Authors: Álvaro Naira
Álex entró desternillado de risa, sin escucharle. Se iba fijando en los detalles más idiotas: en que había palmeras junto a cipreses en la entrada —“¡Palmeras!”, gritaba. “Es la polla. ¿Quién diseñó esto?”—; en que la capilla era clavadita a la estación de Atocha; en que había aseos —“Por si al cortejo fúnebre le entran ganas de cagar, porque al muerto no creo”— y fuentes —“Ni de coña bebía yo ahí. ¿Sabes por dónde pasan las tuberías?”—; en que las papeleras eran amarillo chillón; en que había señales de tráfico y paradas de autobús
dentro
del cementerio —“De puta madre, bien pensado para hacer recorrido turístico”—; y en la tumba de una folclórica con una estatua que parecía un repollo de faralaes. Pasó sin mirar una sepultura de mármol bellísima con escalinata, tres sepulcros, dos ángeles y un Cristo y se fue derechito a partirse la polla de un mausoleo fascista de líneas severas como una agrupación de bloques de hormigón, con la inscripción de “Por Dios y por España”. Lucien iba callado, meditabundo, haciéndose cruces de que a Haller no le impactara lo que
veía
y estuviera tan fresco y con esas ganas de carcajearse de todo y de todos. A Lázaro no le hacía maldita la gracia el marasmo de ánimas perdidas que se paseaba entre las tumbas, y las contemplaba sin quererlo, entre los dos parpadeos de un ojo.
En cuanto doblaron la esquina y se aproximaron a la zona en que descansaban los restos de la adolescente, Álex paró de reír. Se sacó los cascos de un tirón y se le quedó mirando con una sonrisa que parecía triturar cada palabra.
—La gente es jodidamente estúpida, ¿eh, Lucien? ¿Por qué cojones se quedan en el cementerio? Cuando yo me muera, búscame en cualquier lugar salvo junto a esta mierda de cuerpo.
Y siguió caminando al trote cadencioso, lupino, reconcentrado. Lázaro estrechó los párpados y trató de distinguirle la neblina del alma entre las miríadas que se apelotonaban a su alrededor. Llevaba al lobo extendido como una bandera que se ondeara. Con su sola presencia se abría camino entre los muertos, que se apartaban para no ser despedazados. El animal subía el hocico y husmeaba el camino al tiempo que él caminaba con las manos en los bolsillos del sobretodo y la cabeza algo gacha. Se detuvo frente a la lápida de Mónica sin dudarlo.
—¿Ves? —le dijo a Lucien—. ¿Has visto ese pedazo de cruz? El problema, como siempre, está en el puto monoteísmo. ¿No se darán cuenta de las posibilidades que se niegan al creer en un solo dios, joder? —resopló entre dientes—. ¡Si yo no digo que dejen de creer en Yahveh, hostia! Yo también creo que tiene que haber una divinidad repugnantemente humana. ¿Por qué no? ¡Lo que pasa es que se lo tiene muy creído, me cago en la puta! Es lo de siempre: el hombre considera que el resto de la naturaleza existe tan sólo para chuparle la polla, y su dios más de lo mismo, pero a lo grande. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” —empezó a recitar Álex con desagrado, como si estuviera arrancando las páginas de la Biblia y tragándose las bolas de papel entre arcadas. Lucien sonreía con los bordes—. “Creced y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”. Dos patadas bien dadas en los huevos del Padre Eterno y ya verías cómo se le bajaban los humos rápido. Además, en cuanto crees que tu dios es el único verdadero, por fuerza los de los otros tienen que ser falsos, y ahí empiezan a llover las hostias... Mira, ya viene tu cuervo —hizo un gesto con la cabeza—. ¿Qué nos habíamos apostado a que el origen del conflicto estaba en el caballero melenudo que crucifican siempre con un púdico taparrabos, porque nadie es digno de contemplar la Sagrada Polla de Nuestro Señor Jesucristo? Igual es que la tiene pequeña... —Álex sonreía con ferocidad, mientras el ave se aproximaba con dúctiles sacudidas de plumas—. Buenas tardes, Mónica —saludó cordialmente al pájaro que se había posado delante de ellos. Habría resultado educadísimo si no hubiera sido porque lo pronunció con el filtro de un cigarro en la boca, rascando la ruleta del mechero al tiempo y protegiendo la llama del viento con la otra mano, sin mirarla—. ¿Qué tal te va la muerte? Mazo de aburrida, supongo —dio una calada y apartó la nube de humo con el brazo—. ¿Por qué no nos acompañas a dar una vuelta a tito Lucien y a mí? Es buen tío, respondo por él. Un poco hijo de puta, pero ¿quién no lo es?
