Authors: Jan Guillou
—Si me pides Forsvik, me costará decirte que no. Una primera tarde como ésta no puedo decir que no a nada de lo que me pidas —explicó Eskil con el mismo tono de voz que antes, como si estuvieran conversando dos experimentados hombres de negocios—. Pero aun así te pediría que esperases a solicitarme algo así. Es nuestro primer día y nuestra primera noche juntos después de tantos años…
Arn no respondió, sino que parecía estar reflexionando acerca del negocio. De repente se enderezó y sacó tres llaves que llevaba colgadas de una cinta de cuero en torno al cuello y se acercó a los tres pesados cofres que habían sido lo primero en descargar y subir a la torre desde su caravana. Cuando con rapidez hubo abierto un cofre detrás de otro, una fuerte luz dorada se esparció por la habitación en la que ahora el sol entraba por la saetera occidental.
Eskil se irguió despacio y rodeó la mesa con la jarra de cerveza en la mano. Para alegría y sorpresa de Arn, no parecía avaricioso al contemplar el oro.
—¿Sabes cuánto es eso? —preguntó Eskil como si continuase hablando de pescado en salazón.
—No, no según nuestra forma de contar —contestó Arn—, Son unos treinta mil besantes o dinares de oro, según el modo franco de contar. Tal vez tres mil marcos a nuestro modo.
—¿Y no lo has obtenido de forma ilegítima?
—No, no lo he obtenido de forma ilegítima.
—Entonces puedes comprarte Dinamarca.
—Ésa no es mi intención. Tengo mejores compras que hacer.
Arn cerró despacio los tres cofres, los cerró con llave y luego lanzó las tres llaves delante de su hermano, de modo que se deslizaron por la mesa pero se detuvieron justo enfrente del sitio de Eskil. Acto seguido regresó a su taburete e invitó con el brazo a su hermano a que se sentase de nuevo. Eskil lo hizo en un silencio pensativo.
—Tengo tres cofres y tres ideas —anunció Arn tras haber bebido de la cerveza y haber brindado—. Mis tres ideas son sencillas. Como ocurre con todo lo demás, te explicaré más cuando tengamos más tiempo. Pero primero quiero construir la iglesia de Forshem en piedra y con las imágenes más hermosas que se puedan tallar en piedra en Götaland Occidental. Luego, o más bien a la vez, quiero construir un Arnäs tan fuerte que nadie del Norte pueda tomarlo. Y yo y esos hombres que han viajado conmigo sabemos cómo construirlo de ese modo que por aquí arriba todavía no se conoce. Y el tercer cofre que queda lo compartiré encantado con mi hermano… después de haber comprado Forsvik, claro.
—Los parientes de Cecilia Algotsdotter lo tendrán difícil para ofrecer una buena dote para un hombre tan rico y, por cierto, su padre está muerto, comió hasta quedar ciego y paralizado en la cerveza de Navidad del año pasado.
—En paz descanse su alma. Pero Cecilia sólo necesita una dote tan grande como el valor de Forsvik.
—Tampoco eso puede pagarlo —contestó Eskil, pero con una pequeña sonrisa que demostraba que tampoco sería tan quisquilloso con el dinero en ese negocio.
—Seguro que lo tiene. Por Forsvik no tiene que pagar más de cuatro o cinco marcos de oro, y yo sé tan bien como tú de dónde puede sacar una cantidad así de pequeña —respondió Arn rápidamente.
Eskil ya no fue capaz de aguantar más y estalló en una carcajada estrepitosa derramando cerveza de su jarra.
—¡Mi hermano! ¡Mi hermano, sin duda mi hermano! —resopló y volvió a hundirse en su cerveza antes de continuar—. Pensaba que a Arnäs había llegado un guerrero, pero eres un hombre de negocios que es mi igual. ¡Bebamos por eso!
—Soy tu igual porque soy tu hermano —repuso Arn al bajar su jarra tras haber fingido beber—, Pero también soy un templario. Nosotros los templarios hacemos muchos negocios en los que intercambiamos los bienes más extraños, y ese tipo de negocios los hacemos con el mismísimo diablo e incluso con hombres del Norte.
Eskil se rió estando conforme en todo y parecía como si necesitase más cerveza pero se arrepintió al mirar por la saetera que daba al oeste y ver la luz que se apagaba.
—No creo que se celebre un buen banquete sin nosotros dos —murmuró.
Arn asintió con la cabeza y dijo que le gustaría poder pasar un rato por los baños y que también debería ir a buscar a aquel de sus hombres que mejor manejaba el cuchillo del pelo. Uno no podía ir por ahí con un manto de Folkung apestando como con un manto templario. Ahora había empezado una nueva vida, y desde luego no había empezado nada mal.
