Authors: Jan Guillou
Pero eso no quitaba que fuese necesario decirle la verdad acerca de lo que había descubierto y que podía demostrar en cifras puras y duras. Rogó en silencio para que él fuese razonable y lo comprendiese, aunque hasta el momento se hubiese manifestado indiferente ante cualquier cosa que no fuese construir para el invierno.
Todavía era temprano aquella tarde excepcionalmente calurosa y no tuvo que encender velas al abrir sus libros de contabilidad y pedirle que se sentase junto a ella. Todo estaba caligrafiado en latín pero sabía que su esposo lo dominaba mejor que ella.
—Mira esto, amado mío —dijo, a la vez que abría el inventario de lo que comían y bebían todos los días tanto las personas como los animales de Forsvik—, Esto es lo que necesita un caballo en forraje todos los días. Aquí ves lo que esto suma en un mes y aquí lo que tenemos en nuestros cobertizos. Por tanto, por la Candelaria, a mediados del más frío invierno, podemos contar con treinta y dos caballos hambrientos. La carne que tenemos y la que podremos obtener del matadero a partir de ahora habrá terminado para la Anunciación. Además, el consumo de cordero es tal que para Navidad no nos quedará nada. Todavía no ha llegado el pescado en salazón. ¿Lo ves?
—Sí —respondió Arn—, Parecen unos cálculos muy exactos. ¿Qué debemos hacer?
—Por lo que se refiere a las personas necesitamos que llegue el pescado en salazón como fue prometido, preferiblemente bastante antes de Cuaresma. En cuanto a la carne, deberías contratar a unos cazadores, pues aquí en los bosques de los alrededores hay bastante ciervo y jabalí y en el bosque de Tiveden hay un animal que es igual de grande que una vaca y proporciona la misma cantidad de carne. En cuanto a los caballos, dudo que quieras sacrificarlos para la Candelaria, ¿no es así?
—No, desde luego que no —dijo Arn con una sonrisa—. Cada uno de esos caballos vale lo mismo que veinte caballos godos o incluso más.
—Entonces debemos comprar forraje —lo interrumpió Cecilia—. No es muy común comprar forraje para animales, pues cada uno se encarga del suyo. Por eso tienes que encargarte de esto en primer lugar, antes de que lleguen las heladas, porque entonces ya no podrán entrar hasta aquí ni barcos ni trineos. Cuanto menos avanzado esté el otoño, más fácil será comprar forraje.
—Yo también lo creo —asintió Arn—. Mañana mismo me ocuparé de este asunto. ¿Qué más has descubierto con tus cálculos?
—Que hemos gastado una cantidad de plata por casi el mismo valor de Forsvik sin haber obtenido ningún ingreso a cambio. Sólo la plata que le diste al tallista de Skara nos habría mantenido vivos y rollizos durante varios años.
—¡Ese oro no debes contarlo! —replicó Arn con brusquedad pero no tardó en arrepentirse y sonrió para disculpar su rudeza—. Tengo oro para cubrir todos los gastos que tengan que ver con la iglesia de Forshem. Está en una arca aparte, no nos corresponde a nosotros, podemos considerar la iglesia como algo que ya está pagado.
—Naturalmente eso cambia mucho las cosas, para mejor —admitió Cecilia de inmediato—. Tal vez me lo podrías haber dicho antes, y de ese modo habría gastado menos tinta. Y tal vez sea hora de que le digas a tu propia esposa hasta cuánto asciende nuestra propiedad, o más bien la tuya, pues mi propiedad es Forsvik y su valor va en aumento con cada gota de sudor que le destinas.
—Tengo más o menos mil marcos de oro —contestó Arn, mirando incómodo al suelo de madera—. Sin contar con lo que va a costar reformar Arnäs para que sea una fortaleza inexpugnable, una salvación para todos nosotros cuando llegue el día. Ni tampoco con lo que está destinado a sufragar los gastos de la iglesia de Forshem.
Tras decir eso último se revolvió con preocupación y siguió mirando a un lado como si fuese muy consciente de que acababa de decir algo que nadie en su sano juicio creería.
—¡Mil marcos! —susurró Cecilia, paralizada—. Mil marcos de oro, eso es más de lo que poseen Riseberga, Varnhem y Gudhem juntos.
—Seguramente sea así, pues si tú lo dices, debes de saberlo, amada mía —respondió Arn en un tono de voz tan bajo que parecía que su enorme riqueza le produjese más pena que gloria.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —inquirió Cecilia.
—He pensado en decírtelo muchas veces —respondió Arn—, pero era como si nunca encontrase la ocasión. La explicación de cómo conseguí este oro en Tierra Santa es una historia muy larga y no del todo fácil de comprender. Si te hubiese dicho una cosa, tendría que explicarte la otra y hay tantas cosas por hacer antes de que llegue el invierno. El oro no lo es todo, el oro no nos salvará del frío, en particular a mis amigos de países cálidos. No había pensado ocultarte esta información, pero habría preferido decírtelo durante una larga noche de invierno en la que el viento del norte azotase las paredes de nuestra casa mientras tú y yo nos acurrucábamos a la luz y al calor de nuestro hogar sin que una gota de aire nos alcanzase bajo nuestras mantas. Así es como me habría gustado explicarte toda la historia.
