Authors: Álvaro Naira
El tren se detuvo y se abrieron las puertas. Álex y Paula bajaron sin más explicaciones.
—¡Colgados! —les gritó el coyote golpeando la ventanilla.
La parada de El Tejar estaba desierta. Se la recorrieron entera; tenía una curiosa forma de horquilla y las dos vías se separaban al llegar, dejando los andenes en medio. Al otro lado de los raíles había una caseta para controlar la señalización. Hacía un poco de calor —fue en el puente de mayo entonces, pensó— y el pasto quemado parecía un montón de rastrojos. Álex se había encendido un cigarro; Paula se sentó en el banco metálico, le cogió una calada y se lo devolvió.
—Cuando llegué de Oviedo me encantaba hacer esto. El abono transporte era un billete hacia cualquier parte. Me subía en el metro y me bajaba en una estación porque me gustaba el nombre, a ver qué me encontraba allí. Estuve en Las Musas, en Pirámides, en Esperanza, en Acacias, en Laguna, en Estrella...
—En Empalme... —había susurrado él, cogiéndole los brazos, levantándola del asiento y estrujándola contra su cuerpo.
Ella se rió. Le lucían los ojos. Entreabrió los labios, le ciñó la cabeza con las dos manos y le dio un beso largo, apretado, de los que salen de dentro.
—¿Damos una vuelta?
Él se había encogido de hombros.
—Cualquier cosa antes que verle la cara al chacal. Pero este sitio es una puta mierda, princesa.
Paula miró a los dos lados, saltó a la vía y cruzó.
—No. Sólo está seco.
Él la seguía con el pitillo en los labios. Contempló los cascotes de los raíles, negros como carbones, y el sendero de arena rodeado de cardos y pajas, con algunos matojos verdes de escobas y retama.
—Vale, no es Muniellos —había asentido la chica mientras él levantaba una ceja—. Pero más adentro tiene que haber ciervos.
—Al menos no hay un alma. ¿Echamos un polvo? Creía que bajábamos para eso.
—Creías bien.
Se habían puesto a buscar un sitio, recorriendo el camino que serpenteaba entre las encinas de la dehesa. Las vías quedaban a su izquierda, pero nunca demasiado lejos. Después del puente y un muro semiderruido al lobo se le acabó la paciencia y acabaron follando de pie, apretados contra la valla del Pardo, mientras Paula gemía y aferraba los alambres con los dedos. Un tren pasó a su espalda y se detuvieron para saludar, desternillados. Cuando acabaron, se sentaron junto al letrero de Prohibido el Paso.
—Es absurdo —declaró ella, encendiendo un pitillo—. Es patrimonio nacional. No entiendo por qué está vallado. Tampoco creo que sea nada fuera de lo común, pero al menos tiene árboles.
—Si quieres nos colamos —había sentencidado él tranquilamente, poniéndose de pie y quitándose el abrigo—. Sujeta.
El lobo había saltado la verja con agilidad de gato, cogiéndose a la escuadra de metal y esquivando los espinos. Paula le lanzó el sobretodo y trepó detrás de él sin dificultades, con el cigarro en la boca. Lo apagó con sumo cuidado y guardó la colilla entre los cordones de las botas para tirarla luego, como siempre hacía cuando estaba en el monte. Riéndose, se habían adentrado en el encinar. Estuvieron caminando un par de horas, sin toparse con más que con un triste conejo encamado. Álex gruñía y recordaba Asturias.
—Este verano nos volvemos a ir. En cuanto acabe selectividad —decía ella.
