Authors: Álvaro Naira
—¡Mierda! —Álex salió corriendo de la cafetería al ver a la chica saltar por la ventana entreabierta con tal violencia que rompió los cristales. No le dio tiempo a más que a atravesar la salida del bar. Se detuvo en seco, como si se le hubiera cortado la respiración. Entonces, se fue el sonido de la calle. El tiempo se detuvo. La puerta del bar se quedó balanceándose hacia delante y hacia atrás.
La vio descender con total perfección desde el penúltimo piso del instituto, como a cámara lenta. Vio cómo caía con los brazos extendidos. Se deslizaba de cabeza, como si el aire fuera agua y, en el último instante, pudiera dar unas brazadas y volver a elevarse. La ropa se sacudía en sus brazos y en sus piernas. Pensó, en esos dos segundos, que tenía los ojos abiertos mientras caía.
Vuelo...
Álex contuvo el aliento, pero no apartó la vista cuando se produjo el sonido carnoso y el cuerpo se reventó contra el suelo a menos de veinte metros de él. El ruido se le repitió en un eco en los oídos. Dos palomas sucias, del color de la acera, echaron a volar de golpe. Soltó el aire que había contenido y contempló el bulto, como una muñeca rota. Bajo la masa oscura de tela y de vísceras, la sangre fluía lenta y suavemente hasta formar un charco pringoso que se extendía. Un coche se paró en seco al principio de la calle. La gente empezó a salir de los comercios. En el instituto comenzaron a aparecer cabecitas en todas las ventanas. Todavía no se oía un ruido. El lobo, con su segunda vista, contempló cómo se desprendía levísimamente la figura alada del cuerpo aplastado. El ave de la chica muerta salió volando en espíritu: era enteramente negra hasta el pico. Como una voluta de humo, se elevó en el aire.
“Qué te parece”, pensó. “Así que acerté cuando le di un cuervo. Quién lo iba a decir...”.
—Mala suerte, Lucien. Lo siento.
La gente comenzaba a hacer un corro en torno a la suicida, sin atreverse a tocarla. Empezaban a oírse gritos y conversaciones alteradas, como si alguien fuese subiendo poco a poco el volumen de una radio imaginaria. Él no hizo amago de acercarse al cuerpo. Se dio cuenta de que no había soltado el cigarro que se estaba fumando. Le dio una calada larga, lo aplastó contra el suelo y se alejó de allí sin mirar atrás, con un trote cadencioso, a pasos largos y elásticos. El sol le daba en la cara y le arrancaba a los pies una sombra que caminaba tras sus huellas y que, sin duda alguna, tenía cuatro patas.
TRAE SUERTE. Eso dice el chamán. Por eso la conserva. Atrae al búfalo, al ciervo, al caballo, al corzo y al jabalí, y espanta al lobo, al león, la hiena, el zorro, el dientes de sable y el glotón. Lo hace con su sola presencia, gañendo furiosa atada a la estaca, hinchando el collar pardo del pelo, bajando la testa y mostrando la lengua entre las filas de dientes blancos. Es magia. Eso dice el chamán. Ella no lo comprende; sólo defiende su territorio y la extraña manada que la crió, formada por criaturas bípedas de olores almizcleños y estrafalarios: cuero curtido, sudor, estiércol, hueso, palo quemado. Le gustan los cachorros rosados de bracitos y piernas tiernísimas, que podría partir de un solo mordisco. En cambio, cuelga la lengua y les lame las pantorrillas cuando le tiran de las orejas y el rabo. Ayuda en la caza. Se oculta en el cañaveral, meneando la cola con excitación y, al grito, se lanza contra la presa y la levanta. A veces muerde en los jarretes o en la yugular, pero su manada remata siempre; ella sola no podría hacerlo. Al despiezar el cadáver para conservar la carne en sus pozos bajo el hielo, ronda al muerto y siempre roba un bocado crudo, tibio y sangriento. El chamán la obliga a echarse a su lado en la gruta cuando hace sus invocaciones y sus pinturas de animales y sus crípticos puntos, rayas, cuadrículas y flechas, mientras ella abre la boca en un bostezo descomunal, serrado de cuchillas.
