Authors: Jan Guillou
—Entonces era muy joven, al igual que tú —continuó el rey con una voz más segura—. Y, siendo así, se puede decir lo mismo que dijo nuestro canciller acerca de que un niño promete la luna. Pero eso no es nada decisivo. Porque, como he dicho, el rey debe cuidarse mucho de entrometerse en los asuntos propios de otro linaje. Esto es algo entre vosotros, los Folkung. Pero una cosa debes saber: ahora soy tu rey, entonces no lo era. Ahora no debes preguntar qué puede hacer tu rey por ti, pregunta más bien qué puedes hacer tú por el rey.
—¿Qué puedo hacer por el rey? —preguntó Arn de inmediato.
—Entrar en el lecho conyugal con Ingrid Ylva y liberar a Cecilia Algotsdotter del juramento y la promesa, de modo que ella pueda ser nuestra abadesa en Riseberga —respondió el rey con la misma rapidez.
—Eso es imposible. Tenemos un juramento ante Nuestra Señora. ¿Qué más puedo hacer?
El rey dudó un instante y miró hacia Birger Brosa, pero éste suspiró mirando al cielo, indicando que el círculo se había cerrado y volvían a estar al principio.
—¿Puedes jurarme tu fidelidad? —preguntó el rey como si cambiase de tema de conversación.
—Ya lo hice cuando éramos jóvenes. Mi palabra sigue siendo firme, aunque la tuya no lo sea —respondió Arn.
Entonces el rey sonrió por primera vez durante esta disputa y asintió con la cabeza como si pensase que esta vez la flecha de Arn había dado en el blanco.
—Cuando no era rey no pudiste jurarme tu fidelidad como a un rey y eso es diferente. Ahora soy rey —contestó lentamente pero con firmeza.
—¿Te han jurado fidelidad mi tío y mi hermano? —preguntó Arn, y los otros tres hombres de la habitación asintieron con la cabeza.
Sin más argumentación, Arn desenvainó la espada y cayó de rodillas ante el rey Knut. Colocó ante sí la espada con la punta sobre el suelo de piedra y la tomó con ambas manos tras haberse santiguado primero.
—Yo, Arn Magnusson, juro que mientras seas mi rey y el de los Folkung te seré fiel a ti, Knut Eriksson en…
auxilium et consilium
—dijo sin dudar hasta que llegó a las palabras en latín. Entonces se levantó, envainó la espada, regresó a su taburete y se sentó.
—¿Qué has querido decir con esas últimas palabras extranjeras? —preguntó el rey.
—Es lo que debe jurar un caballero, no sé decirlo en nuestra lengua pero no es menos válido en la lengua de la Iglesia —explicó Arn, encogiéndose ligeramente de hombros—,
Auxilium
es una cosa que te juré, significa ayuda… o apoyo… o mi espada, tal vez se pueda decir.
—¡El rey no necesita tu espada ahora, sino tu miembro! —murmuró Birger Brosa—. ¡A menos que estés pensando con él! —añadió, todavía más enojado.
Arn fingió no haberlo oído y en los ojos de su amigo de la infancia pudo ver que en esos momentos valía más no hacerlo.
—Consilium
es lo segundo que un caballero le promete a su rey —prosiguió Arn—, Significa que he jurado ayudarte siempre con consejos verdaderos y lo mejor que pueda.
—Bien —dijo el rey Knut—. Dame entonces ahora mismo un consejo. El arzobispo Petrus habla mucho de expiar mi pecado por haber matado tiempo ha a Karl Sverkersson. No sé cuánto hay de pura fe en Dios en sus palabras y cuánto responde a la voluntad de fastidiar. Ahora quiere que, como compensación, envíe una cruzada a Tierra Santa. ¿Acerca de esto debes de tener alguna opinión, tú que has luchado allá durante más de veinte años?
—Sí, desde luego. Construye un monasterio, haz donación de oro y bosques, construye una iglesia, compra reliquias a Roma para la catedral del arzobispo. Cualquier cosa, y en el peor de los casos todo, cualquier cosa mejor que cruzadas. Si mandas a los Erik y a los Folkung a Tierra Santa, morirán todos como perros y eso no generará nada más que tristeza.
