Authors: Jan Guillou
Pues se podía denunciar que los hijos del rey eran ilegítimos sin derecho alguno a la corona, concluyó Arn con rapidez. ¿Había manifestado su opinión el Santo Padre de Roma acerca de este asunto?
No, puesto que se acababa de nombrar un papa nuevo, que había tomado como nombre Celestino III, todavía no se sabía nada acerca de cuál sería la opinión de la Santa Sede en lo tocante a hijos legítimos o ilegítimos del rey godo. Seguro que alguien que acababa de ser elevado al pontificado tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse.
—¿Y si ninguno de los hijos del rey Knut pudiera sucederlo en la corona —dijo Arn, más a modo de constatación que de pregunta—, el arzobispo Petrus y tal vez otros obispos propondrían de forma no del todo inesperada a un Sverker como nuevo rey?
Los dos hermanos del convento asintieron, sombríos, a modo de confirmación. Arn permaneció pensativo durante un rato antes de ponerse en pie con cara de haber alejado esos pequeños problemas de su mente, dio las gracias por la importante información y propuso que fueran en seguida al
scriptorium
para pesar cuidadosamente el oro y hacer que se redactasen y se sellasen los documentos de donación.
El padre Guillaume, que por un momento había pensado que la conversación tomaba un cariz poco interesante, aceptó la propuesta de inmediato.
A la mañana siguiente, cuando la curiosa caravana de carros tirados por bueyes y rodeados por caballos sarracenos ágiles y rápidos abandonó el monasterio de Varnhem, el hermano Guilbert era uno más entre los bienes recién adquiridos. Con esa ironía veía él mismo el repentino giro que había dado su vida. Arn lo había comprado con la misma facilidad con la que se había comprado una tumba, todos los caballos y casi todos los arneses y correajes que se habían fabricado en Varnhem. Ni siquiera protestando, el padre Guilbert habría logrado que la cosa fuese de otra manera, pues el padre Guillaume parecía como cegado por el oro con que Arn le había pagado. En lugar de esperar el fin de sus días de modo apacible en Varnhem, ahora se hallaba cabalgando junto a gentes desconocidas hacia objetivos desconocidos y opinaba que era algo muy positivo. No sabía nada acerca de las intenciones de Arn, pero en cualquier caso no creía que hubiese comprado todos esos caballos solamente para alegrar la vista. Los jinetes sarracenos que rodeaban la caravana —el hermano Guilbert no dudaba ni por un instante de que fuesen sarracenos— parecían contentos de poder continuar su largo viaje a caballo; algo fácil de comprender, en especial cuando se trataba de unos caballos tan exuberantes. Al hermano Guilbert se le ocurrió que el venerado san Bernardo debía de estar bromeando con ese monje que una vez había gritado con impotencia, desesperado ante la negativa de todo el mundo a comprar los caballos de Varnhem, que ojalá pasaran por allí unos compradores sarracenos. Ahora estos sarracenos inesperados lo rodeaban por todas partes, bromeando y hablando a voces. A las riendas de los bueyes iban hombres que hablaban otras lenguas. El hermano Guilbert todavía no acababa de comprenderlos, ni tampoco sabía quiénes eran ni de dónde procedían.
Sin embargo, había un gran problema, pues lo que Arn había hecho era una forma de fraude que el joven e inexperto padre Guillaume no había sido capaz de detectar, cegado como estaba por todo ese oro. Un templario no podía poseer más que un monje de Varnhem. El templario que fuese descubierto con una sola moneda de oro se vería obligado a renunciar de inmediato al manto blanco y a abandonar con deshonor la Orden del Temple.
El hermano Guilbert decidió que más valía enfrentarse a lo desagradable lo antes posible, del mismo modo que todo templario había aprendido a pensar; animó a su roano, se situó al lado de Arn que iba a la cabeza de la caravana y le hizo la pregunta sin rodeos.
Pero Arn no pareció tomarse la dura pregunta a mal. Se limitó a sonreír, dio media vuelta a su delicioso caballo que era de Outremer pero de un tipo que el padre Guilbert no conocía, y fue al galope hasta el último carro de la caravana, al que se subió de un salto y en el que empezó a buscar algo entre el equipaje.
Pronto estaba de regreso con un rollo de cuero impermeable que entregó al hermano Guilbert sin mediar palabra, y éste lo abrió con tanta curiosidad como preocupación. Era un escrito en tres idiomas firmado por el Gran Maestre de los templarios, Gérard de Ridefort. Decía que Arn de Gothia, tras veinte años de servicio como hermano «temporal», había abandonado ahora su cargo en la orden de los caballeros del Temple, liberado de él por el mismísimo Gran Maestre, pero que debido a todos los servicios prestados a la orden y según su propia voluntad, tendría derecho a llevar el manto blanco con el mismo grado que tenía al dejar la orden en cualquier ocasión que lo desease.
