Authors: Álvaro Naira
—¿No os suena de algo? —dijo Mónica, contemplando a la vendedora por el rabillo del ojo e intentando localizar el rostro plácido, sin maquillaje, rodeado por una melena castaña y rizada hasta la mitad de la espalda. La mujer salió de detrás del mostrador y se acercó a la repisa de los libros. Llevaba puesto un sencillo vestido negro, largo, con espejuelos y bordados en las orillas, y un brazalete céltico de plata en el brazo izquierdo—. Yo la he visto en otra parte.
—... Este es muy sencillo pero completo:
Tarot para principiantes
. Y el fascículo trae una baraja. Sólo lleva los Arcanos Mayores. Sí, sin los palos. Claro, la lectura va a ser simple. No, no recomiendo aquél. Ése, sí. Ése a mí me gusta mucho. ¿El de principiantes? Pasen por acá...
—Oye —la interpeló Rebeca.
—Decime, linda —respondió volviéndose.
—¿Cuánto cuesta la tabla de ouija del escaparate? —preguntó a bocajarro.
Las dos señoras menearon la cabeza. Cuchichearon entre ellas: “Pero si es una niña”, “Deberían prohibirles jugar con estas cosas”, “Luego saldrán en las noticias”, pero la dependienta sonrió serenamente.
—Son siete mil novecientas noventa pesetas.
La chica sopesó el precio y acabó asintiendo.
—Me la coges cuando puedas.
A la vendedora le pasó una sonrisa fugaz por la boca.
—Te la
traigo
cuando pueda. Sí... Gracias por su compra, señoras. Tomen el vuelto y el recibo. Si tienen dudas vengan a las clases... Chau.
—Déjamela ahí que voy a comprar velas también —dijo Rebeca.
—Sí, cómo no —respondió mientras hacía equilibrios para bajarle la tabla—. Pero apúrense, que ya cerramos.
Entonces se abrió la puerta blanca del fondo y salió de la trastienda un hombre pulcro, en traje negro con camisa del mismo color. Se echó tras los hombros una larga y sedosa melena castaña de rizos.
—Ángeles —llamó—, vení a ayudarme un momento, por favor.
Él enarcó las cejas cuando vio a las chicas, reconociéndolas. Mónica se quedó de piedra.
—Hostia. El de ayer —soltó asombrada—. Ya decía yo que me sonaba la otra.
—Qué casualidad —dijo Vero metiéndose las manos en los bolsillos de la faldita.
Lucien sonrió suavemente.
—Llámenlo serendipia. Las casualidades no existen —se acercó a darles dos besos—. Soy Lázaro. Haller no consideró oportuno presentarme a sus amigas.
—Me llamo Verónica.
—Sos la novia de Alejandro, ¿no? Un gusto.
—¿Su novia? ¿De Álex? Ya le gustaría —respondió con agresividad.
Él se rió con ganas.
—Ah, Haller ya volvió a hacer de las suyas... ¿Y vos sos...? —le preguntó a Mon, taladrándola con la mirada como si pudiera verla al trasluz.
—Mónica.
—Mónica —él la contempló intensamente y se inclinó para besarla. La miró a los ojos antes de estamparle el segundo en la mejilla izquierda. Olía penetrantemente a incienso, a mirra, a cera de velas, igual que toda la tienda. Mónica se sintió cohibida; le imponía aquel hombre con su voz grave, seseante y musical, al tiempo que le gustaba. Se sentía atraída por sus ojos. Le parecían magnéticos, aunque no tuviesen ningún particular, pues eran de un castaño oscuro de lo más corriente—. Soy Lázaro. Un placer.
—Lo mismo digo —respondió, sintiéndose una estúpida al momento—. ¿Lázaro? ¿Álex no te llamó de otra forma...?
—Lucien —el hombre asintió—. Es
nom de guerre
. Como Alejandrito con lo de Haller. Pero yo sé que le encanta que lo llame por el nick.
—Che, ¿son las del boliche que estaban con Alejandro? —Ángeles dejó la tabla sobre el mostrador y le rozó la mejilla derecha a Rebeca de forma fugaz y mecánica—. Me sonaban de algo. Soy Ángeles.
—Rebeca, hola.
