Politeísmos (31 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Se tumbó en el suelo boca arriba. Cerró los ojos. Empezó a concentrarse, a estirar y contraer los músculos, a buscarse el alma destrozada en el cuerpo, pero no era capaz de controlar la respiración, que le salía violentamente rápida y ahogada, en consonancia con la frecuencia cardiaca. Pasaron minutos rítmicos, largos, estirados como el agua que gotea de un grifo. Le dolía la mandíbula de tanto constreñirla, y las cejas y los pómulos por la presión de mantener los ojos cerrados. Rugía del esfuerzo, retorcía la espina dorsal y echaba la cabeza hacia atrás, levantando las costillas como si se le estuviera partiendo en dos el pecho. Sudaba como un cerdo. Sentía el charco pegado a la camiseta, chorreándole, como si pudiera chapotear y resbalarse en su propia transpiración. Se le caían dos hilos de lágrimas por las sienes. Furioso, se rindió. Golpeó los puños contra el suelo.

Entonces salió el lobo limpiamente, como quien deshace un lazo. Lo vomitaba con un dolor agudísimo. Lo echó con el grito, mientras, por dentro, todo se le rompía. Podía oír los chasquidos.

Tira
, pensó.
Sigue tirando hasta que arrastres contigo el alma del hombre enganchada por el ombligo. Cómetela. Rompe, desgarra, traga, mastica.

Separó los párpados y pudo verlo, entre las brumas y las chispas de las pupilas que han permanecido mucho rato prietas. Era como un jirón de niebla. Proyectaba contra el muro una silueta alargada, nítida, con las patas larguísimas. Tenía la forma confusa de un lobo, pero era una nube de polvo que estaba justo encima. Cada partícula resplandecía como si la iluminara un rayo de luz plateado. En la pared, la sombra se sacudió y estiró las patas delanteras. Giró la cabeza y reflejó el morro, levantó el collarín y bajó el cráneo, alzando una zarpa en tinieblas y poniendo la cola erecta. Álex sintió un mareo increíble. Todo se le puso patas arriba y se miró desde el cielo, el cuerpo pálido, débil, enfermizo y ondulado en una postura difícil, como una marioneta caída. Se le salía una polvareda luminosa de la boca, que tomaba cuerpo en la figura lupina.

—Estás aquí —sollozó su doble conciencia profundamente—.
Aquí estoy
.

El pensamiento fue duplicado y confuso, con eco, sin palabras verdaderas. Quiso incorporarse, pero se levantó desde los dos al tiempo y, mientras el hombre estiraba los brazos, el lobo, como un espejo, dejó caer las zarpas contra su cuerpo. Se derribó brutalmente, empujando los hombros huesudos. En la pared, la sombra lupina se abatió contra la sombra humana. El bulto refulgente era sorprendentemente macizo —le recordó a la resistencia chiclosa del agua cuando se la golpea en plancha— y tangible, muy tangible. Como terciopelo viejo. Enfocó. El lobo cobró consistencia, realidad, pelaje áspero, uñas, hocico y dientes. Sintió las cuchillas alrededor de su cuello. Sabía que si se cerraban los colmillos, le atravesarían el cuerpo sin dañarlo, como si no fuera sólido, pero el lobo le arrancaría y se llevaría consigo, desgarrándola, el alma humana. Escuchó el gruñido bronco.


Acabemos con esto
—imaginó un aliento dulce, almizclado y nauseabundo, de carne que se está pudriendo—. Acabemos.

Ahogado, aspiró una bocanada de aire, y fue como si se lo tragara. Se desvaneció como el humo; se lo había respirado hacia dentro. Cuando abrió los ojos —los de piel, carne, grasa, gelatina y músculo— no había sombras bailando en la pared. No sintió nada fuera de lo normal en la casa, salvo frío. Mucho frío. Y una cierta desubicación, como si todo se hubiese movido un par de centímetros y nada estuviera realmente en su sitio. Se encogió y se abrazó las rodillas, con la rara impresión titubeante de que no manejaba bien los brazos y las piernas. Rompió a llorar. Arrastró las botas, bajó la cabeza y devolvió en el suelo, entre sus rodillas separadas, una papilla blancuzca con píldoras enteras.

