Regreso al Norte (60 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Sin embargo, el rey no tuvo que intervenir. De repente, el señor Ebbe alzó la mano y se acercó al rey diciendo que perdonaba al joven escudero. Sin duda sería un error, dijo entre jadeos, tener que matar a un joven tan avispado, que sería preferible que sirviese a su rey antes que fuese enterrado demasiado pronto.

El rey asintió pensativo ante estas palabras al parecer honorables y sabias, sin esbozar la más mínima sonrisa de burla y con un gesto de la mano le indicó a Sune que se acercara y le preguntó si Sune aceptaría la victoria en esas condiciones. Una serie de respuestas disparatadas cruzaron como golondrinas por la mente de Sune, pero logró morderse la lengua y contestó con una reverencia que era un gran honor para él recibir esta señal de gracia por parte del espadachín más poderoso al que jamás se había enfrentado o ni siquiera había llegado a ver.

Seguramente se trataba de la mentira más grande que Sune había pronunciado desde que llegó a Näs. Pero había intentado compensar toda su locura con al menos un ápice de cordura.

No obstante, es posible que fuese precisamente esta locura de Sune la que salvó el futuro del reino. Porque tal como los acontecimientos se fueron entrelazando en lo sucesivo, formando una larga cadena, muchas vidas fueron salvadas aunque todavía más fueron las que se perdieron.

Durante dos largas noches Sune pudo sentarse con la corona de la victoria junto a Helena y aquel tiempo fue más que suficiente para que el fuego que sólo había germinado dentro de ellos se incendiase por completo.

A partir de esas dos noches en que naturalmente habían estado a la vista de todos y por tanto debieron comportarse, no sólo se intercambiaron sus ardientes sentimientos, sino que también hicieron arreglos más terrenales, como cuándo y dónde podrían verse a solas, o todo lo a solas que se atreviesen.

Helena era hija de un rey y todavía faltaba mucho para decidir para qué matrimonio la utilizarían. Era probable que el rey Sverker desease casarla con el rey danés Valdemar
el Victorioso
. Sin embargo, no había muchas esperanzas de que esa boda se llevara a cabo, pues seguramente un rey tan poderoso se emparentaría con el reino franco o con el reino alemán.

En el peor de los casos, Helena podría casarse por el bien de la paz en su propio país con algún Folkung o incluso con algún Erik. Pero mientras no se supiese nada seguro la dejarían crecer y tal vez ser todavía más hermosa de lo que ya era. En realidad, el rey Sverker debería haberla dejado en alguno de los conventos del propio linaje, en Vreta o Gudhem, para prepararla mejor para una cerveza nupcial con aquel que él determinase. Pero su padre le tenía demasiada estima. Ella le evocaba muchos recuerdos de un tiempo durante el cual había sido más feliz de lo que era ahora como rey. La madre de ella, Benedikta, había sido una mujer dulce y afable, su nueva reina Ingegerd era terca y grosera y tan codiciosa de poder que parecía que fuese un hombre. En cuanto hubo dado a luz un hijo, su esposa recurrió a todo tipo de artimañas para no aceptarlo más y no cesaba de quejarse sobre asuntos sin importancia y sobre intrigas que eran lo suficientemente peligrosas como para costarles a todos la vida. Helena era como un hermoso recuerdo y una constante evocación de tiempos más felices. Ése era el motivo por el que no quería dejarla en un convento.

Sin embargo, lo habría hecho en un santiamén si hubiera sabido con quién se encontraba ella por las noches. Ahora bien, sus encuentros eran de lo más castos, pues Helena había jurado ante Dios que nunca dejaría que un hombre entrase en sus aposentos por la noche. Su habitación solía ser usada como sala de consejos del reino, pero había quedado demasiado pequeña para el cada vez mayor consejo del rey. Estaba en lo más alto de la más oriental de las dos torres de Näs, sobre la que crecía una parra virgen muy útil para un joven ansioso por trepar.

Helena encendía dos velas en su ventana, y eso era la señal. Para Sune, al que después de los juegos de lucha le habían dado el mando sobre una parte de la guardia, no era nada difícil visitar los muros por la noche, como si fuese a vigilar que todos los guardias hiciesen lo que debían.

Muchos fueron sus ardientes encuentros en la ventana, que él jamás traspasó para entrar en sus aposentos, pero sí para entrar en su corazón. Sune se quedaba allí hasta que los brazos se le dormían de agarrarse a la parra, algo que nadie hacía así como así, pues él estaba más en forma que la mayoría y más ansioso que los demás.

La pareja no se rendía ante lo imposible, se negaba a asumir la idea de que ella era hija de un rey, destinada a ser entregada a algo mejor que a un simple soldado; no le daban la menor importancia al hecho de que Helena fuera Sverker y él un Folkung, y se prometieron mutuamente eterna fidelidad en nada menos que dos semanas, cuando él por primera vez se atrevió a acercarse y a darle un beso.

Al amarse tanto y de forma tan desesperada, Helena también le explicó cosas que podrían haberle costado la cabeza por traición si alguien hubiese llegado a oírlas, pero que ella sólo tenía una persona a quien confiar.

