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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (11 page)

BOOK: Regreso al Norte
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¿Se reconocerían siquiera?

Intentó comparar su imagen actual con la del jovencito de diecisiete años que una vez fue. La gran diferencia física era obvia. Si de joven tal vez tuviese una cara hermosa, en la actualidad no estaba de muy buen ver. Tenía una gran cicatriz que cubría la mitad de la ceja izquierda, la mejilla y la sien, producida después de la gran derrota en los Cuernos de Hattin, ese lugar de eterna condena y deshonor. En el resto de la cara tenía más de veinte cicatrices lívidas, la mayoría causadas por heridas de flechas. Una mujer del pacífico y dulce mundo monacal de Nuestra Señora, ¿no se volvería disgustada ante una cara así y ante la certeza de lo que la cara contaba de ese hombre?

Y, por otra parte, ¿realmente la reconocería él a ella? Sí, estaba seguro. Se consolaba con que su madrastra, Erika Joarsdotter, era sólo un poco mayor que Cecilia y a ella la había reconocido desde lejos.

La peor angustia era la que sentía cuando pensaba en lo que le diría al verla. Era como si su mente se bloquease al pensar en palabras bonitas para pronunciar el primer saludo. Tuvo que buscar aún más consuelo y consejo en la Virgen.

Subieron el río Tidan a contracorriente y con ocho remeros. Arn iba sentado a proa, solo, y mirando al agua marrón en la que podía intuir el reflejo de su cara desgarrada. Sus tres caballos estaban en medio del barco de fondo plano, cuya existencia era un ir y venir por ese río. Arn había logrado convencer a Eskil de que los guardias no les harían falta en ese viaje, puesto que él mismo y Harald iban completamente armados y llevaban sus arcos y muchas flechas. Unos guardias nórdicos no harían más que ocupar mucho sitio.

Eskil lo sacó de sus cavilaciones poniéndole la mano sobre el hombro. Cuando Arn se sobresaltó por el contacto, Eskil se rió del supuesto vigía de proa. Le tendió un pedazo de jamón ahumado pero Arn declinó el ofrecimiento.

—En un día de verano como éste, es bonito viajar por el río —comentó Eskil.

—Sí —contestó Arn, contemplando los sauces y los alisos, que mecían sus ramas en la débil corriente—. He
soñado con esto durante mucho
tiempo sin saber si volvería a vivirlo.

—De todos modos, ya es hora de que hablemos de algunos asuntos feos —replicó Eskil, dejándose caer en la bancada al lado de Arn—. Hay cosas que da pena revelar…

—Más vale decirlo ahora que más tarde, si es que hay que decirlo —dijo Arn, cambiando la postura reclinada contra la borda.

—Tú y yo teníamos un hermano. Tenemos hermanas que ya están casadas, pero nuestro hermano Knut fue asesinado por un danés cuando tenía dieciocho años.

—Recemos, pues, por vez primera juntos por su alma —se apresuró a decir Arn.

Eskil suspiró pero obedeció. Y rezaron durante tanto rato que Eskil lo encontró más que exagerado.

—¿Quién lo mató y por qué? —inquirió Arn al levantar la vista. En su cara había menos pena e ira de lo que Eskil había esperado.

—El danés se llama Ebbe Sunesson. Ocurrió en Arnäs, en la despedida de solteros, cuando una de nuestras hermanas se iba a casar.

—¿Nuestra hermana fue casada con los de Sverker y los daneses? —preguntó Arn, impasible.

—Sí, Kristina es la señora Konrad Pedersson a las afueras de Roskilde.

—Pero ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Cómo una despedida de solteros puede acabar en muerte?

—Como sabes, puede haber bullicio… supongo que la cerveza abundaba esta vez como en
otras ocasiones y el joven Ebbe Sunesson se jactaba
de ser un espadachín muy bueno y decía que nadie tenía el valor de
intercambiar
unos
golpes con él
. Quien usa
tal lenguaje al lado del barril
de cerveza suele engañarse a sí mismo más que a los demás. Pero ese tal Ebbe era diferente, era realmente bueno con la espada. Hoy viaja con la guardia del rey danés.

—Y quien se dejó engañar fue nuestro hermano Knut.

—Sí, Knut no era un gran espadachín, era como yo y como nuestro padre, no como tú.

—Dime, pues, lo que pasó. Sufres heridas y moretones si juegas con el que mejor maneja una arma en una fiesta. Pero ¿la muerte?

—Ebbe primero le cortó una oreja a Knut y le pagaron con muchas risas. Tal vez Knut podría haberse retirado después de la primera sangre, pero Ebbe lo insultaba y la gente reía cada vez más alto, y cuando Knut lo atacó con furia…

—Lo mató en seguida. Entiendo cómo pasó —dijo Arn con más pena que ira—. Si Dios quiere, quizá un día Ebbe Sunesson se enfrente con la espada al hermano de Knut. Yo no pienso buscar la venganza por voluntad propia. ¿Y vosotros no os vengasteis del asesino? Debisteis de pedir una reparación muy grande.

