Authors: Jan Guillou
Por esa razón podría parecer muy estúpido e innecesario por parte del mariscal Ebbe Sunesson recordar de pronto cómo en Arnäs, propiedad de los hermanos, una vez había tenido algunas diferencias con uno de sus parientes, aunque por eso no habría hostilidad entre elle ; ¿verdad?
Habló suavemente pero con una sonrisa malévola. Birger Brosa movió la cabeza en señal de advertencia a Arn, y éste tuvo mucha dificultad en dominarse antes de contestar que el que había muerto era su hermano Knut y que los dos rezaban por su vida eterna, y que no pensaban en la venganza.
Con eso debió de contentarse Ebbe Sunesson. Pero tal vez había bebido demasiado durante el festín, tal vez estaba ebrio de ser el vencedor entre los encuentros de los jinetes, o bien él y sus amigos ya se creían los señores entre gente a la que no hacía falta mostrar respeto. Porque lo que a continuación dijo hizo palidecer tanto a Birger Brosa como al rey Sverker, aunque fuese por distintos motivos.
Con claro menosprecio, declaró que Arn y Eskil no necesitarían sentirse avergonzados en absoluto. Si no habían podido limpiar su honor después de la inoportuna muerte de su hermano, él se enfrentaría encantado con uno de ellos con la espada. ¿O por qué no con los dos al mismo tiempo? Pero, claro estaba, eso dependería de si tenían el honor y el valor suficientes para hacerlo.
Arn miró al suelo y ahogó con mucho esfuerzo la idea inmediata de proponer un duelo. Seguramente parecía avergonzado por no tener el valor de aceptar el desafío que le había hecho, tan obvio como una bofetada.
Después de un silencio irresistible enderezó la cabeza y dijo con tranquilidad que, reflexionando, encontraba poco sensato que el nuevo rey y sus hombres iniciasen su época en el país de los svear y los godos con sangre. Puesto que, si el señor Ebbe mataba a un Folkung más, o si él mismo mataba al mariscal del rey, de ninguna de las maneras favorecería en absoluto la paz que tanto anhelaban todos.
Entonces el rey puso su mano encima del brazo de Ebbe Sunesson e impidió que contestase, cosa que parecía estar a punto de hacer, y dijo que se sentía honrado de que entre los hombres que le habían pronunciado el juramento de lealtad hubiese hombres de tanta valía como Eskil y Arn Magnusson, que sabían anteponer la paz del reino al propio honor.
No le contestaron, solamente hicieron una reverencia y salieron de la estancia. Arn sentía la necesidad de tomar aire fresco, puesto que su interior hervía de humillación. Eskil se apresuró tras él y le aseguró que nada bueno habría salido de que un Folkung matase al mariscal del rey durante la primera semana del reino de Sverker. Además, esas palabras humillantes podrían haberse evitado si Birger Brosa hubiese sido algo más explícito en su descripción del tipo de vida monacal de Arn. Tal y como estaban las cosas, ese mariscal no tenía ni idea de lo cerca de la muerte que había estado.
—De todos modos no puedo comprender la intención de Dios al traer al asesino de mi hermano a sólo un brazo de distancia —murmuró Arn entre dientes.
—Si Dios quiere enfrentaros con las armas, lo hará. Al parecer, por ahora no lo ha querido así—respondió Eskil, aturdido.
D
urante los primeros años del reinado de Sverker, el único mensaje procedente de Näs que alegró a los Folkung y a los Erik fue que el arzobispo Petrus había muerto de tanto comer en la segunda celebración de la cerveza de Navidad. Aparte de eso no llegaron más noticias, ni buenas ni malas. Era como si los asuntos del poder supremo del reino ya no fuesen de la incumbencia ni de los Folkung ni de los Erik.