Cuando su manada humana se reúne con otras, la exhiben orgullosos. Su dueño la lleva siempre junto a sus rodillas, y ella corretea entre las hogueras sagradas con su rápido y esbelto cuerpo pinto, danza como las hojas en el bosque y, al son de la flauta de su amo, canta con su voz tristísima. Atrae la caza y la luz del sol. Trae suerte. El verano siempre es claro, frío, verde y propicio.
A cambio, sabe que cada día tendrá al alcance de sus mandíbulas un trozo de carne asada, cuyo sabor es tan distinto, tan suave, blando, intoxicante, que no admite comparación con las tajadas durísimas de las carroñas recién abatidas, y que el rincón cálido junto al fuego, a los pies del chamán, está reservado sólo para ella.
Ya no recuerda a los suyos. La manada de hombres hizo una batida en el monte y le clavaron la lanza a su madre cuando la trasladaba de lobera, llevándola entre los dientes por el pellejo del cuello. Su amo, un animal anciano, huesudo y alto, envuelto en pieles de lobo y con la cara pintada con la sangre de la bestia, la recogió y ella le hundió los colmillos de leche, finos y afilados como agujas de pino, en el dedo. El chamán la apretó contra su pecho y la envolvió en el cuero. Olía a sangre, a transpiración, a humo y a fuego, pero también a lobo, aunque fuera a lobo muerto. La peste familiar la tranquilizó y se quedó dormida en sus brazos, gimiendo.
Su grupo humano es nómada. Conocen cada palmo, cada pulgada de su territorio. Tienen varias cuevas ya escogidas, situadas estratégicamente cerca de los itinerarios de animales migratorios, y allí se trasladan en cada época del año. Los lobos van tras ellos. Compiten por las mismas presas. Buscan los mismos rebaños, y no desprecian a los cachorros de hombre como entretenimiento de sus lobatos para enseñarles a cazar. Sin embargo, desde que ella vive con su grupo, los lobos se acercan menos. Eso agrada al chamán, que considera incómodo que los dioses del monte y de la caza se paseen por la tierra y se entrometan en los asuntos humanos.
Su chamán, el de su manada, es el más respetado de todas las tribus de la región porque es el único que posee un dios, una pequeña divinidad a su servicio. Otros han intentado imitarle y atrapar a los lobos adultos, pero perdieron dedos y manos enteras al acercarse a los animales heridos. Sólo ella permanece junto a los hombres.
No sabe por qué.
Algunas noches, aúlla. Sin motivo alguno, eleva sus quejas al cielo. Hinca las uñas en la tierra, levanta el hocico y grita. El esparto tejido se clava en su garganta y el firmamento inmenso se le queda pequeño. Sobre la colina se recortan siluetas con las grupas bajas y los ojos incandescentes. A veces, responden a su voz. Otras no.
Un descomunal lobo gris, viejo, resabiado y cano, solitario, con el costillar ondulado de un hambre perpetua y el collarín de pelo áspero siempre erizado, ronda últimamente el campamento. Se lleva el hueso baboseado por la boca de un crío, la tajada que cuelga secándose del armazón de ramas, la liebre despellejada que deja la mujer un instante sobre la piedra, el resto de un guiso, el bebé recién nacido de la cuna, la bota de cuero blando, el pedazo de venado recién cazado, el muerto enterrado en la capa de nieve. Los cazadores, nerviosos, le ponen trampas día tras día, pero el lobo se come los cebos y se libra de las cuerdas sin que acierten a saber de qué manera lo consigue. Le llueven las flechas cada vez que se asoma entre los peñascos, pero, como si estuviera hecho de sombras, se escurre hábilmente para luego mostrar su sonrisa oscura de belfos quemados y sus dientes enormes, amarillos del sarro y partidos. Con la risa negra estrangulada en el cráneo, regresa y depreda. Esta noche, le ha arrancado el brazo a un niño.
El chamán realiza sus hechizos e interroga a su dios. Ella mueve la cola y le lame la cara pringosa de pinturas elaboradas con sangre batida y huevo. Se siente inquieta, febril. Nota los cambios que se arrastran bajo su pelo, que le crecen desde el sexo y la estremecen hasta la punta de las orejas derechas y el morro. Olisquea los aromas excitantes que le trae el viento. Se chupetea ávidamente la sangre del menstruo y se muerde la cola con tristura. El chamán contempla desde que cae el sol hasta que sale la luna la silueta altiva del lobo en su pico y decide dejarle ofrendas de carne, de grasa y de huesos al gran dios solitario y vengativo. El animal baja cada noche y se da un festín con la comida humana, pero sigue robando chiquillos y rascando con las patas el cementerio para arrastrar los cadáveres hasta su cubil. Los cazadores lo persiguieron hasta que se subió a las peñas más altas, a las más inaccesibles, pero a la tarde escucharon su aullido escalofriante y por la noche estaba de nuevo dando vueltas en torno al asentamiento, con los ojos relucientes y la sonrisa violenta estirando el hocico.
