Authors: Jan Guillou
—¡Me quejo demasiado! —exclamó de repente al abrir los ojos fijándose en Arn—. Entrego mi alma a Dios y basta por mi parte. ¡Ahora hablemos de mis hijos! ¿Juras que estás entre los que convertirán al príncipe Erik en próximo rey después del danés?
—Sí, estoy con ellos —respondió Arn—. Si Birger Brosa no te lo ha contado todo, te lo diré yo. Tenemos un acuerdo con Sverker Karlsson, ese al que llamas el danés. No tiene hijos. Después de él, será Erik, tu hijo mayor. Después de Erik, sus hermanos, primero Jon, luego Joar y después Knut. Sverker tendrá que jurarlo para obtener la corona real, pero no será coronado. No será Dios quien le dé la corona, sino nosotros, los hombres libres en los dos Götaland y en Svealand. Si él presta ese juramento, nosotros le juraremos lealtad mientras mantenga su promesa. Así será.
—Si eso ocurre, ¿será bueno o malo? —preguntó el rey con los dientes apretados, ya que el tumor le mordió con un dolor terrible—. Yo voy a morir, tú eres el único que me habla con sinceridad. Dime la verdad, querido Arn.
—Si todo el mundo mantiene su promesa, será bueno —respondió Arn—. Entonces, el príncipe Erik será rey más o menos en la misma época en que lo habría sido si tú hubieses vivido una vida tan larga como mi padre o como Birger Brosa. Tenemos que pagar con la humillación de obedecer durante algún tiempo a los mantos rojos. Lo que ganaremos será salvar el reino de una guerra devastadora, que sólo venceríamos con gran dificultad y pagando un precio muy alto en muertos y en incendios. Por eso será bueno.
—¿Pertenecerás al consejo real?
—No, ya sabes que Birger Brosa ha jurado por su cadáver que no me dejará entrar allí.
—Pero pensaba que os habíais reconciliado…
—Y lo hemos hecho. Pero no me adaptaría en el consejo real de los daneses.
—¿Por qué no? Yo eché de menos tus servicios en el consejo. Un rey de nuestro país no podría tener mejor mariscal que tú.
—Es precisamente por eso —sonrió Arn, misterioso—. Birger Brosa y yo estamos completamente de acuerdo en eso, y más de una vez hemos hablado del asunto. Si yo estuviese en el consejo del rey Sverker en calidad de su mariscal, además unido a él con mi promesa de lealtad, tal vez haría más daño que provecho. Ahora el canciller y yo aparentaremos que nuestras desavenencias prosiguen y yo me quedaré en Forsvik, donde sigo construyendo el poder que será de los Erik y los Folkung.
El rey Knut reflexionó minuciosamente sobre lo que había escuchado y lo encontró exactamente tan astuto como era de esperar de Birger Brosa. De nuevo sintió la corriente cálida en su interior, como si Dios le recordara su presencia con un suave roce.
—¿Quieres jurar ante mí y ante Erik que serás su mariscal y de ningún otro? —preguntó después de su larga reflexión.
—Sí, pero debemos cuidar bien las palabras —respondió Arn, cauteloso—. Considera lo siguiente: primero le juro lealtad al danés, como todos los demás. Pero ese pacto sólo es válido mientras él mantenga el suyo. Si lo rompe, habrá guerra. En esa guerra yo sería el mariscal de Erik Knutsson, ¡lo juro y puedo jurarlo ante los dos!
Tal y como Arn lo veía, con eso no había prometido nada más que lo que ya era obvio. Pero como para el moribundo de Knut ese juramento le parecía algo grande, mandó llamar a su hijo Erik, los tomó a ambos de las manos, las apretó hacia su corazón y les hizo pronunciar un juramento de lealtad recíproco. Al príncipe Erik le costó sufrir el hedor de su padre y se le llenaron los ojos de lágrimas tanto de pena como de asco mientras le hacía la promesa a Arn. Por primera vez Arn vio algo en el príncipe Erik que no aprobaba, su incapacidad de mantenerse con dignidad ante el lecho de muerte de su padre. Pero juró obedientemente que haría lo que estuviese en su poder para, con su vida, su espada y su inteligencia, salvar la corona del reino para el príncipe Erik en el momento en que Sverker Karlsson no hiciese honor a su promesa de lealtad ante el concilio de todos los godos y los svear y el consejo del rey.