Se les había hecho casi de noche dando vueltas, y habrían seguido hasta la mañana de no ser porque oyeron a un guarda a lo lejos, distinguieron la silueta armada con rifle —
joder, es zona militar
, susurró Álex— y el grito de “¿quién va?”. Habían emprendido la retirada a toda velocidad, entre carcajadas, a ratos corriendo, a ratos al trote y otros andando apaciblemente con toda la chulería del mundo. Se habían encontrado con una pareja de ciervos y trataron de espantarlos con la mirada —dos siniestros de dieciocho años en mitad del Pardo, quietos como rocas, con los ojos bajos y una sonrisa desagradable abierta en la cara—, sintiéndose muy satisfechos al ver que se alejaban a zancadas. Cuando regresaron a la vía, aún se estaban riendo. Sentados en el terraplén, compartieron un pitillo para compensar el jadeo.
—Ha sido una gilipollez pirarnos —concluyó el lobo con una sonrisa despectiva—. ¿Qué coño nos iba a hacer? ¿Pegarnos un tiro?
Ella había subido las pupilas y las comisuras de los labios.
—Caza mayor.
Se miraron a los ojos, se enrollaron primero despacio, después con furia, y se quedaron abrazados junto al letrero metálico.
—No me apetece nada que nos vayamos...
—Pues no nos vamos. Que le follen a Jaime, a su partida de rol y a su puta barbacoa. No me gusta la carne quemada.
—Qué va. Tenemos que irnos. Tengo la píldora en la mochila.
—Joder... —se había quejado él—. Qué puta pereza.
Ella se quedó callada, circunspecta. Madrid estaba iluminado a lo lejos.
—Me quedaría así siempre —se había acurrucado contra él, meditabunda, abriendo el tono de las interminables conversaciones de arreglar el mundo propias de la adolescencia—. ¿Cómo crees que estaremos dentro de cinco años?
—Muertos —contestó él sin pensárselo.
Ella frunció el ceño. Miró para otro lado. Acabó sonriendo.
—A mí me gustaría tener tres hijos. ¿Y a ti?
Álex soltó una carcajada dañina, sin tomárselo en serio.
—¿Tres? Joder, princesa. Ni que fueras del Opus —le dio un tiro al cigarro—. Yo acabaré con sobredosis de heroína, como los capullos de Skinny Puppy; pero yo no fallaré. Es la polla; parece que no puedes ser una estrella sin darle al caballo —había dicho torciendo la boca, y Álex pensó con ironía que, de hecho, el oráculo se había cumplido: apenas un par de años después de que tuviera lugar esa conversación, uno de los integrantes del grupo la palmaba con la jeringa, como tantos otros.
—Imbécil —se había reído Paula, dándole un empujón—. Hablo en serio.
—Y yo —respondió alegremente, pero acabó por adoptar una expresión severa—. Vale. ¿La verdad? Dentro de cinco años me gustaría seguir igual. Sentirme como me siento en este instante. Estar por dentro tan vivo, tan fuerte y tan libre como ahora. No domesticarme —subió los hombros—. Simplemente. Antes de perder, abandonar la partida. Ya sabes.
Ella había soltado el aliento, mirándolo como si no existiera otro en el planeta. Le besó con fiereza, lo apretó entre los brazos, le cabalgó, le metió las manos bajo la camiseta y le arañó surcos en la espalda. Murmuró en su oído, mordiéndose el labio inferior: “A mí también”. Se separaron sonriendo. “Pues hagamos una promesa”, habían decidido; cosas de críos. Se levantaron para atravesar las vías a saltos; una estaba más baja que la otra, como un escalón de gigante. Iban caminando por el reborde de arena, cerca de la estación, cuando Álex echó una ojeada.
—Tenemos que volver a cruzar; viene un tren por este lado. Vamos a cogerlo.
—¿Qué? —exclamó ella, divisando la máquina en el horizonte—. ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes a qué velocidad van?
El lobo sonrió. La agarró del brazo y le dio un tirón, lanzándose sobre los raíles.
—¡Corre!
