Authors: Álvaro Naira
—Haller, hay que trabajar para el dios —replicó Lázaro, armándose de paciencia—. Vos, aunque no lo creas, ayudás al Lobo con cada pequeño acto de tu existencia. Cuantas más vidas, más intensas y poderosas, largas y fructíficas tengas, más preparado vas a estar para liberarte de la
samsara
y llegar a la verdadera lucha.
—Joder, acabo de dar un salto de éstos en que te quedas enganchado a los cuernos de la luna con los colmillos —declaró abriendo mucho los ojos, con una expresión fingida de atenta fascinación—. Me despego del suelo. ¿En plan Pressing Catch? ¿El Cuervo a mi derecha y a mi izquierda Yahveh? ¿Cristo? ¿Alah? ¿Buda? ¿Todos a la vez?
—Llamalo como quieras. No dejan de ser el mismo.
—Dios, qué místico —dio una calada y expulsó el humo—. Cuánta espiritualidad; me mareo.
Ossian se partía en dos, pero Lázaro sonreía con seriedad irónica.
—Si tenés vértigo no mires para abajo, lobo.
—Lucien —le cortó Álex—. Estás aún más colgado de lo que yo creía, pajarito. Demasiado elevado para mí, así que si me disculpáis, voy a efectuar algo terrenal —se puso en pie—. Voy a mear.
Y se alejó del auditorio para orinar junto a un abeto frondoso que había detrás del escenario. Cuando regresaba, divisó la figura conocida de la cabra alpina con el pelo rubio enredado y la barbita ridícula, que estaba llegando con un par de chicas. Se acercó en dos trancos al satánico.
—¡Hombre! Pero si es el Gran Cabrón Tricornudo. ¿Qué tal, Santiago? ¿Te han quedado cicatrices? Si no tienes ninguna herida de guerra, te hago alguna enseguida para que vayas luciéndola yendo de hombre duro por la vida.
El satánico se quedó tieso. Estuvo a punto de echar a correr, pero le miraban sus dos amigas.
—Haller, me llamo Tiago, no Santiago —replicó con la voz tensa—. ¿Quieres ver mi DNI?
—¿Ah, que viene de familia?
—Haller. No te he dicho ni pío. Déjame en paz.
—Culpa tuya: llevas encima un cartel así de grande en el que pone “Pégame”. Y nadie te ha invitado a venir, así que si esto no es una provocación, que venga dios y lo vea.
—Que te follen. Yo también hablo en el canal y voy a donde me da la gana.
Álex sonrió tranquilamente. Dio una calada.
—Voy a contar hasta cinco, satánico —tiró la colilla—. Corre si quieres. Pero preferiría que no lo hicieras, porque tengo unas ganas de partirte la boca que no puedo con ellas. Creo que en mi puta vida le he dado dos palizas a la misma persona. No suelen venir a por más; espero que te sientas especial. Uno...
—Dos...
—Tres...
Tiago se mordió el labio y se alejó a toda velocidad. Álex le contempló unos segundos con una mueca y se volvió con Lucien y Ossian. Hablaban de los peligros de dejar de creer, del momento en que el edificio ideológico se tambalea y está a punto de derrumbarse. El lobo sentó cátedra al momento.
—El ateísmo lo respeto y me parece de puta madre. Que haya muchos ateos; es cojonudo. Si creen que no hay nada, no hay nada para ellos. Se mueren y a la mierda con todo. Mira tú qué fácil: un humano menos del que preocuparse. Sólo me jode si tenían bicho dentro, ya sabes. Entonces el animal se va también a tomar por culo, y nunca somos suficientes... —se dejó caer en la hierba—. Bueno. Ahora en serio, Lucien, que lo de antes ha sido de coña. ¿En qué demonios crees tú?
—Haller, me temo que Lucien hablaba completamente en serio —le respondió el ciervo—. Y sí, yo también lo estoy flotando, si me preguntas. ¿Y tú decías que lo mío era complicado? ¿Y lo del cuervo, qué?