—¿Y eso dices saberlo tan seguro? —preguntó el rey—. ¿Crees que el valor de nuestros pechos no sería suficiente, ni nuestra fe lo bastante fuerte, ni nuestras armas lo bastante buenas?
—¡No! —exclamó Arn.
Y se hizo un abatido silencio en la habitación.
En el momento de mayor estruendo en la sala del consejo en la torre oriental, la reina Blanka y Cecilia Rosa subieron a lo alto del parapeto de la torre occidental para poder estar tranquilas y esconderse de todas las miradas inquisitivas. Por el modo en que retumbaba la voz de Birger Brosa a través de las saeteras, todo Näs tenía claro que la noche que les esperaba sería más bien de riña y discrepancia que no de alborozo, aunque eran pocos los que en realidad comprendían a qué venía tanto escándalo.
Sin embargo, las dos Cecilias lo entendían perfectamente. La ira pocas veces antes vista en Birger Brosa era porque Arn Magnusson se estaba enfrentando a él. Arn decía que iba a mantenerse fiel a su juramento y Birger Brosa decía que debía desentenderse del juramento para que Cecilia Rosa pudiese entrar en el convento de Riseberga, convertirse en abadesa y luego devolver los favores que les debía.
Así estaban las cosas en la sala del consejo, estaba más claro que el agua.
Intentaron escuchar lo que se decía pero sólo lo oían con claridad cuando tomaba la palabra Birger Brosa, que bramaba una y otra vez con desprecio acerca del amor.
Cecilia Rosa estaba como paralizada, incapaz de pensar. Aquello que durante muchos años había sido como un sueño imposible se había hecho realidad, algo tan cierto como que ella estaba viva y respiraba. Pero, a cambio, esa realidad parecía un sueño. Allí estaba Arn, a menos distancia que un tiro de flecha. Era cierto pero, sin embargo, inconcebible. Sus pensamientos giraban en círculos que era incapaz de romper.
La reina Blanka pensaba con mayor claridad. Sabía que había llegado un momento decisivo.
—¡Ven! —le dijo a Cecilia Rosa y la tomó de la mano—. Bajaremos un piso, beberemos un poco de vino blanco y decidiremos qué vamos a hacer. No sirve de nada estar aquí escuchando el ruido de los hombres.
—¡Mira! —exclamó Cecilia Rosa, señalando por encima del parapeto como si estuviese medio dormida—. Ahí llega el arzobispo y su séquito.
Arriba, por el camino que llegaba desde el puerto del norte, centelleaba la cruz arzobispal con sus rayos adicionales de plata que un jinete adelantado llevaba encabezando la procesión. Detrás del jinete portador de la cruz se veían muchos colores de los mantos de los obispos pero también de toda la escolta que solía acompañar a los obispos; en su mayoría, mantos rojos, pues el arzobispo era un hombre de los Sverker.
—¡Sí! —dijo Cecilia Blanka—. Los he visto venir y de golpe he sabido cómo vamos a poder arreglarlo todo antes de que los hombres se percaten siquiera de qué ha ocurrido. ¡Ahora ven!
Y se llevó a Cecilia Rosa a rastras a la cámara real, un piso más abajo, ordenó que les trajeran vino y empujó con decisión a su amiga sobre un montón de almohadas y cojines francos y de Lübeck. Se acomodaron sin decir nada; Cecilia Rosa parecía que estaba más en un ensueño que despierta.
—Ahora debes centrarte, amiga mía, las dos debemos hacerlo —dijo la reina con determinación—. Debemos pensar algo, decidirnos y, sobre todo, tenemos que hacer algo.
—¿Cómo puede oponerse el canciller a la voluntad de Nuestra Señora? Sencillamente no lo comprendo —comentó Cecilia Rosa en voz baja, como si no hubiese oído las palabras de su querida amiga acerca de ideas cuerdas y decisiones rápidas.
—¡Para los hombres es así! —aseguró la reina en tono despectivo—. Si ven que los planes de Dios y de los santos de Dios coinciden con los suyos propios, entonces bien. Si sus propias ideas acerca del poder van por otro camino, entonces Dios ya se las apañará para seguirlos. Así es como son. Pero ahora vamos escasas de tiempo, ¡tienes que centrarte y debemos pensar con claridad!