El rey Knut Eriksson, hijo de san Erik, que sería el futuro santo patrón del reino para siempre jamás, murió tranquilo en Eriksberg, la casa de sus ancestros, en el año de gracia de 1196. Fue enterrado en el monasterio de Varnhem como el primero de todos los Erik. La comitiva que lo acompañó no era muy grande, ya que era un rey que había perdido el poder varios años antes de su muerte. Pero su última morada fue distinguida, justo al lado de la señora Sigrid, fundadora y donante del monasterio, madre de Arn y de Eskil.
Se leyeron muchas plegarias por el alma del rey Knut, puesto que los regalos reales para el monasterio habían sido considerables y puesto que habían prometido que esa iglesia sería el lugar de sepultura tanto de los Erik como de los Folkung. Birger Brosa había dicho que aquí la unión entre las tres coronas y el león perduraría para siempre jamás.
Por consiguiente, con el tiempo, los amigos Knut Eriksson y Arn Magnusson descansarían el uno junto al otro.
En los puertos de Forsvik, el de las grandes naves del lago Vättern y el puerto de los barcos fluviales al otro lado de la orilla del Viken, había tanta gente en continuo movimiento que tardaron unos días en atrapar a los intrusos. A menudo llegaban a Forsvik intrusos jóvenes, niños con morral en la espalda, escapados de sus casas y llenos de grandes sueños. Los rumores de todo lo maravilloso que allí se encontraba para futuros hombres, por extraños caminos se habían divulgado entre cabañas y fincas del país. Muchos se sentían llamados, pero pocos eran los elegidos.
Por lo general los atrapaban rápidamente y los devolvían en un barco hacia la dirección de donde habían llegado. Gure, el encargado, incluso solía darle una moneda de plata al timonel por las molestias.
Sigge y Orm tenían doce y trece años cuando llegaron a Forsvik de esa manera, justo cuando el rey Knut fue enterrado en Varnhem. Los dos sabían, desde hacía unos años, que el rey estaba moribundo, pero no tenían ni idea de que ahora había muerto finalmente. A causa del entierro no había ni señor ni señora en Forsvik.
Fuesen los que fuesen los sueños que habían albergado al llegar a Forsvik para buscar al mismísimo señor Arn, todos sus planes se truncaron por lo que allí vieron. Tal vez habían esperado encontrar una casa grande con motivos draconianos en los techos y el caballero Arn cabalgando con su espada relampagueante rodeado por jóvenes y adultos que intentaban imitarlo. Pero lo que encontraron en lugar de eso fue un pueblo con cuatro calles, un gentío que corría de prisa de aquí para allá y un murmullo de idiomas desconocidos.
Para su consuelo, encontraron unos cuantos jóvenes que llevaban la misma ropa que ellos en burdo paño gris. Pero por todas partes vieron jóvenes, y algunos casi tan jóvenes como ellos, completamente armados, con cotas de malla y camisolas azules, como si fuese lo más natural del mundo. Caminando por la calle más larga del pueblo se detuvieron primero ante una gran casa abierta, aunque con tejado, en la que al menos dos docenas de jóvenes practicaban con espadas y escudos mientras los mayores los corregían, los enseñaban y los obligaban a repetirlo una y otra vez.
Un poco más allá, donde finalizaba la calle, había un campo abierto rodeado de vallas y de allí se oía el tronar de caballos galopando. Sigge y Orm pronto estuvieron sentados encima de la valla y vieron como en un sueño cómo los jóvenes se movían en un ir y venir con una velocidad atroz al son de las órdenes de hombres mayores. Todos los jinetes llevaban armadura como si fuesen a un banquete o a la guerra. Por tanto, era cierto que en Forsvik se podía aprender a ser caballero.
