Authors: Álvaro Naira
—Sssh —chistó él—. No hables tan alto.
—¿No decías que tu hermano no se despertaba ni a martillazos?
—Paula —le dijo acercándose al ventanal abierto—. ¿Qué coño te pasa?
—¿Me quieres dejar fumarme el cigarro tranquila? ¿Me tienes que joder hasta los únicos cinco minutos que me tomo para mí al día?
—De puta madre —volvió al ordenador y empujó la mesilla deslizante del teclado—. Lo has conseguido, Paula. Me voy a mi cuarto. ¿Satisfecha?
—Hasta que no te vayas de casa, ya sabes que no.
—Hala, venga ya... —resopló él—. Qué leche gastamos hoy. ¿Es que estás con la regla?
Ella le soltó un improperio enorme. Si le hubiera tenido a tiro, le habría lanzado el bolso a la cara. Cuando se apagó la luz del salón, la chica se fumó el resto del pitillo mirando el cielo grisáceo, con las estrellas apagadas por la luz de las farolas, pensando. Soltó el aliento con resignación al oír el lloriqueo del perro en la cocina y el sonido de las uñas contra la puerta. Lanzó la colilla a la calle, se levantó, le hizo unas caricias desganadas, fregó los cacharros, cerró y se metió en el cuarto. Fran abrió un ojo.
—Hola, Paula —murmuró—. ¿Qué tal el día? Estoy machacado... hasta me ha tocado pintarme el local.
—Joder —gruñó ella, desnudándose y sacando una camiseta interior salpicada de fresitas del cajón—. Es que eres idiota, Fran. Ése no es tu trabajo. ¿No puede pagarse Jaime un pintor?
Se quitó el sujetador de cazuelas y lo echó al suelo. Se puso la camiseta y apartó la manta.
—Déjame sitio.
—¿Quieres que lo intentemos...?
—No, estoy cansadísima. Y me duele un poco la cabeza —respondió tapándose y dándole la espalda—. Mañana será otro día.
Él guardó silencio. Al cabo de un rato volvió a hablar.
—Oye, ¿te ha bajado la regla?
—¿Te crees que no te lo hubiera dicho? —replicó ella.
—Entonces puede que ya...
—¿Por un día de retraso? Venga ya. Me niego a andar con el predictor cada dos por tres para pegarme otra desilusión —botó en el colchón, cambiando de postura—. Buenas noches.
Hundió el rostro en la almohada. Cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, se pasó un rato contemplando los dígitos del despertador, la manecilla del armario, una forma curiosa del gotelé, la moldura de la puerta.
—Fran... ¿recuerdas cuando desapareció Álex? —preguntó finalmente, en voz baja.
No recibió respuesta. Paula suspiró. Fran se había quedado dormido.
El lobo se bajó del autobús en la plaza de Cibeles sobre las doce de la mañana. Bostezando y frotándose los ojos, se subió por Barquillo y fue callejeando hasta su casa. Se detuvo frente a una floristería pijísima de Hortaleza y decidió entrar, por si las moscas. Sonrió al ver que el florista cerraba la caja registradora de golpe como si fuera a atracarle. Preguntó y se quedó completamente flipado del precio de una rosa; le dieron ganas de mandarles a la mierda y soltar que había un chino a dos pasos que las vendía a veinte duros, pero como no estaba seguro de que siguiera ahí y no tenía ninguna gana de arriesgarse ese día —Paula, pensaba, debía de estar que mordía—, compró dos, después de tragarse con los ojos como platos media lista de denominaciones técnicas a cual más redicha sobre los tipos que tenían: que si híbridos de té, baccará, belinda, norita y otros tantos nombres de telenovela venezolana. Cuando consiguió reaccionar, cortó en seco al florista con un: “Una rosa, joder”. Aún lo flotó más al contemplar cómo les ponían un plástico absurdo y un lazo, que el dependiente friccionó con el filo de unas tijeras para que hiciera ricitos. No explotó en carcajadas porque estaba demasiado a cuadros y bastante dormido. Según iba por la calle les sacaba las tonterías y las tiraba a la papelera. Ya le parecía lo bastante cursi y ridículo andarse con flores como para que encima vinieran trajeadas y con pajarita. Estaba absolutamente matado; se le doblaban las rodillas al caminar, pero trotaba a buen paso, deseando llegar cuanto antes a su casa. Cuando se quitó la ropa y se tiró en la cama, conectó la alarma del móvil, encontrando de lo más útil el aparatito y rogando que Paula saliera a las siete y media de la tarde y no a las cuatro y media. Se quedó frito al instante y se despertó raramente desubicado, con la sensación pegajosa de que sólo había dormido cinco minutos. Se espabiló como pudo, se duchó a toda velocidad y salió por la puerta con el abrigo y la mochila en la mano, apachuchando las rosas y forcejeando con la camiseta negra para metérsela por la cabeza. Se bajó a toda hostia hasta Plaza de España, tragándose a la gente que se le ponía por delante. Llegó justo cuando la chica iba a cruzar la calle.
