Authors: Jan Guillou
Mientras comían Sune explicó con rapidez lo más importante. Al fin, el rey Sverker se había enterado de que el príncipe Erik y sus hermanos se escondían en Älgarås y ahora enviaba a cien hombres armados para asesinarlos. De modo que, si era cierto que los hermanos Erik se escondían en Älgarås, andaban escasos de tiempo.
Arn asintió lúgubre con la cabeza. Por consejo de Bengt Elinsson habían trasladado al príncipe Erik y a sus hermanos a Älgarås, porque allí no había ningún Sverker por los alrededores y porque parecía probable que el rey buscara más por Eriksberg, hacia el sur, que en un poblado norteño de los Folkung. Además, el príncipe Erik había sido lo bastante prudente al llegar como para explicarle a solas a Arn la noticia que le había dado Sune. Acerca de esto no había dicho ni palabra a nadie más. pero Arn le había confirmado que realmente era así, que Sune siempre había sido uno de Forsvik aunque hubiese vestido el manto rojo en Näs. Por lo demás, el príncipe Erik le había explicado la manera tan particular en que Sune se había esforzado por no destacar demasiado. Pero ya hablarían de eso más tarde, pues ahora no les sobraba el tiempo.
Tres escuadrones plenamente armados, dos de caballería ligera y uno de caballería acorazada, partieron aquella mañana de Forsvik. En la formación antes de la partida, Arn había comentado escuetamente que ya no se trataba de un ejercicio. Lo que ahora sucedería era para lo que se habían entrenado. Por ese motivo habían cambiado todas las espadas de ejercicio por espadas afiladas y por eso las flechas no eran romas ni las lanzas estaban provistas de un tope, sino que tenían una punta de acero dividida en tres.
Tal vez habrían tenido más éxito si hubiesen salido de Forsvik con sólo caballería ligera y no con un escuadrón de jinetes pesados que retrasaba a los demás. A posteriori se podría haber alcanzado esa conclusión, pero a posteriori cualquier loco parece el más listo de los cancilleres.
Lo que Sune le había explicado acerca de los caballos y de las armas de los jinetes daneses había convencido a Arn de que sería necesario al menos un escuadrón pesado, pues iban a enfrentarse a un ejército el doble de grande que el suyo.
Älgarås estaba en llamas cuando llegaron. Habían visto el fuego y el humo desde lejos, pero de todos modos Arn había logrado con palabras severas que todo el mundo siguiese su ritmo al trote tranquilo para no llegar agotados al enfrentamiento con los daneses y los Sverker.
Cuando después de una cabalgata insufrible alcanzaron una distancia propia para el ataque, vieron cómo los vestidos de rojo estaban penetrando por una gran brecha en el muro de troncos puntiagudos. No había tiempo que perder. Arn colocó la caballería pesada en la delantera para poder entrar con fuerza y velocidad y ordenó a Bengt Elinsson que se quedase fuera de los muros con su escuadrón y que limpiase toda la zona de hombres de rojo.
Los hombres de Sverker estaban tan excitados que descubrieron demasiado tarde el estruendo de los jinetes vestidos de azul que se abalanzaban sobre ellos, rodilla contra rodilla con las lanzas bajadas. Los Folkung arrasaron todo lo que encontraron por su camino al entrar en Älgarås.
En un rincón del patio había un pequeño grupo apiñado de señores, al frente del cual se encontraba el príncipe Erik. Los jinetes pesados que habían encabezado la incursión se apartaron y detrás de ellos atacó el escuadrón dirigido por Sigfrid Erlingsson. La mayoría de los Sverker y de los daneses fugitivos fueron cazados a la salida de los muros por Bengt Elinsson y su escuadrón de jinetes ligeros. No capturaron prisioneros. Pocos enemigos escaparon, entre ellos Ebbe Sunesson.
El príncipe Erik era el único superviviente de los hermanos y con más de una herida. En todas partes en el patio había Folkung muertos, jóvenes y viejos. También siervos domésticos y animales habían sido sacrificados.
