Authors: Jan Guillou
Arn no sabía cómo comportarse, pero la reina Blanka le susurró que se apresurara a tomar la rama y la siguiese antes de que fuese demasiado tarde. Él se levantó e hizo lo que ésta le había indicado.
La reina Blanka acompañó a Arn hasta su amada Cecilia y hubo tanto jolgorio en la sala que habría sido imposible oír cualquier grito del rey o del canciller.
Cuando Arn se sentó al lado de Cecilia con una sonrisa insegura y el corazón palpitando desbocado como antes de una batalla, los invitados de la sala golpearon las mesas con las manos creando un poderoso estruendo, y el momento en el que el rey o el canciller podrían haber hecho algo llegó y se fue con la celeridad de un pájaro cuando el barullo poco a poco disminuyó y se convirtió en murmullo y expectación más de cara a la comida que no por la sorpresa que acababan de presenciar.
El canciller permanecía con las manos entrelazadas y parecía como si fuese a levantarse pero fue interrumpido por el arzobispo, que elevó las manos pidiendo silencio y, cuando así se hizo, sacó su estola blanca, el sagrado símbolo de su elevada dignidad, se lo colocó sobre la espalda y el pecho y caminó a lo largo de la mesa hasta llegar junto a Cecilia y a Arn.
Allí se detuvo y colocó la mano derecha sobre el hombro de Cecilia y la izquierda sobre Arn.
—¡Admirad el milagro del amor y del Señor! —exclamó en voz alta, logrando así un completo silencio en la sala, pues lo que sucedía ahora era algo completamente nuevo—. Estos amados han recibido la gracia de Nuestra Señora, estos dos amados están hechos el uno para el otro, y Nuestra Señora lo ha dejado más claro que el agua. Su cerveza de compromiso fue celebrada hace muchos años, de modo que lo que esta noche está sucediendo es sólo una confirmación. Pero cuando se celebre el matrimonio os prometo que nadie de menor rango que un arzobispo será quien leerá la bendición sobre vosotros dos en el portal de la iglesia. ¡Amén!
El arzobispo regresó a su sitio con dignidad, despacio y satisfecho. En el camino intercambió una mirada de complicidad con la reina y evitó mirar al canciller y al rey a los ojos, se quitó la estola, se sentó y empezó a hablar de inmediato de algo con el obispo que tenía más cerca.
Actuaba como si todo estuviese decidido. Y así era como había sido. Jamás podría ser abadesa aquella a quien el arzobispo ya hubiese bendecido como parte de la unión instituida por Dios entre hombre y mujer. Pues lo que Dios ha unido jamás lo podrá separar el hombre.
El canciller permanecía pálido de ira bajo su insignia con el león de los Folkung, el único símbolo que podía aparecer en el salón del castillo además de las tres coronas. De repente se levantó montando en cólera, derramó la cerveza que había sido colocada ante él y salió a grandes zancadas de la sala.
U
n amo duro y exigente llegó a Forsvik y, además, lo hizo un día después de haberse marchado hacia Näs, el castillo del rey. Nadie esperaba que regresara tan pronto.
Apenas habló con Erling y Ellen cuando llegó. No comentó nada de lo ocurrido en Näs ni por qué había regresado después de un solo día. Pero sí se comportaba como el nuevo señor de Forsvik.
El descanso estival que reinaba en Götaland Occidental a falta de unas pocas semanas antes de la cosecha del heno se convirtió en trabajo duro. Normalmente se recogían los troncos de pino del bosque durante el invierno, cuando se podía arrastrarlos en los trineos y cuando la madera estaba tan seca que resonaba al cortarla. Sin embargo, cuando hubo comido algo después de su inesperado regreso, Arn cambió su condición de señor por la de siervo, despojándose de la cota de malla y de toda la tela azul y vistiéndose con ropas de cuero, aunque todavía llevaba la espada como distinción. Empleó a toda la gente que no era necesaria en la carga de los barcos entre Vättern y los barcos fluviales, al igual que a los cinco guardias y a los niños Sune y Sigfrid.
Era muy sorprendente que el señor Arn fuese quien más duramente trabajaba con el hacha y los bueyes de arrastre, pero también quien daba órdenes a los cinco guardias de Forsvik de trabajar como siervos como Sune y Sigfrid, quienes no solamente eran un poco jóvenes para un trabajo tan duro, sino que también eran Folkung que iban a aprender buenas costumbres y a manejar la espada más que a realizar tareas propias de los siervos.
Unos cuantos empezaron a quejarse al segundo día, cuando la sorpresa ante esas costumbres extrañas dejó paso al sudor y a las manos destrozadas. El soldado Torben, el mayor de sus semejantes en Forsvik, se atrevió a decir en voz alta lo que todos estaban pensando, que era una vergüenza para los escuderos trabajar como siervos.
Arn, al oírlo, se enderezó del trabajo con el hacha, se secó con los dedos el sudor de la frente y se quedó callado un momento.
—Bien —dijo finalmente—. Cuando el sol se haya movido menos de media hora quiero ver a todos los soldados completamente armados y a caballo en el patio del castillo. ¡Y que nadie llegue con retraso!