Ni siquiera cuando el rey Sverker se propuso enviar una cruzada hacia el este halló motivos para pedir ayuda a los Folkung o a los Erik, sino que se unió a los daneses y a los de Gotland. En realidad no hubo mucha cruzada. La intención había sido que el ejército de Sverker fuese embarcado hasta Kurland para convertir de nuevo el país a la verdadera fe y llevarse a casa lo que pudiesen hallar de valor. Pero una tormenta que soplaba desde el sur arrastró las doscientas naves de cruzados hacia el norte y fueron a parar a Livland. Allí pasaron tres días de saqueo, cargaron su botín de guerra en los barcos y regresaron a casa.
Es posible que no se perdiesen demasiado con los tres días de saqueo, pero arriba en los bosques de Nordanskog, en especial a los svear, los ofendía que ni siquiera se les hubiese confiado el envío de un solo
fylking
o un único barco y que el rey y los daneses los tuviesen en tan poca consideración.
Para los Folkung de Arnäs y Forsvik no suponía en absoluto una desventaja que el nuevo rey desdeñase sus servicios, pues tenían cosas más provechosas en las que emplear su tiempo. En Arnäs acabaron de construir tanto el pueblo dentro de los muros como los nuevos pozos y cobertizos. En Forsvik, al fin, apareció el beneficio en la contabilidad de Cecilia.
Esto se debía sólo en parte a que el vidrio de Forsvik se vendiese en Linköping, Skara, Strängnäs, Örebro, Aros Occidental y Aros Oriental, e incluso en Noruega. Además, algunos de los mozos habían estado tantos años de aprendizaje que llegó el momento de que regresaran a sus casas, y cuando lo hacían se los responsabilizaba de preparar sus fincas, de empezar a instruir a sus propios escoltas y tiradores con arco largo en sus hogares. Entonces compraban todas las armas nuevas en Forsvik, de modo que una parte cada vez mayor de las armas que durante muchos años se habían fabricado sin obtener recompensa para armar Arnäs y Bjälbo empezaron ahora a producir ingresos. A la inversa del relato de las Sagradas Escrituras, habían pasado siete años de vacas flacas antes de que llegaran los años de vacas gordas. Pero cuando al final se produjo el cambio, Cecilia tuvo que repetir los cálculos varias veces, pues pensaba que se había equivocado al contar. El flujo de plata que entraba en lugar de salir era cada vez mayor.
Esos últimos años previos al cambio de siglo que, según algunos flagelantes y prelados significaría el fin del mundo, fueron años tranquilos para los Folkung, pero también años de mucho viaje y cerveza nupcial.
Tanto Birger Brosa como sus hermanos Magnus y Folke opinaban que ya no salía a cuenta casarse con el linaje de Sverker y puesto que Eskil finalmente había obtenido la abolición de su matrimonio con la alevosa Katarina, que había sido encerrada para siempre en Gudhem, él mismo debía ser un ejemplo. Se fue de viaje de petición de mano a Aros Occidental y por la zona de la saqueada y quemada Sigtuna y pronto halló lo que buscaba en la viuda Bengta Sigmundsdotter de Sigtuna. Años atrás, su marido había sido asesinado por los estonios, cuando éstos saquearon la zona. Pero ella había sido lista, casi como si pudiese ver el futuro. Porque aunque ella y su marido poseían el mayor comercio de Sigtuna, había insistido en no guardar las riquezas que obtenían en la ciudad, sino trasladarlas hacia el norte, a la casa de sus padres. De esta forma, Bengta se convirtió en uno de los pocos habitantes de Sigtuna que salió de entre el humo y las llamas conservando su riqueza.
Tal vez no fuese lo bastante rica como para aportar toda la dote que merecía un matrimonio con Eskil, pero tampoco había otra mujer en el reino que lo fuera. Y en lo que se refería a viudas, esas cosas no eran tan importantes, al igual que tampoco era necesaria una cerveza de compromiso, pues las viudas decidían sobre sí mismas. La cerveza nupcial podría celebrarse sin rodeos en cuanto Eskil y Bengta hubieran alcanzado un acuerdo.