El príncipe Erik tuvo un gesto de grandeza en ese momento de tristeza. A pesar de que se tambaleaba de cansancio y de que le sangraba la cara, las manos y uno de los muslos, mantuvo una breve conversación en susurros con Arn mientras seguía jadeando. Luego limpió su espada ensangrentada, llamó a los tres mandos de escuadrón, Sune, Sigfrid y Bengt, y a sus hombres más próximos: Sigurd, que antes se llamaba Sigge, Oddvar, que antes se llamaba Orm, y a Emund Jönsson, hijo de Ulvhilde. Les ordenó que se arrodillaran y, como nuevo rey de los svear y los godos, los nombró caballeros.
Ellos fueron los primeros en ser nombrados caballeros en el nuevo reino que estaba en camino.
L
os jinetes que habían salido de Forsvik tardaron toda una semana en volver. Habían tenido mucho que limpiar después de la batalla en Älgarås, donde más de noventa daneses y Sverker fueron enterrados en un hoyo y toda la gente asesinada de la casa fue llevada a la iglesia para un entierro cristiano.
Dos de los de Forsvik habían caído en la lucha y cuatro habían sido malheridos, dos de los cuales con tanta gravedad que Arn no se responsabilizó de llevarlos de vuelta a Forsvik para curarles las heridas. Ibrahim y Yussuf ya no estaban allí cuando más los necesitarían. En el único pergamino que logró encontrar en Älgarås, Arn, en su nombre como caballero del Temple, escribió una breve misiva con una súplica fervorosa a los hermanos sanjuanistas en Eskilstuna y envió a los dos heridos en un carro hasta Örebro para seguir más tranquilamente en barco por el lago Hjälmaren, hasta el hospital de los sanjuanistas.
Los dos caídos de Forsvik fueron amortajados en mantos Folkung y enviados a sus parientes.
Dado que muchos de los de Forsvik habían acompañado a sus parientes muertos o heridos, su fuerza parecía disminuida hasta la mitad cuando volvieron. Y a juzgar por las caras del príncipe Erik y de Arn, no traían buenas nuevas al entrar en el patio, donde ya sonaba la alarma desde que los jinetes habían sido divisados a lo lejos. La reina viuda Cecilia Blanka estaba entre los primeros que ansiosamente recibieron a los que regresaban, y el príncipe Erik y Arn le trajeron la más triste de las noticias. Tres de sus hijos habían sido asesinados en un mismo día; estaban amortajados en un carro al final del grupo de jinetes.
Cecilia Blanka empalideció y cayó al suelo, balanceándose durante mucho rato en silencio y rascando la tierra hasta que empezaron a sangrarle las uñas. Finalmente soltó un grito de pena que se clavó como un puñal en los corazones de todos los presentes. El príncipe Erik la llevó a la iglesia y se quedó mucho rato con ella.
Arn ordenó que cuidasen de los caballos y las armas y colocasen a los tres hijos de los Erik en los cuartos frescos donde habitualmente se guardaba la carne. Tal vez no era un lugar muy honorable para príncipes caídos, pero ya habían empezado a oler y deberían ser enterrados cuanto antes.
Se llevó a su Cecilia al dormitorio propio, cerró la puerta tras de sí y le explicó rápidamente y, a los ojos de Cecilia, de manera muy fría, todo lo sucedido. Tres infantes reales habían sido asesinados por la gente de Sverker. Los de Forsvik habían atrapado a casi todos los cien Sverker, sólo unos cuantos habían escapado. Por tanto, ya había llegado la guerra a las tierras de Gota, aunque las batallas tardarían algún tiempo en comenzar. Ahora se trataba de enterrar a los hermanos del príncipe Erik. Arn sugirió la iglesia del convento de Riseberga, puesto que era el convento más cercano y un viaje a Varnhem sería peligroso y demasiado largo y caluroso para los que ya llevaban una semana muertos.
