Authors: Jan Guillou
Sin embargo, aquello que al final logró descubrir la indujo a ser muy prudente. Había heredado un secreto que no sería capaz de guardar en su interior. Pero no por eso sería fácil explicárselo a Arn, y menos cuando ella misma se sintió absolutamente convencida de lo que acababa de oír, y lo que menos deseaba era reñir con su marido. Porque era consciente de que podría haber discusión.
Antes de nada se dirigió a la iglesia y rezó en solitario ante el altar, rogándole a Nuestra Señora que la apoyase para hacer lo correcto y no lo que fuese un error y un mero afán egoísta por lo terrenal. Cuando creyó estar segura de que Nuestra Señora le mostraba, no sólo a ella, sino también a Arn, su constante bondad, rezó para que Arn se controlase y recibiese con sabiduría esa gran noticia que le iba a dar.
Luego fue directamente al lugar cubierto sin paredes donde practicaban con las espadas, ya que sabía que su esposo solía estar a esas horas del día con los aprendices más jóvenes. A pesar de parecer completamente concentrado en la esgrima, la detectó muy rápido por el rabillo del ojo, hizo una reverencia a sus jóvenes contrincantes, envainó su espada y se dirigió rápidamente hacia ella. No debía de ser difícil ver en su rostro que acudía con noticias importantes, pues él la alejó un poco hacia el patio, donde nadie podría oírlos.
—¿No le habrá pasado nada malo a Alde? —preguntó él, a lo que ella negó con la cabeza—. ¿Ha muerto Suom? ¿Quieres enterrarla aquí en Forsvik o en otro sitio? —continuó preguntando con delicadeza.
—He oído de los propios labios de Suom qué fue lo que le confesó al hermano Joseph —susurró Cecilia hacia el hombro de Arn, como si no se atreviese a mirarlo a la cara.
—¿Y qué es? —preguntó él con amabilidad alejándola con cuidado un poco para que pudiesen mirarse a los ojos.
—Gure es hermano tuyo y de Eskil, el señor Magnus era el padre de todos vosotros —respondió Cecilia rápidamente y giró la cara como si le avergonzara haber dicho la verdad, porque en el mismo instante en que oyó la historia de Suom sintió en su interior que era verdad.
—¿Crees que eso es cierto? —preguntó Arn sin el menor rastro de ira en la voz.
—Sí, lo es —contestó ella mirándolo directamente a los ojos—. Gure tiene unos seis años menos que tú. Cuando tu padre estaba de luto por el fallecimiento de tu madre, la señora Sigrid, Suom debía de ser joven y seguramente la mujer más hermosa de Arnäs. Y el parecido entre Gure,
Eskil y tú es tan grande que sólo nuestra certeza de que él nació siervo nos ha impedido verlo.
Suspiró profundamente tras decir aquello que Nuestra Señora le había aconsejado, la verdad y nada más, sin rodeos ni ornamentos.
Arn no le respondió. Primero asintió pensativo con la cabeza para sí mismo, casi como una confirmación, luego, de forma repentina, dio media vuelta y se dirigió hacia la iglesia con pasos largos, cerrando tras de sí la puerta. Cecilia sintió cómo la invadía el alivio y el calor al ver cómo su esposo recibía la noticia y estaba segura de que allí dentro, en el altar, estaría esperando la Madre de Dios a aquel de sus hijos a quien tantas pruebas de amor había concedido.
Arn no permaneció allí mucho rato y Cecilia lo estaba esperando en el patio sentada sobre la tapa del pozo cuando él salió. Él le sonrió y la tomó de la mano. Juntos fueron junto al lecho de Suom, donde rezaban arrodillados el hermano Joseph y Gure. Sin embargo, ambos se pusieron de pie con la entrada de los señores. Sin decir nada, Arn se dirigió hacia Gure y lo abrazó. Este último se incomodó un poco con este gesto, pero en absoluto se asustó tanto como habría sido de esperar.
