Authors: Jan Guillou
Durante el banquete real, el rey Sverker, su nueva esposa Folkung, Ingegerd Birgersdotter, y Helena se sentaban siempre en el sitial. Junto al sitial se colocaba el mariscal del rey, el danés Ebbe Sunesson, y a veces la reina llevaba consigo a su hijo el príncipe Johan, a quien en estas ocasiones siempre vestía con una pequeña corona.
Parecía bien consciente de que con ello ofendía a los cuatro hijos de Erik, todos ellos sentados a la mesa en peores lugares. Siempre hablaba en voz alta de su hijo Johan como del príncipe, mientras que cuando mencionaba al príncipe Erik lo hacía como Erik Knutsson. No era difícil ver la opinión que tenía la reina Ingegerd acerca de quién debía ser el próximo monarca del reino.
El príncipe Erik y sus hermanos Jon, Joar y Knut no manifestaban nunca ningún tipo de alegría en la mesa, pues cada banquete constituía un desprecio hacia ellos. Cuando a veces el rey se refería a ellos como sus estimados invitados, bebía a su salud y fingía alegría por tenerlos tan cerca, muchos de los daneses presentes en la sala se reían abiertamente y con crueldad. Los hijos de Erik no eran otra cosa que prisioneros en Näs.
Hacia Sune sólo mostraban enemistad y desprecio y preferían no ser servidos por él, pues decían tener el olfato muy delicado y que el olor a traidor no acompañaba bien el asado y la cerveza. Con frecuencia bebían hasta emborracharse como cubas, a veces hasta tal punto que había que sacarlos a rastras de la mesa. El rey Sverker parecía más que dispuesto a dejar que eso sucediese y no era nada raro que precisamente él encargara más cerveza en el momento en que parecía que habrían querido dejar de beber por aquella noche.
Durante el primer otoño, invierno y primavera, a Sune le resultó casi imposible conciliar una noche entera de sueño. Dormía en una húmeda y fría sala de piedra con otros diez guardias apestosos que roncaban y se retorcían en sus camastros. La vergüenza de la traición le quemaba por dentro, al igual que la pena de ver cómo los hijos del linaje de Erik perdían su honor bebiendo hasta reventar y no cesaban de manifestarle su desprecio. Pero la llama que Helena Sverkersdotter había encendido ardía todavía con más fuerza, zarandeándolo entre el fuego y el hielo. Si soñaba con algo cuando finalmente lograba dormirse, era ante todo con la cara de ella, su larga melena y sus hermosos ojos, por lo que el sueño le llegaba como una liberación cuando tras mucha lucha al fin lograba conciliario.
Poco antes del solsticio de verano se celebraría el decimoctavo cumpleaños de Helena Sverkersdotter y en Näs lo festejarían a lo grande. En honor a ella habría juegos daneses y francos, lucha con maza y espada, cosas de esas que los svear y los godos sencillos no sabían hacer.
Sune comprendió pronto que debía mantenerse alejado de ese jolgorio, tal como le había advertido el señor Arn. Pero cuando el rey proclamó que el ganador de esos juegos tendría el honor de acompañar durante dos días como príncipe, incluso con corona, a Helena durante el resto de la fiesta, le fue imposible hacer prevalecer la razón sobre el anhelo de su corazón.
La lucha sería como unos juegos francos y podría participar todo aquel que se sintiese llamado a hacerlo, aunque lo haría asumiendo el riesgo. Limpiaron el patio interior de Näs y levantaron unas estructuras de madera altas con bancos a lo largo de una de las paredes, desde donde el rey y sus invitados gozarían de una buena vista sobre los juegos.
Sune sufría angustiado al oír a los demás soldados hablar de la lucha en que casi todos iban a participar con caballo y maza. A un guardia no le sería posible ganar una lucha así, eso lo haría alguno de los señores daneses, pero sería un gran honor para aquel que no cayese de los primeros sino de los últimos.
Cuanto más hablaban los otros del asunto y describían cómo iría la pelea, más imposible le resultaba a Sune resistirse ante la tentación. Al final se vistió como todos los demás, buscó un escudo rojo, una maza y eligió el caballo al que más se había acostumbrado a montar.
Los cuernos resonaron y los tambores tronaron cuando los cuarenta jinetes, con maza y escudo, cabalgaron formando un círculo delante del rey y de sus invitados. Al cabo de una hora o más, sólo quedaría uno de ellos sobre su caballo. Como para azuzarlos, el rey se puso en pie y sostuvo a modo de exhibición la corona de la victoria, lo cual provocó un completo silencio, mientras que los contrincantes rezaban para sí un Pater Noster. A continuación resonó una aguda señal de cuerno y de repente el patio del castillo se convirtió en un barullo de gritos y aullidos, de caballos y combatientes que se golpeaban los unos a los otros con todas sus fuerzas. De inmediato cayeron una docena de hombres al suelo.