Se gustaban mutuamente, y todo el mundo opinaba que formaban una pareja particularmente afortunada. Bengta llevaba los negocios de forma excepcional para ser mujer y los negocios eran la gran fuente de alegría en la vida de Eskil. El mismo día en que se conocieron empezaron a hablar de abandonar Sigtuna y de trasladar el comercio de Bengta bien a Visby o bien a Lübeck. Así lograrían reforzarse recíprocamente.
Encontrar a una mujer svear para el joven Torgils Eskilsson resultó ser algo más difícil. Pero la reina viuda Cecilia Blanka era svear y después de la muerte del rey Knut no soportó seguir viviendo en Näs, a pesar de que el nuevo amo, el rey Sverker, le había ofrecido con zalamería ser su invitada durante tanto tiempo como quisiese. Sin embargo, la desdeñosa corte danesa del nuevo rey le demostró todo lo contrario. Sus hijos, el príncipe Erik, Jon, Joar y Knut, estaban más bien como prisioneros en la jaula dorada de Näs, pero ella misma era libre de marcharse cuando quisiera. Había aparentado irse al convento de Riseberga —como habría sido propio de una reina viuda carente de poder—, pero en Forsvik se apeó del barco y permaneció allí. Pronto las dos Cecilias estuvieron en marcha planificando la boda del joven Torgils y llegaron a la conclusión de que una hija de procurador sería lo mejor, pues los procuradores gozaban de una muy buena posición entre los svear y era importante emparentarse con ese poder.
Las cosas fueron como las dos Cecilias habían calculado, por lo que siguió un verano con muchos viajes entre Götaland Occidental y Svealand. Porque después de su propia boda, Eskil viajó con su hijo Torgils, Arn y el hijo de éste, Magnus Månesköld, acompañado por un gran séquito hasta Svealand. En su camino hacia la cerveza de compromiso, en la más oscura Uppland, se detuvieron en casa de muchos proceres, que bien eran parte de la nueva familia de Eskil o bien eran parientes de Cecilia Blanka. Para la misa de San Lorenzo, antes de que se iniciara la cosecha en Uppland, se celebró la cerveza de compromiso entre Torgils y Ulrika, hija de Leif, procurador de la finca de Norrgarn, que se encontraba a un día de viaje de Aros Occidental. Más tarde, en aquel mismo otoño bebieron la cerveza nupcial en Arnäs durante cinco días.
Pero también las señoras viajaron mucho en esos tiempos tranquilos. La casa de Ingrid Ylva en Ulvåsa se convirtió en su lugar de encuentro habitual, pues se hallaba a medio camino entre Forsvik y Ulfshem, de modo que las dos Cecilias y Ulvhilde tenían que viajar sólo durante un día para reunirse. Ingrid Ylva y Ulvhilde eran hijas de los Sverker, Cecilia Blanka de un linaje svear y Cecilia Rosa del linaje de Pål de Husaby, por lo que las cuatro podían reunirse relajadamente, sin estar pensando siempre como los Erik o como los Folkung, con los que todas ellas estaban casadas. Ingrid Ylva ya había dado a luz a dos hijos y esperaba un tercero ese verano, en que las mujeres pasaron más tiempo solas que con sus maridos. Dado que Birger, el hijo mayor de Ingrid Ylva, pronto cumpliría cinco años y era de la misma edad que la hija de Cecilia Rosa, Alde, hubo mucho de que hablar sobre cómo esos dos pronto deberían empezar a recibir una formación sensata y sobre cómo podrían arreglarlo entre ellas. En años anteriores, Ulvhilde había enviado a sus hijos a un clérigo de Linköping pero en los malos tiempos que corrían no sería buena idea mandar a unos pequeños Folkung a ese nido de Sverker.