—No saben cuánto me alegra conocerlas. Alejandrito me preocupa; siempre está muy solo...
Verónica estaba empezando a cabrearse con tanta miel y dulzura argentina dedicada a Álex. Respondió entre dientes.
—Está solo porque es un imbécil y se las busca. Que le den mucho por el culo.
A Lucien se le había borrado la sonrisa. Asintió.
—No sabés hasta qué punto estoy de acuerdo con vos. Alejandro es un rompepelotas de primera categoría, sí —suspiró—; y una de las mejores personas que conocí en mi vida.
Verónica prensó los labios y miró para otro lado. Rebeca, con las manos llenas de velas, no pudo evitar reírse finamente. Las dejó sobre la repisa de cristal y fue a por otra remesa. Lucien volvió a sonreír.
—Si no me creen es porque no lo conocen ni la mitad que yo —se dobló junto a Verónica y le habló en un susurro—. Yo que vos no lo dejaría escapar, querida.
—Haré lo que me dé la real gana —contestó ella de malos modos—. Y ya vale de darme la murga con el Álex. ¿Ya has pillado todo, Rebeca?
—¿Qué compraron, Ángeles? Regalales una caja de incienso.
—O.K. Se llevan la tabla victoriana, Lázaro.
—Y velas —concretó Rebeca—. Trece. Cóbrame...
Él se quedó tieso. Entrecerró los ojos. Luego subió las comisuras de la boca.
—¿Van a jugar al espiritismo? Tengan mucho cuidado con lo que hacen.
Verónica empezó a reírse.
—Me temo que ya es un poco tarde para eso —sonrió con la boca húmeda y brillante del pintalabios—. Somos expertas.
—Querida —cortó Lucien con voz gélida—, nunca se es experto. Sos demasiado chica todavía hasta para entender lo que significa esa palabra.
Ella subió la cabeza abriendo los ojos en un gesto de sorpresa ofendida.
—Rebeca —masculló—. Paga y vámonos.
Estaban ya recogiendo las bolsas y mochilas cuando él volvió a hablar.
—Mónica.
La chica levantó las cocacolas y se volvió hacia Lucien.
—Tené mucho cuidado. Y no creas todo lo que te digan esta noche —tomó aire—. Para volar basta con dar un salto. Pero a veces es mucho mejor tener los pies en el suelo.
Verónica y Rebeca soltaron una carcajada en cuanto salieron de la tienda.
—Joder, éste iba de tripi de fijo, ¿eh, chicas? “Para volar basta con dar un salto” —la gata coreó la repetición con una risa larga—. ¡Hasta el culo de ácido!
—Colgado. Amigo de Álex tenía que ser. Como una puta cabra. ¿Qué pasa, Mon? Te has quedado pensativa... No me jodas que te afecta lo que te ha dicho ese subnormal.
—No, nada. No pasa nada...
Verónica dejó el reborde de pan de la pizza en el cartón. En la tele estaba puesta una mala película de terror en la que a una chica los dedos se le transformaban en serpientes.
—No puedo comer ni un bocado más.
—Tranquila que yo como por ti —rió Rebeca cogiendo otro trozo.
—No sabes lo que te envidio, Beca —suspiró Mon—. Comes como una lima y no coges ni un gramo.
—Tonta. Yo te envidio a ti. Tú usas una noventa de sujetador, no me jodas.
—Ya, eso sí.
—Pues claro.
—¿Qué hora es, Rebeca?
—Las doce menos cuarto. ¿Y si cortamos la peli y empezamos a prepararlo todo?
—Guay.
—¿Retiramos la mesa?
—Sí, vamos a quitarla. Dejamos el centro vacío. ¿Voy a por música? ¿Qué pongo?
—Pon a la tía de los berridos y los jadeos. Ésa acojona un huevo.
—Vero, joder. Que tampoco quiero que nos venga Satán. ¿Quieres que llame a Tiago? Le digo que vamos a hacer una ouija y en quince minutos le tienes aquí —Mónica se echó a reír pensándolo—. Sólo vamos a hablar con
los nuestros
. Pero en plan especial.
—Sí. Va a ser de lo más especial que Vero no se parta el culo —apostilló irónicamente Mon, mientras recogía la pizza y los vasos.
