Regreso al Norte (15 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Sin embargo, no era así como habían empezado las cosas al entrar cabalgando Arn Magnusson acompañado de su hermano Eskil, la reina Blanka y Cecilia Rosa. Primero hubo abrazos y palabras emocionadas. Tanto el canciller como el rey habían recibido a Arn con lágrimas y alabanzas a Nuestra Señora. Pronto empezó a correr el vino blanco del Rin y todos hablaban a la vez. Parecía que iba a ser un día de auténtica alegría.

Pero la situación cambió de repente en cuanto Arn dejó caer un comentario acerca de la cerveza nupcial que le esperaba con Cecilia Rosa Algotsdotter.

Primero el canciller se comportó de la forma acostumbrada. Después se tornó frío y, en voz baja y con palabras amables, sugirió, aunque de manera imperativa, que sería mejor que el rey se retirase a la pequeña sala de consejos para tratar un asunto importante y que tanto él mismo como Arn y el tesorero Eskil deberían acompañarlo.

La sala de consejos se hallaba en la torre oriental del castillo. Lo único que había en la estancia era el trono de madera tallada del rey con las tres coronas, la silla del canciller con el león de los Folkung, la silla del arzobispo con la cruz, unos taburetes más pequeños forrados de cuero y una gran mesa de roble con sello, cera, pergamino y útiles de escritura. Las paredes de piedra encaladas estaban completamente vacías.

El rey estaba sentado tranquilamente en su gran silla debajo de una de las saeteras, de modo que los rayos de luz entraban en la sala pasando por encima de su cabeza. El canciller caminaba enfurecido por la habitación. Arn y Eskil se habían sentado sobre unos taburetes.

El canciller iba vestido con brillantes ropas extranjeras en gris y negro y en los pies calzaba unas babuchas de piel roja y dorada, el manto de los Folkung orlado de armiño se desplegaba tras él como si fuera en contra del viento cuando paseaba arriba y abajo para calmar su ira. El rey, que al igual que el canciller había cultivado una prominente barriga desde que Arn los había visto por última vez hacía mucho tiempo, permanecía sentado con apariencia tranquila mientras esperaba. Se había quedado casi calvo.

—¡Amor! —bramó de repente el canciller en un tono de voz que demostraba que en absoluto se había tranquilizado—. ¡El amor es para zánganos y débiles, lloricas y ociosos, solteronas y siervos! ¡Pero para los hombres, el amor es el diablo, un sueño de locos que produce mayor desgracia que cualquier otro sueño, un escollo traicionero en el mar, un árbol que cae sobre la senda de los caballos, madre de asesinatos e intrigas, padre de traición y mentira! ¡Y esto, Arn Magnusson, es lo que vienes arrastrando tras todos estos años! ¡Amor! Ahora que la suerte o la desgracia del reino están en juego. Cuando tu linaje y tu rey necesitan de tu apoyo, nos rechazas. ¡Y esa deshonra la justificas con esta enfermedad de niños e insensatos, como un ocioso cualquiera!

El canciller se calló y continuó dando vueltas por la habitación haciendo rechinar los dientes. Arn permanecía sentado con los brazos cruzados, un poco recostado pero sin mover ni un solo músculo de la cara.

Eskil observaba el claro y pacífico día de verano a través de una de las saeteras y el rey Knut parecía examinarse las manos con interés.

—¡Ni siquiera te dignas contestarme, sobrino! —bramó el canciller con renovadas fuerzas en dirección a Arn—, Pronto llegará el arzobispo con su panda de obispos. Es una persona ladina y hombre de los Sverker, y los cobardes que lo rodean no se atreven a rechistarle. Es un hombre que quiere llevar la estirpe de los Sverker de nuevo a la corona, y entre sus argumentos de peso se hallan cartas tanto del Santo Padre de Roma como del conjurado Absalón de Lund. Ese riachuelo hay que ahogarlo antes de que se convierta en un torrente. Tú puedes ayudarnos a hacerlo, pero te niegas. ¡Por delirios de amor! Ahora te exijo que respondas.

