Authors: Álvaro Naira
—Oh, por mí no te preocupes —dijo él empujando la puerta hasta abrirla de par en par—. Salvo un par de kilos más y esa camiseta de gatitos en particular, no tienes nada que no haya visto.
Paula se detuvo en seco. Levantó los talones rosados y se volvió como un aspa. Sin pudor alguno y sin cubrirse, cruzó los brazos. Ladeó la cabeza enseñando el mentón y estrechó los ojos al subir los pómulos llenos de odio.
—Una más, Álex. Una sola, y te vas de mi casa. Conmigo ese juego no vale.
Se introdujo en el cuarto, se embutió unos vaqueros y volvió a salir, abrochándoselos.
—¿Álex? —Fran apareció detrás de ella, completamente dormido, en pantalón de pijama y sin camiseta—. ¿Qué haces aquí?
—Ya ves. Tu hermano, que me encontró en la calle durmiendo entre los cartones y le di lástima —con una mueca, le tendió la mano—. Fíjate que no creía yo que te iba a volver a ver tan pronto. ¿Qué coño hacíais sobando? Es viernes. No es ni la una.
—¡Eso! —exclamó Javi—. Vamos a poner una película. ¿Qué os apetece? ¿Un clásico? ¿
Garganta profunda
o
La noche de los zombies calientes
?
—Javi —le llamó Paula con la voz tan gélida que se escuchaba el crujido de pisar escarcha con botas a cada palabra—. Ven a la cocina conmigo.
—Podrías al menos fingir que vas a hacer café y que quieres que te ayude —comentó Álex con una media sonrisa, quitándose el abrigo y dejándose caer en el sillón—; porque así es de lo más descarado, princesa.
—Tú y yo no necesitamos convencionalismos, Álex. Y no me llames así.
Fran se sentó a su lado. El lobo hizo el gesto de la araña con los dedos, enfrentando las yemas de las manos.
—Bien —dijo.
—Bien —repitió Fran.
Se quedaron callados. Álex escuchó, mitigado, un gemido llorón y como el ruido de rascar madera. Enarcó las cejas y se concentró en el sonido. En la cocina, Javi y Paula perdían los papeles y empezaban a hablar demasiado alto.
—Lo has hecho sólo por joderme, ¿verdad? —casi gritaba Paula.
—Pues sí. Estoy hasta los huevos de que trates a mi hermano a patadas, Paula. Llevas una semana inaguantable. Como si no te diera la talla. Como si necesitaras otra cosa. Como si te arrepintieras. ¿Quieres al lobo feroz para que te devore como a Caperucita y te haga sentirte desgraciada? Lo tienes en el salón. ¡Si es que las tías sois la polla, joder! No hay quien os entienda. Tenéis a un buen tío y os vais babeando tras el mayor hijo de puta que os podéis echar a la cara. ¡Que lleváis juntos siete años, hostia!
Fran se apretaba el entrecejo con los dedos. Miraba hacia el ventanal de la terraza cubierta. El gimoteo suave se había convertido en un silbido ahogado. Álex seguía oyendo rascar, pero ahora más fuerte y más rápido.
La puerta de la cocina se abrió de sopetón y salió un mil razas de tamaño mediano, color chocolate y gris, con algo de pastor alemán y de husky —tenía un ojo de cada color—, cola retorcida y patas flacuchas. Las orejas eran demasiado largas y se le caían las puntas como a un cachorro.
Álex abrió mucho los ojos.
—Hostia, chucho. No esperaba encontrarme uno... —enseguida se le mezcló la sorpresa con la burla socarrona—. Bueno, sí. Pero no a cuatro patas.
—¡Bowie! —exclamó Paula yendo hacia allá—. Para dentro. ¡A dormir!
