Authors: Jan Guillou
Esta disputa, que empezaba a convertirse en algo demasiado grande incluso para un
majlis
, fue rápidamente atajada por Arn, que dijo que durante el invierno y en Forsvik el viernes era día de descanso para todo musulmán, y el domingo para el cristiano, y que con eso se daba por cerrado el asunto. Cómo se las compondrían al retomar en primavera el trabajo de construcción en Arnäs era algo que por ahora quedaría pendiente.
No todo el mundo que asistió quedó completamente satisfecho por este primer
majlis
, pero así solía ser y también era como debía ser.
Más dilema tuvieron Arn y Cecilia en decidir el momento de liberación de los siervos. Pasaron algunas tardes con el hermano Guilbert en sus propios aposentos para poder hablar tranquilamente sobre esto, pues era preferible que fuese un secreto hasta que se convirtiese en realidad. Pero por si acaso mantenían la conversación en latín.
El hermano Guilbert estaba completamente de acuerdo y no ofreció reparos con respecto a la idea de otorgar la libertad a los siervos; otra cosa tampoco era de esperar. Pero él consideraba que una noticia tan importante debía ser anunciada con prudencia y sabiduría, pues sólo tenían que imaginar cómo ellos mismos, si fuesen siervos, recibirían una noticia así. Ante todo le preocupaba que la docilidad que los siervos habían aprendido a base de azotes se transformase en lo opuesto, que esas pobres y sencillas almas perdiesen la cabeza, que arremetiesen los unos contra los otros con armas para saldar viejas cuentas confiando en que una persona libre podía pelearse con quien quisiera, o que simplemente saliesen corriendo hacia los bosques.
Cecilia señaló que parecía poco probable que en Forsvik se fuese alguien corriendo al bosque en pleno invierno, y que por eso mismo deberían anunciar la noticia pronto, en las fechas de mayor frío.
Arn dijo cavilando que de poco les servía seguir allí, intentando adivinar cómo pensaría un siervo, pues era imposible tener una idea razonable sobre eso cuando uno había pasado la vida siendo libre. ¿Acaso no deberían preguntárselo a alguno de ellos?
Los otros dos rechazaron de inmediato la propuesta argumentando que si abrían la boca sobre este asunto con alguno de ellos, aquel mismo atardecer Forsvik se habría convertido en un gallinero de rumores y malentendidos. Pero Arn insistió y también les pidió que le dijesen a cuál de los siervos debían consultar.
Gure, el hijo de Suom, respondieron los dos a la vez.
Para Gure, que ni siquiera después de caer la nieve carecía de trabajo constante con los braseros y las resquebrajadas puertas de las moradas de los siervos, la repentina llamada de los señores fue una mala señal. Interrumpió de inmediato su trabajo y marchó por la nieve atravesando el patio desde la casa de los siervos y luego fue hacia la casa del señor Arn. Pensó preocupado que tal vez hubiese dedicado demasiado tiempo a los siervos y poco a los establos y a los corrales y que le esperaba una buena reprimenda. No temía ser azotado, pues eso era algo que ni siquiera en Arnäs se hacía, y por lo que sabía de todo el mundo con quien había hablado, ni un solo siervo había sido azotado desde que llegaron los nuevos señores a Forsvik.
Se detuvo delante de la casa de Arn y se quedó allí de pie, sin saber qué hacer. Desde dentro oía voces que hablaban en alto y parecían inquietantes, como si el señor Arn y las personas con las que hablaba en un idioma desconocido estuviesen en desacuerdo. Lo que le preocupaba no era que seguramente recibiese una reprimenda, sino más bien el hecho de no saber el porqué. Esperó tanto rato que empezó a tener frío, pero nadie salió a buscarlo. Él, por su parte, no podía entrar, ningún siervo podía entrar en los aposentos de una señora, y ella también estaba allí dentro. Metió las manos bajo las axilas y empezó a pisotear la nieve para librarse del temblor producido por el frío.
Se preguntó si eso sería el castigo, dejarlo pasar frío por sus pecados. ¿Pero no deberían decirle al menos el porqué? ¿Qué sentido tenía un castigo sin un motivo claro?
El hermano Guilbert apareció como una ayuda inesperada, que de la misma manera podría no haber aparecido si hubiese reparado en las posibilidades de
lavatorium
que tenía la casa de los señores. Pero él vivía en la vieja casa principal y estaba acostumbrado a salir para desahogarse. Justo cuando se levantaba el hábito allí fuera en el peldaño descubrió que había estado a punto de echar aguas sobre Gure, que permanecía expectante.
El hermano Guilbert se olvidó de golpe de sus necesidades, tomó a Gure por los hombros y lo hizo entrar a través del oscuro ropero hasta la sala grande, donde el fuego calentaba como en una casa de baño. El monje lo colocó rápidamente delante de la gran hoguera y lo hizo sentarse a una distancia conveniente del calor mientras le decía algo a Arn en el idioma extraño.