Al final, a Cecilia Blanka se le ocurrió que Birger y la pequeña Alde de Cecilia Rosa podrían recibir su educación en Forsvik si lograban convencer al viejo monje que allí había de que redujese el tiempo que dedicaba a las espadas y a los caballos, algo que por otra parte le sentaría bien. Además, Cecilia Blanka dijo que ella, como reina sin obligaciones, podría hacer algo de provecho que nadie podría rechazar si ella también tomaba parte en la enseñanza de los niños. Todas opinaron que era una idea tan buena y tan obvia que decidieron que al día siguiente, sin más tardar, cogerían uno de los mejores barcos de Eskil y viajarían a Forsvik para hablar con el monje en persona.
Y así fue como en breve el hermano Guilbert se encontró en un inesperado aprieto en la nueva y gran sala de banquetes de Forsvik. No tuvieron que rogarle mucho para que admitiese que desde luego era una demanda del agrado de Dios que enseñase a los jóvenes y que este trabajo desmedraría menos un viejo cuerpo que lo que lo hacían la espada y el caballo. Pero se resistió diciendo que ésa no era la misión que había recibido del padre Guillaume de Varnhem.
No obstante, Cecilia Blanka ahuyentó esa fácil excusa como si de una mosca se tratara diciendo que lo del padre Guillaume, quisiese o no quisiese, por lo que se refería a los Folkung y a los Erik, tenía más que ver con la bolsa de plata que con el alma.
Por mucho que el hermano Guilbert admitiese en silencio que había algo de cierto en esa desvergonzada afirmación, continuó escabullándose diciendo que además tenía un acuerdo que respetar con Arn. Entonces le tocó acorralarlo a Cecilia Rosa, y le dijo que ella era la propietaria de Forsvik, y no Arn.
En un último intento de agarrarse a un clavo ardiendo, el hermano Guilbert afirmó que no podría prometer nada seguro antes de que regresara Arn. Y de inmediato fue forzado a admitir que se avendría si Arn no ponía ninguna objeción.
Las obstinadas mujeres se contentaron con ello e intercambiaron miradas triunfales antes de lanzarse a una horrenda charla y a un excesivo consumo de vino que hicieron que pronto el hermano Guilbert se excusara para retirarse.
Cuando Benedikta, la esposa danesa del rey Sverker, murió de fiebre, despertó poca tristeza entre los Erik y los Folkung. Helena, la única hija del rey Sverker, no constituía ninguna amenaza para la corona.
Mucho mayor fue el estupor cuando empezó a correr el rumor de que el canciller Birger Brosa había ido a sacar a su última hija Ingegerd del monasterio de Riseberga para casarla con el rey. Por lo que se sabía Ingegerd era una mujer exuberante con aspecto de poder dar a luz a cuantos hijos quisiese. Muchos dijeron que ésta debía de ser la única estupidez que había hecho Birger Brosa en su larga vida y que ahora se acumulaban negros nubarrones sobre el reino.
Que el rey Sverker tras sus primeros cautelosos años en el poder había empezado a maquinar planes cada vez más osados quedó también patente por la manera en que daba coba a la Iglesia y a la pandilla de obispos. Y fue casi irrisoriamente obvio cuando imitó al rey Knut de Dinamarca al promulgar, sin consejo ni concilio, una nueva ley.
El rey Knut de Dinamarca había dicho que, puesto que era rey por Gracia de Dios, podía dictar las leyes como le diera la gana. De hecho, Sverker no se atrevió a decirlo de ese modo, pero afirmó que le había dado por dictar una ley porque había tenido algo que él llamaba inspiración divina.
No estaba claro qué quería decir con eso, aparte de que naturalmente tenía que ver con Dios. Además, se trataba de una ley inútil que ya llevaba aplicándose desde hacía mucho tiempo y que estipulaba que la Iglesia no pagaría tributo al rey. Pero la pandilla de obispos se llevaron una alegría no del todo inesperada e hicieron grandes esfuerzos por explicar a quien estuviese interesado qué significaba eso de la inspiración. Se podía entender como algo que a un hombre se le ocurría, aunque no era exactamente así.