Como todos los pequeños intrusos, se quedaron demasiado rato mirando, y, cuando los jinetes en el campo interrumpieron sus ejercicios después de horas o segundos, por lo que concernía a Sigge y a Orm, se colocaron en largas filas y se dirigieron al trote hacia la calle más grande del pueblo, los dos muchachos fueron descubiertos y cogidos por el pescuezo por un joven que había desmontado, y sin amabilidad alguna los llevó hacia los puertos.
Entonces Sigge se enfureció y dijo sin vergüenza alguna que él y su hermano en absoluto tenían pensado viajar con tanta prisa, porque los dos habían obtenido la palabra del mismísimo señor Arn de que podían ir a Forsvik.
Su guardián primero se rió ante esas palabras disparatadas, pero Sigge no se dio por vencido, opuso resistencia con los talones en el suelo y, echando chispas, dijo que podía jurar ante Dios y ante todos los santos que el mismísimo señor Arn les había dado su palabra de que podían acudir allí. Su guardián se quedó un poco confundido, puesto que los intrusos capturados por lo general solían ser más sumisos y quejicas que insolentes. Montó su caballo, les dijo a Sigge y a Orm que no se movieran y se fue al galope hacia el grupo de jinetes. Una vez allí se detuvo delante de un hombre que vestía un manto Folkung y era uno de los que habían llevado el mando en el campo.
El Folkung se acercó al galope seguido por el que había atrapado a Sigge y a Orm. Descabalgó de un brinco, entregó sus riendas al otro jinete, se acercó a los intrusos y los agarró por el cogote con gran fuerza y encima con unas manos que llevaban guantes de hierro.
—¡Forsvik es para los Folkung y no para siervos mocosos que se han escapado! —dijo severamente mirándolos con dureza—, ¿Cómo os llamáis y de dónde venís?
—Me llamo Sigge y soy el hijo de Gurmund, de la parada de Askeberga, y a mi lado está mi hermano Orm —respondió Sigge, enfadado pero gimiendo por la fuerza de la mano—, ¿Y tú quién eres?
El Folkung soltó su garra sorprendido, puesto que no esperaba tan franca insolencia, al igual que le pasó a quien primero los había atrapado.
—Soy Bengt Elinsson y uno de los que llevan el mando aquí en Forsvik, después del señor Arn —respondió casi con amabilidad mientras contemplaba a los dos intrusos—. He coincidido con Gurmund de Askeberga, todos los que comerciamos entre Forsvik y Arnäs lo hemos hecho. Gurmund es un arrendatario liberado, ¿verdad?
—Nuestro padre es un hombre libre y nosotros dos hemos nacido libres —respondió Sigge.
—Bueno, así nos ahorramos la molestia de mandaros de vuelta a casa atados de pies y manos. Os habéis escapado, ¿verdad?
Eso era cierto, ya que Gurmund, su padre, no había querido escuchar sus súplicas de trasladarse a Forsvik con el señor Arn, y cuando se habían puesto pesados les había dado unas tortas y finalmente se escaparon, tanto por esa razón como por el sueño de los mantos y las espadas. Sigge no pudo comentar nada de eso por vergüenza, pero asintió, cabizbajo.
—Vuestro padre os ha pegado, se os nota demasiado y eso lo honra poco —dijo Bengt Elinsson con un tono de voz no tan severo—. Yo ya sé qué es tener vuestra edad, y creedme, por mi parte no debéis temer nada malo. Pero no sois Folkung y por eso no hay lugar aquí en Forsvik para vosotros, al menos un puesto de los que vosotros imagináis. Debéis regresar a casa. De todos modos, le enviaré un mensaje a Gurmund diciéndole que nunca más os ponga la mano encima si no quiere tener que enfrentarse con Bengt Elinsson la próxima vez.
—Pero tenemos la palabra del señor Arn —intentó Sigge, cauteloso—. Y el señor Arn es un hombre de palabra.
—Sí, en eso llevas razón —respondió Bengt Elinsson mientras ocultaba una sonrisa ahogada tras la mano—. Pero ¿cuándo y dónde os ha dado esa promesa tan grande a vosotros, hijos de un siervo liberado?