Sorprendidos, dejaron caer las herramientas y murmurando se fueron hacia la casa mientras Arn acababa su faena. Cargó un carro de bueyes con dos pesados pinos y los llevó hacia la casa después de ordenar a la gente, a Sune y a Sigfrid qué dos árboles deberían cortar y mondar a continuación.
Sune y Sigfrid, por tanto, estaban entre los que debían quedarse en la tala, pero la curiosidad pudo más en ellos que su voluntad de obedecer al señor Arn. Esperaron una media hora, luego se acercaron a la casa y se escondieron en uno de los establos, desde donde un postigo podían ver el patio de la casa. Lo que vieron y oyeron no lo olvidarían jamás.
Los cinco guardias estaban montados a caballo formando un cuadrado, con Torben al frente. Estaban callados y malhumorados pero también un poco más preocupados de lo que querían demostrarse mutuamente. Nadie decía nada.
El señor Arn salió del establo encima de uno de sus pequeños caballos extraños. A gran velocidad, dio dos vueltas por el patio, contemplando severamente a los guardias antes de detenerse ante Torben. Se había puesto una cota de malla por encima pero no llevaba yelmo. En una mano embrazaba un escudo blanco con una cruz bermeja, lo que hizo estremecerse a los dos mirones, puesto que sabían muy bien que ése era el símbolo de los templarios.
En lugar de una espada, Arn llevaba una gruesa rama de pino y la probaba, golpeándose la pantorrilla desnuda mientras contemplaba a los guardias.
—Encontrasteis indigno el trabajo de la tala —dijo finalmente Arn—. Queréis trabajar como guardias porque os parece más digno. Pues tendréis lo que queréis. Aquel de vosotros que logre tirarme del caballo será libre, al que yo haga caer del caballo volverá a la tala de pinos.
No dijo nada más, pero su caballo empezó a moverse de lado, casi tan de prisa como un caballo se mueve de frente, y cuando llegó a uno de los establos dio un giro a mitad de movimiento, luego en diagonal hacia atrás y de repente hacia adelante. Para Sune y Sigfrid parecía magia; no pudieron ver los movimientos que hacía el señor Arn para hacer bailar al caballo de ese modo. Parecía imposible que alguien pudiera montar así un caballo, pero así era.
De repente, Arn atacó con dos saltos hacia adelante, tan rápidamente que el guardia que estaba más próximo no tuvo tiempo de levantar el escudo antes de ser golpeado por la rama en el costado, tan fuertemente que lo hizo doblarse de dolor y gemir. Al cabo de un instante, Arn estaba al lado del hombre batido y lo tiró al suelo de un solo golpe. Al momento se echó atrás porque Torben llegaba tras él con la espada alzada, pero golpeó en el aire.
Antes de que Torben diera la vuelta, Arn lo alcanzó por detrás y lo sacó de la silla con facilidad y luego echó su caballo hacia adelante en dos saltos rápidos entre los guardias más jóvenes, que alzaron sus escudos para protegerse.
Pero en lugar de continuar el movimiento, el caballo del señor Arn se volvió de repente y dio una coz que espantó a los otros caballos, que se encabritaron y no lograron calmarlos antes de que Arn los hubiera rodeado y con la rama golpease a uno sobre el yelmo y sobre el brazo que blandía la espada al otro que, gimiendo de dolor, se inclinó en la silla.
Arn no se molestó más por los dos hombres ya tocados y de dos saltos rápidos se acercó al quinto jinete, levantó la rama como para asestar un golpe tremendo, así que su contrincante levantó el escudo para protegerse, sólo para darse cuenta de que el ataque llegaba desde el otro lado sacándolo de la silla con tanta fuerza que cayó lejos y de espaldas.
Sune y Sigfrid ya no pensaban en esconderse. Con los ojos abiertos de par en par se inclinaron tanto en el postigo que estuvieron a punto de caer al suelo. Lo que ocurría en el patio fue tan rápido que no pudieron ver cómo ocurría y, susurrando, intentaron explicárselo a sí mismos y preguntar al otro. El señor Arn trataba a los poderosos guardias de Forsvik como si fuesen gatitos, eso sí que lo comprendieron.
—Éste es el trabajo de la guardia de Forsvik —dijo Arn al quedar el único encima de su caballo y los demás sentados, echados o inclinados con todo el cuerpo dolorido—. Si queréis continuar el trabajo como escuderos, recoged vuestras armas, montad de nuevo y sigamos el juego.
Los contempló por un momento sin decir nada más. Ninguno de ellos hizo el menor ademán de querer montar de nuevo. Arn asintió con la cabeza como si viera una confirmación de lo que se había imaginado.
—Volvamos, pues, al bosque y a la tala —continuó—. Trabajaremos durante dos o tres días con los troncos de pino, hasta que el señor Eskil y mi amigo Harald lleguen. Quien haga un buen trabajo podrá elegir si quiere ocupar el puesto de guardia en Arnäs o quedarse aquí en Forsvik. El que decida quedarse aquí trabajará como escudero, pero os juro que no será tan fácil de batir como lo ha sido hoy.