El argentino tenía una expresión serena e impasible. Álex recuperó su cerveza.
—Tío. ¿De verdad crees en eso? —preguntó, dedicándose a levantar y bajar mecánicamente la arandela metálica de apertura de la lata. Alzó la vista—. ¡Joder! Pues te lo vas a pasar de puta madre cuando te mueras, en plan final apocalíptico del Final Fantasy VII. Me alegro por ti. ¿Cuántas vidas se supone que tienes que esperar?
—No muchas —contestó el cuervo retorciendo una sonrisa carroñera y desagradable—. El planeta está en las últimas.
Álex se quedó pensativo.
—Vale —sentenció tras unos segundos de cavilaciones en que arrancó la pestaña de la cerveza—. Puede ser cierto. Por qué no. Pero a mí me la pelan Dios Lobo y el Padre Eterno. A mí me importo yo. Yo soy un lobo; yo soy mi propio dios. Soy así de egocéntrico.
—Sos cavernícola, Haller.
—Hay que pensar con las tripas y con la polla, Lucien. En cuanto se piensa con el cerebro la cagamos: ya habla el hombre.
—No importa lo que creas —dijo Lázaro encogiendo los hombros—. Es lo que va a suceder, Haller.
—No —le refutó Álex—. Es lo que te sucederá a ti. Tú crees en ello. Yo, que soy más simple, me marcharé a otro cuerpo con una sacudida de cola, una vida tras otra, hasta que incluso el alma se me haga vieja como un trapo y la pierda a cachos y se me muera. Eso es lo que yo creo: eso me pasará.
—Bendita sea tu visión terrenal del más allá, Haller... —comentó Ossian riéndose—. Pero me quedo con la mía.
—Todo el mundo tiene derecho a estar equivocado —sentenció Lázaro con una sonrisa breve.
—Venga ya. No se equivoca una mierda, Lucien —replicó el lobo dejando la lata de un golpe en el suelo—. Para él es así, joder. ¿No eres capaz de verlo?
—Haller. Sabés bien que está equivocado.
—No. Sé lo que creo yo. Sé que eso me sucederá. Sé lo que crees tú. Eso te pasará. Sé lo que creen los cristianos, y se pudren junto a sus huesos esperando la venida de su Cristo, porque creen en eso. ¡Joder, Lucien! Deja a la gente volar a su puto aire. ¿No te has parado a pensar que tu visión de cuervo no sirve para una lechuza? Qué coño, tu visión de cuervo no sirve ni para otro cuervo. Tu chica tiene sus propios misticismos que a ti no te cuenta, tío.
—Haller. Vos siempre te pensás que tenés razón sólo porque estás en la cumbre de la cadena alimentaria.
—Pues claro. A mí me molan las cimas. La pirámide trófica, joder. Yo ahí en el tope con el águila, merendándome a todo dios.
—¿Ah, sí? —intervino Lucien—. ¿Estás seguro de eso? ¿Quién está arriba? ¿Quién se alimenta del lobo muerto cuando se pudre? Haller, andá con cuidado y da vuelta el triángulo jerárquico de tu visión lobuna.
—Sí, tiemblo de pánico, cuervecito.
—Te tenías que dar de morros con un tigre o una manada leonina, Haller —se carcajeó Ossian.
—Ya lo he hecho.
—¿Y?
—Y no veas lo rápido que puedo llegar a correr —al verle a Lázaro la risa contenida, Álex apretó los dientes—. Cierra el pico, cuervo, que tú nunca te has topado con un pedazo de buitre de tres pares de cojones. Ya veríamos qué sucedía entonces.
—Haller, si tuviera un encuentro con un buitre, me sometería a su tamaño superior y a su fuerza y esperaría a que acabara de comer para empezar yo. Y me aprovecharía de su fuerte pico y sus garras; si la carroña es dura, el cuervo no puede llegar a las vísceras si no le abre la piel el buitre. Al final, el cuervo siempre espera. Siempre es el último. El que tiene la visión más completa de las cosas.