Álex se había echado cómodamente hacia atrás en el sillón, había encendido un cigarro y contemplaba a su ex con una curva de superioridad en los labios. El perro estaba sentado frente a él, lloriqueaba y le daba con la pata, exigiendo atención del desconocido. La chica se acercó a cogerlo. Álex y ella se miraron, por primera vez desde que entró, directamente a los ojos. A él le vino un ramalazo de excitación, pero estaba demasiado cínico como para prestarle al deseo sexual toda la atención que merecía. Paula clavó la vista un segundo en el colmillo de su cuello. Apretó los labios y pareció justificarse.
—Me gustan los perros —acabó por decir con altivez, como desafiándole a que se lo criticara.
Él sonrió, frunciendo la boca hasta mostrar las fauces.
—No tienes que jurarlo —replicó con desprecio, y le dio unas palmadas en la cabeza al animal con brusquedad, más golpeándole el cráneo con la mano que acariciándolo—. Chucho. Eh, perro. Bicho asqueroso. Así, agacha las orejas. Ven aquí, ven a lamer la mano que te da de comer. Eh, perro. Así, bicho. Al suelo, perro. Sienta. Pata. Pata, puto perro.
—¡Álex! —le gritó Paula—. Ya vale, ¿no? Bowie, ven aquí.
—Como si me entendiera. Pareces boba. Se lo digo con voz cariñosa y me mueve el rabo. ¿Verdad que sí, estúpido bicho? Ya sabes que detesto a los perros, Paula.
—Pues no lo toques, imbécil. Aquí, Bowie. A mí siempre me han gustado —declaró mientras se sentaba en el suelo sobre los tobillos y apretaba contra su pecho en un abrazo la cabezota del perro.
—Lo sé. Nunca lo he entendido. Debe de ser cosa de hembra.
—¿Qué?
—Sí, ya sabes. Instinto maternal. Cuidar a un chucho o a un ser humano. Por eso hay historias de lobas capitolinas y licántropos a lo Mowgli. El lobo ve al débil y le parte el pescuezo. La loba puede darle la teta. Incluso al hombre... y al perro.
—Álex, vale ya —intervino Fran como una suave advertencia.
Javi entró trayendo unas bolsas de patatas y cervezas. Las dejó sobre la mesa.
—¿Otra vez? Joder. Si la manada se pone mística me enchufo la play. Paso de vosotros. Salid a aullarle a la luna en la ventana —encendió la televisión y empezó a cambiar de canal a toda velocidad, como si estuviera jugando a la videoconsola con el mando. Estaban ya los comerciales del teletienda, películas en blanco y negro de La 2 y un documental repetido en la autonómica. Puso la porno del Plus—. Dejo esto, a ver si os animáis.
—Mientras no te la saques y te la menees... —rezongó Álex.
—Eso te encantaría, ¿eh, mariquita?
—Evidentemente. Por eso precisamente no me des el gusto.
Se quedaron los cuatro mirando idiotizados las imágenes de rubias teñidas, tetudas, con las uñas pintadas de rojo. Álex fue el primero que apartó la vista. Se giró y contempló a Paula un buen rato sin que se diera cuenta.
—Te lo has vuelto a dejar largo —dijo al cabo.
Llevaba la melena igual que cuando iba al instituto, incluso le pareció que le medía unos dedos más. La chica se lo recogió con fastidio y lo trenzó un poco, formando una pesada coleta castaña.
—Es un coñazo. Lo odio. Pero a Fran le gusta así.
El otro sonrió, la cogió por la muñeca y se la sentó encima de las piernas.
—Ven aquí...
Se dieron un beso lento, mientras el lobo mantenía su expresión hermética y Javi vigilaba sus movimientos con la sonrisa de coyote estampada en la cara. Cuando los tocamientos se extendieron durante demasiados segundos, Álex decidió intervenir.
—Fran, no hace falta que marques más tu territorio. Créeme, Paula ya apesta a ti. Sólo te falta mearla.
—Álex, eres repugnante —replicó Paula, pero se separó de su pareja.
Él sonrió de forma apretada.
—Si he de ser sincero, a mí también me gustaba tu pelo, princesa —comentó recogiendo el pitillo del cenicero—. Me temo que más que a Fran. Siempre pensé que te lo cortaste sólo por hacerme daño.