Verónica fijó la vista en el suelo.
—Lo siento de verdad. Joder. Os he reventado un huevo de sesiones. No, pero ahora en serio. Ahora es
distinto
.
—¿Qué coño viste para que te convenciera de pronto? —interrogó Mónica con intriga.
La chica se mordió el labio inferior.
—No me apetece hablar de ello. Que te lo cuente Beca otro día. Anda, vamos a despejar.
Quitaron la mesa del salón y echaron la alfombra contra la pared. Empujaron los sillones hasta abrir un claro grande en el centro. Rebeca sacó las velas y las dispuso en forma de círculo amplio. Encendió con el mechero una y, con ésa, las demás.
—Nada de tabaco ni de vasos ni de nada. Sólo la tabla y las tres en medio. Acábate el porro, Mon.
—Vale. Vete poniendo la tabla.
Rebeca le arrancó el papel de estraza en que se la había envuelto Ángeles. Sacó el taco de madera que hacía de moneda, en forma de triángulo con una abertura circular en medio.
—Así es otra cosa, ¿no os parece? Coge la ficha. Tiene
textura
. Peso.
—Importancia —añadió Mónica sonriendo.
—Es mazo de bonita la tabla... —declaró Vero pasándole los dedos por encima—. Están hasta grabados los dibujos.
—Lo único que con tanto churro gótico de las letras igual no leemos bien.
—Qué tontería —dijo Mon—. Es una tabla
profesional
. Si hemos podido leer la mierda hecha a boli con todo apelotonado, las primeras letras enormes y las últimas apretaditas porque no te entraban en la hoja, aquí vamos a leer de puta madre.
—¿La coloco ya?
—Venga.
—Van a ser las doce enseguida. ¿Voy apagando la luz?
—Sí. Lanzo la ficha justo cuando den, ¿os parece?
—¡Sí!
—De puta madre.
Se sentaron de piernas cruzadas alrededor. Se cogieron de las manos e inspiraron profundamente. En el reloj de pared empezaron a repicar unas campanadas de grabación digital. Las llamas de las trece velas ascendían amarillas, rectas y muy largas.
—¡Ahora!
—Callaos —Rebeca se concentró en modificar su tono de voz para ponerlo convincente—.
Convoco a algún espíritu que venga a esta tabla, cuando le digamos adiós que se vaya. ¿Hay alguien en la tabla?
Tiró la ficha. Cayó con los dibujos hacia abajo.
—
¿Hay alguien en la tabla?
De nuevo resonó la madera contra la madera, pero la cara de la pieza que se veía estaba lisa.
—
¿Hay alguien en la tabla?
Las velas crepitaron. Las llamitas se contorsionaron y soltaron unas chispas. De forma contundente, el taco golpeó contra el centro de la tabla, con las pinturas visibles hacia arriba. Las tres chicas pusieron el índice sobre él.
—¡Jooooder!
Las llamas se sacudieron. La ficha se les escapaba de las manos. Trazaba un baile vertiginoso, con giros violentísimos, sobre la tabla de ouija. Decía:
—P. E. R. O. S. I. S. O. N. L. O. S. T. R. E. S. C. E. R. D. I. T. O. S.
Rebeca soltó un chillido agudo.
—¡Me cago en la puta, que es el Lobo!
—¿Qué? —gritó Verónica—. ¿Qué me estás contando? ¿Que lo mueve Álex?
—A. C. U. A. L. M. E. M. E. R. I. E. N. D. O. P. R. I. M. E. R. O.
—¡No! ¡Él no se entera! Mierda, mierda, mierda. ¡El Lobo es temible! ¡Tenía que venir el puto Lobo! ¡No había otro!
Mónica seguía las letras en silencio, con los ojos desorbitados clavados en la tabla y una sensación fuerte de mareo.
—E. M. P. E. C. E. M. O. S. P. O. R. E. L. G. A. T. I. T. O. M. I. A. U. M. A. R. R. A. M. I. A. U.
—¿Ya os ha salido antes el lobo?
—Calla —Rebeca cogió aire—. Lobo. Te suplico que nos permitas hablar con nuestros dioses.