De esa forma supo Sune una noche del verano tardío que los días del príncipe Erik y de sus hermanos estaban contados. La reina Ingegerd había exigido sus vidas por la seguridad de su propio hijo Johan y por su justo derecho a heredar la corona del reino. Al igual que una serpiente, había dejado caer varias veces sus gotas de veneno en el oído del rey y decía saber que en realidad los Erik sólo esperaban una buena oportunidad para matarlo. Siempre veía nuevas señales ocultas de que la conspiración crecía en Näs.

Finalmente, el rey Sverker se rindió. Iba a dejar ahogarse a los Erik y llevarlos a Varnhem para enterrarlos y no se hallaría ninguna señal en sus cuerpos ni de cortes ni punzadas. Se diría que estaban pescando truchas asalmonadas cuando una de las muchas tormentas repentinas del lago Vättern se llevó sus vidas.

A Sune le invadió una pena doble al enterarse. Tal vez lo que más le preocupase no fuera la vida de los hermanos príncipes Erik, sino que esa información que acababa de recibir era del tipo por la que debería volver a Forsvik y, por tanto, separarse de Helena. A menos que encontrase una forma de avisar a los Erik…

A menudo, en las comidas del atardecer, se sentaba cerca del príncipe Erik y de sus hermanos, aunque todos se negaban a hablar con él. Lo trataban como si fuera invisible, tal como se merecía un traidor. El príncipe Erik se había lamentado en más de una ocasión, en voz alta para que lo oyeran todos, de que Ebbe Sunesson no hubiese podido cortarle la cabeza a Sune aquella vez, pero que quizá no era todavía demasiado tarde.

Como si fuese una deshonra especial sentarse cerca de Sune, se turnaban en ese sufrimiento. Una noche en que el príncipe Erik se sentó más próximo a él, llegó el momento que Sune había esperado con creciente preocupación. No podía dudar, debía suceder ahora.

—El rey tiene por propósito hacer que pronto os ahoguen y decir que una tormenta se os llevó durante la pesca. Os queda poco tiempo para huir —dijo en voz baja pero sonriendo al entregarle al príncipe Erik un trozo de carne con una reverencia de cortesía.

—¿Y por qué iba a creer a un traidor como tú? —refunfuñó el príncipe Erik, aunque no muy alto.

—Porque soy un hombre del señor Arn y no del rey, y porque tendría una cabeza menos si alguien llegase a oír estas palabras que ahora intercambiamos —dijo Sune mientras cortésmente servía más cerveza de una jarra.

—¿Adonde podemos huir? —susurró el príncipe Erik, de repente tenso y serio.

—A Forsvik. El señor Arn tiene allí protección y jinetes —respondió Sune y alzó su jarra de cerveza—, Pero es urgente, no os quedan muchas noches.

El príncipe Erik asintió con seriedad y para sorpresa de sus hermanos alzó su jarra de cerveza hacia Sune.

Dos días más tarde hubo una gran conmoción al descubrirse que el príncipe Erik y sus hermanos habían huido. Nadie sabía cómo ni adonde, y no sirvió de nada que se azotase a los vigilantes que habían estado de servicio aquella noche.

La desconfiada reina Ingegerd lanzaba largas miradas de desprecio hacia Sune, pues le parecía haber visto cómo él y el príncipe Erik, en contra de sus costumbres, habían mantenido una breve conversación en susurros hacía no demasiado tiempo. El rey Sverker opinaba que era imposible que precisamente Sune, ese escudero valiente y fiel, pudiese haber advertido a la camarilla de los Erik. Porque, ¿cómo iba él a saber lo que se movía en las mentes del rey, de la reina y del mariscal? ¿Quién de los tres podía haber revelado algo así? ¿Podría Ebbe, cuyos sentimientos hacia el joven Sune no eran un secreto después de la humillante derrota, haberse confiado a él? Si no era así, ¿podrían haberlo hecho él o la reina? No, los Erik habían tenido suerte y eso era todo. Además, estaba claro como el agua que no tenían muchos motivos para sentirse demasiado a gusto en Näs.

El rey hizo lo único que podía hacer: prometió dos marcos de oro puro a aquel que pudiese darle información acerca de dónde se escondían los Erik, porque no podía habérselos tragado la tierra.

Tardó un año en saber que los cuatro se escondían en una finca en la parte norte de Götaland Occidental, una hacienda de los Folkung que llevaba por nombre Älgarås. Ordenó a Ebbe Sunesson que armara a un centenar de jinetes y que regresara con ellos vivos o bien con sus cuatro cabezas.

Sune se enteró aquella misma noche de que los Erik habían sido encontrados y de que iban a morir. Pero aquél fue su último momento en la ventana con Helena porque lo apresaron. La reina había enviado a sus propios guardias a espiar a aquellos de quienes más sospechaba: la hija del rey y Sune.

A Sune lo arrojaron de inmediato a un calabozo, aunque no lo castigaron demasiado. Posiblemente, los soldados que lo cogieron pensaron que sería una lástima que no pudiese caminar por sí mismo al cadalso y morir con honra como ese hombre que, a pesar de todo, había demostrado ser.

