Authors: Jan Guillou
En esa cabalgata de camino a Forsvik atravesaban los bosques por donde no había caminos. Resultaba difícil entender cómo el señor Arn podía estar tan seguro de la dirección; de vez en cuando echaba una mirada al sol, eso era todo. Aun así, al terminar el día, había cabalgado derecho al vado Utter sobre el río Tidan, un poco por encima de la llanura del concilio de Askeberga. Donde el bosque raleaba y el paisaje se abría, vieron el río abajo como una serpiente larga y reluciente y llegaron al lugar donde los caballos podían cruzar sin problema.
Cuando hacia el atardecer se acercaron a Askeberga, pasaron de una barcaza a otra de las que llegaban cargadas desde Arnäs y con algunos de los forasteros que no habían querido cabalgar. Al parecer, una parte de la carga que transportaban esos hombres era tan valiosa que no querían separarse de ella, ya que estaban sentados encima de sus arcas de madera fuertemente atados con cintas de cuero, con cara de desconfiados. Sune decía que debía de ser oro o plata lo que tanto vigilaban, pero Sigfrid no estaba de acuerdo, ya que esas riquezas debieron de quedar en la cámara de la torre en Arnäs. Se consolaron con la idea de que ya lo sabrían con el tiempo, cuando la cabalgata llegase a Forsvik.
En Askeberga desensillaron los caballos, los almohazaron y les dieron de beber. El señor Arn se acercó a Sune y a Sigfrid y les demostró cómo debían cuidar a sus caballos con mucho cariño a partir de ese momento. Debían quitarle toda pequeña bardana de la cola y las crines y examinar y acariciar cada pulgada del cuerpo del animal, al igual que los cascos, por si se hubiese metido alguna piedra o raíz. Y mientras se cumplía con esas tareas debían hablarle al amigo, porque un caballo como ésos era un amigo para toda la vida, y cuanto mayor fuese la amistad entre el jinete y el caballo, mejor trabajarían juntos. La amistad era más importante que lo que las manos y las piernas ordenasen. Con el tiempo aprenderían mucho más de lo que podían imaginar, puesto que no solamente serían más rápidos que cualquier jinete en el Norte cabalgando a toda velocidad hacia adelante, sino que también aprenderían a moverse hacia atrás y hacia los lados como no sabía hacerlo nadie de la familia ni de los amigos. Eso tomaría su tiempo.
Pero mientras tanto debían asegurarse la amistad con el caballo y hacerla crecer día a día, pues era la base del arte de la caballería.
Sune y Sigfrid sintieron la certeza de que todo eso que les explicaba el señor Arn, y que para los demás sonaría como una gran bobada, era parte del gran secreto, porque la visión del señor Arn a caballo en el patio en Forsvik estaba como grabada en sus mentes.
Durante la tarde y el principio de la noche llegaron de Arnäs las barcazas, una tras otra, y el arrendatario, Gurmund, tuvo mucho trabajo preparando cerveza y lechos.
Una hora antes de la oración, Arn sacó su arco, le puso las cuerdas, cogió el carcaj y se alejó para practicar. Ya no vivía bajo la estricta Norma que había sido su guía en todo durante tantos años, y ahora le costaba recordar el tiempo anterior. Ya no era caballero del Temple; en cambio, pronto entraría en la unión carnal, bendecida por el Señor, entre hombre y mujer. Pero la Norma condenaba tanto la pereza como el orgullo, la pereza de no practicar las artes de las armas para servir a Dios en la hora del peligro, al igual que el orgullo de creerse lo bastante hábil sin practicar.
Encontró la bala de paja que Harald y él habían usado como objetivo cuando estuvieron en Askeberga la vez anterior, y bajó al río en busca de un lugar apartado. Cuando el joven Sune y su hermanastro Sigfrid lo siguieron a escondidas, creyendo que él, un templario, no descubriría a sus perseguidores, tuvo la tentación de dejarlos creer que no los había visto, como aquella vez, cuando lo vieron castigar a los guardias perezosos en Forsvik. Pero cambió de idea, se dio prisa y tuvo tiempo de colocarse tras un roble ancho, y cuando los dos chicos pasaron junto al árbol con pasos furtivos, los agarró por el pescuezo.
Les advirtió que no debían seguir nunca furtivamente a un caballero de esa manera, puesto que ya habrían oído en Arnäs que su hermano Eskil habría preferido una docena de guardias de regreso a Forsvik, al correr el rumor de que más de un hombre poderoso en el reino quisiera enviar a un asesino para impedir la boda de Arnäs. Sune y Sigfrid no podrían haber elegido peor momento para seguirlo a escondidas. Los chicos se avergonzaron y se disculparon, cabizbajos, pero en seguida se ofrecieron ilusionados a recoger las flechas cada vez que su señor las disparase.
Arn asintió con semblante severo, pero le costó mantenerse serio del todo. Y les indicó un tronco podrido en el que colocaron el objetivo. Ellos se sorprendieron por la larga distancia a la que éste se encontraba, pero obedecieron rápidamente.