—¿Y el quebrantahuesos, tú? —preguntó Álex con una mueca burlesca.
Lucien sonrió.
—Siempre tenés que decir la última palabra, Haller. Pero los dos sabemos que yo tengo alas y vos no; los dos sabemos que mi visión tiene mayor perspectiva que la tuya, y es más acertada.
—Qué pesado eres, cojones.
Ninguna
es mejor que otra ni más cierta. Tu macarrada es tan válida como la cursilería de Ossian o como mi idea simplísima. Sólo que yo no la impongo y tú tienes a tu puta secta lamiéndote los zapatos.
—Todas son válidas —admitió Lázaro—. Unas más completas que otras.
—¿Ah, sí? ¿La visión más completa? —repitió el lobo—. ¿Tú estás en posesión de la verdad y yo estoy equivocado? Pues respóndeme a una cosa: ¿quién te ha sacado las castañas del fuego con lo de Mónica, Lucien?
Lázaro enmudeció. Álex alzó la comisura del labio.
—Lucien. Tú no pudiste sacarla de ahí porque no creías que pudieras. Yo lo conseguí, simplemente, porque
creía que podía hacerlo
. Te lo demostré. Lo has visto perfectamente. Pero tú no te bajas del árbol, ¿eh?
El argentino tenía una expresión triste.
—Triunfaste donde yo fracasé, Haller, y lo sé. Me humillaste, Alejandro, y además te tengo que dar las gracias. Pero eso no significa que...
Un poco por detrás de ellos, dos muchachos regañaban a gritos. Paula se aproximó al lobo y le puso la mano en el hombro. Apretó.
—Álex.
—Paula.
—Tienes a una pelirroja al otro extremo que lleva diez minutos sin quitarte los ojos de encima con cara de asco. Por favor, dime que no te la has tirado...
El lobo echó un vistazo y luego miró para otro lado.
—Pues me temo que sí...
Paula sonrió de forma cortante y soltó una carcajada feroz.
—Álex, qué vergüenza. Es una niña, por dios. ¿No te denunciaron los padres? —contempló a Verónica sin disimulo con el almíbar tostado de la mirada hasta que ésta apartó la vista—. ¡Si no tiene ni medio bocado!
Él sacó un cigarro de la cajetilla.
—Paula, un lobo solitario no puede permitirse remilgos con la comida —los gritos de los chavales aumentaban de volumen a sus espaldas y el parlamento de los cuervos coreaba a graznidos, como lo hacían sus pájaros cuando uno de sus compañeros era atrapado por un águila, un lince o un gato montés: cornejas, urracas y cuervos rodeaban al depredador y lo reñían, lo picoteaban, lo molestaban hasta que se marchaba, harto de aguantar las iras de todos los córvidos de la región. El lobo se volvió algo cabreado del escándalo—. ¿Qué coño pasa ahí detrás?
Lucien le respondió con expresión insondable.
—El último miembro de la bandada discute con su anterior pareja, que no parece comprender que un cuervo prefiera rodearse de gente con alas.
Álex sonrió apretadamente.
—Pero qué sectario eres, hijo de puta. ¿Les buscas noviete también? ¿Y les vigilas lo que comen? ¿Todos tus niños son vegetarianos? ¿O practican el canibalismo para acabar con los residuos del planeta?
—Haller —contestó con voz dura Lázaro—. Si supieses cuánto sufren los animales en el matadero, dejarías de comer bifes y de vestir cuero.
