Authors: Álvaro Naira
Cuando dio por terminada su labor, aspiró un rato el perfume intoxicante del amoniaco, la lejía, el jabón y la pintura fresca, antes de encenderse un cigarro que le supo mejor que ningún otro que se hubiera fumado desde hacía mucho tiempo. Se dejó caer junto al ordenador, recuperó el juego y desplegó el código. Estuvo trabajando sin pausa hasta que se lo acabó, sobre las tres de la mañana. Corrigió y puso los acentos, meditándoselos y comprobándolos en internet. Grabó cuatro CDs iguales, los etiquetó, los metió en cajas y se guardó uno. Puso en el lector el otro disco que le habían mandado y le echó una primera ojeada al texto en lenguaje de programación, poniéndose ya a traducir. Tragó con apetito los dos sándwiches que quedaban en la nevera; esta vez no le dieron náuseas. Se durmió en la cama puesta de limpio, estirada y crepitante. Al día siguiente, a primera hora, llamó a la mensajería para que recogieran el juego y se sentó frente al monitor. Siguió trabajando sin parar, sin permitirse pensar. Le dieron las dos de la tarde sin levantarse de la silla.
Javi llevaba como media hora enganchado a la pantalla mientras Paula barría toda la casa, gruñendo. Maximizó el IRC y vio la ventana de notificaciones. En la lista estaba Haller; era la primera vez que le veía desde que lo añadió hacía dos semanas. El coyote tomó aire y le abrió un mensaje privado. Escribió:
No respondía. Minimizó y siguió navegando. Volvió a abrir y contempló la ventana del chat. Álex no había escrito nada.
No contestaba. Javi derrumbó los hombros y tecleó:
Álex miraba línea tras línea de código. Desplegó el IRC y leyó de golpe los tres canales en los que estaba conectado. Casi nadie había escrito una mierda; debían de estar todos hablando entre ellos, de dos en dos, por privados. En el canal de #Politeismos había un nuevo
topic
, que decía: “Quedada el viernes 24 de marzo a las 18:00 en el auditorio del parque del planetario. El que no venga que se dé por corneado”. Álex meneó la cabeza y maldijo a Ossian.
—Pues ya puedes afilarte la cornamenta —murmuró—. Vas listo si te crees que voy a ir yo...
De pronto se fijó en la pestañita que parpadeaba. Presionó con el ratón y leyó:
Sonrió torcidamente e intervino deteniendo la limpieza de conciencia:
Javi se puso derecho en la silla y tecleó:
El coyote se mordió el labio inferior. Reposó las manos en las teclas.
—¡Javi! —gritaba Paula—. ¡Joder! ¿Quieres echarme una mano? ¿O es que tengo que pedirte que levantes los pies para que barra debajo, y además disculparme por molestarte? ¡Que me tengo que ir al curro en nada!
El coyote reprimió una risa. Escribió:
Álex no respondió. Pasaron un par de minutos en que la chica deslizó la escoba por el pasillo y entró en el salón donde estaba el ordenador.
Álex escribió, finalmente:
—Eh, Paula. Que tengo al Álex en el chat.
Ella crispó el gesto.
—Que le follen.
Javi se rió. Se volvió en la silla y escribió:
Javi pestañeó.
—Paula, deberías leer esto...
—¿Te crees que me interesa lo que pueda decir ese gilipollas?
Álex estaba escribiendo:
Paula separó los labios mirando la pantalla. Turbada, se alejó y siguió barriendo. Javi se partía el culo.
Álex tenía los ojos desorbitados. Tecleó:
Javi casi se cayó de la silla, riendo.
Escribió el comando whois del chat y le aparecieron en la ventana los canales en que Álex estaba conectado. Se metió en todos, desternillado. Le hizo especial gracia #Politeismos: aunque no entendió una mierda de lo que hablaban, se dio cuenta enseguida de que estaban
dentro
. Le partió la polla, pero le sorprendió la cantidad de gente que había. Álex seguía escribiendo.
El coyote meneó la cabeza con incredulidad.
Javi dejó caer las dos manos contra la mesilla estirando la sonrisa. Escribió:
El coyote hizo una pausa.
Javi rompió en carcajadas. Tecleó:
—Cuento hasta cinco y saco el cable del ordenador, Javi. Yo advierto. Uno.
—Dos.
—Tres.
—Cuatro.
—Cinco.
El ordenador se apagó.
—¡Joder, Paula! —se quejó Javi—. ¡Que estaba quedando con el Álex!
—Pues vas y le llamas por teléfono.
—¡No tengo su número!
—Mejor. Así no quedas con él. Me parece increíble que sigas viéndolo, Javi. Te lo juro.
El coyote la miraba sardónica, dañinamente. Paula no se amedrentó. Bajó la cabeza y levantó las pupilas y la comisura de la boca.
—Borra esa sonrisa de tu cara, Javier —le puso la escoba en la mano—. Y acaba de limpiar.
Se trenzó el pelo pardo claro con soltura, sin ponerle goma, cogió un bolso violeta de mercadillo, grande y caído, se ciñó la larga rebeca de punto color tierra, se calzó unas botas y salió por la puerta.
Rebeca y Verónica se bajaron en la parada del autobús junto a la fuente y atravesaron la avenida de árboles y césped. Se detuvieron frente a las grandes puertas de arcada con pináculos modernistas, ocres y blancas, del cementerio de la Almudena.
—¿Te acuerdas de dónde estaba? —preguntó Vero, con el rostro hundido en el ramo.
—Más o menos... Espera que saque el papel.
