Politeísmos (26 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Álex arrugó el ceño bastante sorprendido. No comentó nada, aunque se le notó que no le disgustaba ni disentía del postulado.

—¿Y qué más os dijo? —preguntó sin poder disimular el interés.

—Nos los quitó.

—¿Cómo que os los quitó? ¿Que os quitó qué?

—Nos dijo: “ahora os los doy; ahora os los quito”. Aparecieron nuestras sombras en la pared como animales y luego se apagaron las velas de golpe. Y se fueron...

Él parpadeó.

—¿Sombras? ¿Qué me estás contando?

—Aparecieron y desaparecieron. Nos los quitó.

—¿Os quitó el qué?

—A... a los animales.

—¿A los animales?

Entonces Álex empezó a reírse. Sin pausa. De forma absolutamente liberada, se carcajeó a pleno pulmón, desencajando la mandíbula.

Las tres chicas cruzaron las miradas. Él no paraba de reír.

—Te estás partiendo la polla de nosotras... —susurró Mon—. No puedo creerlo...

Él seguía y seguía cogiéndose la risotada del estómago y balanceándose. Tuvo hasta que dejar el cigarro en el cenicero porque se le caía.

—¿Pero tú de qué coño vas? —le soltó Rebeca—. ¿Te parece normal que te rías de esto?

Álex se mordió el labio tratando de contenerse, pero se le volvieron a escapar las carcajadas. Verónica jadeaba de furia, subiendo y bajando el pecho con la respiración.

—Ya lo entiendo. Tú no crees, ¿verdad? ¡Nos has vuelto locas a todas y tú ni siquiera crees en ello!

Él estranguló las risas un instante. Mientras le temblaban los hombros por las convulsiones, respondió:

—¡Premio! Princesa, ¿cómo coño me voy a creer esa gilipollez? —se le seguía yendo la hilaridad hiriente por la boca, pero de pronto se quedó blanco. Hizo una pausa, como si sopesara algo, y acabó dibujando una sonrisa brutal—. Vale. Ya está bien de juegos; se acabó. Piensa un poquito, anda; y crece, ya de paso. Cuando te conocí pensé que eras una niña gótica de las que se masturban con la carta del diablo del tarot de Royo. Que no te seduciría con satanismos porque estabas más que acostumbrada a ellos —la perforó con una mueca burlona—. Preferí sorprenderte con un toque apocalíptico a lo nueva era para meterme en tus bragas.

—¿Qué tonterías estás diciendo, Álex? —preguntó Rebeca.

—No, tonterías las que os llevo metiendo por el culo todo el mes —replicó alegremente.

—Estás mintiendo —dijo ella alzando un pómulo.

—Claro que está mintiendo —repitió Mon con un gesto partido, indeciso.

—No —se rió—. No te miento, Verónica. Es la pura verdad. ¿Pero cómo cojones te piensas tú que yo voy a creerme semejante chorrada? “Dioses animales que luchan por acabar con el hombre” —volvió a desternillarse, golpeando la espalda contra el mueble, que crujió—. ¡Por dios! Si es que sois tontas del coño, niñatas, y os lo creéis todo. Si yo soy algo, es ATEO.

Y continuó riendo.

Mon se había levantado. Rebeca tenía una expresión entre incrédula y horrorizada en el rostro, como si se le hubiera caído el mito más grande de todo su sistema de creencias. Mónica dio un paso hacia atrás y luego otro. Apretó la espalda contra la puerta.

—Estás mintiendo —dijo.

Álex seguía riendo.

—Os juro —se detuvo para tomar aire— que ahora no.

Vero decidió que no pensaba aguantar aquello ni un minuto más. Dejó el vaso con furia en el suelo. Se incorporó.

—No quiero volverte a ver en mi puta vida, Álex.

Él entreabrió la boca.

—Pues no te muevas por mi territorio, princesa —pudo ver con claridad cómo se pasaba la lengua por el borde de los colmillos—. Porque yo no voy a cambiar de hábitos.