Sin más explicaciones, Arn dio la vuelta a su caballo y lo llevó derecho al establo. Sune y Sigfrid aprovecharon la ocasión, dejaron el puesto de fisgones en el postigo del establo y se acercaron de prisa hasta el bosque sin ser descubiertos. Hablaron casi sin aliento de lo que habían visto. Comprendieron que el señor Arn les había entreabierto un poco la puerta al mundo de los caballeros. Era una visión de sueños maravillosos, porque ¿qué Folkung no daría un par de años de su vida por conseguir hacer una parte de lo que habían visto hacer a un verdadero caballero del Temple?
Los dos disimularon cuando Arn y los cinco soldados callados volvieron al bosque vestidos con ropas de trabajo. Tanto Sune como Sigfrid se esforzaron por hacer un buen trabajo y se obligaron a no preguntar nada sobre lo ocurrido en el patio del castillo.
Por la noche, cuando los dos jóvenes Folkung se fueron a descansar en su cabaña en uno de los grandes fresnos, les costó dormirse a pesar del cansancio y los cuerpos doloridos. Una y otra vez intentaron describirse lo que habían vivido esa tarde. Un caballo que se movía como un pájaro, tan rápido y tan impredecible, un caballo que obedecía a su jinete como si lo condujese con el pensamiento en vez de con las rodillas, las riendas y las espuelas. Y un jinete que estaba unido al caballo; ambos juntos parecían un animal de las leyendas. Y si el señor Arn hubiese llevado una espada en la mano en lugar de una rama, habría matado a los guardias tan fácilmente como uno mata a un salmón recién pescado. Era un pensamiento horroroso, en caso de ser un simple guardia.
Sería un sueño hermoso, sin embargo, si uno se imaginaba ser el aprendiz del señor Arn para ser caballero. Sune y Sigfrid se durmieron llenos de sueños cuando finalmente el cansancio venció a la excitación.
Durante tres días de duro trabajo amontonaron una considerable cantidad de madera de pino en la explanada situada delante de Forsvik. Nadie sabía lo que se construiría con todo aquello y nadie se atrevió a preguntar al callado señor Arn, que trabajaba más duro que ninguno.
Al tercer día, sin embargo, regresaron de Näs el señor Eskil y el noruego Harald y los cinco guardias fueron librados del duro trabajo. Arn les dijo que quien quisiese ir a servir a Arnäs se preparara para el viaje durante el día; el que prefiriese quedar a su servicio en Forsvik para trabajar el arte de la guerra a fondo que lo dijese. Ninguno de los guardias hizo ademán de decir algo. Nadie quería quedarse en Forsvik.
Puesto que mucha gente sería trasladada en las barcazas hasta Arnäs y Kinnekulle, hubo mucho ajetreo. Erling y Ellen, que junto con sus hijos y algunos sirvientes dejarían Forsvik por una finca mucho mejor, preguntaron seriamente a su hijo Sigfrid y al hijo adoptivo Sune si realmente querían separarse de sus padres a tan temprana edad. Erling se ofuscó y quedó confundido al oír que ambos habían tenido que trabajar como esclavos y que esa ofensa parecía reafirmar la voluntad de los jóvenes de servir al señor Arn. Sin embargo, aún estaban a tiempo de cambiar de idea, ya que tanto Sigfrid como Sune acompañarían a sus hermanos y a sus padres en el viaje por el río puesto que, al parecer, había muchos caballos por llevar de Arnäs a Forsvik. También este trabajo ilusionaba a Sune y a Sigfrid, pues creían saber de qué tipo excepcional de caballos se trataba.
En cuanto hubieron degustado la cerveza de bienvenida, el señor Eskil y su hermano, junto con el noruego, se apartaron y se sentaron en la orilla del lago. Demostraron claramente que querían hablar a solas y nadie se les acercó más que para llenar las jarras de cerveza cuando Eskil así lo pedía.
Eskil se quejó, burlándose, de tener que beber con un hermano que vestía y olía como un siervo. Y Arn replicó que una cosa era cuando el sudor era causado por la vagancia y la gula, y otra bien diferente cuando provenía del trabajo duro y bendito. Y en cuanto a la vestimenta de siervo, había pocos siervos que luciesen una espada del Temple. Sin embargo, había cosas más importantes de que hablar, y cuanto antes lo hicieran mejor. Arn dijo que había trabajado tan duro para distraer la mente de todas las cosas que le rondaban la cabeza y que él por sí solo no podía comprender.
Eso era cierto, porque no era fácil averiguar qué especie de juego había ocurrido en Näs. Estaba claro que la reina Blanka tenía algo que ver en todo ello.
Después de la cena del consejo envió un mensaje a Arn diciéndole que todo estaba en juego y él acudió en seguida.
Se vieron al alba, en lo alto del muro de defensa que unía la torre occidental con la oriental de Näs. Hablaron brevemente, puesto que decía que no sería bueno que alguien viera a la reina sola en los muros con un hombre soltero, aunque peor sería si fuera en un lugar escondido.