—No sé si a Mon le gustaban las rosas, Rebeca —musitó la chica con la voz quebrada mientras su compañera buscaba en el bolsillo del pantalón—. A mí me gustan las rosas. He cogido rosas porque me gustan a mí, pero no sé si a ella le gustarían. Tal vez debimos haber comprado lirios. Lirios blancos. Creo que Mónica hubiera preferido lirios, joder.
Rebeca suspiró. Sacó la nota con la dirección y el número del nicho.
—No importa mucho eso, Verónica. No importa nada si le gustaban los lirios o las rosas o las margaritas. No importa una mierda.
—¡Importa, joder! —estalló su amiga bajando el ramo. Con la sacudida, saltaron pétalos rojos y se cayeron al suelo—. ¡Importa y mucho! ¿Sabes por qué? ¿Lo sabes?
La gata asintió con los ojos vidriados.
—Claro que lo sé, Vero.
—Porque no voy a poder preguntárselo —barbotó Verónica—. Por eso importa —cerró los párpados y empezó a musitar con la voz convulsa—. Fue culpa mía. Fue por mi culpa. Tú hubieras sabido qué hacer. Yo la dejé tirada como una maldita colilla.
—Verónica. Ya. Por favor —le pidió Rebeca cruzándose de brazos—. Vamos a entrar. Vamos a buscar la lápida, vamos a dejarle el ramo y el regalo, vamos a despedirnos y vamos a hacer lo que tenemos que hacer. Escucha; son las cuatro. Tú no conoces la Almudena, pero yo sí. Cierran a las siete, y créeme que no tenemos tanto tiempo como parece. Esto no es un laberinto; esto es una ciudad. Así que permíteme que te pida que te guardes la autocompasión para después.
Vero apretó los dientes con furia.
—Eres de hielo, Rebeca —soltó entrando por la puerta—. Cualquiera diría que se te ha muerto el gato en vez de tu mejor amiga. Mierda.
—No sabes de qué hablas —replicó ella cogiéndole el hombro y obligándola a girarse—. No tienes ni puta idea de lo que estás hablando, Verónica.
Se observaron rabiosa, inclinadamente. Luego echaron el aire. Las dos tenían los ojos húmedos. Se abrazaron, aplastando el ramo entre sus cuerpos y clavándose las espinas en el pecho. Vero se rió con una finura nerviosa.
—Perdona —susurró.
—No pasa nada. Lo entiendo.
Se cogieron de la mano y avanzaron por la carretera de asfalto y sobre los adoquines. Dejaron la capilla monumental a la izquierda y doblaron la esquina del puesto de flores. Iban enteras de negro, como siempre lo hacían, pero sin maquillaje, sin joyas barrocas, sin impresiones ciberpunk en las camisetas, sin tules ni bordados. Su luto era amargo y sobrio. Las hileras de cruces se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Era como un océano orillado por murallas de nichos. A Verónica le entraban náuseas sólo de mirar las tumbas y de pensar que, bajo cada una, había al menos un muerto. Andaba con la vista fija en sus pies y en la calzada. Se cruzaron con una familia de negro, con una corona de crisantemos en la mano de uno de los hijos. Las saludaron breve, amistosamente, y Verónica sintió cómo le inundaba una marea de cólera. Los envidió y no supo por qué. Le costó fijar el motivo pero acabó encontrándolo: ellos mostraban su dolor. Supo de pronto que el luto tenía
sentido
, y comprendió que se lo había quitado al llevarlo de continuo. Deseó vestir un traje blanco como la leche, por simple contraste, y que todos los que la miraran pudieran poner expresión cariacontecida y darle el pésame. Estrujó las rosas y saboreó los pinchazos leves. Soltó los enganchones de la camiseta. Rebeca caminaba callada, con cierto automatismo. Se detuvo junto a un pequeño mausoleo al lado de un árbol. Era como un templete griego, con la sepultura debajo y una virgen al fondo. Producía la impresión de ser una cama con dosel de piedra.
—Aquí nos tomamos las fotos que viste, Vero, tumbados encima —comentó—. En ésta y en otra que es la leche, con un ángel enorme con una lira y una rosa en la mano. El sarcófago tiene flores de mármol esculpidas, como si estuvieran tiradas encima. Cuando pasemos te la enseño.
Verónica pestañeó. Bajó el ramo.
—¿Pero tú de qué vas? ¿Te crees que me importa una mierda lo que hicieras con tus amigos los colgados?
—Joder. Era por hablar de algo. Pues te parecieron cojonudas las fotos cuando las viste.
—¡Pues ahora no me parece cojonudo! ¿De acuerdo?
—Te reíste un huevo cuando te conté que vino la familia y nos echaron a patadas —apostilló Rebeca con una media sonrisa.
—Mira —replicó estrechando las rosas hasta incrustarse en la palma el haz de tallos rodeado por el plástico—. No quiero hablar. Y ya está. Vamos a buscar la tumba de Mon de una puta vez.
—En eso estamos. Tira por aquí...
Pasaron junto a un panteón con cipreses y una estatua inmensa. Rebeca iba a señalarle el enterramiento del que le había hablado antes, pero se lo pensó mejor. Giraron en silencio por una calle de baldosas de pizarra. Se metieron por la tierrilla, entre las hiladas de cruces, cristos, vírgenes y flores frescas de todos los colores. El aire del cementerio era neutro, frío y plácido. A pesar de los miles de ramos, no olía a flores. No olía a nada: a piedra aséptica fregada sólo por la lluvia. Al fondo, tras el mar crucificado, se erguía la apretada tapia de nichos encajados como una mampostería de muertos.