—Si esperas al invierno, no esperarás en vano —contestó Cecilia, esbozando una sonrisa que proyectó un rayo de luz sobre esa extraña pesadumbre que los había invadido en medio de la charla sobre la riqueza.
—No, este invierno lo espero con ansia —dijo Arn, sonriendo él también.
—Eso no quita que el oro sea una pésima protección contra el frío y el hambre. Como has dicho, debes empezar mañana mismo a comprar forraje en Linköping o donde sea que puedas encontrarlo.
—Te lo prometo —contestó Arn—, ¿Qué más has descubierto con la despiadada lógica de tus números? ¿Eh… sabes lo que quiero decir con lógica, no?
—Sí, lo sé, porque incluso a las mujeres de un convento les dejan probar un poco de filosofía, aunque se dice que en dosis demasiado grandes puede ser mala para nuestras cabezas. Sin embargo, con o sin Aristóteles, he descubierto que deberías comprar o construir un barco para transportar barro —respondió ella de forma veloz e inocente.
—¿Por qué? —dijo Arn, sorprendido por primera vez a lo largo de su conversación.
—Para hacer ladrillos se necesita tanta arcilla fresca cada vez que se vayan a cocer que no merece la pena trasladarla toda aquí en lugar de seguir realizando el trabajo allí en Braxenbolet —prosiguió ella como si ya no hubiese oro en el mundo que la preocupara—, Pero es diferente con el barro para la alfarería. Si logras traer ese barro hasta aquí, la alfarería podrá seguir trabajando todo el invierno. Sólo se trata de mantener el barro húmedo pero sin que se congele.
Arn la miró con admiración y con una sorpresa difícil de ocultar y ella le devolvió satisfecha la sonrisa, casi de un modo triunfal.
—Cecilia, mi amada Cecilia —dijo él—. Desde luego no eres sólo la más hermosa y la más adorable que he conocido, eres también la más sabia. Contigo al mando de la contabilidad, tenemos el éxito asegurado, ¡no lo dudes!
—Deberías haberme encargado este trabajo antes —replicó ella, sacudiendo la cabeza y haciéndose la ofendida.
—Sí, desde el primer día —admitió él—. Pero tenía la mente ocupada en otras cosas, en todo eso que ahora hemos conseguido hacer. ¿Podrás perdonarme esta necedad?
—Sí, pero con una condición —dijo ella con una enigmática sonrisa.
—¡Acepto esa condición antes de que ni siquiera la hayas puesto! —se apresuró él en prometer.
—No trabajes más hoy —dijo ella—. Quédate conmigo, salgamos a cabalgar los dos juntos y disfrutemos por unos instantes del fruto de nuestro trabajo. Hace una tarde muy agradable.
Él la tomó de la mano sin contestar y la guió hacia su casa, donde cogió dos mantos de lana que colgaban del techo sobre las barras para la ropa, la miró durante un instante, se estiró de nuevo y bajó la falda de montar que ella misma había cosido como si hubiese una falda para cada pierna.
—Pensé que querrías librarte de la silla para mujeres —dijo él, y a pesar de que la habitación estaba en penumbra parecía como si se sonrojase por haber tocado la ropa de ella.
Ella tomó su traje de jinete, se escabulló al dormitorio y cerró tras de sí la puerta para poder cambiarse. Mientras esperaba se quitó las sucias ropas de trabajo, se salpicó la cara todavía ardiente y sudorosa con agua fría de la corriente y se vistió con un jubón azul. Después de dudar un instante se colocó su espada. Presentía que ella habría preferido verlo sin el arma, pero para él resultaría inimaginable ir a cabalgar al bosque junto a su amada sin llevar consigo la espada.
Tal como él había imaginado, Cecilia frunció el ceño al regresar en seguida vestida para montar y verlo con los mantos de lana sobre el brazo como si intentara ocultar la alargada vaina negra que sobresalía por debajo de la tela, pero no dijo nada.
Se dirigieron primero al establo, que a estas alturas del año estaba vacío, puesto que todos los caballos estaban en los cercados. Allí colgaba una larga hilera de sillas de montar con dibujos extraños y Arn eligió dos sobre las que había bridas y riendas atadas con unas finas cuerdas de piel. Le entregó a ella los mantos, cargó las sillas sobre los hombros y avanzó delante de su esposa hacia el cercado de caballos. El sol estaba bajo pero todavía hacía calor como en un día de verano y la suave brisa era como una tibia caricia sobre sus rostros.
En primer lugar se dirigieron a un cercado más pequeño, donde una yegua negra y su potro estaban separados de los demás. Entraron por entre los postes de la valla, sobre la que Arn descargó las sillas y luego llamó a la yegua. Ésta levantó las orejas y acudió de inmediato hacia él, cabeceando; detrás de ella iba el potro con pasitos menudos. Cecilia observó con sorpresa el cariño con el que su amado y la yegua se saludaban, cómo frotaban cara y hocico y cómo él la acariciaba y le hablaba en un extraño idioma.