Habían recorrido los travesaños entre tropiezos frenéticos, oyendo el traqueteo inmediato. Volaron hasta la plataforma a toda velocidad, mientras los vagones pasaban a su lado cortando el viento. Tomaron el cercanías justo antes de que se cerraran las puertas. Con los ojos brillantes, las mejillas sonrosadas, el corazón a doscientos y la adrenalina de punta, se sentaron. Recordaba perfectamente, con cierta condescendencia triste dedicada a las chorradas de la edad, que se dieron la mano para sellar la promesa, y no se hicieron un corte para juntar su sangre de milagro.
Agachado sobre el andén de la parada desmantelada del Capital Ring, encogido y tiritando, el lobo se sintió de pronto muy estúpido. Podría estar ahora mismo contemplando el Parliament dorado y cobrizo por las luces, escuchando los cuartos del Big Ben, tan semejantes a una cajita de música, igual que su aspecto: parecía un joyero que se pudiera abrir y cerrar por la esfera del reloj —
like a jewellerer
, pensó Álex, cayendo en la cuenta de que había cambiado automáticamente la cabeza al inglés al empezar a acordarse de sitios de Londres y reemplazando el chip al castellano al instante, porque la torre más bien se parecía a un relicario cristiano con un trozo de santo dentro: la lengua, por ejemplo. La imagen le hizo relativa gracia y se sonrió—. Podría estar en un pub irlandés bebiendo un tanque de guinness. Podría estar en un hotel caldeado. Podría estar en una librería del Soho, o incluso en sus subterráneos echándose unas risas. Pero no; ahí estaba, a mitad de camino hacia ninguna parte, helado de frío, con los labios cuarteados, hecho un ocho en el apeadero de una vía inexistente, pensando. Y recordando. Miró la hora y se asustó; eran las cinco de la mañana. Apenas podía mover el cuerpo. No tenía ni puta idea de dónde se encontraba y le quedaban tres horas escasas para llegar a Heathrow. Se puso en pie y a trompicones siguió caminando hasta unos túneles cerrados con candado. Volvió sobre sus pasos, encontró una escalera y apareció en un barrio residencial que no conocía. Bajó la avenida, deteniéndose en los mapas de las paradas de autobús para orientarse. Acabó por pillar un taxi, pidiendo factura para pasarle la cuenta a Square. Cuando llegó al aeropuerto veinte minutos antes de que saliera el vuelo, vio los relojes y le entraron ganas de golpearse la cabeza contra la pared: había olvidado cambiar la franja horaria de Madrid a Londres y tenía por delante casi hora y media de espera. Merodeó por el duty free y acabó por comprar algo, antes de arrastrarse hacia el avión para regresar a Madrid.
Paula salió del restaurante por la puerta trasera, deshaciéndose el peinado. Estaba ya dispuesta a atravesar el tramo de Gran Vía por delante del banco a toda velocidad, con los ojos fijos en el suelo, cuando vio que el asiento lo ocupaba una pareja de viejos. Se giró, intentando localizar la figura de Álex embutida en el sobretodo de cuero encaramada sobre las barras que separaban la acera de la calzada. Dio media vuelta y se asomó a la bocacalle. Echó un vistazo, sorprendida de verdad de no encontrarle allí. Se acercó de nuevo al banco y, tras un par de titubeos, se sentó al extremo. Esperó un rato y le preguntó la hora al anciano: habían pasado diez minutos. Aguardó otros cinco, mirando hacia los dos lados, convencida de que aparecería en cualquier momento caminando al trote sobre las botazas de cuero y remaches, con una sonrisa cáustica detrás del cigarro y la rosa en la mano, susurrando: “¿Me estabas esperando?”. Le cabreó tanto la idea que se incorporó. Cotilleó disimuladamente la muñeca de la gente que deambulaba, negándose con tozudez a preguntar otra vez, como si de esa manera fuera menos evidente que estaba pendiente del reloj. Cuando distinguió las manecillas de un tipo, apretó los puños. Llevaba media hora allí, como una estúpida.