Gure se frotó las manos para devolverles el calor mientras miraba al suelo y sentía cómo los señores y el monje lo observaban con atención, aunque ninguno decía nada. De repente se levantó la señora Cecilia, tomó una tabla con jamón ahumado que había sobre la cama, la llevó hacia él y le entregó un cuchillo.
Gure no comprendía nada excepto que lo que acababa de suceder era algo que no podía suceder. Una señora no le servía comida a un siervo y no sabía qué debía hacer con el cuchillo y el jamón. Pero ella asintió con la cabeza y con un gesto le indicó que cortase jamón y comiese, y él hizo forzado lo que le dijo.
—No era nuestra intención que esperases fuera en el frío, Gure —dijo al fin el señor Arn—, Te hemos pedido que vengas porque queremos preguntarte algo.
El señor se calló y los tres miraron de nuevo a Gure, y el jamón ahumado que él nunca había probado antes se convirtió en un bocado que iba creciendo en su boca y que era incapaz de tragar.
—Lo que queremos preguntarte debe quedar entre los que estamos en esta habitación —continuó la señora Cecilia—, Queremos saber tu opinión pero no queremos que transmitas nuestras palabras a nadie. ¿Lo comprendes?
Gure aceptó mudo la exigencia. Imaginaba que algo valioso había sido robado y que los amos deseaban interrogarlo a él, pues seguramente era el que mejor podía vigilar a todos los siervos de Forsvik. Mal asunto, pensó, pues no tenía ninguna información de ese tipo y tal vez no lo creyesen. Los ladrones eran ahorcados. ¿Y qué pasaría con aquel que protegiese a un ladrón con una mentira?
—Si te liberásemos, Gure, ¿qué harías entonces? —preguntó Arn sin el más mínimo preámbulo.
Gure tuvo que considerar la inesperada pregunta con mucha atención. Con un gran esfuerzo logró tragar la carne que tenía en la boca y comprendió que debía decir algo sensato con rapidez, puesto que los amos y el monje lo miraban como si esperasen de él algo extraordinario.
—Primero daría las gracias al Cristo Blanco, luego daría las gracias a mis señores —respondió al final como si las palabras se escaparan por su boca. Inmediatamente se arrepintió de no haber nombrado a sus amos antes que al Cristo Blanco.
—¿Y qué harías después? —preguntó la señora Cecilia sin poner mala cara porque hubiese nombrado al Cristo Blanco antes que a ella.
—Iría a ver a un hombre de la Iglesia para ser bautizado —respondió con astucia para ganar algo de tiempo. Aunque mucho tiempo no ganó porque ahora se metió el monje en la conversación.
—Puedo bautizarte mañana mismo, ¿pero qué harías luego? —insistió el hermano Guilbert.
Gure se quedó primero sin respuesta. La libertad era como un sueño, pero un sueño terminaba allí donde empezaba. Luego no había nada.
—¿Qué puede hacer un siervo liberado? —respondió Gure con dificultad para pensar con claridad—, ¿Acaso no tiene que comer un hombre libre? ¿No tiene que trabajar? Si como hombre libre pudiese construir lo mismo que hago ahora, lo haría. ¿Qué otra cosa podría hacer?
—¿Los demás piensan como tú? —preguntó la señora Cecilia.
—Sí, creo que todos pensamos así —respondió Gure, sintiéndose más seguro de sus palabras—. Durante un tiempo se ha rumoreado que nos darían la libertad. Algunos han dicho saberlo seguro, otros han descartado esos rumores que siempre corren por los rincones de una finca. Los libertos pueden quedarse con su señor o colonizar nuevas tierras, eso es lo que hay y todo el mundo lo sabe. Si pudiésemos quedarnos en Forsvik, lo haríamos. Si nos echaseis, tendríamos que conformarnos, y ya no hay más que elegir.
—Te damos las gracias por estas palabras —dijo el señor Arn—, Eres un hombre que piensa con claridad, ya has comprendido cuáles son nuestras intenciones. Por eso voy a decirte la verdad. Cuando tu señora y yo volvamos de Arnäs después de Navidad, pasaremos allí la Misa del Gallo, concederemos a todos los siervos de Forsvik la libertad. Pero no queremos que digas nada de esto a ninguno de tus iguales, ni a nadie más tampoco, ni siquiera a tu propia madre. Posiblemente sea la última orden que te doy como siervo, y debes obedecerla.
—La palabra de un siervo no tiene valor, ni ante la ley ni en opinión de la gente —respondió Gure mirando a Arn directamente a los ojos—. ¡Pero tenéis mi palabra, señor Arn!
Arn no contestó pero sonrió ligeramente al ponerse en pie e indicarle a Cecilia que hiciera lo mismo, lo que hizo que el hermano Guilbert también se pusiera en pie. Gure comprendió rápidamente que la intención era que se fuese, pero no sabía cómo despedirse. Intentó hacer una reverencia mientras se retiraba.