Se le caían los lagrimones y se le sacudía el cuerpo, abandonado a los sollozos e hipos. Lloraba sin poder detenerse, apretándose el esternón con las uñas, como si así pudiera sentirse el alma más cerca. Volvió a vomitar otra vez, y otra, y así hasta cuatro veces. Se dejó caer hacia atrás y se arrastró hasta pegarse en la cabeza con el marco de la puerta del dormitorio. Levantó las manos, retorciendo los tendones de los brazos, y se cogió a las jambas con los dedos convulsionados como garras, intentando ponerse de pie. Se derrumbó sobre la frente, apretándose el estómago y echando con la arcada puré de aspirinas entre espumarajos. Con un bramido, se incorporó. Dio tres pasos y se desmoronó. Gateó hasta la puerta de salida. Recogió las llaves y se las enterró en el bolsillo. Patinando con las manos sudorosas sobre la lisura de la madera, consiguió levantarse colgado del tirador. Salió de su casa, tropezando casi en todos los escalones de bajada.

Como un borracho, caminaba a balanceos, golpeándose contra los árboles y los pivotes del aparcamiento indebido. Devolvió una vez más unos hilos de baba todavía blancos, y se introdujo hasta la campanilla los dedos entre arcadas y saliva, hasta que consiguió provocarse otro vómito abrazado a una farola. Ya no le quedaba nada en el cuerpo; sólo expulsó un burbujeo bastante transparente, con trazas de sangre. Se sentó en el escalón de un portal y se aferró las piernas entre espasmos. Ni siquiera había cogido el abrigo.

Le había costado más de una hora llegar hasta Plaza de España. Según iba pasando el tiempo, se encontraba mejor: aunque le seguían silbando los oídos y andaba como un zombi a traspiés, pensaba con claridad y mantenía cierto control de sus miembros. Reposó el cuerpo en el enrejado de protección de la tienda esotérica, coló una mano y la estiró con desesperación para llegar al timbre. No alcanzaba por más que se estrujaba contra los hierros. Desquiciado, miró a su alrededor. Pensó en coger un cascote o un ladrillo, en empezar a golpear el escaparate, en ponerse a chillar, cuando una figura pacífica, ataviada en un camisón color beige, descorrió el cerrojo desde dentro, salió al rellano, se acuclilló, pasó la mano delicada entre los rombos de acero y hundió la llave en su nicho. Levantó a pulso lo suficiente como para que Álex pudiera pasar por debajo.

—Alejandro —Ángeles le contempló con los ojos transparentes como bolas de cristal—. ¿Qué te metiste? —preguntó abriendo la boca de maravilla—. Se te sale el alma del cuerpo.

Él tiritaba. Daba diente con diente.

—Te juro que no ha sido ni ayahuasca ni setas ni peyote ni nada de eso que tanto os mola.

—Pero parece. Abren canales...

—O se los construyen sobre la marcha. Ya sabes lo que opino de esas cosas: mientras nadie me certifique que son de verdad experiencias paranormales y no alucinaciones producidas por este complejo cerebrito jodidamente humano, las drogas las quiero, sólo, de las que matan.

—Pasá y sentate donde está el mostrador —lo sostuvo porque se caía—. Ay, Alejandrito... ¿Qué te metiste?

—Tres cajas de pastillas, me parece. Aspirinas. Sí, ya sé que suicidarse con aspirinas suena a chiste, pero no tenía otra cosa en casa. Créeme que no vuelvo a intentarlo. Joder, qué estafa. Voy y las vomito, y encima luego me tocará limpiarlo. Donde esté la vía del tren que se quiten las mariconadas. Que friegue la puta Renfe.

—Alejandro, estás todo transpirado. Volás de fiebre. ¡Lázaro! ¡Lázaro, vení! ¡Traé unas frazadas!

—Haller —reconoció Lucien con gesto severo, saliendo del cuartucho que les servía de vivienda mientras se abotonaba la camisa.

—Intentó... —comenzó Ángeles.

—Ya lo veo.

—Lucien —saludó Álex entre el traqueteo de las muelas.

—¿Haciendo trampas para llegar antes a la meta, lobo? —se acabó de vestir y cogió el abrigo—. Vamos al hospital, Haller.