Para los hermanos Marcus y Jacob Wachtian, la llegada a Arnäs fue toda una decepción. Jamás habían visto un castillo peor y Marcus, que era el más bromista de los dos, comentó que un hombre como el conde Raimundo de Trípoli habría tomado una fortaleza como ésa en menos tiempo de lo que dura un descanso de soldados y caballos durante una dura marcha. Jacob, sin esbozar una sonrisa, había replicado que seguramente un hombre como Saladino habría pasado de largo, pues ni siquiera se habría dado cuenta de que se trataba de una fortaleza. Si ese trabajo tan grande e importante del que había hablado sir Arn consistía en convertir una choza como ésa en una buena fortaleza, desde luego se trataría de un trabajo más duro para el físico que para el intelecto.
Claro que era cierto que tampoco tuvieron elección cuando sir Arn les sacó las castañas del fuego tras la caída de Jerusalén. La ola de euforia por el triunfo que recorrió Damasco hizo que pronto la ciudad se volviese insoportable para los cristianos, por muy buenos artesanos y comerciantes que fueran. Y durante la huida hacia San Juan de Acre se habían encontrado demasiadas veces con cristianos que sabían que esos hermanos habían estado al servicio de los infieles. También los habían desvalijado y aunque hubiesen logrado alcanzar la última ciudad cristiana del reino de Jerusalén, no habrían tardado mucho en ser reconocidos de nuevo por alguien. En el peor de los casos, habrían acabado en la horca o en la hoguera. Y en los tiempos que corrían, sus tierras nativas en Armenia estaban siendo devastadas por salvajes turcos, de modo que viajar allí habría sido incluso más arriesgado que el viaje a San Juan de Acre.
Aquella vez en que se detuvieron sin esperanza a un lado del camino a rezar sus últimas oraciones a la Madre de Dios y a san Sebastián por una increíble salvación, en lo más profundo de su interior no creían que nada de eso les fuese a suceder.
En ese momento de desesperación los encontró sir Arn. Iba con un pequeño séquito desde Damasco y cabalgaba como por arte de magia, sin miedo, a pesar de que la zona estaba infestada de bandoleros sarracenos, como si el manto blanco templario lo fuese a proteger contra cualquier mal. Los había reconocido de inmediato por sus comercios y talleres de Damasco, algo que en aquel momento parecía incomprensible, pues ningún templario debería haber salido con vida de Damasco. Pronto les ofreció su protección a cambio de que entraran a su servicio por un período no inferior a cinco años y de que además lo acompañaran a sus tierras natales en el norte.
Los hermanos no habían tenido elección. Y de ninguna de las maneras sir Arn les había prometido nada que no fuese un viaje duro y peligroso y, una vez alcanzaran su destino, trabajo arduo e incluso sucio al principio. Aun así, lo que habían tenido tiempo de ver del atraso de este país norteño dejado de la mano de Dios era peor de lo que habían podido imaginar incluso en sus momentos más oscuros y agitados en alta mar.
Pero fuera como fuese, en estos momentos no tenían posibilidad alguna de romper el compromiso. Por tanto, los esperaban cuatro años oscuros, difíciles y mugrientos, si es que se podía descontar el año que había durado el viaje. Su contrato no estaba nada claro en este aspecto.
Habían logrado poner un poco de orden en el campamento en el exterior del muro bajo y frágil. Para hacerlo más sencillo habían dividido el campamento en dos mitades, de modo que los musulmanes disponían de una parte para ellos y los cristianos de la otra. Era cierto que todos habían convivido en un pequeño barco durante más de un año pero, puesto que las horas de oración eran diferentes, se producían muchos tropezones en mitad de la noche cuando los musulmanes se levantaban para rezar y los cristianos seguían durmiendo, y a la inversa.
Desde la parte superior del castillo habían bajado mujeres jóvenes cargadas con vellones que los huéspedes forasteros habían acogido en un primer momento con gran alegría, pues ya habían aprendido lo frías que eran las noches en el Norte. No obstante, pronto alguien descubrió que los cálidos y acogedores vellones estaban llenos de piojos, y riéndose de las blasfemias y de las bromas groseras, fieles e infieles pasaron un largo rato riendo juntos, intentando sacudir los insectos de los pellejos.
Resultaba chocante, sin embargo, cómo las jóvenes mujeres, algunas de ellas muy hermosas, se acercaban sin vergüenza alguna a los hombres extraños, con el pelo descubierto y los brazos desnudos. Uno de los arqueros ingleses había intentado pellizcar medio en broma el trasero de una joven pelirroja pero ésta no se había asustado en absoluto, sino que había dado un salto, ágil como una gacela, evitando por la fuerza de la costumbre las burdas manos que se alargaban tras ella.
Luego los dos médicos infieles reprendieron al arquero en un idioma que, de todos modos, él no comprendía. Los hermanos Wachtian habían estado más que dispuestos a traducir y a darles la razón, y pronto todos los del campamento estuvieron de acuerdo en que en un país tan extraño y raro como éste sería mejor andarse con cuidado al principio, sobre todo con las mujeres, hasta que hubiesen aprendido lo que estaba bien o mal y lo que era legal o ilegal. Si es que esa gente salvaje tenía leyes…
Por la tarde, justo antes de la hora de oración, sir Arn bajó solo al campamento. En un primer momento nadie lo reconoció, pues parecía mucho más pequeño. Se había quitado el manto de templario y la camisola y en su lugar llevaba ahora unas ropas azules un poco desteñidas que colgaban de su delgado cuerpo. Además, se había afeitado la barba, de modo que su cara era de color marrón como el resto de la piel en el centro y pálida alrededor y parecía a la vez un hombre y un niño, aunque las cicatrices de guerra en la cara se veían ahora con mayor claridad que cuando llevaba barba.