Sune se había apartado con sigilo hasta el círculo de jinetes exterior y al principio procuraba alejarse de los golpes en lugar de intentar tirar a alguien de su silla. Pensó que con un caballo de Forsvik no habría necesitado alzar su mano contra nadie, que simplemente se habría ido desplazando hasta quedarse al final solo con el último. Pero su caballo danés era demasiado lento para una batalla tan fácil y tenía que espolearlo continuamente.
A medida que iban cayendo los soldados, eran sacados a rastras por mozos de cuadra que además intentaban cazar a los caballos sueltos que estaban ocasionando confusión. Cuando hubieron caído la mitad de los soldados, los señores daneses concentraron sus esfuerzos entre ellos, pues contaban con que el ganador sólo podría ser uno de ellos y que el resto de los guardias serían más fáciles de manejar con más espacio y menos riesgo de recibir un desafortunado golpe por la espalda.
Así pues, la primera media hora transcurrió sin dificultades para Sune. Se mantenía alejado con cuidado, vigilando a su alrededor, y no dejaba de moverse para no convertirse nunca en un objetivo inmóvil.
Sune no golpeó a su primer hombre hasta que sólo quedaban diez jinetes y lo hizo con un golpe por detrás, en el yelmo. Provocó risas y una ola de sorpresa entre los espectadores, pues el abatido era uno de los señores daneses. Pero ahora fue como si también los otros descubriesen a Sune y se lo tomasen en serio, pues él era uno de los tres últimos soldados que seguían sobre el caballo. Pronto se convirtió en la presa de todos y lo persiguieron por todo el patio, algo que no estaba del todo ausente de riesgo para los perseguidores, pues muchos de ellos fueron golpeados por señores al acecho que cabalgaban en sentido contrario por los extremos.
Sólo quedaban cuatro señores y Sune habría hecho mejor en dejarse vencer por cualquiera de ellos. De todos modos, estaba claro que debía ganar el mariscal del rey, Ebbe Sunesson, pues nadie se atrevía a atacarlo aunque tuviesen una buena oportunidad. Pero el ardoroso deseo de Sune de sentarse cerca de Helena era mucho más fuerte que su razón. Había ahorrado fuerzas y sólo había cabalgado a la mitad de sus posibilidades. Se acercaba el momento decisivo y, a menos que quisiera rendirse, tendría que aplicarse por completo.
Cuando dos de los señores se abalanzaron juntos sobre él, mientras que Ebbe y el cuarto danés restante permanecían quietos mirando, Sune comprendió que realmente existía la posibilidad de que ganara la lucha. Cabalgó una vuelta con los otros dos tras él, luego cruzó el patio en diagonal y en el centro se detuvo en seco, hizo encabritar al caballo, y una vez en el aire giró de manera que uno de los señores fue abatido por las patas delanteras del animal, mientras que el otro recibió un golpe en la cara de la maza de Sune.
Entonces Ebbe Sunesson abatió por sorpresa al hombre que había permanecido sentado a su lado con ambas manos sobre el arzón delantero y claramente desprevenido; era como si Ebbe quisiese demostrar que desde luego no necesitaba la ayuda de nadie ahora que entraba en serio en la batalla. Cabalgó dos veces de un lado a otro por delante de la gente del rey, a galope corto, saludando con la mano y recibiendo grandes ovaciones antes de dirigirse hacia Sune, que lo esperaba en el centro del patio.
Cuando el señor Ebbe cabalgaba hacia él, despacio y seguro de su victoria, al paso para reducir la distancia antes de lanzarse al ataque, Sune decidió probar con un truco sencillo y devastador que todos conocían en Forsvik. Si el contrincante no estaba preparado o menospreciaba el peligro, uno ganaba. Pero si el contrincante conocía el truco o tenía tiempo de verlo venir, uno estaba completamente perdido.
Como si temiese al mariscal danés, Sune se dejó perseguir dos vueltas por el patio a una gran velocidad hasta que Ebbe, cada vez más seguro de su victoria, se le acercó por detrás y los espectadores empezaron a gritar de emoción. Entonces Sune se detuvo en seco y se agachó, hundiendo bien la cabeza, de modo que la maza del contrincante golpeó el aire, a la vez que él batía en el sentido contrario y le asestaba un golpe al perseguidor en medio del pecho. El señor Ebbe salió disparado hacia atrás, recorriendo en el aire la distancia de una lanza antes de caer al suelo de espaldas.
Sune recogió las riendas, se quitó el casco y arregló sus ropas antes de acercarse cabalgando al rey Sverker, hizo una reverencia con la mano derecha sobre su corazón en señal de fidelidad y fijó por unos instantes la mirada en los ojos de Helena antes de erguirse de nuevo. La mirada que recibió de Helena no hizo sino enturbiar más su razón.
A continuación, el señor Ebbe se acercó cojeando y gritando que ese granuja de guardia había tenido suerte, que no era merecedor de la victoria y dijo que, como el segundo mejor, exigía su derecho de decidir la victoria con una espada.