—¡Gure! —dijo Arn en voz alta para que Suom también pudiera oírlo—, ¡Desde el día de hoy eres hermano mío y de Eskil con todos los derechos y los deberes que eso implica! ¡Desearía haber sabido la verdad antes, pues no me parece honroso haber tenido a mi propio hermano como siervo, por poco tiempo que fuera!
—Si fuese el siervo quien eligiese al amo, un privilegio que a pocos siervos les es concedido, ¡tampoco habría elegido tan mal! —respondió Gure con timidez y mirando al suelo.
En ese momento, Suom, a quienes todos daban la espalda, emitió un gemido y Arn se acercó a su lecho, cayó de rodillas y le dijo directamente al oído que dejaba tras de sí un gran regalo y que Gure sería aceptado entre los Folkung en el próximo concilio. Ella no contestó, aunque sonrió. Aquella sonrisa nunca se apagó y ella nunca recuperó el sentido.
Suom fue envuelta en un manto de los Folkung antes de ser enterrada en una tumba cerca de la iglesia nueva. Todos los cristianos de Forsvik tomaron la cerveza funeraria en su recuerdo y por primera vez Gure se sentó en el sitial entre Arn y Cecilia.
Su admisión en el linaje de los Folkung fue rápida. Tan sólo una semana después de la muerte de Suom fue convocado un concilio de procuradores en Askeberga para la zona norte de Götaland Occidental, lo que significaba que todos los hombres dueños de sí mismos y libres podrían exponer sus asuntos. En los últimos años, aquellas reuniones de concilio habían empezado a despertar mayor interés y eran muchos quienes las frecuentaban. Había mucho que deliberar y aunque el concilio hubiese perdido parte de su importancia desde que el poder fue trasladado al consejo del rey, para los Erik y los Folkung había adquirido tanta mayor importancia desde que se los apartaba cada vez más lejos del rey y de sus consejeros en Näs.
Arn acudió al concilio de procuradores de Askeberga acompañado por Gure, por un escuadrón de los aprendices mayores, y también por Sigurd, que antes era llamado Sigge, y Oddvar, que antes se había llamado Orm.
Para presentar a un hombre ante el linaje se requería un juramento por parte de la persona que asumía la responsabilidad, así como el juramento de dieciséis hombres del linaje. Un escuadrón de Forsvik se componía precisamente de dieciséis hombres y, aunque jóvenes, todos eran Folkung. Todos ellos dieron el paso adelante como un solo hombre y prestaron su juramento con voz firme.
Luego Arn, en presencia del concilio, cubrió con el manto de los Folkung primero a su hermano Gure y luego a Sigurd y a Oddvar, que a partir de ese día ya no tendrían que vestir de diferente forma que el resto de los aprendices de Forsvik.
Eskil también estuvo presente en el concilio. No parecía tan contento como Arn de haber recibido a un nuevo hermano, aunque le consolaba pensar que no habría problemas con la herencia de Magnus, pues ya había sido repartida entre los hermanos según establecía la ley.
A estas alturas resultaba completamente impensable que otro de los presentes fuese a decir nada sobre el que Arn Magnusson había decidido presentar ante el linaje. Si lo hubiese querido, podría haber convertido las piedras del suelo en Folkung. Así de grandes eran las esperanzas que el linaje había depositado en él, pues a estas alturas no había nadie que pensase que la guerra contra la banda de los Sverker y los daneses fuese algo que pudiesen evitar.
La vida de Sune Folkesson había cambiado tanto que sólo podía ser equiparada a un sueño. Nada de lo que le había sucedido en los últimos años se lo podría haber llegado a imaginar, ni en sus momentos más oscuros ni en los de mayor claridad. Ningún joven Folkung podía sentir en su corazón tal dolor y tal fuego devastador a la vez.