—Y. P. O. R. Q. U. E. H. A. B. R. I. A. D. E. H. A. C. E. R. L. O.
—Lobo. Te lo ruego. Te lo pido de rodillas. Deja la tabla. Deja que entren los nuestros.
—N. U. N. C. A. L. L. A. M. E. S. A. A. L. G. O. A. L. O. Q. U. E. N. O. P. U. E. D. A. S. D. E. S. P. E. D. I. R. Y. N. U. N. C. A. A. B. R. A. S. U. N. A. P. U. E. R. T. A. Q. U. E. N. O. P. U. E. D. A. S. C. E. R. R. A. R.
Vero empalideció de pronto.
—Joder. Eso me lo dijo Álex. ¿Cómo coño...?
—¡Cállate, Verónica, por dios! Lobo. ¿Qué quieres que hagamos para que dejes entrar a nuestros animales?
—C. O. R. T. A. D. A. L. O. L. A. R. G. O. Y. N. O. A. L. O. A. N. C. H. O.
—¿De qué demonios está hablando?
—¡CALLA!
Jota. A. Jota. A. Jota. A.
—Se está riendo de nosotras...
—¡Claro que se está riendo!
—S. E. R. V. I. D. M. E. V. U. E. S. T. R. O. S. T. I. E. R. N. O. S. C. U. E. R. P. O. S. H. U. M. A. N. O. S. C. O. N. U. N. A. M. A. N. Z. A. N. A. E. N. L. A. B. O. C. A.
—Oh dios —musitó Mónica.
—C. O. M. E. R. T. R. A. G. A. R. M. A. S. T. I. C. A. R. D. E. V. O. R. A. R. R. O. M. P. E. R. D. E. S. G. A. R. R. A. R. D. E. S. T. R. O. Z. A. R.
—Por favor. Lobo. Deja entrar a nuestros dioses. Permíteles el paso. Sólo... sólo queremos hablar con ellos.
—S. I. N. E. C. E. S. I. T. A. I. S. D. E. M. E. D. I. O. A. L. G. O. T. A. N. H. U. M. A. N. O. C. O. M. O. L. A. O. U. I. J. A. P. A. R. A. C. O. N. T. A. C. T. A. R. C. O. N. E. L. L. O. S. E. S. Q. U. E. N. O. S. O. I. S. M. E. R. E. C. E. D. O. R. A. S. D. E. L. L. E. V. A. R. B. E. S. T. I. A. S. D. E. N. T. R. O.
Mon desmesuró los párpados.
—Joder...
—¡No le hagáis caso! —pidió Rebeca—. ¡Suplicad conmigo! ¡Vamos! ¡Verónica, Mon!
—S. I. I. I. I. I. I. I. I.
Las llamas de las velas crecieron increíblemente y empezaron a cabrillear y dar corcovos. Chascaron y comenzaron a llorar lágrimas de cera sin pausa.
—Por favor te lo pedimos. ¡Repetidlo! ¡Todas a la vez!
Las chicas se pusieron a murmurar la frase suavemente, como un ensalmo. Las trece luces se balanceaban entre fogonazos.
—Por favor te lo pedimos —susurraron a coro—. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.
—O. H. S. I. S. U. P. L. I. C. A. D. L. L. O. R. A. D. G. E. M. I. D. S. I. M. E. E. N. C. A. N. T. A.
—Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.
—M. E. G. U. S. T. A. O. I. R. R. O. G. A. R. A. M. I. S. P. R. E. S. A. S. E. N. C. O. G. I. D. A. S. D. E. P. A. V. O. R. E. N. S. U. S. M. A. D. R. I. G. U. E. R. A. S. E. L. I. N. S. T. A. N. T. E. A. N. T. E. S. D. E. C. O. R. T. A. R. L. E. S. L. A. Y. U. G. U. L. A. R. D. E. U. N. M. O. R. D. I. S. C. O.
—¡Por favor! —rogó Mon al borde del llanto—. ¡Déjanos hablar con los nuestros! ¿Qué te importa?
—L. O. S. V. U. E. S. T. R. O. S.
—Por favor te lo pedimos —seguían rezando Rebeca y Verónica—. Por favor te lo pedimos. Por favor te lo pedimos.