—Lo intentaré —accedió Cecilia Rosa, respiró profundamente y cerró los ojos—. De verdad que lo voy a intentar, lo prometo. Pero también tienes que comprender que no es tan fácil. Justo en el momento en que, tras todos estos años, he dudado por primera vez, la Virgen me ha traído a Arn. ¿Qué ha querido decir con eso? ¿No es extraño?
—Sí, es algo más que extraño —se apresuró a admitir Cecilia Blanka—. Cuando estábamos allí sentadas, en el campo de lirios, tuya era la desgracia y mía la suerte. Ibas a renunciar a tu sueño por mí, por nuestra amistad. Yo estaba triste aunque no sorprendida de que estuvieses dispuesta a resignarte a causa de nuestra amistad.
—Tú habrías hecho lo mismo por mí —comentó Cecilia Rosa, como ausente.
—¡Ahora despierta, querida amiga! —dijo la reina con firmeza—. Está sucediendo en este mismo momento. Ahora yo debo hacer lo mismo por ti, tal como Nuestra Señora nos ha enseñado. A ti no te corresponden el velo y la cruz, a ti te corresponde el lecho nupcial de Arn Magnusson, ¡y cuanto más de prisa, mejor!
—¿Pero qué podemos hacer cuando los hombres están ahí discutiendo acerca del asunto? —preguntó Cecilia Rosa, desesperada.
—¡No seas boba, no es propio de ti! Sé tú misma, querida Cecilia —dijo la reina con impaciencia—. Ahora vamos a pensar y a actuar, y nada de soñar. ¿Recuerdas aquella vez en Gudhem en que utilizamos la confesión como arma?
—Sí… —respondió Cecilia Rosa, pensativa—, ¡Sí! Cuando en nuestra confesión nos lamentábamos con amargura de nuestros malos sentimientos e insinuábamos una venganza anticristiana y que incitaríamos a los Folkung, al rey y al canciller si no recibíamos un trato más suave. ¡Esas flechas tuvieron más efecto de lo esperado!
—¡Exacto! —dijo la reina, animada al ver cómo Cecilia Rosa de repente parecía haberse despertado—. Y hoy vamos a hacer lo mismo. El arzobispo pronto estará ahí fuera, sentado en su tienda, intentando hacerse el bueno con el pueblo antes de la celebración del consejo. Muestra su amor a las ovejas más pequeñas de Dios, el muy hipócrita. Y quien quiere puede ir y besar el anillo obispal y confesarse. Eso también incluye a la reina y a la
yconoma
de Riseberga…
—¿Qué mensaje vamos a enviar esta vez con nuestra confesión? —preguntó Cecilia Rosa, excitada, con los ojos chispeantes y de nuevo con color en las mejillas.
—Yo explicaré cómo me ha atormentado la decisión de enviar a mi querida amiga a un convento en beneficio propio, por el derecho de mis hijos a heredar la corona. Eso, además, es cierto. ¿Deberías convertirte en abadesa por más motivos que la simple llamada divina? Esto me atormenta y lo quiero confesar. Y luego te toca a ti y entonces…
—¡No, no digas nada! Déjame pensar primero. ¡Sí! Yo confieso que he visto realizarse un milagro de Nuestra Señora cuando Ella ha escuchado mis plegarias y las de Arn durante más de veinte años y lo ha mandado ileso de regreso a casa. Y cómo su sagrado juramento está a punto de cumplirse… cómo Nuestra Señora, con ello, nos prueba lo grande que puede ser el amor, que nunca debemos abandonar la esperanza… y de qué modo me atormenta el hecho de que se me pida cumplir con mis obligaciones terrenales entrando en un convento en lugar de recibir el regalo de Nuestra Señora. Todo esto también es cierto; al igual que tú, yo tampoco profanaría la confesión al decirlo. ¿Crees que estas palabras serán suficientes?