A Cecilia le costó responder a la sugerencia de Arn, ya que se sentía confundida al verlo tan diferente. Sus ojos se habían estrechado y se habían vuelto más fríos, y hablaba tajante y duramente. Después de un rato comprendió que ése era otro Arn, un Arn al que no conocía; no era su amado y dulce esposo o el padre de Alde, era el guerrero de Tierra Santa.
Igual de cambiado le pareció el príncipe Erik cuando, rodeando los hombros de su madre con el brazo, se acercó y se la entregó a Cecilia sin mediar palabra como si fuese un niño. Luego se apartó de inmediato con Arn para comentar con breves palabras cómo y cuándo cabalgarían a Riseberga.
El mismo día salió el cortejo fúnebre de Forsvik. La mayoría de los jóvenes que habían participado en el combate de Älgarås pudieron quedarse en Forsvik. La animada charla producto de haber participado y vencido en la primera batalla con armas reales, según Arn, sería poco apropiada para un entierro. En su lugar salieron con armas reales tres escuadrones de los que se habían quedado en casa cuando se fueron a Älgarås. Pero los seis que fueron armados caballeros por Erik tuvieron que salir, puesto que se lo exigía su honor de caballeros.
Los tres infantes fueron enterrados en Riseberga y una gran suma de plata fue donada para plegarias, dinero que el príncipe Erik pidió prestado a Arn y Cecilia Rosa. Cecilia Blanka, la madre de los tres infantes muertos, se quedó en el convento cuando el cortejo fúnebre regresó a Forsvik. Por cuánto tiempo, si para siempre o por una breve temporada, no lo sabía ni ella ni nadie.
Aquel otoño e invierno muchos jinetes de los Folkung y de los Erik viajaron a todos los puntos cardinales. El príncipe Erik cabalgó hasta Noruega para solicitar guerreros, Eskil y su hijo Torgils, al igual que Arn y Magnus Månesköld, hicieron un largo viaje por Svealand, donde las noticias de los abyectos asesinatos de los infantes despertaron gran furia. De alguna manera, los svear consideraban la casa de los Erik como su casa real. Las reliquias de san Erik, el abuelo del príncipe Erik, se llevaban cada primavera por los campos de la región de Uppland para traer buena cosecha. En el concilio de procuradores en las piedras de Mora, a las afueras de Aros Oriental, los svear ya manifestaron su intención unánime de tomar las armas inmediatamente. Los Folkung del sur lograron detenerlos, puesto que un ejército de svear necesitaría para hacer justicia a su bravura mejor punto de apoyo que el barro otoñal, como Arn cuidadosamente expuso. Lo que había visto de los guerreros svear en el concilio no le hizo creer que lograsen mucho contra los jinetes daneses. Después de hablar mucho y de forma muy ruidosa, finalmente quedaron de acuerdo en que los svear irían todos a Götaland Oriental para reunirse en Bjälbo en la primavera, entre Santa Gertrudis y la Anunciación de Nuestra Señora.
De camino a casa, los Folkung se detuvieron en Eskilstuna, donde Arn se vistió de caballero del Temple y fue a visitar el hospital de los sanjuanistas. Si había tenido la esperanza de encontrar algunos caballeros de la orden sanjuanista en Eskilstuna, se decepcionó rápidamente. Los hermanos se dedicaban exclusivamente a cuidar a los enfermos y en seguida perdió la esperanza de encontrar refuerzos por parte de los que eran los mejores guerreros del mundo junto con los templarios. Sin embargo, los hermanos lo recibieron muy cortésmente. Habían realizado un buen trabajo, casi como si fuesen sarracenos, con los dos jóvenes heridos, con lo que ambos estarían sentados encima del caballo para la primavera.