Primero el rey miró sorprendido a su alrededor, pues parecía no saber nada acerca de esa regla especial. Pero algunos de los daneses que se encontraban a su lado afirmaron serios y reflexivos que si en algún sentido quedaba poco clara la victoria se podía proceder a un final decisivo con la espada. El rey Sverker no tuvo más opción que preguntarle a Sune si aceptaba continuar la lucha o si quería concederle la victoria al señor Ebbe, pues podía ser arriesgado enfrentarse a un diestro con la espada como él.
Tan cerca como estaba Sune de pasar dos tardes junto a Helena, no había razón en el mundo que lo indujese a abandonar. El rey suspiró y decidió que los contrincantes se enfrentarían hombre contra hombre con espada, escudo y yelmo dentro de una hora.
Sune tuvo que llevar él mismo su caballo al establo mientras que unos guardias se encargaban del animal del señor Ebbe. Después acudió a la armería, que estaba llena de soldados que hablaban todos a la vez, ansiosos por darle buenos consejos. La mayor parte de los consejos se referían a vigilar su pie izquierdo, pues tarde o temprano Ebbe siempre blandía su espada contra ese punto débil. Otros opinaban que era especialmente importante ser cauto cuando el señor Ebbe fingía perder el equilibrio y le daba a medias la espalda porque entonces, en pleno movimiento circular, atacaba bien el pie izquierdo o bien la cabeza.
En la armería encontró varios escudos de los Folkung, pero hacía mucho tiempo que habían sido pintados y tenían desperfectos sin reparar. Sin embargo, la tentación fue demasiado grande cuando Sune descubrió que uno de esos escudos le sentaba casi tan bien como el suyo propio de Forsvik. No tardó mucho en encontrar entre las espadas una adecuada, pues los daneses tampoco usaban esas espadas nórdicas que eran utilizadas en las tierras de Gota, sino las francas o las sajonas, que eran como las espadas de Forsvik.
Sune era igual de alto que el señor Ebbe, pero el ojo se dejaba engañar por el hecho de que el segundo llevaba más de mil banquetes de ventaja, por lo que parecía más forzudo con su armadura cuando dieron unos pasos adelante para inclinarse ante el rey y la reina, aunque al hacerlo Sune alzó la mirada y observó los ojos preocupados de Helena.
Durante los primeros instantes del combate, Sune sintió cómo le invadía un miedo frío y casi paralizante. Los golpes del señor Ebbe eran tremendamente fuertes y contundentes y éste atacaba con odio en los ojos como si hubiesen sido enemigos en un campo de batalla. Además, sus espadas no eran de entrenamiento, sino que estaban muy afiladas. Al descubrir que realmente estaba enfrentándose a la muerte, Sune se maldijo a sí mismo por su soberbia. Durante un buen rato no dio ni un solo golpe y tuvo que emplear todos sus esfuerzos en hacer paradas y fintas.
Todas las advertencias que los soldados habían tenido tiempo de darle parecían ciertas, en poco tiempo había visto ya dos veces el golpe hacia el pie izquierdo y otras dos cómo el señor Ebbe parecía tambalearse hacia un lado para girar rápido y dirigir un golpe enfurecido contra la cabeza de Sune.
El rey y sus invitados no estaban a gusto con lo que veían, pues un día festivo no debía terminar con sangre y muerte. Sin embargo, la costumbre prohibía que incluso el rey se entrometiese en una lucha hombre contra hombre como la que acababa de empezar.
Después de un rato, Sune notó que podía empezar a pensar con mayor claridad, pues los golpes le llegaban cada vez más despacio. Con el corazón en la garganta había hecho todo eso que había practicado desde niño sin siquiera pensar, le había bastado contar hasta tres para sí mismo y moverse justo entonces para ver cómo la espada pasaba rozándole la cabeza o el pie izquierdo justo después de moverlo. Esto fue dándole cada vez más confianza en sí mismo, y con la certeza de ser uno de Forsvik pensó que aquello que sabía hacer en casa podría hacerlo allí también.
Pasó de defenderse solamente a atacar también y pronto empujaba ante sí al señor Ebbe sin darle ningún descanso para poder atacar su pie o su cabeza. No obstante, debía empezar a pensar en el final. Cómo perder un duelo como aquél no era difícil de imaginar. ¿Pero cómo ganar? ¿Iba él, ese informador a quien el señor Arn había advertido ser muy discreto, a matar realmente al mariscal del reino?
Cuanto más duraba la lucha y más cansado estaba y más jadeaba el señor Ebbe, más posibilidades de hacerle daño empezaban a aparecer ante los ojos de Sune. Decidió no matar sino dejar que la lucha siguiese hasta que al otro ya no le quedaran fuerzas, pues estaba bien claro quién era el doble de viejo y estaba el doble de cansado que su contrincante.
Arriba, en el sitial del rey, ya se habían acercado algunos de los proceres daneses a susurrar que, a pesar de lo que dictaba la tradición, había que interrumpir la lucha antes de que ésta tuviese un horrible final. De continuar, Ebbe no se cansaría menos y seguramente el joven Folkung ya lo habría matado si hubiese querido hacerlo.