Authors: Jan Guillou
Tal y como esperaba, su padre ya estaba despierto cuando entraron en su refugio nocturno. El señor Magnus intentó levantarse apoyándose en el codo sano, pero iba lento y Arn se acercó con rapidez para ayudarlo.
—Echa de aquí a esos dos extraños un rato, tengo que mear —dijo como saludo el señor Magnus, y a Arn le llenó de tanta alegría oír hablar con claridad a su padre que no le molestó su forma grosera de dar los buenos días. Pidió a los dos médicos que salieran un momento y luego, por orden de su padre, buscó el orinal y lo ayudó con torpeza a resolver el asunto.
Cuando terminaron, levantó a su padre, lo colocó en la silla ornamentada y acto seguido pidió a los médicos que entrasen de nuevo. Retomaron el reconocimiento médico del día anterior y, de vez en cuando, daban en susurros su parecer a Arn, que iba traduciendo, aunque eliminaba la mayor parte de las, a veces excesivas, floritura y cortesías que poblaban el idioma árabe.
La dolencia del señor Magnus era consecuencia de que se le había acumulado en la cabeza demasiada sangre espesa. Si esta afección no conducía a una muerte inmediata, algo que podía pasar, era una buena señal. Algunos se curaban por completo, otros casi del todo y otros tan bien que sólo se les notaba un poco. Sin embargo, eso no tenía nada que ver con la salud mental del afectado, sólo los ignorantes pensaban así.
Lo que ahora era menester, además de algunas hierbas fortificantes que primero había que preparar y hervir, eran unas buenas oraciones y unos cuantos ejercicios. Había que poner los músculos paralizados en movimiento, uno tras otro, y tener una gran paciencia. Y por lo que se refería al habla, sólo había un ejercicio beneficioso, que era precisamente hablar, eso sería lo más fácil.
Sin embargo, lo que uno nunca debía hacer era esconderse en la vergüenza y la oscuridad y dejar de hablar y de moverse. Entonces lo malo se volvía peor.
Yussuf, el más joven de los dos médicos, salió un momento y regresó con una piedra redonda del tamaño de medio puño que entregó a Arn. Le explicó que en una semana el venerado padre de Al Ghouti aprendería a pasar la piedra con su débil mano izquierda por encima de la rodilla hasta la sana mano derecha. Cada vez que fracasase cogería la piedra con la mano sana, la colocaría de nuevo en la mano débil y volvería a empezar. No podía rendirse. Se podía lograr mucho con voluntad y oraciones. Dentro de una semana empezaría el siguiente ejercicio. Lo más importante era el ejercicio y la voluntad; las hierbas fortificantes venían en segundo lugar.
Eso era todo. Los dos médicos se inclinaron primero ante Arn y luego ante su padre y después se fueron sin decir nada más.
Arn colocó la piedra en la mano izquierda de su progenitor y le explicó el ejercicio de nuevo. El señor Magnus lo intentó, pero se le cayó la piedra de inmediato. Arn volvió a colocarla en su mano. Y a su padre se le volvió a caer y gruñó furioso algo de lo que Arn sólo captó las palabras «extranjeros».
—No me habléis así, padre, decidlo una vez más con palabras claras, yo sé que podéis hacerlo, al igual que sé que comprendéis todo lo que os digo —le pidió Arn mirándolo con seriedad a los ojos.
—No sirve… nada… escuchar a… extranjeros —dijo entonces su padre con tal esfuerzo que su cabeza se tambaleó ligeramente.
—En eso os equivocáis, padre —repuso Arn—. Lo acabáis de mostrar vos mismo. Ellos dijeron que podéis recuperar el habla. Habéis hablado, ahora ambos sabemos que ellos tienen razón. En el arte de la medicina, estos hombres son los mejores que conocí en Tierra Santa. Ambos han estado al servicio de los templarios, por eso es por lo que están aquí conmigo.
Ahora el señor Magnus no contestó pero asintió con la cabeza estando de acuerdo en que se había contradicho a sí mismo, por primera vez en tres años.
Arn volvió a dejar la piedra en la mano izquierda de su padre y dijo casi como una orden que ahora tocaba practicar, tal como habían dicho los médicos. El señor Magnus hizo un intento poco entusiasta pero agarró la piedra con la mano derecha, la levantó, la movió hacia afuera y la dejó caer al suelo. Arn la recogió riéndose y volvió a dejarla sobre las rodillas de su padre.
—Decidme qué queréis saber acerca de Tierra Santa e intentaré explicároslo, padre —dijo Arn, acomodándose de rodillas delante del señor Magnus, de modo que sus caras quedasen muy juntas.
—Así… no puedes… sentado mucho —pronunció con gran esfuerzo el padre, aunque con una sonrisa que quedó torcida al colgarle inerme la mitad de la boca.
—Mis rodillas están más endurecidas por la oración de lo que os imagináis, padre —respondió Arn—, Un cruzado en Tierra Santa también tiene que rezar mucho. Pero decidme ahora qué queréis que os explique y yo os lo contaré.