—No, renunciamos a la reparación —contestó Eskil, avergonzado—. No era fácil pero tampoco lo habría sido hacer lo contrario. Ebbe Sunesson es de los Hvide, linaje al que nuestra hermana Kristina se uniría al día siguiente mediante matrimonio. Los Hvide son los más poderosos en Dinamarca después del rey. El arzobispo Absalón en Lund es un Hvide.

—No debió de ser una boda muy alegre —dijo Arn con calma, como si estuviese hablando del tiempo.

—Seguro que no —admitió Eskil—. Todos los daneses se marcharon hacia el sur al día siguiente para acabar la cerveza nupcial en casa. Enterramos a Knut en Forshem y al día siguiente nuestro padre sufrió una embolia, creo que a causa de la pena.

—Tuvimos que pagar muy caro el negocio tan astuto de emparentarnos con ese linaje de los Hvide —murmuró Arn, mirando el agua oscura—. ¿Cuántas penas más me has de contar?

A Eskil se le notaba que tenía más desgracias para explicar. Pero dudaba mucho y Arn tuvo que insistir en que soltase lo malo de una vez en lugar de alargar la agonía.

La siguiente desgracia era acerca de Katarina Algotsdotter, la hermana de Cecilia y la señora de Eskil, madre de dos hijas ya casadas y de su hijo Torgils, con el que pronto se encontrarían en Näs, la residencia del rey.

Katarina no había sido una mala esposa ni tampoco una mala madre; al contrario, casi mejor de lo que se podía esperar, ya que tenía fama de ser traicionera e intrigante.

Eskil había tenido que ir al lecho conyugal más por la honra que por la dote y el poder. Algot Pálsson, el padre de Cecilia y Katarina, tenía un acuerdo de matrimonio entre Cecilia y Arn. Pero al frustrarse este acuerdo cuando la Iglesia los castigó con veinte años de penitencia, Algot exigió una satisfacción, pues estaba en su derecho.

El honor de los Folkung había sido una parte del negocio. La otra parte era la dote de las canteras, los bosques y una buena parte de la orilla a lo largo del lago Vänern. Eskil tal vez veía las ventajas mejor que los demás, porque a continuación sería el dueño de todo el comercio fluvial en todo Götaland Occidental.

Las canteras daban mucha plata en esos tiempos, cuando se construían tantas iglesias por todo el país. Mucha plata, mientras no la malgastases en construcciones propias, añadió intentando bromear infructuosamente. Arn no sonrió ni lo más mínimo.

No era fácil premiar a Katarina con el regalo matutino y las llaves de la casa después de todo el daño que había hecho a Arn y a Cecilia con sus chismorreos a la madre Rikissa. Aun así, era la mejor manera de dejarlo todo arreglado. Nadie podría decir que los Folkung rompían promesas y acuerdos cerrados.

Durante muchos años, Katarina fue una dulce esposa que cumplía con sus obligaciones. Pero después de quince años cometió el peor de los pecados.

Eskil se encontraba muchas veces de viaje, en Näs o en Aros Oriental, e incluso tan lejos como en Visby y Lübeck, y esas temporadas como esposa sin esposo Katarina las dedicaba cada vez con más frecuencia a diversiones difíciles de perdonar: acogía en su lecho a uno de los guardias por las noches.

Eskil, al oírlo la primera vez, reprendió severamente a Katarina y le explicó que, si continuaban los rumores de tal pecado en su casa, todos estaban en peligro. Lo peor sería que sus hijos se quedarían sin madre.

Al principio, Katarina parecía haberse corregido, pero las habladurías no tardaron en volver y Eskil lo notaba no sólo en Arnäs, sino también por las malas caras en el consejo del rey. Entonces hizo lo que el honor le exigía, aunque la decisión fue difícil y penosa.

Svein, el guardia, hizo lo que le habían ordenado. Una noche, cuando Eskil se hallaba con el rey en Näs, aunque en una habitación aparte y loco de dolor, Svein y dos de sus hombres entraron en las cocinas donde se encontraban los dos pecadores, como era sabido por todo Arnäs.

No mataron a Katarina, sino sólo al hombre con el que había pecado. Llevaron las sábanas ensangrentadas al tribunal para que su asesinato no fuese castigado. A Katarina la llevaron al convento de Gudhem, donde pronunció los votos.

Lo más fácil había sido solucionar lo referente a la plata. Eskil donó una parte considerable de tierra a Gudhem y Katarina renegó de sus propiedades al profesar los votos. Era el precio que debía pagar por dejarla con vida.

Después de esas informaciones el viaje fue muy triste. Harald Øysteinsson se quedó sentado en popa con el timonel, puesto que sentía que no debía inmiscuirse en la conversación de los hermanos en proa; podía ver claramente que estaban consternados.