—¡Típico! —exclamó ella elevando los ojos—. El mundo entero gira alrededor de Alejandro Martínez y existe tan sólo para chupársela. Entérate: me lo corté para hacerme daño a mí misma. No eres tan importante, ¿sabes?
—Claro que lo sé.
Pero sus ojos se encontraron con una violencia erótica intensísima. La chica titubeó. Miró hacia otro lado.
—Yo quería pareja, cubil y cachorros —murmuró—. Y tú no me ofrecías eso.
—No tienes que darme ninguna explicación.
—No voy a hacerlo. Sólo quería que supieras exactamente qué fue lo que te perdiste.
—Paula —dudó él. Se pasó la mano por el pelo—. No deberías pensar en tener hijos. Va contra...
—¿Contra la causa? ¡Joder! Fran tiene razón. No has cambiado nada. Nada. ¿No te das cuenta de que es hasta anacrónico que sigas pensando así con veintiséis años? ¡Crece de una puta vez, Álex!
Él suspiró.
—Sí que te ha domesticado la vida, Paula.
Ella entrecerró los ojos. Le señaló la puerta.
—Fuera de mi casa, Álex.
Javi se había levantado y hacía bulto junto a ella. Fran trató de intervenir.
—Paula, no seas así, mujer. Tampoco te ha dicho nada. Como si no le conocieras...
La chica abrió el pestillo. Se situó al lado. Él se levantó. Se puso el abrigo de cuero. Le sonrió detrás del cigarro.
—Siempre tenemos que acabar así, ¿eh, princesa? Tú te organizas tu vida, te pones tu collar y te dejas atar a la caseta, y llego yo para morder el acero a dentelladas y pelearme con el mastín de la carlanca. Y en lugar de agradecérmelo, te cabreas.
—Te he dicho que te marches, Álex.
—La verdad duele, ¿eh?
—Quiero que te vayas. Ahora.
—Has metido tú solita la pata en el cepo —Álex se quitó el pitillo de la boca y se acercó a ella. Paula se puso rígida, pero no se apartó. Él le dio un largo beso en la mejilla—. Espero que seas feliz.
Se sintió vagamente satisfecho al separarse de la chica y comprobar que tenía los ojos brillantes, acristalados, y la voz se le rompía al hablar.
—Vete.
Él inclinó la cabeza.
—Cuídate. Ya sabes dónde encontrarme.
Cerró la puerta tras de sí.
—Mónica. ¿Todo arreglado con tu abuela?
La chica bajó el peldaño del umbral de un saltito y les regaló una gran sonrisa.
—Todo bajo control. Ella sabe que los exámenes empiezan la semana que viene, así que le parece de lo más aplicado que me vaya a casa de Verónica hoy también, como ella tiene enciclopedia y ordenador —enseñó los dientes—. Estúpida.
—Perfecto. Mi madre está de fin de semana con su rollete. Mónica va a estudiar a casa de Vero. ¿Verónica?
—Mis padres saben que en casa no estudio nada —respondió con una expresión angelical—. Y como no tengo ordenador más que en la fantasía de la abuela de Mon, ¿qué cosa más normal que el que me vaya a empollar con mi amiga Rebeca?
—Por supuesto. Y las tres sabemos qué toca esta noche, ¿no es cierto?
—¡AQUELARRE! —gritaron entre carcajadas. Se cogieron de las manos y dieron una vuelta, para acabar dobladas de risa.
—Vamos a catear todas, ¿eh? —declaró Vero desternillada.
—Verónica, que te jodan —Rebeca le dio un codazo—. A ti en la vida te ha quedado ninguna.
—Alguna vez tiene que ser la primera.
—¿Seguro que no quieres salir, Vero? —preguntó Mon—. Lo digo por Álex...
La chica levantó el labio.
—Que le den por culo. Imbécil. ¿Después de la de ayer? Ése no vuelve a follar conmigo ni en sueños. No, quiero que estemos las tres juntas. Noche sólo de chicas: pizza, película, palomitas, espiritismo... Lo normal.