—¿Por qué perdimos… Jerusalén? —preguntó el señor Magnus a la vez que movía la piedra hacia su mano sana, antes de que se le cayese a mitad de camino.
Arn volvió a colocar con cuidado la piedra en la mano enferma de su padre y dijo que le explicaría cómo se había perdido Jerusalén, pero sólo con la condición de que practicase con la piedra mientras lo escuchaba.
Arn no tuvo dificultades en iniciar su relato. Nada le había preocupado tanto con respecto a los inescrutables caminos del Señor como el porqué de que los cristianos fuesen castigados con la pérdida de Jerusalén y del Santo Sepulcro.
Fue por culpa de nuestros pecados. Ahora tenía claro que ésa era la respuesta. Y empezó a describir los pecados con detalle: un patriarca de la Ciudad Santa de Jerusalén que había envenenado a dos obispos; una reina madre adúltera que colocaba, uno tras otro, a sus recién llegados amantes de París como mando supremo del ejército cristiano, que decían luchar por la causa de Dios pero que en realidad se dedicaban a rapiñar, robar, asesinar e incendiar para regresar de nuevo a casa en cuanto tenían el saco repleto con lo que creían que era el perdón de sus pecados.
De vez en cuando, mientras en su relato describía los pecados de los cristianos con los peores ejemplos que se le ocurrían, tomaba la piedra y la colocaba de nuevo en la mano izquierda de su padre.
Pero cuando la lista de pecados parecía empezar a repetirse, el padre hizo un gesto impaciente con la mano sana para poner punto final a la retahila de desgracias. Luego respiró profundamente y cogió aire para formular una nueva pregunta:
—¿Dónde estabas… hijo mío… cuando Jerusalén cayó?
Arn se despistó con la pregunta, pues ya había empezado a alterarse al pensar en personas malas como el patriarca Heraclius, hombres que enviaban a otros hacia la muerte por capricho o vanidad como el Gran Maestre de los templarios, Gérard de Ridefort, o granujas al mando de ejércitos, como el adúltero Guy de Lusignan.
Luego respondió que había estado en Damasco, prisionero del enemigo. Jerusalén no se perdió en bravas batallas sobre los muros de la ciudad, sino en una demente batalla en Tiberíades en la que todo el ejército cristiano fue conducido a la muerte por necios y adúlteros que no sabían nada acerca de la guerra. Pocos prisioneros sobrevivieron; de los templarios, sólo dos.
—¿Aun así… tú regresaste… rico? —replicó el señor Magnus.
—Sí, es cierto, padre. He regresado y soy rico, más rico que Eskil. Pero eso es porque era amigo del rey de los sarracenos —respondió Arn diciendo la verdad, pero arrepintiéndose de inmediato al ver cómo la ira se inflamaba en los ojos de su padre.
Entonces el señor Magnus alzó y pasó la piedra de un solo movimiento de la mano izquierda a la derecha y luego volvió a dejarla en seguida en su mano enferma para poder alzar la derecha en señal de reprensión a un hijo que era un traidor y, gracias a ello, también era rico.
—No, no, no fue así —mintió Arn, apresurándose a tranquilizarlo—. Sólo quería ver si podíais recorrer con la piedra todo el espacio entre vuestras manos. La ira os dio una fuerza inesperada, ¡perdonadme esta pequeña trampa!
El señor Magnus se tranquilizó de inmediato. Luego contempló sorprendido la piedra, que ya volvía a estar de nuevo en la mano enferma. Sonrió y asintió con la cabeza.
E
skil no estaba de muy buen humor y se le notaba mucho aunque se esforzase en no demostrarlo. No solamente le molestaba tener que ir a las canteras y volver, cosa que le ocuparía toda la calurosa mañana y parte de la tarde, sino que además tenía la sensación de no ser el dueño de su propia casa, a lo que se había acostumbrado durante varios años.
Ya estaban colocados los andamios a lo largo de la muralla de Arnäs y había gente ocupada en ir a recoger más troncos del bosque sin pedirle permiso. Era como si Arn se hubiese vuelto un extraño en muchos sentidos. Parecía que no entendiese que un hermano menor no podía ocupar el lugar del hermano mayor y que tampoco comprendiese por qué un Folkung del consejo del rey debía cabalgar con una escolta considerable a pesar de que reinase la paz en el país.
Detrás de ellos cabalgaban diez hombres armados hasta los dientes y, al igual que Arn, vistiendo cotas de malla terriblemente calurosas debajo de los mantos. Eskil se había vestido como si fuera a cazar o a una celebración, con un manto corto y un sombrero emplumado. El viejo monje montaba vestido con su hábito de gruesa lana blanca, que debía de hacer más duro soportar el viaje aunque su cara no diese muestras de ello. Sin embargo, tenía un aspecto algo cómico, puesto que había tenido que arremangarse el hábito hasta las rodillas, dejando así las pantorrillas desnudas a la vista. Al igual que Arn, montaba uno de esos caballos extraños, pequeños y nerviosos.