El canciller se arrancó con rabia el manto y lo arrojó sobre la silla antes de sentarse. Parecía como si sus palabras lo hubiesen exaltado demasiado, y tal vez como si intentase recuperar su ser habitual.

—He pronunciado un juramento —dijo Arn en un tono expresamente bajo, como recordaba que solía hablar el propio Birger Brosa—, He jurado sobre mi honor y he jurado sobre mi espada, que es la espada de un templario y está consagrada a Nuestra Señora, que regresaría junto a Cecilia y que ella y yo cumpliríamos aquello que ya nos habíamos prometido hacer. No es posible retractarse de un juramento así, por mucho que os enoje, querido tío, o por muy inconveniente que resulte para vuestras intrigas. Un juramento es un juramento. Un juramento sagrado es todavía más fuerte.

—¡Un juramento no es un juramento! —berreó Birger Brosa, que parecía haber recuperado el enojo con la velocidad del rayo—. Un niño promete la luna. ¿Eso qué es? Palabrería infantil del todo ajena a la realidad de la vida. Entonces eras un crío, ahora eres un hombre y además un guerrero. De la misma manera que el tiempo cura las heridas, también nos da sentido común y nos convierte en diferentes de lo que éramos de niños, y suerte que lo hace. ¿Crees que alguno de nosotros haría frente a aquello que prometimos siendo niños? Un juramento no es un juramento si se topa con los obstáculos que la misma vida pone en su camino. ¡Y Dios sabe que te encuentras ante un gran obstáculo!

—Yo no era ningún crío al pronunciar ese juramento —repuso Arn—.

Ydurante todos los días de una guerra tan larga que ni siquiera os lo podéis imaginar he repetido ese juramento en mis plegarias a la Virgen. Y Ella ha escuchado mis plegarias, pues aquí estoy.

—¡Pero vistes un manto de los Folkung! —gritó el canciller con la cara enrojecida—. Un manto de los Folkung hay que llevarlo con honra.

Yademás, ahora que lo pienso, ¿cómo puede ser? ¿Con qué derecho llevas tú, un penitente de veinte años que ha perdido herencia y pertenencia al linaje, el manto de los Folkung sobre tus hombros?

—Fui yo quien lo hice —intercedió Eskil, un poco temeroso al ver que Arn no pensaba responder al insulto—. Ocupo el lugar de mi padre como cabeza de la estirpe en Götaland Occidental. Yo fui quien cambió el manto templario de Arn por el nuestro. Lo acepté de nuevo y con plenos derechos en nuestra familia.

—Entonces, lo que ya está hecho no puede deshacerse —murmuró Birger Brosa, que parecía como si fuese a volver a sus cabales. Pero entonces se levantó de repente y empezó de nuevo a dar vueltas. Los demás hombres de la habitación intercambiaron cautelosas miradas. El rey se encogió de hombros; él tampoco había visto nunca a Birger Brosa comportarse de aquella manera—, ¡Cuánto mejor si ya llevas nuestro manto! —bramó de repente Birger Brosa, señalando acusadoramente a Arn—, ¡Mucho mejor! Porque ese manto no comporta sólo la protección contra el enemigo, el derecho a llevar espada donde te plazca y el derecho a cabalgar con escolta. ¡Ese manto conlleva también la obligación, tu maldita obligación o tu consagrada obligación, lo que prefieras, de hacer lo que sea mejor para nuestro linaje!

—A menos que vaya en contra de la voluntad de Dios o de un juramento sagrado —replicó Arn tranquilamente—. En cualquier otro caso haría lo que fuese por honrar nuestros colores.

—Entonces debes obedecernos, ¡si no ya puedes ponerte de nuevo tu manto blanco!