Las tres reventaron en carcajadas.
—Primero nos vamos de compras —informó Rebeca—. Esta noche va a ser muy especial... Hace meses que le tengo echado el ojo a una cosa.
Mónica se quitó el jersey verde pistacho y lo guardó en la mochila. Fueron caminando muy animadas. Rebeca se metió en un supermercado y salió con dos bolsas con cocacola y brics de vino tinto.
—Primera compra, hecha. ¿Tabaco tenéis?
—Medio paquete. De sobra.
—Pues vamos antes de que nos cierren la tienda.
—¿Qué tienda, Rebeca?
—Ahora lo verás.
Salieron en el metro de Callao y bajaron una paralela a Gran Vía. Al pasar por delante de un local de strip-tease, un viejo las piropeó con un “Quién se ha muerto en el cielo para que los ángeles vayan de luto” y le pidió precio a Verónica.
—No podrías permitírtelo —respondió ella con una risa profunda, afilando los ojos verdosos.
Cruzaron la calle y se detuvieron en el chaflán, frente a un escaparate bastante grande, de dos piezas, partido por la puerta.
—Ésta es la tienda —declaró Rebeca apoyando las bolsas en el suelo.
—Hostia... —dijo Mon.
—Ah, sí. Ya estuvimos aquí hace un mes. Eh, todavía la tienen...
Estuvieron unos minutos contemplando lo que se exhibía: figuras de cerámica de duendes, de hadas y dragones; velas de todas las formas y colores; libros de autoayuda, de magia, de budismo, de sexo tántrico, de dieta vegetariana, piedras, barajas de tarot, incensarios, pendientes con talismanes y pulseras de plata, bolas de cristal y discos de música con portadas coloridas del Taj Mahal.
—Mira esa tabla de ahí —le indicó Rebeca a Mon—. La que está colgada encima del
Necronomicón
.
Era una ouija bastante grande, de madera, con el color de un pergamino viejo. Tenía las letras negras de tipo inglés antiguo y enrevesado. En las esquinas se enlazaban mujeres con alas de murciélago.
—Es una pasada, Beca. Tiene que costar una pasta.
—No lo sé, pero voy a averiguarlo —empujó la puerta y tintineó el móvil de barras metálicas que estaba colgado del dintel—. Vamos.
Una mujer joven les sonrió ampliamente detrás del mostrador.
—Hola, buenas tardes. Dejen por favor las bolsas acá...
Descargaron los trastos y empezaron a pasear y a revolver.
—Ni que nos fuéramos a llevar nada —musitó Verónica—. Joder. Qué borde la tía.
—No toquen las velas, por favor... —se escuchó la voz cantarina desde el otro lado.
Mónica soltó en el acto la pirámide violeta de cera que había cogido.
Dos cuarentonas se cruzaron en el lado de los libros y se las quedaron mirando. Recorrieron especialmente a Verónica de arriba abajo, fijándose en la ropa de encajes, el maquillaje negro y rojo y la joyería barroca. Cuando se giraron, la chica les sacó la lengua.
—¿Se llevan el tarot del unicornio? —les preguntó la dependienta a las mujeres cuando pusieron la compra sobre la mesa de vidrio, a través de la cual se transparentaba todo un surtido de gemas—. ¿Quieren un manual para la lectura? Sí, viene con instrucciones. Pero comprendan que son muy limitadas. Es un folleto donde dice cuatro tiradas nomás. Miren: el tarot funciona siempre. Es como una computadora, pero cuanta más información tenga el vidente, más podrá ver. Acá igual damos cursos de lectura de cartas y de crecimiento personal, si quieren quedarse la tarjeta. Sí, los martes, jueves y viernes después del cierre. No, yo personalmente prefiero el tarot de Marsella. Es el tradicional... las visiones siempre resultan más claras con las cartas egipcias. Aunque el del unicornio es tan lindo que... Se nos agotó el tarot de las hadas, pero si quieren volver la semana que viene... Sí, cómo no. ¿Buscamos entonces un libro para empezar?