Verónica mascó sus siguientes palabras, las paladeó y apretó y trituró entre los dientes.

—Sólo quiero saber una cosa. ¿Por qué me diste un zorro?

Álex escupió otra carcajada y la miró con una lascivia absolutamente desagradable.

—Te di la zorra porque tenías el pelo teñido de rojo y la cara afilada de ratón. Te di la zorra porque llevabas un corsé de charol apretado y unas botas hasta las rodillas. Te di la zorra porque esperaba que lo fueras.

A Vero se le cortó la respiración. Mónica negaba con la cabeza, como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.

—Cerdo —empezó Verónica perdiendo los nervios—, ¡hijo de puta!, ¡cabrón!, ¡hijo de puta!, ¡cerdo!, ¡hijo de puta!, ¡HIJO DE PUTA!

—Vámonos de aquí ya mismo —Rebeca tiró de su amiga hacia fuera—. No merece la pena ni que le insultes, Vero.

—¡Hijo de puta! ¡Hijo de la grandísima puta! —chillaba la chica desquiciada mientras la arrastraban, incapaz ya de encontrar otro taco.

Cerraron de un portazo. Él, en cuanto se marcharon, dejó de reírse. Se acabó su whisky de un trago y luego uno de los vasos de ellas. Cogió el cigarro del cenicero y se apretó las sienes.

—Fuera del tablero —suspiró.

X

—Eh —Rebeca le puso a Mon la mano en la espalda. Estaba dormitando. La chica bostezó y levantó la cabeza del libro—. Vamos fuera a echar un cigarro.

Verónica dejó de marear el boli entre los dedos. Salieron de la sala de estudio por la puerta de salida de emergencia. Se tiraron en la escalera de incendios y sacaron un pitillo para las tres.

—Van a ser las siete y media. En una hora nos abrimos de aquí.

—Sí... Total, no me ha cundido nada. Malditas las ganas que tengo de estudiar, sabéis.

—Ya, ya lo sé.

—Qué coño importará todo. Mierda.

Unos chavales en polo y vaqueros que iban con las carpetas de apuntes subieron la vista con el cachondeo pintado en la boca, intentando verle las bragas a Vero desde el rellano.

—Eh, si son las brujas del instituto.

—¡Mucho cuidado con ellas!

—¡Subnormales! —les chilló Mónica—. ¡Meteos en vuestros asuntos!

—Uuuuh...

Verónica sonrió dulcemente. Aspiró el humo y lo echó en aritos.

—Ahora entiendo por qué estáis tan amargados, chicos. No habéis mojado en vuestra vida. Si lo que pasa es que os molamos y queréis echar un polvo, ésa no es la manera de acercarse a una mujer.

Les lanzó un beso bien delineado por la barra de labios. Ellos se rieron aún más, aunque le hicieron algunos gestos obscenos que Vero recibió subiendo las pupilas, poniendo los ojos en blanco y fingiendo unos jadeos y gemidos exageradamente realistas, que lograron incomodarles.

—Oooh, sí... —cercenó el teatro y se burló de forma dañina—. ¿Contentos? Eso es lo más cerca que vais a estar de ver el orgasmo de una chica.

Se quedaron cortados, pero volvieron a la carga enseguida. Entonces Rebeca sonrió.

—Voy a haceros una advertencia —susurró con voz profunda y la mirada en diagonal—. Tened cuidado al cruzar la calle.

Los chavales se carcajearon, pero más se rieron ellas cuando observaron cómo miraban a ambos lados antes de atravesar Goya.

—Mira, me han alegrado el día —declaró Verónica—. No hay nada mejor que un fantasma para pasar el rato. Y el del polo azul no era feo del todo...

—Tía, Vero, estás enferma. ¿Con esa pinta de pijos?

—No se folla con ropa, mira tú.

—¿Qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Mónica cogiendo el cigarro—. ¿Vamos a estudiar a tu casa, Beca?