—¡Paula! —le gritó, alcanzándola.
Ella se volvió. Su cara era un poema.
—Joder —resolló él—. Menos mal que te pillo. Ayer no pude venir porque estuve...
—¿Te crees que me importa dónde coño estuvieras? —cercenó ella la excusa, y explotó para empezar a echar espumas por la boca—. ¿Un día estás y al siguiente no? ¿Y mañana, qué? ¿Te esfumas otros siete años sin dar una puta explicación? —la voz empezaba a sonarle demasiado aguda, histérica—. ¿Te crees que puedes entrar y salir de mi vida cuando te da la gana? —apretó los dientes hasta rechinarlos—. Escúchame bien porque no lo voy a volver a repetir:
vete a la mierda
, Álex.
—¡Hostia puta! —él se dobló, jadeando todavía de la carrera que se había pegado desde Fuencarral—. Mira, me he tragado dos vuelos y he dormido una mierda y aun así aquí me tienes. Estaba en Londres, joder, y no de excursión, sino de presentación del curro ante un montón de yuppies, coño.
—No tengo por qué creerte, Álex —murmuró, y empezó a andar para irse antes de que la ablandara—. Y además, me da igual. Adiós.
Él la sujetó.
—¡Si me dejaras hablar te lo hubiera dicho! ¡El domingo ni siquiera viniste a currar y me estuve todo el puto día en el banco como un gilipollas! ¿Eso no cuenta? ¡Igual que el miércoles, hostia, que ya estaba a punto de ponerme un cartel delante con un “Sólo me lo gastaré en vino” a ver si me echaban dinero!
A la chica se le escapó una sonrisa sin poder evitarlo. Intentó apretarla para que no se notara.
—No te rías que no tiene ni puta gracia. ¿Qué pasa, que te mola tenerme colgando la lengua y moviendo el rabo a tu alrededor? Muy bien. Di que sí. Tú despóllate de mí —Álex bufó y se libró de las rosas—. Ésta es la de hoy, y ésta la de ayer. Mastica, traga y escupe los pinchos. Y tengo otra chorrada para ti, pero como es de las que dan vergüenza ajena espérate antes de tirar las flores, que así no te haces dos veces el camino hasta la papelera.
Paula elevó las cejas.
—No le he quitado el precio para que vieras que he estado en Londres porque sabía que no me ibas a creer. Vale, en realidad es del duty free, lo admito. Pero está en
pounds
, que es lo que cuenta. Hale, toma.
La chica desorbitó los ojos al apretar la bolsa.
—¿Un peluche? —soltó sacando un muñeco blanco y gris—. ¡Venga ya!
—En teoría es un lobo según la etiqueta, Paula, aunque parezca un aborto de gomaespuma con bigotes. ¿No querías cachorros? —preguntó con una sonrisa mordaz—. Pues ya tienes un lobito. ¿Nos vamos a follar? Dime que sí, que estoy hasta los huevos de ñoñerías. Que yo tengo una reputación, Paula, y anda bajando a toda velocidad desde que me paseo por la calle con florecitas en la mano. De esto a leer novelas rosas, usar cremas hidratantes para el cutis y llevar zapatillas de conejitos va un paso, joder.