Pero sir Arn reunió a los hombres con la misma confianza con que lo había hecho a lo largo de todo el viaje y pronto todos lo rodearon en silencio. Habló como siempre primero en el idioma de los sarracenos, del que la mayoría de los cristianos no entendían demasiado.
—En nombre del Misericordioso, queridos hermanos —empezó—, sois todos invitados míos, fieles e infieles, y habéis hecho conmigo un largo camino para construir la paz y la felicidad, de lo cual no había en Outremer. Estáis ahora en un país extraño con muchas costumbres extrañas que mancillarían vuestro honor. Por eso, esta tarde, después de la oración, celebraremos dos fiestas de bienvenida, una aquí en las tiendas y otra arriba en la casa. Arriba se consumirá mucho de lo que el Profeta, la paz sea con él, condenaba. Aquí abajo en las tiendas, tenéis mi palabra de emir, no se servirá nada impuro en las bandejas. Cuando os traigan la comida debéis bendecirla en el nombre de Dios, quien todo lo ve y todo lo oye, y debéis disfrutar de ella sin preocuparos.
Como solía hacer, acto seguido repetía casi las mismas palabras en el idioma franco, pero con las palabras adecuadas para el Dios cristiano y sin mencionar a ningún profeta. Marcus y Jacob, que hablaban árabe y cuatro o cinco idiomas más, se sonrieron mutuamente al oír la acostumbrada versión un tanto diferente en el idioma franco.
Luego, sir Arn pidió que se trajese un tonel de vino, llamó a los cristianos y acto seguido se hicieron reverencias antes de separarse e ir cada uno a la fiesta correspondiente.
Los huéspedes cristianos caminaron en procesión hacia la casa principal y a medio camino fueron recibidos por un grupo de seis hombres armados que los rodearon a modo de guardia de honor.
En la puerta de la oscura y temible casa de troncos con tejado de hierba los esperaba una mujer con un vestido rojo brillante que bien podría haber sido de Outremer. Lucía un grueso cinturón de oro con piedras azules, y sobre los hombros, un manto azul del mismo tipo que ahora vestía Arn. Sobre la cabeza llevaba una pequeña capucha pero ésta no ocultaba en absoluto su larga melena, que colgaba en una gruesa trenza sobre la espalda.
Alzó un pan entre las manos, llamó a una mujer del servicio, que se acercó con un cuenco cuyo contenido nadie podía ver, y pronunció una bendición.
Sir Arn se volvió y les tradujo a todos que eran bienvenidos en el nombre de Dios y que quien entrase debía tocar primero el pan con la mano derecha y luego hundir un dedo de esa misma mano en el cuenco con sal.
Para Harald Øysteinsson, que iba el primero de los invitados cristianos, todavía vestido con la camisola negra y el manto negro de templario, esta costumbre no le era desconocida. Marcus y Jacob, que siguieron a su amigo «Aral d'Austin» —que era como a veces en broma pronunciaban su nombre en idioma franco sin que él se lo tomara a mal—, hicieron lo mismo mientras susurraban con aparente gravedad hacia los que estaban detrás en la cola que la sal quemaba como el fuego y que tal vez estuviese embrujada. Por eso los que siguieron hundían su dedo en la sal de prisa y con cuidado.
Pero al entrar en la larga sala, los hermanos Wachtian se sintieron presa de una sensación como de encantamiento. Apenas había ventanas y todo habría sido completamente oscuro si no hubiese sido por la gran hoguera de troncos que había en una de las paredes cortas de la sala, por las antorchas de brea que ardían en los soportes de hierro colgados a lo largo de las paredes y por las velas de cera situadas sobre la gran mesa que se extendía a lo largo de una de las paredes. Se les llenaron las fosas nasales de olor a humo, brea y fritura.
Sir Arn situó a sus huéspedes cristianos en el centro de la mesa grande; luego la rodeó y se sentó muy lejos, hacia la derecha, en algo que parecía un trono pagano con cabezas de dragón y unos extraños trazados sinuosos como serpientes. A su lado se sentaba ahora la mujer con la sal de bienvenida y al otro lado de ella el hombre que parecía un tonel y que era el hermano mayor de sir Arn y que, por tanto, era un hombre con el que más valía no bromear ni tampoco enemistarse.
Cuando los invitados cristianos y sus anfitriones se hubieron acomodado entraron doce hombres con la misma camisola que sir Arn y su hermano y se sentaron a ambos lados de la mesa grande, por debajo del sitial y de los invitados. La mitad superior de la mesa quedó vacía; seguramente cabrían allí más del doble de invitados.