—Lo sé mucho mejor que tú, Lucien. Y me parece de puta madre. Me la pelaría mirando. Es ganado, joder. Que le follen. Yo como vaca, como cerdo, como cordero, como ternera. A dos carrillos y casi crudo. Es lo que soy. Es lo que hago. Yo... no como caza —musitó de pronto—. Tampoco es que me la hayan puesto más que una vez en el plato, pero no pienso comerla jamás. Ni aunque me muera del hambre. Estoy seguro de que sabe de la hostia, porque la carne libre tiene que saber a monte, a sal y a hierba, pero es... como una penitencia. Si el hombre ha creado animales idiotas, insulsos por fuera y por dentro, yo debo comérmelos, porque soy yo el culpable, y yo debo cargar con ello —Paula le puso la mano en el muslo y él continuó hablando en un murmullo ronco, lentamente—. Hasta que las cosas vuelvan a su curso, sólo mataré corzas si me muero de hambre y no hay cerca gallinas, ovejas, vacas ni yeguas. Eso sí; de ésas mataré cuantas pueda. Aunque la sangre me tiña de rojo hasta las orejas y ya ni vea, aunque no pruebe bocado porque de tanto sabor a sal y a hierro se me turbie el entendimiento, mataré y mataré; pero no al hombre. Al hombre no me atrevo. Si me habla no me atrevo.
La loba le miró e intervino con voz susurrante, ignorando completamente a Lucien y Ossian, como si estuviera recitando un ensalmo que se supiera de memoria desde hace mucho tiempo. Se le apretó, haciéndole dolorosamente consciente de su cercanía y su presencia, de la carne palpitante de la garganta y de los senos. Paula musitaba con los ojos en sus ojos:
—El “¡To, lobo!”, el maldito “¡To, lobo, lobito!” del caminante en una noche oscura de enero que aplasta las orejas; si se callara... Si se callara podría partirle el cuello, pero si me habla no puedo —ella sonrió con tristeza—. Porque hay algo en el lobo, un pacto antiguo, una alianza, una promesa: para un perro el hombre es su dios; para un lobo, su enemigo a muerte.
Él bajó la cabeza.
—Y la lucha es también interna, joder. Sería tan fácil, sería tan sencillo someterse al alma humana que llevas dentro, y domesticarse, para siempre... El deseo de brincar a su voz, sacudir la cola y colgar la lengua, acercar la cabeza y recibir palmadas en el cráneo y que te rasquen detrás de las orejas... eso está ahí, me temo.
—No sirve de nada negarlo —continuó ella—. Eso se arrastra, se lleva a cuestas durante milenios. Ahí está el desgarramiento.
—Uno de tantos.
Intercambiaron una mirada oscura, profunda, endurecida y amarga, compartiendo recuerdos y conversaciones que eran ya viejas para ellos. Álex se giró hacia Ossian y Lucien.
—Sí, joder. Es que es así; guste o no. Será el superpredador, carente de competidores por parte del hombre, pero también es el antepasado del perro doméstico. Con el lobo te llevas al animal más elegante, más altivo e hijo de puta del bosque europeo, pero también al abuelo del chucho histérico con coletas al que todos deseamos aplastar con el pie. Te tragas la culpa inmensa de haber sido la primera bestia que renunció a su libertad a cambio de calor y compañía del ser humano, su peor enemigo. Te tragas el miedo, el pánico a que en cualquier momento se te crucen los cables y dejes de disfrutar del sabor de la sangre cuajada entre los colmillos para deslizarte desde el pico del monte, y renuncies a tu puta libertad para comer carne cocinada y calentarte junto a una antinatural hoguera.
—Ésa es su tragedia —asintió Lucien, fijando los ojos sombríos en los estrellados en castaño y en oro de la loba parda.
Álex dio un tiro al pitillo.
—Es un drama como la copa de un pino, sí —se dio la vuelta hacia la discusión, ya hasta los huevos de oír berridos, y vio a una chica de la bandada muy jovencita chillándole a un chaval que le sonaba de algo. Tardó en caer en la cuenta, pero cuando lo hizo se levantó—. Perdóname un minuto, princesa. ¡Eh, Garfield! —exclamó—. ¿Cómo te va la vida? ¿Qué coño haces aquí?
Iván dejó a Cristina con la palabra en la boca y se acercó a Álex.
—Entré en el IRC y vi la fecha en que os reuníais. No tenía nada mejor que hacer.
—De puta madre. ¿Qué nick cogiste al final? ¿Micifuz? Lo digo porque tengo por costumbre patear del canal a todo aquel que lleve un nombre estúpido.