—Como ves, mi querido hermano Guilbert —dijo Arn, cogiendo el documento, enrollándolo e introduciéndolo con cuidado de nuevo en la funda de cuero—, soy templario y sin embargo no lo soy. Y sinceramente no veo nada demasiado grave en que quien tanto tiempo ha servido a la cruz bermeja pueda, de vez en cuando, buscar protección tras ella.
El hermano Guilbert no tenía demasiado claro lo que Arn pretendía decir con eso, pero tras cabalgar un rato, el templario empezó a relatar su viaje de regreso y las palabras «protección tras la cruz bermeja» adquirieron un mayor sentido.
Los hombres que viajaban con ellos en la caravana habían sido comprados, capturados o arrendados al servicio de Arn a lo largo de los caminos de Outremer, por lo que todos se habían convertido en enemigos de todos y donde aquel sarraceno que hubiese servido a los cristianos vivía tan peligrosamente como el cristiano que hubiese servido a sarracenos. No había sido demasiado difícil reunir una tripulación y un grupo de hombres que podrían hacer un buen servicio en caso de completar el largo camino hasta Götaland Occidental.
Más difícil había sido hallar una nave apropiada, por mucho que el noruego Harald Øysteinsson fuese un capitán capaz de casi cualquier cosa. De modo que, al encontrar varias naves templarías en el puerto de San Juan de Acre sin tripulación ni carga tras todas las derrotas de los cristianos, la idea pronto estuvo clara. Porque si uno llevaba una carga valiosa pero pocos hombres capaces de luchar, el viaje por el Mediterráneo sería una pesadilla. Pero resultaba diferente si uno llevaba velamen y colores templarios. Por tanto, él no había sido el único a bordo que vestía el manto blanco templario. En cuanto se acercaba una nave extraña para inspeccionar el posible botín, todos a bordo se ponían el manto blanco. Sólo una vez se encontraron con unos piratas lo bastante insensatos como para atacar; sucedió en el estrecho saliendo del Mediterráneo hacia el Gran Mar. Habían logrado salvar el pellejo gracias a la protección de Dios y a la gran habilidad del timonel Harald Øysteinsson.
Hacia arriba a lo largo de las costas de Portugal y de Francia, la cruz templaría era tan conocida que ningún peligro acechaba hasta haber pasado Inglaterra y acercarse a los países nórdicos. En Lödöse habían sido pocos los hombres que sabían qué tipo de nave extraña era la que subía por el canal de Gota.
Cuando Arn terminó de relatar el largo viaje por mar, posiblemente porque el hermano Guilbert al final mostraba alguna que otra señal de impaciencia, siguieron cabalgando en silencio como si Arn esperase la siguiente pregunta.
El hermano Guilbert observaba la cara de su amigo de vez en cuando, cuando pensaba que éste no se daba cuenta. Pero no halló nada en el exterior de Arn que lo sorprendiese. Si se le hubiese pedido que adivinase el aspecto que tendría Arn si, a pesar de lo que dictaba la razón, sobrevivía después de veinte años como templario en Outremer, habría dicho que sería así. Barba rubia que todavía no había empezado a encanecer pero que, sin embargo, había perdido el lustre. Por supuesto, todos los templarios llevaban barba. Pelo corto, también eso era lo normal. Tenía cicatrices lívidas en las manos y en la cara, por todas partes, señales de flechazos y espadazos y tal vez un golpe de hacha en una de las cejas, que hacía que la mirada de ese ojo fuese un tanto rígida. Más o menos eso era lo que habría pronosticado. La guerra en Outremer no era un paseo campestre.
Pero había una preocupación interior en Arn que no se dejaba captar con la misma facilidad por una mirada. El día anterior ya había explicado que daba por terminado su servicio en la guerra santa y las razones que había aducido tenían mucho sentido. Pero ahora, cabalgando en su penúltimo día de marcha antes de llegar a casa y además haciéndolo con una gran riqueza, un retorno desde luego poco habitual para un templario, debería haber estado más feliz, animado y lleno de planes ansiosos. En su lugar había en él una gran inseguridad, casi un temor, si es que ésa era la palabra apropiada cuando uno se refería a un templario. Todavía quedaba mucho por comprender y preguntar.
—¿De dónde has sacado esta enorme cantidad de oro? —preguntó el hermano Guilbert, taciturno, justo al pasar de largo Skara sin haberse adentrado en la ciudad y cuando sentía que debía retomar la conversación.
—Si te respondiese a esa pregunta en este preciso momento, tal vez no me creerías, querido Guilbert —contestó Arn, mirando al suelo—. Más aún, quizá pensarías que he cometido traición, y si albergases una idea así, aunque sólo fuese por un tiempo, nos produciría a ambos un gran pesar. Cree en mi palabra. Esta riqueza no la he conseguido de forma indebida. Y te lo explicaré todo cuando tengamos suficiente tiempo, porque no es una historia fácil de comprender.
—Claro que te creo, pero no me pidas nunca más que lo haga —repuso el hermano Guilbert, molesto—. Tú y yo nunca nos mentimos intramuros, y extramuros doy por supuesto que seguimos hablando como los templarios que ambos fuimos una vez.