—Que te follen, Lucien. No voy a ir a un jodido hospital a que me cosan a carbón activado y a laxantes, me pongan una sonda, me miren con cara de pena e intenten convencerme de que soy una persona valiosa para los demás y no debo quitarme la vida. Su puta madre. Prefiero que me tengan miedo a que me tengan lástima. Además estoy bien; lo he echado todo. Dame una manta, que me hielo. ¿Tenéis café, té, sopa, algo, cualquier cosa caliente?

Lo envolvieron en mantas. Ángeles metió una taza con agua en el microondas y le echó un sobrecito de mezcla de infusiones con un nombre recargado.

—¿Podemos hablar vos y yo? —dijo Lucien, trayendo la silla del ordenador y sentándose a su lado.

—No te canses —se rió entre castañeteos de dientes—. No tengo ni la más mínima intención de matarme de momento. Ahora mismo estoy en la puta cima, Lucien —se calentó las manos y dio un sorbo—. ¿Qué coño es esta mierda? —exclamó casi escupiéndolo—. ¿A quién se le ocurre mezclar canela con menta?

—En la cima. ¿Y cuando bajes al valle, qué va a pasar, Haller?

Ángeles le puso de nuevo la taza en la mano.

—Alejandro, no me pucherees. Es un energizante. Tomalo y callate —él investigó el bolsillo trasero de su pantalón y dibujó una expresión de insana alegría cuando encontró el paquete aplastado con el mechero dentro—. ¡No fumes, che! —le regañó Ángeles al verle encenderse el tabaco—. ¡No quiero humos en mi tienda!

—Dejá, Ángeles. Haller. ¿Estás bien?

—Mejor que nunca. No te puedes ni imaginar lo intenso que ha sido. Joder. Joder. Lo tenía encima, pero también
estaba
encima. Hostia. Pude chascar sus putos dientes. Mis putos dientes.
Los míos
. Abrí la boca y fui a atravesarme la yugular, la de él, la mía, la del hombre, cuando... me lo tragué. Cuando me esnifó.
Me respiré
. Otra vez felices en compañía, como buenos vecinos que se detestan. Lo siento, lo siento aquí. Pero sobre todo... me siento yo dentro. Me dan ganas de caminar en círculos, pesadamente, con la vista fija, como si estuviera enjaulado. Porque lo estoy. Lo estoy. Joder. Joder. Se acabó la duda maldita. ¿Dónde está mi conciencia? ¡En los dos! ¿Quién gana y quién pierde? ¡Los dos! ¡Los dos! —empezó a reírse sin control—. ¡Gracias! ¡Dios mío, gracias!

—Sos increíble —suspiró Lucien, levantándose del asiento para acercarle un cenicero con dragones de la tienda—. Te mando a que evités que se suicide una chica y agarrás y te suicidás también vos. ¿Te dio envidia?

—¿Ya lo sabes? —respondió con la mirada esquinada, dando una calada, como si estuviera avergonzado.

—Vino a mí en cuanto se liberó del cuerpo —Lázaro no pudo evitar un gesto de impotencia—. Intenté guiarla...

—¿Guiarla? ¿Adónde? Joder, ¿es que no sabía ir a la maternidad del Gregorio Marañón? Coño, bate las alitas, se coge a los barrotes de la camilla y se espera tranquilamente a que salga el crío, a que le saquen el moco de la boca y le den la hostia en el culo: con el primer aliento, para dentro. Y a apretarse bien, que ya está ahí el alma humana y dos juntitos en un cuerpo tan pequeño es mazo de incómodo.

—Alejandro —suspiró Lucien—. Si te morís antes de tu hora, no es tan sencillo como decís...

—Joder —interrumpió Álex, sin prestar atención a sus palabras—. La cagué pero bien y a la primera. Para una vez que me pides algo... Lo siento, Lucien. Hice lo que pude.

—Hiciste lo que pudiste. No lo que podrías haber hecho. Pero ya no importa... Se perdió; vamos a intentar encontrarla. Ahora lo que importa sos vos: y se te ve el lobo inmensamente nítido. Hasta se le oye chocar los dientes al ritmo de tus latidos. Respiran al mismo tiempo de nuevo.

—Es porque se te salió del cuerpo... —intervino Ángeles.