En cuanto Gure cerró la puerta, Arn, Cecilia y el hermano Guilbert hablaron los tres a la vez sobre el curioso suceso que allí había tenido lugar. Arn opinaba que lo que acababan de presenciar con sus propios ojos y oídos demostraba que los siervos no eran tan cortos como se decía. El hermano Guilbert hablaba de bautizar a los libertos y de convertir a Gure en capataz de los libertos para que Arn y Cecilia no tuvieran que correr ellos mismos de un lado para otro ordenando y dirigiéndolo todo. En esto estuvieron los dos de acuerdo, pero Cecilia advirtió que tal vez todos no eran como Gure. Ella lo había observado con atención mientras hablaba y le había parecido ver algo curioso. Gure no hablaba como cualquier otro siervo, sino casi como ellos mismos. Se le había ocurrido que tampoco parecía un siervo y que si Arn y Gure se intercambiasen la ropa, seguramente muchos se equivocarían al determinar quién era el siervo y quién el caballero.
No comprendió qué le había pasado por la cabeza al decir estas palabras y se arrepintió de inmediato al ver por primera vez estallar la furia en los ojos de Arn. No sirvió de nada que luego intentase restarle importancia a sus palabras comentando en broma que lo que había querido decir era que Gure se parecía más a Eskil aunque en delgado.
Santa Lucía era la noche más oscura del año, en la que los poderes malévolos eran más fuertes que en cualquier otro día o noche del año y hubo mucho barullo en Forsvik. Los siervos de la casa se abrían paso a través de la nieve en procesión en la fría noche invernal con antorchas encendidas y máscaras con cuernos de paja trenzada dando tres vueltas a la finca. A pesar del frío atroz, varios sarracenos sacaron tiritando la cabeza apretujándose en el porche envueltos en mantos y tapices para poder contemplar los curiosos acontecimientos. Hacía tanto frío que la nieve crujía con fuerza bajo el calzado de paja que los siervos llevaban encima de su calzado de verano.
Pero los poderes del mal se mantuvieron alejados de Forsvik también esa noche, y pronto volvió a reinar en el patio el escarchado silencio del pleno invierno y sólo los cazadores estaban despiertos.
Cuando Arn y Cecilia, Torgils y los muchachos Sune, Sigfrid y Bengt y los extranjeros cristianos de Forsvik regresaron en sus trineos de Arnäs, tras la Misa del Gallo y una cerveza de Navidad inusitadamente moderada para que pudiese ser disfrutada por el viejo señor Magnus, había llegado el momento de la gran transformación.
Al día siguiente, antes de la cena, fueron llamados todos los siervos de Forsvik a la sala grande de la antigua casa principal. Eran más de treinta almas si se contaba con algún que otro lactante en los brazos de su madre. Muchos de ellos eran siervos de trabajo en campos o corrales que jamás habían puesto un pie en la sala grande. Los siervos domésticos se mofaban un poco de sus parientes inexpertos porque se les ponían los ojos como platos.
Cuando estuvieron todos reunidos, Arn y Cecilia subieron al sitial. Arn tomó la palabra porque así se lo había pedido su esposa, aunque estos siervos eran por derecho propiedad de ella y no de él.
Dijo con brevedad cómo estaban las cosas. La señora Cecilia y él habían decidido que todos en Forsvik debían ser libres, pues lo contrario era una abominación a ojos de Dios. Por eso eran todos ahora libres y podían añadir Forsvik a su nombre o llamarse de Forsvik, de modo que todo el mundo de otros pueblos y fincas supiese que ellos procedían de un lugar donde nadie era siervo.
Como hombres y mujeres libres podrían trabajar a cambio de un sueldo, y el sueldo del primer año lo recibirían aquellos que permaneciesen en Forsvik las Navidades siguientes. Aquellos que prefiriesen roturar nuevas tierras para Forsvik a cambio de un alquiler también podrían hacerlo.
Cuando Arn y Cecilia se sentaron después de estas palabras fueron tanto sorprendidos como decepcionados por no oír gritos, ni señales de agradecimiento, ni alabanzas. Bien podían ver por la sorpresa tan grande que reinaba en muchos rostros que no había motivo para pensar que Gure hubiese roto su promesa de silencio. Alguno que otro abrazaba con calma a quien tenía más cerca y también se pudo ver alguna lágrima.
Cecilia se puso de nuevo de pie en el sitial y callaron de inmediato los tranquilos susurros cuando ella alzó su mano derecha, la señal habitual que ordenaba silencio.
Con calma dijo que se prepararía para el día siguiente una cerveza de Navidad en la sala con todo lo que era costumbre y que podrían tomar parte de ella todos los libres de Forsvik.
Parecía como si primero no hubiese logrado hacerse entender por completo. Repitió entonces sus palabras, aunque con mayor claridad, de modo que eso de «todos los libres de Forsvik» no pudiese referirse a nadie más que a todos aquellos que se hallaban presentes en la sala. Pero seguía pareciendo como si no la hubiesen entendido.
Entonces dijo que había mucha cerveza en Forsvik porque ese otoño se había producido como en los viejos tiempos, cuando los señores consumían más cantidad que ahora que las llaves de la finca estaban en su poder, y que sería una lástima no aprovecharla y que se echase a perder en sus toneles. Al fin la comprendieron y recibió las grandes ovaciones que ella y Arn habían esperado y creído que ocasionaría la noticia de la liberación en sí.