Authors: Álvaro Naira
—Estás de ácido hasta arriba, Verónica. ¿Qué cojones haces aquí? ¿Qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Hacerte mimitos hasta que se te pase el viaje? No, si será culpa mía. Quien con niños se acuesta, meado se levanta. Joder...
—Álex... No lo duermas —le suplicó. Él se quedó congelado al ver que la chica estaba llorando. El lobo que tenía en las vísceras dio una tarascada y, al abrir las quijadas, le estiró los labios hasta casi desgarrárselos. Presionó para salir y estuvo a punto de lograrlo, como si el hombre fuera a vomitar al lobo desde las entrañas, pero él cerró la boca y su mandíbula apretada contuvo el cráneo del animal y evitó que se escapara. Gañendo de impotencia, el lobo se retiró hacia abajo. Volvió a colarse por su garganta. Se estaba cayendo hasta el estómago, aferrándose a la carne con las garras y dejando heridas internas según se deslizaba—. ¡Álex! ¡Por favor! —chilló Verónica angustiada, tirándole de la manga con desesperación—. ¡No duermas al lobo! No, no. No lo duermas. Por favor... ¡Álex!
Pero el animal ya respiraba pausadamente, enroscado en su tripa, con los ojos cerrados y las fauces poderosas enterradas bajo el rabo. La chica hizo un puchero infantil encolerizado, apretó los puños y salió corriendo de la casa, dejándole apoyado contra la jamba de la entrada sumido en sus pensamientos, mirando las escaleras con una expresión indescifrable.
—Interesante... —susurró.
El sol estaba bastante alto cuando Rebeca empezó a reconocerse en el escaparate. Se preguntó, asustada, dónde estarían sus amigas. Miró el reloj de su muñeca, apretando los ojos para que los palotes de la pantalla digital no se pusieran a bailar claqué. Eran las diez de la mañana y aún la realidad no estaba, ni con mucho, acoplada. Bastaba con parpadear para que la calle dejara de tener el tono gris ocre de la polución y la basura y se tiñera en granate, fucsia, verde y violeta.
La calle era Fuencarral. Sabía perfectamente cómo había llegado allí: a cuatro patas ligeras y almohadilladas. No tenía ni la menor idea de dónde se encontrarían Vero y Mónica. Se preocupó por ellas y lamentó haberse metido los tres tiros de ácido; hubiera sido mucho mejor que se tomara sólo uno y mantuviera el control mientras sus amigas viajaban, ya que era su primera vez. Entre flashes, empezó a caminar hacia el parque del Oeste. Mientras pasaba por las zonas de sol y de sombra, sentía su cuerpo metamorfosearse: bajo la sombra era un gato. Cuando le daba el sol, regresaba a la forma humana.
Mónica estaba tumbada entre la alfombra de hojas, de césped revuelto y de tierra. Podía moverse; poco a poco la luz iba clareando el bosque y, con ella, los colosos, los árboles de fábula, comenzaban a solidificarse, a permanecer estáticos en su mente, a dejar de amenazarla. Como si fueran gárgolas, se congelaban en costras calcáreas según los rozaban los rayos dorados. Aún miraban con nudos escondidos, con recovecos de la madera. Reían cuando chocaban las hojas, y sus risas eran sibilantes y despectivas, pero bajo el sol, opacos y al descubierto, dejaron de darle miedo. Flexionó los dedos. Quiso mover las alas hasta que su cerebro le indicó que nunca había dispuesto de ellas. Entonces, se incorporó. Oía una voz familiar que la llamaba.
—¡Vero! ¡Mon! ¡Vero!
Quería responder, pero de pronto se le montó la alucinación entre escalofríos de colores. Un olmo le daba toquecitos con la rama en la espalda y ella volvía a ser estiércol para macetas. Gritó angustiada, se recostó en el césped y se retorció de dolor mientras los árboles afilaban la corteza y enarbolaban las raíces como tenedores y cuchillos.
—¡Mon!
Rebeca la sentó y la abrazó.
—Oh dios mío... dios... dios...
—Mon, tranquila. Estoy contigo. No pasa nada. ¿Dónde está Vero?