En las primeras laderas del Kinnekulle les refrescó la agradable sombra al entrar bajo las altas hayas. En seguida, Eskil se sintió de mejor humor y pensó que ya era hora de comentar si esas construcciones eran sensatas o no. Durante los muchos años de comercio había aprendido que era sabio no discutir ni siquiera sobre pequeñeces cuando hacía calor, se tenía sed o se estaba de mal humor. En el fresco debajo de los árboles sería más fácil.
Espoleó al caballo para acercarse hasta la altura de Arn, que parecía cabalgar muy ausente en sus pensamientos, probablemente mucho más lejos que en las canteras.
—Debes de haber cabalgado en días más calurosos que éste —empezó diciendo Eskil con tono inocente.
—Sí —contestó Arn, sustraído de pensamientos muy distintos—. En Tierra Santa, durante el verano, el calor a veces era tan intenso que nadie podía poner su pie descalzo encima de la tierra sin quemarse. En comparación, cabalgar aquí en la sombra es como si se tratara de los campos del paraíso.
—Pero insistes en vestirte con la cota, como si aún te dirigieses a una lucha.
—Es mi costumbre desde hace más de veinte años. Tal vez tendría frío si montase vestido como tú, hermano —respondió Arn.
—Sí, puede ser —admitió Eskil, que ya había llevado la conversación al terreno que deseaba—, ¿No has visto más que guerras desde que nos dejaste de muy joven?
—Es cierto —dijo Arn, pensativo—. Es casi como un milagro poder viajar en tan bello país, con esta frescura, sin refugiados o casas quemadas a lo largo del camino, sin tener que estar atento vigilando en el bosque o mirando hacia atrás a causa de los jinetes enemigos. Incluso es difícil sólo explicarte cómo me siento.
—Al igual que es difícil para mí explicar cómo me siento después de quince años de paz. Cuando Knut fue rey y Birger Brosa su canciller, la paz llegó a nuestro reino y ha perdurado desde entonces. Debes tenerlo presente.
—¿Ah, sí? —inquirió Arn mirando a su hermano puesto que intuía que esa conversación ya no trataría tan sólo de sol y calor.
—Todas tus construcciones nos están suponiendo grandes gastos —aclaró Eskil—, Quiero decir que parecería poco inteligente prepararse para la guerra gastando mucho dinero en tiempos de paz…
—En cuanto a los gastos, traje tres baúles llenos de oro —se apresuró a responder Arn.
—Pero toda esa piedra que retendremos en lugar de venderla supone un gasto grande, un gasto de guerra ahora que reina la paz —objetó Eskil, paciente.
—Tendrás que explicarte mejor —insistió Arn.
—Quiero decir que… es cierto que somos los dueños de las canteras. Por tanto, no tendremos que pagar por la piedra que necesitarás. Pero en estos tiempos de paz se construyen muchas iglesias de piedra por todo Götaland Occidental, y muchas de las piedras que hacen falta vienen de nuestras canteras…
—Y si nos quedamos las piedras para nuestras construcciones perderemos la ganancia, ¿es eso lo que quieres decir?
—Sí, es así como se considera en los negocios.
—Es verdad. Pero si no hubiesen sido nuestras las canteras, yo habría pagado por la piedra de todos modos. Ahora nos ahorramos ese gasto. Así también se considera en los negocios.
—Entonces nos queda preguntarnos si es inteligente usar tantas riquezas para construir para la guerra en tiempos de paz —suspiró Eskil insatisfecho porque, por primera vez, no lograba convencer a alguien con sus argumentos de que todo en esta vida podía contarse en plata.
—Primero: no vamos a construir para la guerra sino para la paz. En tiempos de guerra no hay tiempo ni dinero para construir.
—Y si no hay guerra —insistió Eskil—, ¿todos esos esfuerzos y esos gastos no habrán sido en vano?
—No —respondió Arn—, Ya que, segundo: nadie es capaz de conocer el futuro.
—Por tanto, tampoco tú, por mucho que sepas de todo lo referente a la guerra.
—Es verdad, y por eso lo más sensato será armarse bien mientras haya tiempo y paz. Si quieres la paz, prepárate para la guerra. ¿Sabes qué sería lo mejor a lo que podríamos aspirar con esta construcción? Que no acampara nunca un ejército forastero delante de Arnäs. Entonces habríamos hecho una construcción correcta.
Eskil no estaba del todo convencido, aunque habían comenzado a asaltarlo las dudas. Si se pudiese adivinar el futuro de manera segura para ver que el tiempo de las guerras había pasado, no merecería la pena gastar plata en construir la fortificación del tipo que Arn imaginaba.
Y por la situación actual del reino, parecía que el tiempo de las guerras hubiese pasado. La paz bajo el mandato del rey Knut era la más duradera que recordaba la memoria de los hombres.
Eskil se dio cuenta de que, para él, la guerra ya no era un medio en su lucha por el poder. Más bien contaba con el poder que provenía de que los hijos y las hijas acabaran en el lecho nupcial correcto y la riqueza creada por el comercio con países extranjeros como una protección frente a la guerra. Y ¿quién quería romper sus negocios? La plata era más fuerte que la espada y los hombres cuyas familias estaban unidas por matrimonio lo pensaban mucho antes de enfrentarse con las armas.