Abajo, desde el calabozo, Sune oyó un tintineo de estribos y armas, lo que significaba que los cien jinetes del rey se estaban preparando para partir al amanecer mientras él se maldecía a sí mismo. Había llevado su juego demasiado lejos y se lamentaba de que el amor no sólo lo hubiera llevado a él a la desesperación y a la muerte, sino quizá también a cuatro infantes reales. La desesperación, por sí misma, constituía un gran pecado; aquel que desesperaba se cavaba su propia tumba. Empezó a rezarle a san Jorge, el protector de los caballeros y de los magnánimos.

Cuando la noche alcanzaba su punto más oscuro se oyó un discreto chirrido de llaves que abrían su celda y dos hombres con ropas oscuras entraron y lo condujeron con amabilidad pero en silencio escaleras arriba. Allí lo estaba esperando Helena. Se despidieron rápidamente y en susurros. A ella la iban a enviar ahora al convento de Vreta e hizo que él jurase que iría a buscarla. Primero él dudó y tembló ante la idea de un secuestro en un convento, uno de los actos más infames que un hombre podía cometer, pero ella le aseguró que, en primer lugar, nunca pronunciaría los votos, que era hija de un rey y que su destino no era el de una monja. Y en segundo lugar, el día que viese mantos azules acercándose a Vreta iría ella misma corriendo a recibirlos.

Entonces Sune le juró que irían a buscarla a Vreta, él y un escuadrón de sus parientes, vestidos con los mantos azules, a plena luz del día para ser vistos desde lejos.

Se besaron bañados en lágrimas y ella se separó con fuerza, respirando profundamente, y se alejó en la oscuridad.

Debajo del castillo esperaba un pequeño barco. El viento soplaba del sur y tardaría una noche en llevarlo hasta Forsvik.

Sune fue dejado frente a Forsvik al amanecer, en ropas de Sverker sucias y hechas pedazos. Sus dos acompañantes abandonaron rápidamente el puerto y se dirigieron hacia el norte. Nunca más pondrían un pie en Näs, aunque tampoco necesitaban hacerlo. Helena les había pagado con sus joyas de oro; más que suficiente para llevar una buena vida en cualquier parte.

A aquella hora temprana de la mañana en Forsvik había pocas personas en movimiento, pero cuando uno de los aprendices vio a Sune al salir al retrete, fue corriendo rápidamente a dar la alarma. En pocos instantes, Sune estuvo rodeado de aprendices furiosos y armados que lo insultaban llamándolo traidor. Pronto lo arrastraron atado de manos y pies hasta la campana grande, que era el punto de encuentro en caso de alarma. Allí lo pusieron de rodillas a la fuerza mientras esperaban todos al señor Arn, que apareció corriendo medio vestido con la cota de malla.

Cuando Arn vio a Sune, se detuvo, sonrió y sacó su puñal del cinturón. A continuación se hizo un completo silencio cuando se acercó a Sune y cortó las cuerdas que aprisionaban sus pies y sus brazos, lo abrazó y le besó las dos mejillas.

Los mozos, que ahora estaban casi todos en el punto de reunión —sólo unos pocos rezagados llegaban corriendo mientras seguían vistiéndose—, habían perdido toda su furia y se miraban interrogantes los unos a los otros.

—¡Pensad en las palabras de Dios, todos vosotros de Forsvik! —dijo Arn al alzar su brazo derecho ordenando que prestaran atención—. Lo que veis no es siempre como lo veis, y nunca juzguéis a nadie por sus ropas. Éste es vuestro verdadero hermano Sune Folkesson, que a nuestro servicio y poniendo su vida en peligro ha sido informador en Näs entre los Sverker. Fueron las palabras de Sune las que salvaron la vida al príncipe Erik y a sus hermanos, por eso vinieron a nosotros y se libraron de la muerte a manos del traicionero rey. ¡Todos aquellos que pensaron mal de Sune deben pedirle primero perdón a Dios y luego a Sune en persona!

Los primeros en acercarse para abrazar al recién llegado fueron Bengt Elinsson y Sigfrid Erlingsson. Luego los siguieron todos los demás.

Arn ordenó que se calentara la casa de baño, que llevaran ropas nuevas de Folkung y que quemaran los harapos rojos que vestía Sune. Éste intentó objetar que regresaba con noticias urgentes y que no tenía tiempo para baños, pero Arn se limitó a sacudir la cabeza con una sonrisa y repuso que no había nada tan urgente como para no pensar antes de salir corriendo. Comprendía muy bien que lo que había hecho que Sune abandonara su misión en Näs no era una tontería, ya que Sune se había atrevido a proseguir en su peligrosa labor incluso después de haber salvado al príncipe Erik y a sus hermanos.

De todos modos, Sune se apresuró en darse un baño y todavía estaba vistiéndose con sus ropas Folkung mientras murmuraba una bendición de camino a la casa de Arn y Cecilia. Allí dentro lo esperaba pan sarraceno recién hecho y una fuerte sopa de cordero, el señor Arn en persona y la señora Cecilia, que lo abrazó con los ojos llenos de lágrimas y le deseó la bienvenida de regreso a casa.

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