—Estoy segura —contestó la reina—. Creo que nuestro ilustrísimo arzobispo recordará pronto las palabras de Dios acerca del milagro del amor. Se convertirá en un acérrimo luchador por el amor entre Arn y tú, que no debe ser profanado, porque…
—¡Entonces todos pecaríamos gravemente al rechazar la clara y manifiesta voluntad de Nuestra Señora! —exclamó Cecilia Rosa, riendo.
Ambas estaban ahora muy animadas y no paraban de hablar interrumpiéndose la una a la otra. Además, a Cecilia Blanka se le ocurrieron nuevos planes acerca de cómo celebrar aquella noche el banquete de un modo que imposibilitase el camino al convento. Cecilia Rosa se asombraba y se sonrojaba ante las artimañas de su amiga. Pero de repente se dieron cuenta de que no tenían tiempo que perder, se tomaron de las manos y bajaron por la tortuosa escalera como si fuesen unas jovencitas corriendo hacia la confesión completamente verdadera que convertiría todos los planes de los hombres en ruinas. Sin embargo, al salir al patio se obligaron a detenerse de golpe, agacharon las cabezas y caminaron tranquilas y con seriedad hacia la tienda del arzobispo, que estaba fuera de las murallas.
La gran trifulca de la sala del consejo de la torre oriental se había calmado y había pasado a ser una extensa conversación como consecuencia de las duras palabras de Arn sobre lo inútil de enviar una cruzada desde las tierras de Gota y de Svea. Tanto el rey como el canciller se habían sentido ofendidos por su forma concisa de decir que no a la pregunta acerca de la utilidad de los hombres nórdicos.
Arn se había visto forzado a ser más claro y lo que les explicó hizo a los demás escuchar con atención y espanto. Había empezado por decir que, para que los cristianos pudiesen recuperar Tierra Santa ahora, tras la caída de Jerusalén, sería necesario un ejército de, como mínimo, sesenta mil hombres. Y que era muy difícil mantener a un ejército así con agua y comida, de modo que había que mantenerse en constante movimiento y entregarse al saqueo por el camino. Por tanto, sería imposible sobrevivir sin una fuerte caballería, algo que por sí mismo convertía a los guerreros nórdicos en inservibles. Y sesenta mil hombres era una cantidad tan inmensa que implicaría a todo hombre que supiese manejar armas tanto de Svealand como de las dos tierras de Gota.
Bien, si se limitaban a hacer lo que exigía la Iglesia —cumplir con las obligaciones hacia Dios— y aportaban lo que podían, intentaban reunir el mayor número de hombres posible, ¿eso qué significaría?
Diez mil soldados de a pie, dijo Arn. Si el rey Knut, con mucho esfuerzo, persuasión y amenazas conseguía convencer a todo el mundo de que Dios realmente quería que todo hombre nórdico capaz de levantar una espada, o al menos una horca, viajase a Jerusalén a cambio de su salvación, y si fuese posible convencer a todo el país, ¿entonces cómo se viajaría?
Navegando, claro. Subiendo a lo largo de la costa inglesa justo antes de la costa de Jutlandia, Arn y su barco se habían encontrado con un ejército cruzado danés de unas cincuenta naves con tal vez tres o cuatro mil hombres a bordo, pero sin caballos. Arn y Harald habían estado de acuerdo en que todos estos hombres iban camino de su propia muerte y que, más que servir de ayuda, serían una molestia, si es que lograban llegar en buenas condiciones.
«Porque imaginemos —prosiguió Arn al ver que los demás escuchaban como si quisiesen más motivos— que el rey Knut pudiese navegar con una fuerza parecida a ésa. ¿Qué sucedería al llegar a Tierra Santa?» La única ciudad a la que podían dirigirse los cruzados era San Juan de Acre, el último enclave cristiano en el reino de Jerusalén, donde ahora estaban todos hacinados. ¿Serían recibidos con agradecimiento unos mil nórdicos sin caballería? No, sólo representarían más bocas que alimentar. ¿Y se lograría hacer algo útil en el ejército cristiano? Tal vez correr junto a la caballería y proteger a los caballos con sus escudos. Pero los nórdicos no representarían una parte importante en la batalla, pues eran demasiado pocos para formar un ejército propio. Y tampoco entendían el franco lo suficiente como para ser de utilidad en el ejército cristiano.