Un año más tarde, Sverre Munnsson llegó desde las islas Faroe. Birger Brosa y el rey Knut lo apoyaron con armas, hombres y plata. Ahora habéis ganado y Sverre es el rey. Pero todo eso ya lo sabes, ¿verdad?

—Sí, y por eso quise acompañaros hasta Näs para agradecerles al rey Knut y al canciller Birger que nos apoyasen.

—Ese derecho no te lo quiere quitar nadie —murmuró Eskil, preocupado—, Y tú eres el hijo de Østein MØyla, ¿no es así?

—Sí, es cierto. Mi padre cayó a las afueras de Tónsberg, al lado de Re. Yo estaba allí, era muy joven. Huí de los vengadores hasta Tierra Santa y ahora volveré con nuestros colores.

Eskil asintió, volvió a beber y a ojos vista reflexionó mucho antes de decidir por dónde llevaría la conversación. Ambos vieron que no quería ser interrumpido y esperaron.

—Si tú eres el hijo de Østein MØyla, podrías defender tus derechos a la corona real —dijo Eskil en el tono de voz que solía usar cuando hablaba de negocios—. Eres amigo nuestro, al igual que Sverre, y eso es bueno. Pero tienes una elección. Puedes elegir entre apoyar a los rebeldes y ser rey o morir. O bien puedes ir hasta el rey Sverre con un salvoconducto del canciller y del rey Knut y jurarle tu lealtad. Así están las cosas y no hay más.

—¿Y cuándo sería vuestro enemigo, pues? —preguntó Harald antes de haber reflexionado sobre el significado de este descubrimiento.

—Espero que en ningún caso —respondió Eskil igual de rápido y conciso—, Si mueres en la lucha contra el rey Sverre, no tendrás mucho tiempo de ser enemigo nuestro; si vences, entonces seguirás siendo nuestro amigo.

Harald se levantó, asió la jarra de cerveza con ambas manos, la apuró y la dejó caer en la mesa con un golpe que hizo saltar el polvo de carbón del imperio comercial de Eskil. Luego alzó ambas manos indicando que necesitaba tiempo, señaló su cabeza y caminó tambaleándose ligeramente hacia la puerta mientras se arrebujaba en el manto rojo. Al abrir la puerta, la clara noche veraniega lo deslumbró y se oyó cantar a un ruiseñor.

—¿Qué habrás sembrado en la cabeza de nuestro amigo Harald? —preguntó Arn con el ceño fruncido.

—Algo que he aprendido de ti durante nuestro breve tiempo juntos, hermano. Es preferible decir ahora que más tarde lo que hay que decir. ¿Qué opinas tú de esto?

—Lo más sensato para Harald sería jurar lealtad a Sverre ya en el primer viaje —aseguró Arn—, Un rey no debería pagar mal al hijo de un héroe caído en su mismo bando. Que Harald hiciese las paces con Sverre sería lo mejor para Noruega, para Götaland Occidental y para nosotros, los Folkung.

—Yo opino lo mismo —dijo Eskil—. Pero los hombres que huelen la corona real no actúan siempre de la manera más sensata. ¿Y si Harald se uniese a los rebeldes?

—Entonces ese tal Sverre tendrá en su contra a un guerrero peor que todos los de Noruega —respondió Arn tranquilamente—, Pero lo mismo sucedería a la inversa. Si se uniese a Sverre, éste tendría una fuerza tan grande que la lucha por la corona se desvanecería. Conozco a Harald desde hace muchos años, lo he tenido a mi lado en la guerra. Es fácil entender que la cabeza le dé vueltas a aquel que, sin previo aviso, se entera de repente de que podría ser rey. También nos habría ocurrido a nosotros. Pero mañana, cuando reflexione, preferirá ser nuestro timonel en lugar de perseguir la corona noruega bajo el fuego y una lluvia de flechas.

Arn se levantó y rechazó con la mano el gesto de invitación de Eskil a seguir bebiendo cerveza, cogió unos cuantos pellejos de cordero, se inclinó dándole las buenas noches a su hermano y salió a la noche veraniega. De nuevo cantó el ruiseñor y la fría luz de la mañana cegó a Eskil en el momento en que la puerta se cerraba y él pudo estirarse a por más cerveza.

Arn cerró los ojos y respiró profundamente cuando reconoció la noche veraniega de su infancia. Había un fuerte olor a abedul y aliso y la niebla encima del río allá abajo se movía como un conjunto de ninfas bailando. No se veía una alma.

Se abrigó mejor con su fino manto de verano, cruzó el patio y entró en la dehesa en busca de soledad. De repente, entre la niebla se levantó un toro negro. Es fácil equivocar la distancia y el tamaño en la niebla, pensó Arn.

El toro empezó a rascar con la pata delantera y resoplar hacia él. Inseguro, Arn sacó su espada y siguió camino hacia el otro lado de la dehesa. Miró de reojo por encima del hombro y vio que el toro pataleaba más fuerte, arrancando pedazos de hierba, y pensó que sería un problema explicarle a su hermano por qué se alejó de la cerveza tan sólo para cortarle las patas delanteras a un toro de la casa.

Sin embargo, alcanzó el otro lado de la dehesa sin ser atacado por el toro y se sentó debajo de un hermoso sauce que bañaba sus ramas inferiores en el río. Los ruiseñores cantaban a su alrededor desde todas las direcciones. Sonaban diferente aquí en el Norte, como si el aire límpido les diera una voz más clara.

Rezó por Knut, su hermano desconocido que murió por arrogancia juvenil y por las ganas de matar de un joven danés que quería sentirse un auténtico guerrero. Suplicó que los pecados de ese joven danés fuesen perdonados por Dios y por los hermanos del fallecido y que él mismo no padeciese anhelos de venganza.

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