Después del Año Nuevo, en Arnäs habían convocado el concilio del linaje y allí también acudió el príncipe Erik a su regreso de Noruega. Este viaje supuso una gran decepción, puesto que los noruegos estaban muy ocupados con su propia guerra. Sin embargo, llegó con saludos de Harald Øysteinsson, quien ya era canciller con los Birkebein en Nidaros y al que le habían otorgado grandes fincas como feudo. Harald le había prometido que, en cuanto hubiese vencido, él y sus parientes irían gustosamente a socorrer a los Folkung y a los Erik; promesa, por otra parte, de un valor muy inseguro.
Antes del concilio, el príncipe Erik, quien no había visitado Arnäs en años, dio una vuelta por los muros en compañía de Arn. Rebosaba de elogios sobre la enorme fuerza que veía en el castillo, aunque esa fuerza le hacía sentirse algo consternado, dijo. Cuando Arn le preguntó abiertamente a qué se refería, respondió que el ojo no se podía confundir al ver la forma en que Arnäs había crecido. Lo que se veía era que la fuerza de los Folkung era mucho mayor que la de los demás. Y más aún teniendo en cuenta a los jinetes, educados en Forsvik, esos que con facilidad habían vencido en Älgarås contra un enemigo dos veces más numeroso. Así que, ¿quién era él, el príncipe Erik, el primero entre los mucho más débiles Erik, para creer que luciría la corona de su padre?
Arn no tomó muy en serio esas preocupaciones y bromeó diciendo que, si se buscase un buen mariscal, tendría menos problemas. Erik no entendió la broma en absoluto y respondió casi con ira que ya pensaba que Arn era su mariscal.
—Eso es —rió Arn, y puso su mano sobre el robusto hombro del príncipe Erik—. ¿No habrás olvidado lo que nos juramos en el lecho de muerte de tu padre? Yo soy tu mariscal. Para mí ya eres rey, también lo he jurado.
—¿Y por qué los Folkung no os hacéis ya con el poder, cuando lo tenéis tan a mano? —inquirió, todavía intranquilo.
—Por dos razones —respondió Arn—, Primero, porque todos hemos jurado luchar por tu corona, y los Folkung se toman muy en serio un juramento. Y segundo porque tú tienes a tu lado a los svear, nosotros no. Sus hachas y su escasa caballería tal vez no asusten a muchos daneses, pero no dudo de su valentía y además son muchos.
—¿Así que si no tuviese a los svear a mi lado…? —preguntó Erik, vacilante y alzando las manos con desespero.
—Igualmente mantendríamos nuestro juramento y tú serías rey. Pero no sería tan seguro quién te sucedería, tal vez Birger Magnusson.
—¿El joven Birger, hijo de tu hijo Magnus Månesköld?
—Sí, es el más valiente de los hermanos en Ulvåsa y tiene una mente aguda. Pero ¿por qué preocuparse de una época que vendrá mucho después de la nuestra? El futuro está en manos del Señor y por el momento tenemos una guerra que ganar. Eso debería ser lo primero.
—¿Y venceremos esa guerra?
—Sí, con total seguridad. Con la ayuda de Dios. La cuestión es qué ocurrirá luego. Sverker no tiene un ejército fuerte con el que contar, a ése lo venceremos en primavera, incluso los svear lo harían. Si él cayese en la lucha, la guerra habría terminado. Si lograse huir hasta Dinamarca, en poco tiempo tendríamos aquí a Valdemar
el Victorioso
. Y eso significaría que tendríamos que esforzarnos un poco más.
—O sea que lo mejor sería matar a Sverker en primavera, ¿no es así?
—Sí, ésa es mi opinión. Es la única manera segura de impedir que vaya en busca de los daneses.
La primera guerra contra el rey Sverker fue poca cosa. En la primavera del año 1206, una horda vociferante de svear bajó a Götaland Oriental y amenazaron con saquear Linkoping si el rey Sverker no se enfrentaba a ellos en el campo de batalla. Mientras esperaban se bebieron toda la cerveza que encontraron en la ciudad, pero la respetaron en todo lo demás.