—Joder. Estoy harta de estudiar. No se me queda nada. Voy a suspender todas menos matemáticas y educación física. Y me da igual, ¿me oís? —se apretó el esternón escuálido—. Todo me da igual...

—Yo también voy a suspender, Rebeca. Dos por lo menos. Y también me da igual. Han pasado demasiadas cosas como para que me importe una chorrada semejante...

Cruzaron una ojeada fugaz y suspiraron.

—¿Y si salimos? —preguntó Mon, y al verles las caras se contradijo—. Vale, vale, no he dicho nada.

Verónica abrió los ojos afilados por el maquillaje.

—Pues sí. Salimos. Qué coño. ¿No os parece?

—Vero, a mí no me apetece nada. Ya sabes a quién nos vamos a encontrar...

—Que le den por culo. ¿Por qué tenemos que dejar de salir por él?

Mónica dejó las pupilas colgando de la nada.

—Mentía —dijo.

—¿Qué?

—Digo que mentía. Álex nos mintió. Vosotras lo sabéis. Lo sé yo. Nos mintió. Por qué, no lo sé. Pero nos mintió. Rebeca, tú le viste borracho como una cuba delirando sobre los dioses igual que yo. Nos ha mentido. Él
cree
. Más que las tres juntas.

—Llevas toda la semana repitiéndolo, Mon. ¿Qué pasa, que aún te mola? Deberías mirarte eso —Verónica arrugó la nariz—. ¿Sabes? En el fondo me da igual si mintió o no. Te lo juro. Me resbala absolutamente todo lo que tenga que ver con él. Se ha portado como un auténtico hijo de puta. Como lo que era desde un principio, maldita sea. Sólo que yo no era capaz de verlo porque me tenía enganchada por el sexo... Me da igual él, me dan igual sus historias y me da igual si tengo que vivir el resto de mis días con... con
el vacío
.

—Ahora eres tú la que miente, Vero —concluyó Mónica.

—¿Tú sigues sin sentir nada, Mon?

—Nada —la chica se revolvió—. Nada de nada. No ha cambiado nada. Ya os dije que yo nunca he tenido dentro al Cuervo...

—Ya. Ni una palabra más. No pienso seguir oyendo cómo te autocompadeces, Mónica.

—Lo siento...

Rebeca echó la nuca contra la barra de acero del pasamanos.

—A mí no me da igual, Vero —admitió finalmente—. Lo que pasó es
cierto
. Crea o no Álex en ello, es así. Y aunque no nos guste, sigue siendo nuestro único contacto con la religión...

—Hay más gente dentro —apuntó Mónica—. Él lo dijo.

—Dijo tantas gilipolleces que como para prestarle atención. ¿Qué es verdad y qué es mentira? Mirad, ni me molesto en averiguarlo.

Mon, de pronto, había puesto una expresión rarísima.

—Chicas —interrumpió—. Había olvidado que tenía hoy que ponerle las inyecciones a mi abuela. No... no me puedo quedar a estudiar. ¿Nos vemos a la noche?

Rebeca se la quedó mirando de forma misteriosa.

—¿Te vas ya?

—Sí, tengo que irme.

—Bueno... —dijo Rebeca—. Entonces, ¿qué hacemos al final?

—Pues quedamos a las diez en la puerta del P***, y ya está —sentenció Verónica.

—Lo mismo si llegamos a esa hora Álex ya se ha ido.

—No, qué va. El hijo de puta ha cambiado de hábitos con la estación. Hace dos semanas fue por la noche en lugar de por la tarde... Creo que es porque tiene otro curro. Qué coño importará —se interrumpió Vero—. Que le jodan. No voy ni a mirar en su dirección.

—Voy a por la mochila dentro.

—Adiós, Mon.

—Adiós, cariño.

Mónica estaba clavada frente a la puerta con carteles de cursos de quiromancia y filosofía zen, sin atreverse a entrar. Aspiró una bocanada de polución madrileña y empujó. El tintineo de las varillas de metal la acompañó mientras pasaba.