Paula contenía a duras penas las carcajadas. De pronto, se le cruzó un pensamiento por la cabeza y dejó de reírse en seco.
—Álex... —susurró—. Necesito hablar con alguien.
—¿Alguien? ¿Alguien? —el lobo se rebotó—. ¿Te vale cualquiera? ¿Paramos al capullo que acaba de pasar? ¡Sí, te lo digo a ti, gilipollas! —le gritó a un tipo que giró la cabeza, aunque se refería a otro—. Paula —resopló volviéndose hacia ella—. Si necesitas hablar con “alguien” te pueden dar por el culo pero bien. Preferiblemente, yo —añadió, y luego hundió los hombros—. Y como soy subnormal, si necesitas hablar con “alguien”... pues aquí me tienes, joder. Pero me gustaría que quisieras hablar
conmigo
.
—Quiero hablar con
alguien
, Álex... Lo siento por tu ego, pero yo no tengo amigos —dijo ella sin amargura, como constatando un hecho—. No suelo caer bien, ya sabes. A mí sólo me aguanta Fran, y a ratos. Me debes un café. ¿Me lo pagas?
—Preferiría plantar la polla encima de la mesa e invitarte a merendar, pero bueno. ¿Me das la manita por lo menos? ¿No? Perfecto, porque prefiero ir del culo.
Paula pestañeó. Álex, con total naturalidad, le introdujo la mano izquierda en el bolsillo trasero del pantalón. Al lobo le latía el corazón como un caballo al galope, pero por fuera era la pura imagen de la indiferencia.
—Álex —la chica se quedó tiesa—. Ya vale.
Él la rodeó con el otro brazo y le metió la derecha en el otro bolsillo.
—Álex —repitió ella. Le estaban empezando a temblar las piernas—. Para.
—
¿Seguro?
—rugió roncamente, apretándosela contra el cuerpo, empujándola de las nalgas hasta que estuvieron pegados.
Paula tomó aire.
—Sí.
El lobo se separó con un suspiro.
—Tomar un café y hablar con
alguien
. De puta madre. ¿Y en la cama qué haces, princesa? ¿Contar ovejitas?
—Álex...
—Vale.
Cruzaron la calle y subieron San Bernardo. Se metieron en la cafetería que había pasando una tienda de cómics y se sentaron al fondo del todo. Álex valoró el estado de su estómago y se arriesgó a pedir un café solo. Paula se colocó enfrente de él. No parecía saber ni por dónde empezar. El lobo esperó con las manos estiradas sobre la mesa, tamborileando. Se encendió un cigarro; lo puso en la muesca del cristal del cenicero. Volvió a cogerlo, le dio un tiro y lo dejó ahí.
—¿Y bien?
Paula no abrió la boca hasta que les trajeron los cafés. Entonces, subió los párpados y le miró de una forma que le partió el alma.
—Fran y yo estamos intentando tener un hijo —dijo, como si se tratara de una sentencia de muerte.
Álex no se cayó al suelo porque estaba bien sentado. Tragó saliva. Le dio un sorbo al café. Iba a encenderse un cigarro por hacer algo —ya lo tenía en la boca y estaba rebuscando el fuego— cuando vio que tenía otro en el cenicero. Guardó en la cajetilla el que había sacado, recogió el antiguo, dio una calada, lo sujetó entre los dedos e hizo un par de volatines con él, paseándolo de una falange a otra evitando quemarse.
—Eh... ¿Enhorabuena? —acabó por soltar.
—Llevamos meses intentándolo —siguió ella atropelladamente—. Yo ya dejé la píldora; me advirtió la ginecóloga que tardaría un poco en quedarme embarazada porque llevaba tomándola muchos años.
—Pues nada, nada —farfulló—. A follar mucho y sin condón hasta que suene la flauta.