—¡Ven! —dijo él, y alargó la mano hacia Cecilia—, Tienes que hacerte amiga de
Umm Anaza
porque a partir de ahora ella será tu caballo. ¡Ven a saludarla!
Cecilia se acercó e intentó hacer lo mismo que Arn, frotar su cara contra el hocico de la yegua, que al principio pareció un poco asustada. Arn le habló al animal en el extraño idioma y pareció como si entonces cambiara de opinión y quiso más caricias por parte de Cecilia, que no se hizo de rogar.
—¿Cuál es ese idioma en el que hablas? —preguntó Cecilia mientras acariciaba a la yegua y al pequeño potro, que se había acercado con timidez.
—El idioma de los caballos —dijo Arn, enigmático, pero luego sacudió la cabeza y se rió—. Eso fue lo que me dijo el hermano Guilbert cuando era niño y entonces creí que realmente existía un idioma que sólo comprendían los caballos. Pero lo cierto es que hablo el idioma que estos caballos han oído en Outremer desde su nacimiento, es sarraceno.
—¡Pero yo sólo puedo hablarle en lengua vulgar o en latín! —repuso Cecilia, riendo—. Al menos debo saber su nombre.
—Se llama
Umm Anaza
, que significa «Madre Anaza», y el pequeño se llama
Ibn Anaza
, aunque primero llamé así a su padre. El caballo que pronto iremos a buscar se llama
Abu Anaza
, y lo que significa Abu e Ibn ya te lo puedes imaginar.
—Padre e hijo Anaza —afirmó Cecilia—, ¿Pero qué quiere decir Anaza?
—Es sólo un nombre —respondió Arn mientras colocaba sobre la yegua una cincha con forro de piel de cordero—, Anaza son los caballos más nobles de toda Tierra Santa, y cuando lleguen las frías noches de invierno te contaré la historia de Anaza.
Arn ensilló y embridó a la yegua a una velocidad asombrosa aunque, aun así, no parecía que lo hiciese con prisas, y la yegua no ofreció la más mínima resistencia, al contrario, parecía contenta de poder salir.
Cecilia tomó a la yegua de las riendas y la bajó hasta el cercado grande, donde estaban los caballos. Arn saltó con agilidad las estacas del vallado y silbó, de modo que todos los caballos dejaron de pacer y alzaron las cabezas.
Al momento, todos se dirigieron hacia Arn a un galope que hizo temblar la tierra. Cecilia tuvo tiempo de asustarse pero pronto comprendió que su preocupación había sido innecesaria cuando Arn alzó el brazo como ordenándoles que se detuviesen. Entonces se agruparon todos en torno a Arn, que parecía tener un nombre y algunas palabras cariñosas para cada uno de los animales. Concluyó concentrando todas sus caricias en el único caballo que tenía el mismo aspecto que la yegua de Cecilia, el pelaje negro y la crin plateada, y no era difícil comprender que se trataba de
Abu
. Cecilia no pudo evitar emocionarse al ver a su marido tan cariñoso con esos animales. Era como si fuesen mucho más que caballos, casi como si fuesen para él unos buenos amigos. No había ningún hombre en el Norte que tratara así a sus animales, pensó ella, dándose a la vez cuenta de que tampoco debía de haber en todo el Norte ningún hombre que cabalgase como Arn. Era una hermosa idea pensar que los cuidados cariñosos hacían mejores jinetes que la dureza y la seguridad en uno mismo.
Ella misma sintió una parte de ese amor cuando, un rato más tarde, salió a caballo de Forsvik en dirección norte por la playa del Bottensjön. No era como si la yegua estuviese haciendo el trabajo servil para el cual la habían educado, todo lo contrario, parecía como si disfrutase cargando con su nueva dueña, como si le estuviese hablando a través de sus suaves movimientos, que no eran como los de otros caballos.
El sol se había ocultado tras las copas de los árboles, donde empezaba el infinito bosque de abetos del Tiveden. Arn los fue llevando en ascenso por un sendero hasta que pronto estuvieron tan alto que vieron brillar el Bottensjön a la luz del atardecer y un poco más lejos también el lago Vättern. El olor de los caballos y el verano tardío se mezclaba, hechicero, con el dulzor de la descomposición y las coniferas.
Arn se acercó a ella y le dijo que ahora era demasiado viejo como para ponerse de pie sobre el trasero de un caballo y que era su intención permanecer en la silla de montar. Al principio Cecilia no comprendía a qué se refería con eso, pero luego recordó aquella vez en Kinnekulle cuando salieron a cabalgar solos por primera vez y él se puso de pie sobre el caballo en pleno galope, mirándola a ella en vez de mirar por donde iba, se cruzó con la robusta rama de un roble, ésta lo barrió del caballo y él quedó tumbado inerte en el suelo.
—Aquella vez casi conseguiste que se me parase el corazón —susurró Cecilia.
—No era ésa mi intención —respondió Arn—, Quería ganarme tu corazón, no detenerlo.