El ave de Mónica saltó de la cruz a la lápida. Torció la cabeza emplumada. Al vislumbrar, entre brumas, al cuervo de Lucien, graznó de cólera. Iba a lanzarse en picado a por él y Lázaro ya se disponía a desplegar dos alas negras, cuando Álex le paró estirando el brazo y empotrándoselo en el estómago.
—Estaos quietos, coño, que esto parece un videojuego. Hablemos civilizadamente. A ver, Mónica. No tienes que estar ahí, ¿lo sabes? Te voy a devolver el favor; me dijiste algo jodidamente inteligente que me ha cambiado la vida, así que te lo voy a pagar cambiándote la muerte. Escúchame con atención —aspiró a través del pitillo—. Si crees que te pierdes, te pierdes. Si no creyeras que te has perdido, no te perderías. A eso se resume todo. Así que deja de hacer el gilipollas, princesa, y vente conmigo. Ese puto cuerpo que tenías no se merece que le montes guardia. Ya tiene que estar de asco, pero es que vivo tampoco tenía nada de especial, ¿eh? Si no, me lo hubiera follado. Hablando de todo un poco: te debo un polvo, mocosa. Es muy triste morirse sin mojar, así que date prisa en meterte dentro de una cría, a ver si me pillas aún en esta vida, aunque sea un viejo verde que se abra la gabardina en los parques infantiles. Mientras se me levante, tú vienes y cometo corrupción de menores y me arrestan. Sólo tienes que buscarme y saludarme del modo siguiente: “Álex, soy la graja. Me debes un polvo”. ¿De acuerdo? Aunque tengas diez años, si me saludas así, follamos. Te lo juro. Mira —hizo un cálculo mental—, si corres y te encarnas ahora mismo, cuando tengas quince aún me pillas recién entrado en los cuarenta, y seguro que seré un puto amargado y estaré encantado de follarme la carne fresca de una lolita —dio un paso atrás—. ¡Sígueme, joder! ¡Sígueme, gilipollas! Da igual lo que crean los demás; da igual todo lo que te hayan dicho que tenías que creer. Lo único que importa, lo único que vale para ti, es lo que creas
tú
. Ahí te lo juegas todo, princesa. No dejes que otros decidan; demasiado te manejan esta vida como para joderte también la otra. ¿Te ha quedado claro? —el lobo soltó el aliento y apretó los puños—. ¿Te lo repito?
Si crees que te pierdes, te pierdes. Si no creyeras que te has perdido, no te perderías
. ¡VEN, HOSTIA!
Álex estaba jadeando del esfuerzo. Todo el lobo le latía como un tambor del ejército. Apoyó las manos en los muslos y tomó aire. Cuando se incorporó, su sombra tenía un pájaro al hombro, aunque encima del abrigo no hubiera absolutamente nada que la proyectara.
—Hale. Muy bien, Mónica. Ahí agarradita, no te caigas. Lucien, vamos tirando a la maternidad, que ésta no sabe ir sola. ¿Soy el único de los presentes que puede seguir un rastro? Será cosa de olfato...
El argentino tenía la boca abierta.
—Alejandro... —articuló, sin dar crédito a lo que acababa de suceder—. Sos muy sabio. Creo que ahora comprendo por qué dicen del lobo que es un maestro, un conductor de almas, un guía espiritual.