Al volver se sentaron emocionados en el musgo de una gran piedra y Arn colocó la primera flecha en la cuerda, señaló hacia el objetivo y dijo que él los había visto llegar precisamente a esa distancia. Disparó cinco flechas seguidas y les hizo señas para que fuesen a buscarlas.
Las flechas estaban tan juntas que Sigfrid, que fue quien llegó primero, podía cogerlas todas con una mano para sacarlas de la bala. Cayó de rodillas y miró atónito las cinco flechas. Sune captó su mirada y sacudió la cabeza. No había nada que decir, pero tampoco eran necesarias las palabras.
Arn disparó cinco veces y cinco veces Sune y Sigfrid fueron a buscar las flechas, que pudieron recoger con una mano todas las veces excepto una. La primera excitación alegre de los chicos se fue transformando poco a poco en un callado desánimo. Ninguno se sentía capaz de pasar alguna vez esa prueba si era necesario disparar como el señor Arn para ser un caballero.
Arn vio su desánimo y lo entendió.
—Vosotros no debéis disparar con mi arco —les explicó en tono ligero cuando regresaron la quinta vez con las flechas—. Mi arco es adecuado para mí, pero no para vosotros. Al llegar a Forsvik construiremos arcos que os vayan bien, y también espadas y escudos. Ya tenéis caballos adecuados y pensad que sólo estáis al inicio de un largo camino.
—Un camino muy largo —musitó Sune, cabizbajo—. Nadie podría disparar jamás como vos, señor Arn.
—Nadie en todo el país podría disparar así —añadió Sigfrid.
—Los dos os equivocáis —replicó Arn—. Mi amigo Harald de Noruega dispara como yo y creo que pronto conoceréis a un monje que tal vez dispara mejor que yo, al menos antes así era. No hay un límite para lo que puede aprenderse, tan sólo las limitaciones que nos imponemos dentro de nuestras cabezas. Cuando me habéis visto disparar sólo habéis alejado el límite más de lo que creíais posible. Y si no fuese así, mal asunto, puesto que yo seré vuestro profesor.
Arn rió al decir esto último sobre sí mismo y los muchachos le correspondieron con unas sonrisas tímidas.
—El que más practique disparará mejor, es así de sencillo —continuó Arn—, Yo he practicado con armas todos los días desde que era más joven que vosotros dos, y si un día no practicaba era porque había guerra o practicaba de otro modo. Ningún hombre nace siendo caballero, sólo se consigue trabajando duro y eso es justo. ¿Aún queréis trabajar todo lo duro que sea necesario?
Los niños, callados, asintieron con la cabeza.
—Bien —dijo Arn—, Y trabajaréis de verdad. Al principio, en Forsvik, será más en la construcción que en juegos de armas, pero en cuanto lo hayamos arreglado un poco, comenzarán vuestros días largos con la espada, la lanza, el escudo, el caballo y la forja. Todas las noches, a la hora de la oración, os dolerá el cuerpo por el agotamiento. Pero dormiréis bien.
Arn los animó con una sonrisa para compensar en cierta medida sus sinceras palabras sobre el camino hasta la caballería, un camino sin atajos. Sintió un extraño cariño hacia los dos, como si se viese a sí mismo de niño en la estricta escuela del hermano Guilbert.
—¿Qué es lo que un caballero reza por la noche y a quién dirige sus súplicas? —preguntó Sigfrid, mirándolo a los ojos.
—Formulas una pregunta sorprendentemente sabia, Sigfrid —respondió Arn, vacilante—. ¿Quién de los santos del Señor tiene más tiempo y mejor oído para vuestras oraciones? Yo me dirijo a Nuestra Señora, pero yo he estado a Su servicio y he cabalgado bajo Su emblema durante más de veinte años. El otro día mencionasteis a san Jorge, que es el protector de los caballeros seglares, y él será probablemente quien mejor os irá a los dos. Más fácil es decir lo que debéis pedir. Las dos virtudes de un caballero:
fortitudo
y
sapientia. Fortitudo
significa fuerza y valor;
sapientia
significa sabiduría y humildad. Pero no obtendréis nada de eso regalado, para todo hay que trabajar. Al acabar un día de trabajo duro es como un recordatorio del objetivo de vuestro trabajo y esfuerzo. ¡Ahora id a vuestros lechos y rezad por primera vez esa oración a san Jorge!
Se inclinaron y obedecieron inmediatamente. Arn, pensativo, los vio alejarse en el ocaso. «Al final del camino habrá un nuevo reino —pensó—. Un nuevo y poderoso país en el que reinará la paz con una fuerza tan grande que la guerra no valdrá la pena para nadie. Y esos dos niños, Sune Folkesson y Sigfrid Erlingsson, tal vez sean el principio de ese reino nuevo.»
Guardó sus flechas en el carcaj y se lo pasó por encima del hombro, pero no quitó la cuerda del arco, sino que caminó arco en mano hasta el río, hasta el hermoso lugar para la oración situado bajo los alisos y los sauces que había encontrado la vez anterior que estuvo en Askeberga.