—Sí que te has rendido pronto, Álex —murmuró para sí, mascándose el pensamiento y deglutiéndolo. La puso furiosa la sensación de orgullo herido; se concentró en el alivio que suponía que no estuviera y que no fuera a venir más a descolocarle la vida. A zancadas rápidas, con el bolso de mercadillo golpeándole en el muslo a cada paso, se fue a su casa. No pudo evitar volver la cabeza en un par de ocasiones, por si aparecía de repente. Entró en el piso arrastrando los pies. Se descalzó, colgó la larga chaqueta de punto y saludó a Javi, que tecleaba en el ordenador con una película puesta en la tele.
—Hola.
—Paula. ¿Qué tal el día?
—Como todos.
—Fran está acostado ya —le informó tirando la ceniza a un plato con migas que tenía en la mesa de al lado—. Ha sacado a Bowie y al sobre. El Jaime es un negrero; se sienta en la silla y da instrucciones... Yo de mayor quiero ser como él.
—Genial. ¿Has fregado los platos?
—Ahora lo hago.
Paula sonrió.
—Ya.
—¿Ya? —el coyote separó la silla y la miró—. ¿Sin más? ¿Nada de “si no friegas mañana no comes”? ¿No piensas soltarme un bocado, chica? Me vas a malacostumbrar...
—Para qué, Javi —suspiró—. Los dos sabemos que al final me tocará hacerlo a mí. ¿Me das un cigarro?
El coyote la miró de forma extraña.
—Claro, pilla.
Paula apartó las cortinas de la terraza cubierta para ganar metros de casa, abrió el ventanal y se acodó en el aluminio.
—Hoy es luna llena.
—¿Ah, sí? —dijo Javi—. Pues nada, ponte a aullar tranquilamente, que yo me meto tapones en los oídos. A Fran ya sabes que no le despierta ni una locomotora rodando sobre su tripa —añadió entre risas—. Seguro que el Álex anda haciéndolo o poco le conozco —desplegó la ventana del chat—. Bingo. No está en el IRC así que o anda follando o cantándole a la luna. O durmiendo. Pero eso sería de ciencia ficción: aquí el único capaz de irse a sobar a las nueve de la noche es tu novio, tía. Claro que si yo me despertara a las seis de la mañana...
—Javi, cállate —le pidió Paula—. No se ve la luna con tanto edificio... —susurró.
—Fascinante. Para decirme eso, Paula, ya podía seguir criticando al capullo de mi hermano. No pienso ir a buscarte la luna, chica.
—Ni yo te lo he pedido, Javier —replicó ella. Encendió el pitillo rascando una cerilla contra la lija y aspiró suavemente. En la televisión sonaba una voz metálica y afeminada acompañada por pitidos y silbos—. ¿Puedes bajar la tele, joder? —le gritó Paula de malos modos.
—Pero si no está alta...
—Pues apágala, coño. Te habrás visto esa mierda cuarenta veces.
—No me da la real gana apagarla, Paula. Me apetece verla.
La chica apretó los dientes.
—Me tienes harta, Javi. Estoy harta de que te tires todo el día con internet y viendo películas, de que no hagas una mierda en casa, de que no pongas dinero, de que vivas de nosotros. ¿Sabes que eso tiene un nombre, Javier?
Gorrón
. Eso es lo que eres. Y Fran te lo consiente porque es gilipollas.
Javi subió las cejas y evitó el enfrentamiento.
—Mira, Paula, no te he dicho nada como para que te pongas así. Si has tenido un mal día yo no tengo la culpa. Muérdete la lengua un ratito, ¿vale?
La chica bufó.
—Mejor no, que igual me enveneno, ¿no?
Javi sonrió de lado a lado de la cara.
—Tú lo has dicho, no yo, chica.
—Javi, quiero que sepas una cosa —le amenazó—: este mes no pienso poner tu parte del alquiler, ¿me oyes?