Álex soltó una maldición.
—No me hables de la wicca, Lucien, por dios. Y lo de “conductor de almas” me suena a perro pastor, a collie o alsaciano juntando rebaños. Así que te coges tu cumplido, te lo doblas y te lo metes en el bolsillo. Y no te he dicho que por el culo en honor a nuestra amistad y heterosexualidad.
Y sin más, se salió del cementerio, portando un cuervo invisible firmemente agarrado con las garras corvas al sobretodo. Se cogieron el 15 de regreso. Álex iba hablando con el hueco vacío que había sobre su hombro izquierdo, mientras Lucien le contemplaba aún con los ojos fuera de las cuencas. Se bajaron en el hospital Gregorio Marañón. Al pie del edificio con la fachada decorada con tiras blancas, Álex levantó el brazo como un cetrero. Mónica saltó con un batir de alas. En la sombra, desapareció el pájaro y echó a volar.
—¡Puedes atravesar las paredes, imbécil! —le gritó al cuervo que revoloteaba alrededor de las cristaleras, buscando una entrada debajo del letrero de “Maternidad” con la estrellita—. ¡Y fíjate en la madre! ¡Que esté buena! ¿Me oyes? ¡Que esté buena! —una vez que el ave desapareció de su vista, Álex se giró hacia Lázaro—. ¿Ése era todo el problema? Pues vámonos, que puede que tenga a mi loba en el curro.
Lucien meneó la cabeza. No dijo una palabra. Se hizo a un lado. Volvieron a la parada y regresaron a Sol. Se separaron en la esquina de la tienda, pero Paula no le había mentido: no trabajaba hoy. Álex se tiró lo que quedaba del miércoles y todo el jueves traduciendo delante del ordenador. Le costaba concentrarse. Ardía en deseos de ir a verla a su casa, llamar a la puerta, apartar a Fran de un empujón, mandar a Javi a paseo y follársela en el sofá del salón. Se preguntaba cómo estaría. Si habría
funcionado
.
El viernes el lobo se acercó antes de las cuatro al restaurante, considerando que igual la veía entrar o salir, pero que era la hora más adecuada para encontrarla. Esperó subido a las barras de protección que separaban la acera de la calzada. Paula no parecía estar dentro y el lobo se sentía incapaz de quedarse quieto esperando. Se acercó a la tienda, por hacer algo, y se quedó flipado al contemplar el interior a través del escaparate. Al otro lado se apelotonaba una treintena de personas enlutadas charlando amigablemente en grupitos. Lucien le vio y abrió la puerta del local.
—Hostia puta —declaró Álex—. Si está la bandada al completo. ¿Y tú esperas que con esa peña ahí no salgan espantados los clientes? Casi salgo corriendo yo...
—Haller. Vamos a ir juntos a la reunión. ¿Nos acompañas?
—¿Qué? —frunció el ceño, recordando algo—. Ah, ya. La puta quedada. Que os follen; yo paso de ir.
—Pasá al menos, Haller —le invitó Lázaro—. Les va a agradar verte.
—Seguro que se corren de placer, sí —el lobo hizo sonar los cartílagos de las falanges—. Si se me acerca Corvuscorax a menos de un metro no respondo de mis actos.
—No sé qué tenés contra él. Es un cuervo excelente.
—No lo pongo en duda ni por un minuto; pero como persona es un capullo. Y además, me da asco. En media hora me abro a por mi loba —le advirtió, pasando al interior—. Buenas, pajaritos.
Todas las cabezas se giraron. El parlamento de los cuervos se calló en seco. Álex sonrió, encogiendo el labio como si estuviera saboreando algo desagradable.
—Seguid graznando, joder. Por mí no levantéis el vuelo, que no como cuervos.
Lucien se adelantó.
—Dejá que te presente a los nuevos...