Cuando se rozaron las narices negras, aspirando sus olores deliciosos y ariscos, ella casi se ahorcó con la cuerda. La ventisca rugía sobre los lobos y el chamán soplaba su flauta mientras ella alzaba la pata para permitir el lametazo largo, sensible y detenido, del animal en su entrepierna. Gañendo un ansia que no comprendía, torció la cola y se dejó montar por el macho. El lobo se hinchó en el interior y el lazo del coito hizo que fuera imposible que se separaran. El chamán alejó los labios de su instrumento y pensó, al verlos, que ahora podría matar a la bestia; pero se quedó muy quieto, sin emitir un sonido. Era hermoso, salvaje y magnífico; jamás un hombre había contemplado el amor de dos lobos. La pareja se retorcía gimoteando, hacía una cabriola incomprensible hasta quedarse de espaldas, grupa contra grupa, y así permanecieron aullando en éxtasis, con los hocicos elevados al cielo. Jugaron como cachorrillos inconscientes tras la cópula. Él, después, se alejó, no sin volver repetidamente la cabeza, sorprendido de que la hembra no lo siguiera.
Al alba, el macho regresó. Mostrando la hilera de dientes, regurgitó un bocado de carne medio digerida en el suelo. Ella comió, le lamió el hocico, tiró del atado hasta dejarse marcas de sangre en el gaznate.
El rebaño de caribúes partía hacia el sur, y los hombres levantaron el campamento. Los humanos se pusieron en marcha. El lobo gris iba con ellos. Los seguía a cierta distancia, pero sin perderlos. El chamán llevaba a la loba cogida por la cuerda. La hembra se rizaba, giraba la cerviz, lloraba. Dos lunas después, la loba paría una camada de cachorros ciegos, negruzcas y redondas bolas de pelo, y se tragaba la placenta. Su pareja le traía liebres y jerbos, de los que ella no dejaba ni los huesos. Chupaba sin cesar los cuerpecillos gordos de sus retoños mientras se enganchaban a su pecho, ante la mirada vigilante y complacida del macho, que dormitaba a ratos, siempre con un ojo abierto, para alejarse de un salto al distinguir el paso ligero del cazador detrás de su cuerpo. El chamán cada vez la alimentaba menos. Le daba respeto acercarse. Las crías correteaban dando tumbos entre las piernas de los niños humanos cuando la loba, una noche en que la luna enorme tenía el color dorado de la hoguera, de un tirón formidable, rompió el esparto de su garganta.
El chamán los contemplaba desde la cueva. El gran lobo gris bajó la cabeza, le midió con la mirada, gruñó fieramente, volvió grupa y se marchó trotando junto a su hembra, dejando un legado y un eterno vínculo. Fue un pacto, una alianza silenciosa, cruel e injusta: sus hijos se quedaron junto a los hombres, para siempre.
Si no utilizas a tu animal se acabará durmiendo. Dejará de actuar y será el hombre el que tome el control.
ÁLEX GUARDÓ LA PARTIDA. Tras apretar la tecla de la equis con el pulgar, dejó el mando de la playstation azul sobre el teclado. Apagó el monitor y se pasó los dedos por los ojos. Buscó la hora entre todos los papeles y discos del cajón de la mesa del ordenador. Se topó con un billete de mil y lo metió en la cartera con mimo, como si dispusiera de un tesoro. Las sienes le latían sordamente; llevaba jugando más de diez horas sin parar, anotando los fallos en el código que tenía minimizado en pantalla. Guardó otra vez el reloj de muñeca en el cajón y lo cerró. Salió del dormitorio y tiró del pomo de la ventana. Se cayeron un par de cachos de cristal mal pegados con la cinta adhesiva.
—Mierda.