—Si no venís a las clases, estamos cerrando... —canturreó Ángeles haciendo los paquetes de monedas en el mostrador—. El horario es de diez a dos y de cinco a ocho —levantó la vista de la caja registradora—. ¡Si sos la amiguita de Alejandro! Un beso, Mónica.

Ella se sorprendió enormemente de que se acordara de su nombre. Recibió el saludo en la mejilla derecha y esperó, con el cuello estirado como una garza, el segundo beso que no llegó.

—Yo... eh... venía...

—Lázaro está con los alumnos; recién empezaron. Pasá a hablar con él si querés. Es la puerta del fondo. No, la otra.

Mon giró el manillar y no supo qué decir.

—Eh... Hola...

En un cuarto blanco de dimensiones reducidas, una docena de mujeres entre los treinta y los cincuenta años y un muchacho jovencito con una camiseta apretada estaban en el suelo en la postura del loto, sobre colchonetas. Lázaro, de distinguido e inflexible luto, los acompañaba. Se levantó con una sonrisa encantadora.

—¡Mónica! Vení que te presento. Éstos son mis pupilos: Maricarmen, Dolores, Anamari, Menchu, Isabel, Alfonso, Rosa, Teresita, Maite, María, Eva, Tere y Emilia. Ésta es mi amiga Mónica.

—Encantada, Mónica.

—Dos besos, Mónica.

—Hola, Mónica.

Mon se vio envuelta en un torbellino de atenciones que la mareó. Confusa, sin saber ni a dónde dirigirse, murmuró saludos y luego se puso a mirarse los pies.

—¿Querés quedarte a la clase de crecimiento personal, Mónica?

La chica pestañeó.

—No, no. Yo sólo pasaba por aquí... Lamento haber venido a molestar.

—No es molestia, querida. Disculpen un momento. Sigan ensayando la respiración.

Lucien la condujo a la otra estancia, un cuartucho con una silla, mesa y ordenador, fregadero, repisa con hornillos, microondas, nevera y un catre. Había otra portezuela que supuso que llevaría al baño. Mónica se sintió muy incómoda, como si estuviera hurgando en los entresijos de la vida de otra persona. Lázaro le retiró la silla del ordenador para que tomara asiento.

—¿Querés un té? —preguntó mientras sacaba una taza y revolvía entre paquetitos—. ¿Tilo, manzanilla, boldo? Es una lástima que no tengamos mucho tiempo. Vení siempre que quieras, pero mejor los lunes, que no damos clases.

—Yo... no quiero molestar. Ya me voy.

—Sentate, Mónica. Que esperen. No pasa nada. Contame.

A Mon le derribó aquella voz tan dulce y atenta y los ojos pardos e inteligentes. Estalló. Le narró todo, desde el principio hasta el final, mientras el hombre la atendía con fijeza, sin interrumpir, salvo con un chasquido de lengua cuando le relató la amenaza del Lobo en la ouija, y un meneo de cabeza al llegar a la parte en que Álex las había sacado sin contemplaciones de la religión.

—Mónica. Prefiero no hablar de “dioses”, como hace Alejandro con toda su visión lobuna, jerárquica, de la vida, sino de “almas”. Pero a mí me parece que está claro. Tal y como me lo contás, ¿no se te ocurre?

—¿El qué?

—Que si no notás ninguna diferencia respecto a tu alma antes y después de la sesión de espiritismo puede que no se deba a que no la tuvieras nunca, como sospechás, sino a que no la perdiste.

Mon abrió la boca de sorpresa. Se le iluminó la mirada, como si se hubiera hecho la luz en su cabeza. Sin embargo, inmediatamente torció la boca. Se resistió a creerle.

—Pero Vero y Rebeca...

—Tus amiguitas se hacen mucho la cabeza, ¿no es cierto? Son muy influenciables.

Sonó un toc-toc.

—Lázaro... —interrumpió Ángeles llamando a la puerta—. Tus alumnos llevan quince minutos en la postura del loto, mi amor. Van a echar raíces.

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