El lugar de descanso estaba un poco por debajo de la vieja llanura de Askeberga, donde antiguamente se celebraban los concilios, y donde el río Tidan daba un giro brusco hacia el sur. Ya había varios barcos como el suyo, largos con el fondo plano pero más cargados, medio varados en la orilla, y se armó un alboroto entre los remeros y el resto de la gente al acercarse el patrón, el señor Eskil de los Folkung. En seguida echaron de la casa a los menos importantes y las mujeres corrieron para limpiar mientras el arrendatario Gurmund, que era un siervo liberado, se acercó a Eskil con cerveza.

Arn y Harald Øysteinsson cogieron sus arcos y sus carcajes, fueron a buscar heno a uno de los graneros y prepararon un blanco antes de apartarse un poco para practicar. Harald decía bromeando que con lo que habían practicado durante ese año en el mar sólo podrían acertarle a un enemigo de cerca, pero que ahora, con la ayuda de Dios, se prepararían mejor. Arn le contestó escuetamente que practicar era un deber, puesto que sería una blasfemia pensar que la Virgen siempre ayudaba al perezoso. Sólo el que trabajaba duro con su tiro merecía disparar bien.

Algunos niños siervos se habían acercado para ver cómo los dos hombres desconocidos manejaban los arcos y las flechas. Pero al cabo de poco rato fueron corriendo y sin aliento a la casa a explicar para todo el que escuchase que esos arqueros debían de ser los mejores de todos. Algunos de los hombres libres acudieron a mirar a escondidas y pronto vieron con sus propios ojos que era verdad. Tanto el Folkung y su escolta de la roja camisa noruega manejaban los arcos y las flechas como jamás se había visto.

Por la noche, cuando los señores iban a beber, ya se sabía que el guerrero desconocido vestido de Folkung era el hermano del señor Eskil y el rumor no tardó en propagarse por todo el territorio de Askeberga. Un hombre legendario había regresado a Götaland Occidental. El hombre del manto de los Folkung no podía ser otro que el Arn Magnusson del que hablaban las canciones. En las cocinas y en los patios cuchicheaban a favor o en contra de esta hipótesis, pero nadie podía estar completamente seguro de ello.

Algunos de los hijos más jóvenes del arrendatario entraron corriendo a la casa principal, se detuvieron en la puerta y gritaron a Arn que debía decir su nombre. Tal desfachatez podría haberles costado una buena paliza y Gurmund, que estaba sentado a la mesa de los señores, se levantó con ira para castigar a los bribones a la vez que se disculpaba ante su señor Eskil.

Pero Arn lo detuvo y se fue él mismo hacia los niños, los cogió por el cogote y los sacó al patio. Allí se puso a su altura, los miró con severidad fingida y los instó a que repitiesen su pregunta si se atrevían.

—¿Usted… es el señor Arn Magnusson? —jadeó el más atrevido de ellos y cerró los ojos como si esperase una bofetada.

—Sí, yo soy Arn Magnusson —respondió Arn, ya sin el semblante serio. Los niños aún parecían asustados cuando sus miradas escudriñaban las marcas de cicatrices de su cara y la espada con la cruz dorada en la vaina que colgaba de su cintura.

—¡Queremos entrar a tu servicio! —exclamó el más valiente, el que primero había preguntado, cuando por fin comprendió que del guerrero no recibiría ni bronca ni azotes.

Arn se reía y les explicó que tendrían que esperar algunos años para eso. Pero que si practicaban con ahínco con sus espadas de madera y el arco, tal vez no sería imposible del todo.

El más pequeño de los dos también se envalentonó y pidió ver la espada del señor Arn. Este último se levantó y dudó un instante antes de desenvainar la espada con un movimiento rápido y silencioso. Los dos niños jadearon al ver el destello del acero blanco brillar en la luz del sol poniente. Y todos los niños supieron en seguida que ésa era una espada totalmente diferente de las que llevaban los guardias y los señores. Era más larga y más delgada, sin adornos a lo largo de la hoja. Y las serpientes draconianas o las señas secretas en la parte superior de la hoja infundían temor.

Arn cogió el dedo del niño mayor y lo puso cuidadosamente contra el filo, tocándolo muy ligeramente. En seguida apareció una gota de sangre en la punta del dedo.

Puso el dedo sangrante en la boca del niño, envainó de nuevo la espada, acarició las cabezas de los dos niños y explicó que todos los que estuviesen a su servicio tendrían unas espadas de ese tipo, pero también les esperaría un trabajo duro. Si todavía les quedaban ganas, les dijo que lo buscaran dentro de cinco años.

Luego los saludó con una reverencia, como si ya fueran sus caballeros, dio un giro abrupto y regresó con pasos largos al comedor y a la cena. Los dos niños arrendatarios quedaron perplejos y hechizados mirando hacia el león de los Folkung en la espalda, sin atrever a moverse hasta que hubo cerrado la puerta tras de sí.

Arn estaba de tan buen humor al entrar en la casa principal que Eskil murmuró que no comprendía cómo podía ser que su conversación durante el viaje en barco le produjese tanta alegría. En seguida, Arn se puso serio, se sentó frente a Eskil, echó una mirada de sorpresa al plato de madera lleno de papilla de cebada, grasa y carne de cerdo, apartó el plato y puso su mano llena de cicatrices encima de la de Eskil.

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