—Mira, Lucien, no es por ser maleducado, pero me importa una mierda cómo se llamen tus pollos. Además, no voy a acordarme de veinte nombres.
—Como gustes, Haller —declaró Lázaro encogiendo los hombros—. Yo debo hacer de anfitrión. Ahora regreso.
—Pásalo bien. Me voy a fumar un cigarro en este cenicero tan cursi de haditas que tenéis aquí —retiró el chisme del aparador, lo puso sobre el mostrador y se sacó el paquete—. Se friega un poco y lo vendéis igual.
Atenea se adelantó como una aparición, blanca y pálida, algo ausente, entre la masa de cuervos. Caminaba a pasos pequeños con las botas de charol hasta las rodillas. Le saludó con expresión perdida, como sonámbula.
—Qué sorpresa. Si es el Caballero Banqueta del P***.
Álex dio una calada, mirándola de los pies a la cabeza. La chica tenía el aspecto de una muñeca de las de las tartas de comunión, con la ropa hecha trizas. El cabello castaño y decolorado le circundaba el óvalo de la cara como un nimbo lánguido.
—Y usted es la Gótica de Blanco que baila dando vueltas en el D*** —respondió él—. La primera vez que te vi, pensé: “¿Qué cojones hace un sufí en un antro siniestro?”.
—Y la segunda vez, me entraste. Desde que lo dejamos no te has vuelto a pasar por ahí.
—Ni yo te he visto nunca en el P***, fíjate.
—Cada uno en su coto de caza, Álex. Me alegro de verte —le dio un abrazo estrecho, lleno de sedas, blondas, rasos y encajes desgarrados.
—Y yo a ti, Sara —Álex mostró los dientes—. ¿Qué tal con Lucien?
La chica sonrió. Giró el cuello a ambos lados antes de responder.
—No lo superas, ¿eh?
—No es que no lo supere, es que no lo comprendo. Mi ego no lo comprende —echó la ceniza contra las tetas del hada de cerámica e hizo un aspaviento cabreado—. A ver, estamos juntos tres meses de puta madre, te presento un día a Lucien y sales corriendo detrás de él como una quinceañera y a mí que me den por culo. ¡Joder, Sara! ¡Que tiene cuarenta tacos!
—Álex —le paró ella conteniendo la carcajada—. En primer lugar, tiene sólo treinta y seis. Aunque estás en lo cierto: es muy viejo. Por dentro tendrá más de cinco milenios. Y en segundo lugar, tiene alas. Intenta competir contra eso.
—Estás flipada —sentenció él—. Bueno, ¿qué? ¿Qué dijo el cuervo?
La chica nubló la mirada. Se metió las manos en unos bolsillos hilvanados en el tul de la falda.
—Me mostró su amor profundo y sincero por su pareja y no hablé jamás del asunto, Álex. ¿Satisfecho?
—Muy poco. Hubiera preferido que se riera en tu cara. Pero Lucien es un tipo tremendamente educado. En fin... —golpeteó de nuevo el filtro y dio una calada—. Oye, aquí hay un montón de niñatos. ¿Os vais todos de excursión a la quedada? Esto parece un parvulario.
La chica miró alrededor, valorando a la concurrencia.
—Sí, hay gente muy joven —convino—. A Lucien no le importa la edad que tengan, siempre que sean cuervos...
Se quedaron callados. Álex se miraba la puntera de las botas. Levantó la cabeza.
—Oye, Sara —Álex la miró intrigado—. ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro.
—¿Qué coño haces con este montón de colgados?
—¿A qué te refieres?
—Joder, princesa. Tú aquí no pintas un carajo. Vale que te pegaras al culo de Lucien porque te molaba, pero cuando te dio calabazas, ¿por qué no echaste a volar? Vamos, como hiciste conmigo. Sólo que las calabazas me las comí yo.
Atenea separó los labios maquillados con pasta azulada, pálida y desvaída. La pintura le daba un aire de muerta. Apartó la vista.
—Álex. Lucien me ayuda.