—Álex...
—¿Qué coño quieres que te diga?
—Nada. No quiero que digas nada. Quiero que me escuches. Sólo eso. ¿Puedes hacerlo?
El lobo clavó los codos sobre la tabla de plástico de la mesa. Unió los dedos y apoyó la frente contra ellos, echando el aliento entre los dientes. Luego, subió la vista.
—Sí. Puedo hacerlo. Si no quieres que diga nada, me callo. Pero para eso igual te vale un armario...
—Álex —musitaba ella—, yo creo que me he precipitado.
—Hostia, la primera cosa coherente que te oigo decir hoy, Paula.
—Pero ya no puedo dar marcha atrás. Esto es como una bola de nieve. Es la consecuencia lógica. Nos fuimos a vivir juntos hace años. Las cosas no iban bien del todo. Te va pasando la vida por encima y te va matando todas las ilusiones hasta que ya no te queda nada. Es la rutina. Es la costumbre. Es la
inercia
. El tiempo, que todo lo araña, todo lo come, todo lo traga y lo mastica. Yo siempre he querido tener hijos... Era la única cosa a la que no estaba dispuesta a renunciar —le miró por el rabillo. El lobo no dejaba de moverse en la silla y de repiquetear con los dedos—. Pensé que tener un niño nos uniría. Es lo que hace la gente. La vida, Álex, no es un camino de rosas. No es todo follar, alegría, felicidad y sin preocupaciones. La vida es
otra cosa
. Ya no tenemos dieciocho años.
—La vida es lo que tú quieres que sea, Paula —murmuró él, consciente de que la chica no le escuchaba.
—... No es que nos sobre el dinero. A mí me explotan todo lo que quieren y me pagan una limosna. Y no me atrevo a dejarlo y a buscar algo mejor, Álex. ¿Y si no encuentro otra cosa? Yo dejé de estudiar y no tengo ningún talento especial. No hay nada que se me dé maravillosamente bien. A vosotros los ordenadores os encantan. A mí... ya no me gusta nada. No valgo para nada en particular, ¿qué voy a encontrar? Fran gana bastante, lo que a Jaime le da la real gana darle. Si le echara cojones le pagaría más, porque Jaime se hace pis encima si lo amenazas; y lo sé porque lo he hecho. La cuestión es que entre los dos...
podíamos
tener un hijo. Así que empezamos a intentarlo, sin agobios, con muchísimas ganas, al menos por mi parte... Fran... Fran no es como tú, Álex, pero en esto
sí
. Le aterra la idea de ser padre. Por otros motivos, claro. Dice que no se cree capaz, que no está preparado. Como si lo hubieran estado nuestros padres, fíjate qué tontería. Hace unos meses apareció Javi en casa —torció el labio pensándolo— y ahí empezaron los problemas.
—No te creo —la interrumpió él, que se había tragado el discurso entero sin hacer otra cosa que mirarla con ojos vidriosos y la boca bien cerrada.
—¿Qué?
—Que no te creo. Te conozco, Paula. Y también conozco a Fran, mejor que su madre. Ahí no empezaron los problemas. Mira, Fran es mi amigo. Mi puto mejor amigo, aunque él me deteste y yo le vea una vez cada siete años. Yo sé de qué pie cojea, Paula. Le faltan huevos, y eso a ti te revienta, ¿me equivoco? Javi se planta en tu casa y Fran le saluda moviendo el rabo en lugar de mandarle a tomar por culo. Aunque lo esté deseando, no se atreve a enseñar los dientes. Fran es
bueno y servicial
. Como un perro de la ONCE. Punto. ¿Te vale con eso? Porque no es más. No sabe ni para qué sirven los colmillos que tiene en la boca... —le dio una calada al cigarro y soltó el aire en una exhalación—. Así que Javi vino a tocar los cojones y el otro no dijo ni pío; y ésa es una. ¿Cuántas más me vas a contar? Paula, ¿en qué estabas pensando cuando empezaste con él? Te lo digo en serio.