—Así es exactamente como yo también lo deseo, nunca más repetiré la exigencia de que me creas —dijo Arn casi en un susurro, todavía con la mirada clavada en el suelo.
—Bueno, entonces te preguntaré algo más sencillo —dijo el hermano Guilbert con un tono de voz más alto y animado—. Cabalgamos ahora hacia Arnäs, la finca de tus padres, ¿no es así? Bien, y llegas con un equipaje que no está nada mal y entre otras cosas caballos de Outremer y un monje que acabas de adquirir en Varnhem, ¡y no me contradigas! Yo también soy parte de tu compra. Reconozco que no estoy acostumbrado a eso pero así es. Y has comprado a otros hombres, tal vez en negociaciones más difíciles que las que tuviste con el padre Guillaume, que van a ser utilizados con algún fin, al igual que yo. ¿Quieres decirme algo acerca de todo esto? Y otra cosa, ¿quiénes son todos los otros hombres que van en esta caravana?
—Dos hombres, los dos que montan una yegua cada uno atrás a tu izquierda, son médicos de Damasco —respondió Arn sin titubear—. Los dos que van sentados sobre los carros de bueyes del final de todo son desertores del ejército del rey Ricardo Corazón de León, un arquero y un ballestero. El noruego Harald Øysteinsson, que cabalga con el manto de un sargento templario, ha servido a mis órdenes precisamente como sargento, eso ya lo he explicado. Los dos que van en los carros de bueyes justo detrás de nosotros son comerciantes de armas y artesanos de Damasco, y el resto son casi todos trabajadores de la construcción y soldados ingenieros de ambos bandos de la guerra. Todos, excepto Harald, están a mi servicio, porque en sus momentos de mayor debilidad les hice propuestas que difícilmente podían rechazar. ¿Responde eso a la pregunta que en realidad deseabas hacerme?
—Sí, me queda bastante claro —contestó el hermano Guilbert, pensativo—. Pretendes construir algo grande. ¿Quieres decirme lo que quieres que todos nosotros construyamos?
—Paz —respondió Arn con resolución.
El hermano Guilbert se llevó tal sorpresa con la respuesta que no se le ocurrió nada más que preguntar durante un rato.
Cuando el segundo día la caravana se acercaba a la iglesia de Forshem, el verano había regresado con todas sus fuerzas. Era difícil imaginar que toda la zona hubiese sido convulsionada por la tormenta y la tempestad hacía tan sólo unos pocos días. Ya se había retirado la madera y otros tipos de escombros que habían caído sobre los caminos y las fincas. Fuera, en los campos, ya estaba en marcha la siembra de hortalizas.
Puesto que desde hacía tiempo reinaba la paz en el país, no había séquitos armados cabalgando por los caminos de un lado a otro y nadie molestaba a los viajeros a pesar de que se debía de notar desde lejos que la mayoría de ellos eran extranjeros. Quienes trabajaban en los campos se enderezaban un rato y observaban con curiosidad los carros de bueyes y los jinetes de los caballos vivaces, pero luego regresaban a su trabajo.
Al avistar la iglesia de Forshem, Arn guió a toda su caravana colina arriba por la cuesta, hacia la iglesia, y dio orden de parada y descanso. Cuando todos hubieron desmontado se acercó a la gente del Profeta que solían mantenerse separados y les dijo que, aunque todavía faltaba bastante hasta la hora de oración de la tarde, aquí rezarían un rato las gentes del Libro. Luego invitó a los dos hermanos armenios, a Harald y al hermano Guilbert a entrar en la iglesia. Tal y como se acercaban al portón llegó el cura corriendo desde su finca, increpándolos para que no entraran en la casa de Dios en desorden. Se apresuró a colocarse frente a las puertas de la iglesia de madera, adornadas a la antigua, y les cortó el paso, extendiendo unos brazos temblorosos.
Arn dijo entonces con tranquilidad quién era, hijo del señor Magnus de Arnäs, y que todos quienes lo acompañaban eran buenos cristianos que tras un largo viaje deseaban presentar su agradecimiento ante el altar y con ello hacer también una ofrenda. El cura, que hasta el momento no parecía haberse percatado de que uno de los foráneos era un monje de hábito blanco y de que dos de ellos llevaban cruces grandes y rojas en los escudos, los dejó entrar de inmediato. Abrió las puertas de la iglesia con torpeza y les pidió disculpas.
Pero Arn no avanzó mucho por el crucero de la iglesia cuando el cura lo alcanzó y tiró de su espada, diciendo algo en una extraña combinación de latín e idioma popular acerca de que una espada era una abominación en la casa de Dios. Entonces el hermano Guilbert lo espantó como a una mosca y explicó que el señor Arn llevaba a su lado una espada consagrada, la espada de un templario, tal vez la única que jamás se halló en la iglesia de Forshem.
Al llegar al altar, los cristianos se arrodillaron, encendieron algunas velas con la única que ardía en el altar y rezaron sus oraciones. También dejaron algo de plata sobre el altar, lo que de inmediato tranquilizó al alterado sacerdote que tenían tras de sí.