—Hace cinco años —contestó Sigge, gallardo—. Nos habló en el patio y nos mostró una espada que era tan afilada que mi dedo sangró nada más rozarla. Y entonces dijo que debíamos ir a buscarlo después de cinco años y ahora esos cinco años ya han pasado.
—¿Cómo era la espada? —preguntó Bengt Elinsson, de repente muy serio—. ¿Y qué aspecto tenía el señor Arn?
—La espada era más larga que las demás, y la vaina era negra y tenía una cruz dorada. Era toda brillante y tenía unas señas de runas en oro —respondió Sigge como si su recuerdo fuese reciente—, Y los ojos del señor Arn eran muy dulces, pero tenía muchas marcas de golpes en la cara.
—El señor Arn se encuentra en la cerveza fúnebre del rey y no regresará a Forsvik hasta dentro de unos días o una semana tal vez —dijo Bengt Elinsson de manera deferente y amable—. Mientras tanto seréis nuestros huéspedes en Forsvik. ¡Seguidme!
Sigge y Orm, que jamás habían sido tratados como huéspedes y tampoco podían entender la razón del repentino cambio de actitud del poderoso Folkung, se quedaron petrificados, sin poder dar un paso. Debieron de parecer tontos de remate, puesto que Bengt Elinsson rodeó con sus brazos sus delicados hombros y se los llevó hacia los puertos.
Los condujo hasta un hombre rubio y forzudo llamado Gure que trabajaba en la construcción de una casa. Él, a su vez, los acompañó a una fila de casas pequeñas donde había un gran estruendo de forjas y sierras. Dentro de una de las casas, en una mesa larga, cuatro niños de su edad y dos hombres mayores estaban fabricando flechas. En medio de la mesa, entre cuencos con brea, plumas de ganso, hilo de lino y diferentes tipos de cuchillos, se amontonaba una pila de puntas de flecha. Gure les explicó que unos jóvenes huéspedes no solamente deberían hartarse de pan dulce, sino también ser útiles. Una parte de la preparación de las flechas era muy sencilla y con eso podían comenzar, pero sería mejor que dos de los niños los acompañasen a dar una vuelta por Forsvik para llegar a conocerlo y saber dónde dormirían y comerían. Señaló a dos de los chicos de la mesa que aparentaban su misma edad. En seguida se levantaron y se inclinaron ante él en señal de haber entendido y de que obedecerían. Luego Gure se marchó sin más.
Los dos que los guiarían se llamaban Luke y Toke y ambos llevaban el pelo cortado a ras del cuero cabelludo, como Sigge, lo que era habitual entre los hijos de los siervos para evitar los piojos. Por eso Sigge daba por sentado que los demás eran siervos y que él era superior e intentó mandarles que no los miraran tan fijamente y que hiciesen lo que les habían ordenado. El mayor y más fuerte de los dos le contestó rápidamente que se callara la boca, que pensara en que era nuevo en Forsvik y que se guardara mucho de hacerse el importante.
Por eso, la conversación entre los cuatro fue un poco tensa al principió de su visita. Primero fueron a las tres forjas que estaban situadas una al lado de la otra, pero allí los abroncaron en seguida por estar en medio y causar peligro, así que continuaron hasta las vidrierías, donde brillaban largas filas de vasos azules y rojos y donde unos maestros mayores enseñaban a cuatro o cinco niños. En un horno rugiente se hinchaba una masa candente y tanto los maestros como los aprendices introducían largos tubos, levantando un pedazo de la masa, y dándole vueltas sin parar corrían hacia los moldes de madera, que mojaban antes de empezar a soplar y darle vueltas al mismo tiempo. Parecía un trabajo muy difícil, pero a juzgar por la cantidad de vasos que había en las estanterías alrededor de las paredes, lograban hacerlo bien la mayoría de las veces. El calor allí dentro los llevó a continuar hasta la talabartería, donde se trabajaba con cuero para utensilios para los caballos y otras cosas, a los telares, donde la mayoría eran mujeres de todas las edades, a la tonelería y a dos talleres que recordaban la flechería, aunque todo el mundo trabajaba con ballestas bajo la dirección de dos maestros extranjeros, cuyo idioma era incomprensible para Sigge y Orm.