Habían transcurrido dos años desde que el señor Arn lo llamó a sus propios aposentos en Forsvik, cerró con cuidado la puerta y le dijo lo inaudito: que se convertiría en un traidor. Abandonaría Forsvik, en donde había sacrificado nueve años de su vida y donde era ahora uno de los tres mandos más altos por debajo del mismísimo señor Arn, huiría a Näs y buscaría ponerse al servicio del rey Sverker.
Al principio no pudo creer lo que estaba oyendo, esas palabras que además salían completamente tranquilas y amables de la boca del señor Arn. Pero pronto la situación le resultó más comprensible, aunque no por ello menos desconcertante.
Desde que murió Birger Brosa, continuó explicando el señor Arn despacio, los Folkung no tenían ninguna información sobre lo que sucedía en torno al rey Sverker. Tampoco podían consultar a sus aliados los Erik, pues el principal de ellos, el príncipe Erik, era huésped aunque prisionero en Näs, de donde nunca parecía ausentarse.
La información podía constituir media victoria, o media derrota, en una guerra y tal vez hubiese guerra, pues todo indicaba que tarde o temprano el rey Sverker rompería el juramento que había hecho ante el consejo y el concilio del reino. Había convertido a su hijo Johan en canciller del reino cuando éste todavía era un niño de pecho y era difícil interpretarlo de manera diferente de que en Johan y no en el príncipe Erik veía al próximo monarca del reino. Además, estaba aliado con Valdemar
el Victorioso
, el contrincante más temible que había en el Norte. Sin embargo, Valdemar no era ningún Saladino y en absoluto imposible de vencer. Pero hacía que la información fuese tanto más importante.
Sune Folkesson tenía mayores posibilidades que cualquier otro de sobrellevar esta pesada carga de parecer un traidor. Su madre era danesa y él no poseía ni fincas ni oro en las tierras de Göta. Por eso podría ser fácil creer que él, siendo medio danés, fuese tentado a buscar un servicio de mayor esplendor que el de un sencillo guardia en una finca rural de un Folkung.
El señor Arn recalcó que debería exponer el asunto precisamente de esa manera, como un sencillo guardia en una finca rural y en absoluto como el mando de tres escuadrones de caballería ligera del tipo que empleaban los templarios; guardia en una finca rural serían las palabras adecuadas. Además, cuando lo probasen con la lanza y la espada debería procurar no mostrar más habilidades de las necesarias, pues podría despertar dudas y sospechas. De ningún modo debía intentar aparecer como el mejor candidato a ser guardia real en Näs, pues ya sería suficientemente tentador para los daneses coger a un joven Folkung portador de sangre danesa.
Lo más difícil de soportar era lo que los dos acordaron ahora, que eso tendría que ser un secreto entre ambos. Durante mucho tiempo los propios hermanos de Sune que se hallaban entre los aprendices de Forsvik pensarían que él los había abandonado y escupirían a su nombre, si es que alguna vez llegaba a ser nombrado.
El porqué debía ser de aquel modo era más fácil de explicar que de comprender. Si sólo el señor Arn y él conocían la verdad, que en absoluto había abandonado su linaje ni a sus hermanos, sino que sólo era informador en Näs, nunca podría ser traicionado. Si ellos dos se encontraban en Näs, evitarían mirarse el uno al otro o bien manifestarían su desdén.
Y no se reunirían nunca ni intercambiarían palabras, ni siquiera en el más profundo secretismo, hasta que llegara el día en que Sune tuviese que huir para informar. Y cuando así fuese no se trataría de una tontería, sino que se referiría a la información de dónde y cuándo llegaría un ejército extranjero. Podría huir a casa junto a sus parientes cuando fuese cuestión de vida o muerte, antes no. Durante su tiempo en Näs naturalmente debía aprender todo lo que veía y guardarlo en su memoria, todo acerca de cómo montaban los daneses o qué puntas de lanza utilizaban, o cualquier cosa que pudiese ser relevante. Ese tipo de información era importante pero no lo suficiente como para huir.