—Por lo que sea, Haller, pero asegurate de que siga despierto. No lo estrangules más. Dejate llevar por lo que dice.

Álex sonrió con una mueca.

—¿No conoces el chiste en que Caperucita se sorprende de que el lobo la salude?
Los lobos no hablan
.

—¡Qué no van a hablar! —exclamó Ángeles mientras recogía un poco de agua del mostrador—. ¿Nunca tuviste perro, che? Hablan más claro que las personas.

Álex se encogió entre las mantas y levantó el labio. Casi pudieron oír un gruñido. Pronunció una sola frase deteniéndose en cada sílaba.


No-compares-un-lobo-con-un-perro
.

—Mientras odies de esa forma al perro, estás odiándote a vos mismo —concluyó Lucien—. No sé ni por qué te lo repito, pero la bandada se reúne el sábado en los jardines del Palacio Real. Te haría bien hablar con
otros
, Haller. Como siempre, estás invitado.

—Como siempre, declino la invitación —respondió sarcásticamente, pero de inmediato se le borró la curva de las comisuras—. Siento lo de Mónica. Lo siento de verdad. Por ti, vaya. A mí me parece cojonudo. Uno menos.

—Mónica... Le guiñé un ojo en el boliche y me sonrió de forma vacilante. Vino dos veces a la tienda; tenía una sonrisa muy dulce y los ojos negros —Lázaro se besó los dedos cruzados—. Qué lástima, Haller. Qué lástima. No tenía ni veinte años.

—¿Lástima? Joder, ya estará dentro de otro. Más valen diez vidas que una sola diez veces más larga, Lucien.

—Así pensás vos, Alejandro. Yo no. Mónica
se perdió
porque no esperó lo suficiente. Estamos acá para perfeccionarnos y para aprender. No sólo para matar, lobo.

Álex dio otra calada.

—Nunca entenderé la mística del carroñero. Yo sólo cazo.

—Eso es lo que sos, Haller. Un predador nomás. Perfecto. Seguí tu camino de la sangre, que otros seguiremos el de los huesos. Nosotros miramos desde las copas de los árboles, volamos en círculos y esperamos a que la presa muera. No matamos. Observamos. Acumulamos experiencia para próximas veces. ¿Acaso vos recordás dónde estuviste antes?

—Ni falta que me hace. Dentro de un hombre, y gané porque estoy dentro de otro. Qué más me da a mí si era sacerdote, fontanero o hacía macramé.

—Haller. Apenas te dio tiempo a descansar el alma. Tu espíritu está agotado de saltar de cuerpo en cuerpo y se te va a partir en mil pedazos.


Venor mane, meridie, vespere et nocte
. Hasta que reviente.

Lucien suspiró. Movió la cabeza apartándose los largos rizos castaños de pelo.

—Sos un chico todavía, Haller. Y estás muy solo.

—Joder, últimamente me lo dice todo el mundo. Y luego van y se mueren: ándate con cuidado. A ver, entérate: me gusta estar solo. Yo soy un lobo solitario.

—No existe esa clase de lobos, Haller. Existen los lobos que viven y los lobos que mueren. Un lobo no mata sin su manada y un lobo no come si no mata. Hablamos del lobo como si fuera el Llanero Solitario, en su cima, aullándole a la luna, trágico y magnífico, pero la verdad es que es uno de los animales menos independientes que existen. Es una pose nomás, todo el aire misántropo, altanero y engreído. Al lobo lo pierde la boca, la postura, el gruñido, la intimidación. Pocas veces llega al enfrentamiento directo, y nunca mata a alguien de su manada. No es un animal grande, pero lo parece a lo lejos —le miró como si le valorara y midiera—. Cuando te acercás ves que era más pequeño, que es como cualquier perro pastor, y te dan ganas de rascarlo detrás de las orejas. Pero cuando te mira... con esos ojos amarillos, oblicuos, inteligentes, es como si te desnudara, como si supiese exactamente lo que pensás. No mira siempre a los ojos. No podríamos soportarlo. Por eso, cuando lo hace, es muy consciente —le sonrió con suavidad—. Sos jodidamente elegante sobre esas patas tan largas, tan negras, con tu mirada de príncipe.

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