Los apartó con la bota y salió al balconcillo, que estaba lleno de guarrería de la lluvia, con barro y hojas secas. Se apoyó en la baranda de hierro buscando la luna en el cielo. No la encontró y suspiró prolongadamente. Hacía bastante frío; la brisa suave le daba en la cara y le espabiló un poco. Le estallaba la cabeza. Encendió un cigarro y se guardó el paquete casi vacío con el mechero en el bolsillo de atrás. Se metió para dentro, dejando abierto. Cogió una botella del suelo, la enjuagó en el fregadero y la llenó de agua. Volvió a salir y bebió un trago; tenía un regusto desagradable a whisky. Le entraron de pronto unas ganas irracionales de lanzar la botella a la calle, sólo para escuchar el ruido. Se contuvo porque le pareció una gilipollez, y porque además quería guardarla en la nevera para disponer de agua fresca. Volvió a entrar en la casa. Dejó el pitillo en un cenicero. Abrió una alacena y empezó a sacar trastos hasta que encontró una caja de aspirinas con los dos envases empezados dentro. Estrujó una burbuja, retiró el papel de aluminio, cogió la pastilla y se la tragó. Se quedó pensativo, arañando el aluminio con el nombre comercial. Sacó otra, se la echó a la boca y bebió agua. Se entretuvo en quitar los trocitos de rebabas plateadas y verdes hasta dejar transparente la lámina. Extrajo una tercera y se la tomó. Se sentó en el suelo junto al mueble, paseando los dedos entre las cavidades del plástico y devolviendo a su forma original las que estaban deformadas. Cogió el otro blíster y prensó dos montículos. Jugueteó con las grageas y se las metió de golpe sin necesidad de agua. Entonces apretó los dientes, abrió mucho los ojos brillantes y dejó escapar un hálito. Empezó a sacar pastillas, estallando todos los botones y dejando el plástico hecho un retorcido. Se las masticó y engulló, llenándose la boca, conteniendo la tos y esforzándose en beber para deglutir. Se acabó la caja. A cuatro patas, se lanzó contra la alacena y tiró todo lo que había encima.
—¡Joder! —exclamó haciendo fuerza contra el estante de en medio hasta volcarlo sobre él. Removió con las rodillas y las manos y encontró otro blíster a la mitad. Se llenó la mano izquierda y se metió otras cinco aspirinas en la boca. Abrió las dos portezuelas del mueble, se puso de pie y sacudió el aparador, inclinándolo para que cayera el contenido: papeles, bolsas, botellas de alcohol cuyos cristales entrechocaron. Hizo lo mismo con el otro módulo blanco del Ikea y luego se lanzó a revolver entre las cosas del suelo. Por todas partes aparecía el dinero que había escondido para utilizar luego pero siempre olvidaba dónde lo había puesto. Con un gesto de honda satisfacción, abrió una caja de clamoxil aplastada. No tenía ni una gragea; la lanzó contra la pared y siguió buscando. Los ojos le relucían salvajemente cuando se topó con una bolsa pequeña de las de farmacia. Metió la mano y encontró un envase de preservativos, que estuvo a punto de tirar por la ventana de la rabia que le dio, y otra caja entera, sin tocar, de ácido acetilsalicílico. Vació los dos plásticos y se comió los comprimidos a puñados. Tragó agua y tiró la botella, que se rompió en una esquina. Empezó a darles patadas a los trastos, quitándolos de su camino y agachándose a mirar si encontraba más medicinas. Halló un envase con una sola pastilla y se la tragó enfurecido, triturándola con los dientes para saborear su desagradable gusto amargo, que le provocó náuseas. Abrió a puntapiés un claro en la mierda en el centro de la habitación. Se mordió el labio inferior. Tiritaba, aunque no hacía tanto frío. Intentó respirar e inspirar despacio, pero los dientes le castañeteaban. Cuando fue a mirar otra bolsa de farmacia que tenía sobre la pila de revistas, se le cayó un montón de libros. Con las manos temblorosas como las de un viejo intentó evitar el bamboleo, pero la columna se seguía deshaciendo y los tebeos se escurrían. Tomó aire y apoyó las dos manos contra la pared, la derecha en el interruptor. La lámpara se apagó. Se le escapó un gemido largo de los labios. Estaba, por primera vez desde hacía mucho tiempo, realmente aterrado.