No se tomaba del todo en serio el rumor que había oído en Arnäs acerca de que los enemigos que astutamente buscaban el poder también pensaban en enviar un asesino para Arn Magnusson. «No le falta lógica a ese razonamiento», pensó y notó que ya estaba pensando en franco para poder reflexionar con más claridad. Ganaría mucho el asesino que lograse hacer que por ejemplo Birger Brosa pareciese el instigador. Una guerra civil entre los Folkung favorecería a los Sverker en su afán de hacerse con la corona, al tiempo que debilitaría a los Erik. Pero todos esos pensamientos solamente eran politiqueo empapado en cerveza o vino. Una cosa era pensar esas cosas y otra muy distinta realizarlas. Si alguien se acercase a Askeberga en el ocaso para asesinarlo, ¿dónde buscaría primero? Y si el asesino realmente se encontrase cerca ahora que la visibilidad estaba a punto de desaparecer, ¿cómo podría acercarse tanto como para usar una daga o una espada?
Y si se acercase en la oscuridad, no esperaría encontrar a un templario dormido y desarmado, ¿no es cierto?
La Madre de Dios no habría mantenido Sus manos protectoras sobre él durante todos esos años de guerra, no lo habría dejado privarse del martirio y el paraíso solamente para verlo asesinado en Götaland Occidental. Ella le había dado los regalos más grandes de la vida terrenal, pero no sin condiciones, puesto que al mismo tiempo le había mostrado a uno de Sus caballeros la más grande de todas las misiones. No solamente construiría una iglesia santificada en honor al Sepulcro del Señor, para enseñar a los hombres que Dios estaba donde estaba el hombre y que no hacía falta buscarlo en guerras en países lejanos. La misión aún más grande que le había confiado era crear la paz mediante la preparación de una fuerza tan superior que hiciese imposible la guerra.
De nuevo encontró el lugar cerca del río donde descansar y rezar. La breve oscuridad ya había caído, sólo faltaban unas pocas semanas para el solsticio de verano cuando la oscuridad no duraba más que una media hora. Había calma y los sonidos y olores de la noche eran penetrantes. Desde las barracas de los marineros se oían risas altas cuando alguien abría una puerta para salir a orinar. Los remeros seguramente se servían abundante cerveza de la que rechazaban los extranjeros. Un ruiseñor parecía encontrarse en unos arbustos, allí al lado, y el fuerte canto del pájaro llenó por un momento todos sus sentidos.
Jamás había sentido tanta paz anteriormente, era como si la Madre de Dios con ello quisiese demostrarle la felicidad celestial que todavía era posible en la tierra. En cada acontecimiento, grande o pequeño, adivinaba Su voluntad y Su gracia infinita. Su padre estaba recuperando todos sus sentidos y pronto estaría caminando de nuevo.
Ibrahim y Yussuf habían trasladado al señor Magnus a la gran cámara de la torre en cuanto ésta estuvo limpia como una mezquita, y con la ayuda de unos esclavos habían construido un puente con dos barandillas en el que el enfermo podía deslizarse apoyándose en los brazos, lentamente y con gran dificultad al principio, pero cada día podía verse con claridad que pronto caminaría sin apoyo. También había recuperado gran parte de su buen humor y había dicho que seguramente caminaría como un hombre mayor pero, aun así, lo haría sobre sus propias piernas cuando llegase el tiempo del enlace. Todavía duraría unas semanas más el tiempo prohibido para las bodas, y hasta entonces mantendría en secreto su bendición para que la fuerza del arte medicinal pudiese ser admirada por todos los asistentes que lo vieran en la boda.
Además hablaba mucho mejor ahora que practicaba todos los días y ya había dejado atrás la desesperación. A lo que al principio tanto le había enojado, mover una piedra entre las manos, ahora le dedicaba tanto empeño que Ibrahim y Yussuf de vez en cuando tenían que detenerlo para que no se esforzase demasiado.
Le había comentado a Arn que era como ver y sentir a la vez cómo la vida volvía al cuerpo y al alma. Pero lo que más alegró a su hijo fue que dijo que entendía que eso no era un milagro, por mucho que lo dijese la gente al volver a verlo con vigor y saludable. Era el resultado de su trabajo, de su propia voluntad y, bueno, de sus oraciones, pero más que nada eran los conocimientos de los dos hombres extranjeros. Eran personas normales, no eran santos ni brujas, aunque llevasen vestimentas extrañas y hablasen un idioma incomprensible.
Finalmente, Arn le contó la verdad a su padre: que esos hombres, Ibrahim y Yussuf, ya que así se pronunciaban sus nombres, eran sarracenos.
El señor Magnus se había quedado callado tanto tiempo al oír esto que Arn se arrepintió de su deseo de decir la verdad. Finalmente, su padre asintió y dijo que lo que realmente hacía mejor la vida eran los buenos conocimientos de cerca o de lejos. Lo había visto con sus propios ojos y lo había sentido con sus propios miembros. Y si la gente de la Iglesia sólo decía maldades sobre esos sarracenos, no importaba nada comparado con lo que decía su propio hijo. Pues ¿quién conocía la verdad? ¿El que era sacerdote en Forsvik u obispo en Aros Oriental o el que había luchado contra los sarracenos durante veinte años?