—De hecho conservo el derecho a llevar el manto templario —respondió Arn, e hizo una pequeña pausa, como recordaba que habría hecho Birger Brosa, antes de continuar—, Pero eso no sería aconsejable. Como templario no sirvo ni a canciller ni a rey que haya en el mundo, ni a obispo ni a patriarca, tan sólo sirvo a Su Santidad en persona.

Birger Brosa se detuvo en su ronda airada, y contempló a Arn con suspicacia, como buscando un rastro de burla o desprecio, antes de volver a sentarse y respirar profundamente.

—Volvamos a empezar —dijo en voz baja como si finalmente hubiese logrado dominar su rabia—. Volvamos a empezar y analicemos la situación con calma. La hija de Sune Sik, Ingrid Ylva, pronto estará madura para entrar en el lecho conyugal. He hablado con Sune y tanto él como yo vemos la conveniencia de que Ingrid Ylva se convierta en un eslabón más de la cadena que estamos forjando para mantener la guerra a raya. Arn, tú eres el segundo hijo del jefe de la familia y además un hombre del que cantan y hablan las leyendas. Eres un buen partido. Vamos a impedir de dos maneras que los Sverker y la panda de obispos encuentren motivos para una nueva guerra. Una es que Cecilia Algotsdotter, quien Dios sabe que nos debe mucho, asuma la llamada del Altísimo y se convierta en abadesa de Riseberga. Cecilia sabe cómo están las cosas con la falsa confesión de la madre Rikissa y el falso testamento de que la reina Blanka habría pronunciado los votos durante su difícil época en Gudhem. Cecilia dice estar dispuesta a jurarlo y todos nosotros la creemos. ¿Entiendes todo esto?

—Sí, lo entiendo —contestó Arn—, Pero tengo objeciones que me reservo hasta que haya oído la segunda parte.

—¿La segunda parte? —repitió Birger Brosa, poco acostumbrado a que alguien dijese con tamaña tranquilidad que tenía objeciones cuando disponía sus palabras de la mejor manera posible.

—Sí —dijo Arn—, De dos maneras íbamos a mantener atrapados a los Sverker en la garra de la paz con nuestras astutas intrigas. La primera era convertir a Cecilia en abadesa, algo que más bien es asunto de la Iglesia que nuestro. ¿Y la segunda?

—¡Que alguien de categoría de nuestra estirpe se case con Ingrid Ylva! —respondió Birger Brosa, que pareció como si de nuevo tuviese dificultades para contener su ira.

—Entonces os diré lo que pienso —contestó Arn—, Vos convertís a Cecilia en abadesa de Riseberga, aunque por derecho es cosa de la Iglesia y de los cistercienses. De todos modos supongamos que lográis lo que os proponéis, así ponemos a prueba vuestro razonamiento. La madre Cecilia, abadesa que acaba de pronunciar los votos, presenta su juramento ante el obispo, pues según las reglas tendrá que ser ante él. El arzobispo se encuentra entonces ante un nudo difícil de deshacer. Podrá hacerlo de dos maneras: puede exigirle a Cecilia la ordalía, una prueba de Dios de que sus palabras son ciertas si no la quema el hierro candente, o también puede escribir acerca del asunto a Roma. Si es el conspirador que decís, optará por lo último, pues con el hierro candente nunca se puede saber seguro. Y si escribe a Roma acerca del asunto, elegirá sus palabras de modo que parezca que la nueva abadesa está jurando en falso. Con ello se resuelve su dificultad. Pronto el Santo Padre excomulgaría a Cecilia. De modo que no habríamos ganado nada pero sí perdido mucho.

—No puedes estar seguro de que las cosas irían así de mal —repuso Birger Brosa con su tono habitual y tranquilo.

—No —dijo Arn—, nadie puede saberlo. Sólo creo que sé mejor que vos, querido tío, los caminos que conducen al Santo Padre y que, por tanto, mi pronóstico será mejor. Pero no puedo saberlo, y vos tampoco.

—Bueno, ninguno de nosotros puede saberlo. Y si no lo intentamos con esta maniobra, tampoco lo sabremos nunca. No acierta quien no se atreve a tensar el arco.