Arn le entregaría a su hijo Magnus Månesköld una carta sellada en la que le explicaba la verdad. Si él moría mientras Sune se hallaba en su peligrosa misión, la información pasaría en herencia y siempre permanecería entre los Folkung.
Era importante que controlase sus sentimientos antes de huir de Forsvik y que buscase apoyo en la oración. A Näs no debía llevarse más que armas de ejercicio. Aunque no pasaba nada si robaba un pequeño saco con monedas de plata en su huida, dijo el señor Arn para terminar entregándole el saco.
Tras esta reunión, Sune se había vuelto reservado y pasaba más tiempo que ninguno de los aprendices en la iglesia. Una noche de principios de noviembre se escurrió entre marineros somnolientos y subió a bordo con una carga de harina y cristal con destino a Linköping, saltó del barco al alcanzar las cascadas de Mo y continuó a pie hasta la orilla este del lago Vättern, donde encontró a un pescador de trucha asalmonada que a cambio de una buena paga lo llevó a Visingsö.
Todo lo que Arn había pronosticado acerca de su buen recibimiento en Näs fue según lo previsto. Cuando se anunció ante el capitán de la guardia real a la mañana siguiente primero se rieron de él, pues parecía muy joven y pobre. Pero cuando dijo que por parte de padre era Folkung y por parte de madre danés y que había servido durante mucho tiempo como soldado, cambiaron las cosas. Tuvo que esperar mucho tiempo hasta que el mariscal en persona, un señor danés de nombre Ebbe Sunesson, tuvo tiempo para recibirlo. A partir de ahí las cosas fueron más fáciles de lo previsto. Ebbe Sunesson conocía muy bien a su madre, pues se había vuelto a casar con un hombre del linaje de Hvide. Y no era que el mariscal le reprochara a esta mujer danesa haber regresado a su patria dejando atrás un hijo. ¿Quién podía imaginarse lo difícil que debía de ser intentar arrancar a un hijo de las manos de unos salvajes Folkung? Había que pensar que en el caso de que ella lo hubiese logrado, el joven Sune habría sido criado como un danés. Por tanto, tal vez fuese voluntad de Dios que él regresara ahora junto a sus parientes.
Sin embargo, la sangre no lo era todo. Sune también debía demostrar que servía para ser soldado. Las pruebas le resultaron fáciles y tuvo que esforzarse por recordar las palabras del señor Arn acerca de no exhibirse demasiado y dejar que el orgullo le arrebatase la razón. Los soldados daneses que blandieron sus espadas contra él eran de lo más fáciles de manejar, un joven de diecisiete años de Forsvik no habría tenido el menor problema.
Desde el primer día en Näs vistió con el uniforme rojo de los Sverker, y ése fue para él uno de los momentos más deshonrosos de su vida. Aquella noche estuvo invitado a la mesa del rey, pues que un enérgico Folkung se hubiera unido a la guardia real era una buena noticia.
Fue en aquella misma primera noche en que sus ojos vieron por primera vez a la hija del rey, Helena, con su larga melena de cabello dorado. Y ella lo miraba con frecuencia.
Pero posteriormente ya no se sentó a la mesa del rey, sino que tuvo que servirla. Había muchas diferencias entre las costumbres danesas y las godas, entre otras que el banquete real al atardecer no lo servían ni sirvientes ni siervos, sino unos hombres jóvenes a los que llamaban pajes. Por ello Sune comenzó su vida en Näs no como escolta, como él esperaba, sino como un siervo doméstico. Podría haberse planteado si se trataba de una ofensa, pero pronto esa duda fue erradicada por el hecho de ver a Helena todas las noches, y aunque nunca tenía la ocasión de hablar con ella, sus miradas se encontraban cada vez con mayor frecuencia en una secreta complicidad.