—Cierto, pero el riesgo de empeorarlo es grande y evidente. Por lo que se refiere a Ingrid Ylva, os deseo todo el éxito en vuestros planes de lecho conyugal. Pero yo he dado mi palabra de que contraeré matrimonio con Cecilia Algotsdotter.

—¡Toma a Ingrid Ylva como esposa y luego manosea cuanto quieras a tu Cecilia! —gritó Birger Brosa—, ¡Es lo que hacemos todos! Una cosa es con quién debemos vivir bajo el mismo techo, y con quién debemos tener nuestros hijos, que es lo mismo. Pero lo que se haga a partir de ahí por placer, lo que tú en tu locura llamas amor, eso es otra cosa. ¿Acaso crees que Brígida y yo nos amábamos cuando se cerró el trato en nuestra cerveza de compromiso? Brígida era mayor que yo y más fea que el diablo, es lo que me pareció entonces. No era una rosa recién florecida, sino la viuda del rey Magnus. Sin embargo, nuestra vida fue buena y hemos criado a muchos hijos varones, y lo que tú llamas amor llega con el tiempo. ¡Debes hacer como hacemos todos! ¡Serás un gran guerrero y se cantará mucho sobre ti, aunque seas sólo uno de los que perdieron la Tierra Santa! Pero ahora estás en casa entre nosotros y aquí tendrás que ceder y ser como la gente normal. Más que eso, ¡comportarte como un Folkung!

—Aun así me fiaría poco del consejo de mi tío de pecar con una abadesa —contestó Arn con cara de disgusto—, Cecilia y yo ya hemos sido suficientemente condenados por el pecado carnal, y cometer un pecado irremediable como amar en carne a una abadesa me parece un consejo especialmente malo.

En ese mismo instante, Birger Brosa comprendió que su ira le había jugado una mala pasada y que por primera vez desde su juventud había dicho una locura. Aconsejar tener a una abadesa como concubina debía de ser lo más estúpido que había dicho jamás en una de esas negociaciones que estaba acostumbrado a ganar siempre.

—¿Y tú, Knut, mi rey y amigo de la infancia? —aprovechó Arn mientras Birger Brosa se revolvía en su propia trampa—, ¿Cuál es tu opinión? Quiero recordar que una vez me prometiste a Cecilia a cambio de que te acompañase en el viaje que terminó con la muerte del rey Karl Sverkersson. Veo que todavía cuelga de tu cuello la cruz que le quitaste a la víctima. Y bien, ¿cuál es tu opinión?

—No creo que sea asunto de un rey hablar a favor o en contra —respondió Knut, inseguro—. Eso de lo que habláis Birger y tú con tanto apasionamiento pertenece a vuestra familia y mal estaría que el rey se entrometiese en cosas que se refieren a los matrimonios de otras familias.

—Pero me diste tu palabra —repuso Arn con frialdad.

—¿Ah, sí? No lo recuerdo —dijo el rey, sorprendido.

—¿Recuerdas aquella vez en que me ibas a convencer para que te acompañase a Näs, cuando íbamos a navegar en ese pequeño barco negro sobre hielo y agujeros en plena noche?

—Sí, y tú eras mi amigo. Tú estuviste a mi lado en el momento de peligro, nunca lo olvidaré.

—Entonces también recordarás que primero tiramos con un arco y si yo te ganaba sería por Cecilia. Y yo te vencí. Tengo la palabra de un rey.

El rey Knut respiró profundamente y se mesó la barba encanecida mientras pensaba.

—Hace mucho tiempo de eso y tengo dificultades para recordar cuáles fueron las palabras exactas —empezó a decir, dudoso—, Pero puesto que entonces yo no era rey y no lo sería hasta al cabo de muchos años, no puedes tener la palabra de un rey…

—Entonces tendré al menos la palabra del hijo de un rey, Knut Eriksson, las palabras de mi amigo —replicó Arn.

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