—Dios... los árboles...
—Mon. Es por el tripi. Yo tampoco estoy del todo normal. A los árboles no les pasa nada —cerró los ojos y volvió a abrirlos— salvo que están jugando al corro de la patata, claro.
Estallaron en carcajadas entre tiritones ocasionales. Mónica estaba empapada y tenía la ropa y el pelo llenos de tierra. Rebeca la mecía en su regazo y le contaba tonterías para que se tranquilizara. De repente, a Mon le cambió la cara.
—Rebeca. ¿Es de día o es por el tripi?
La chica fijó la vista en el reloj. Pestañeó.
—Son casi las once. Y me temo que no son de la noche porque no ha podido pasar sólo una hora... El LSD dura un huevo.
—¡Dios! ¡No! —se puso de pie—. Mi abuela me mata. Me mata. Rebeca, mira tu móvil. Míralo, por dios.
—Tres llamadas perdidas —suspiró la chica—. Son de tu casa las tres. Lo siento, cariño —le dijo dándole un beso en la frente—. Aunque ha sido mejor así. Imagina que lo cojo. A saber qué le hubiera dicho, la verdad...
—Joder... —Mónica se apretó la cara con las manos—. Rebeca, piensa. ¿Qué hago? ¿Qué le digo?
La gata consideró la situación mientras el entorno se le iba ajustando en oleadas. Le costaba todavía recapacitar con normalidad.
—Mira. Yo en cuanto me note que no voy a decir ninguna chorrada, que creo que va a ser ya mismo, la llamo y le digo que soy la madre de Vero, que os he llevado a hacer unos recados para que me ayudarais y que me había dejado el móvil en casa.
—Pues me voy corriendo —declaró sacudiéndose, pero Rebeca la paró.
—Mónica. Piensa. Aparte de que yo ahora no te dejo sola bajo ningún concepto, ¿tú te has visto la pinta? Tienes que vestirte normal y ducharte. Yo tengo algo de ropa convencional en el armario. Al menos un chándal. Aunque te esté justo te lo pones y le dices que es que se te cayó una cocacola entera encima, que se ha quedado tu jersey la madre para lavarlo, y además le cuento que ya te quedas a comer ahí porque luego te pueden llevar en coche. ¿Te parece bien, Mon? —Mónica sollozó ahogadamente—. Escucha. Si vas con el pelo lleno de hierba tu abuela ya sabes lo que va a pensar que has estado haciendo, y entonces sí que se nos acabó quedar porque te encierra bajo siete llaves.
—Va a pensar que he estado follando. Como mi madre —se acurrucó contra su amiga y explotó en llanto—. La odio... No hace más que hablar del infierno y del matrimonio y de la impureza y la suciedad y la mancha y el pecado. No la aguanto. A veces me entran ganas de gritar. Te lo juro. Nunca te lo he dicho... Me voy a acabar abriendo las venas, pero a lo largo, como dijo Álex. A lo largo...
—Ssssh... cariño. Ya, ya lo sé. Ya lo sé —la acunó y le limpió la cara de tierra—. No podemos escoger a la familia, Mon. A los amigos sí. ¿Tú te crees que a mí me gusta mi madre? Y de mi padre mejor no hablar...
—Vero no valora lo que tiene...
—Verónica, perdóname porque la quiero un huevo igual que a ti, es una niña. No ha pasado por nada. Todo le ha venido dado. Y a veces hace mucho el imbécil. Tengo que darle un toque a ver si deja de meterse contigo, que ya se está sobrando con lo de que seas virgen, ¿eh? Tú te acostarás con quien te parezca y cuando te parezca y no tienes que darnos cuentas ni a Vero ni a mí —Rebeca suspiró—. Es una pena que estén enrollados, porque a ti Álex te gusta de verdad, ¿me equivoco? —Mónica empezó a hipar sin ser capaz de controlarse—. Ay, Mon... No, no me digas nada. ¿Vale? No hace falta. Ya lo sé. Llora si lo necesitas. Llora todo lo que quieras...
Cuando Verónica puso recta la espalda y empezó a caminar completamente derecha, era casi mediodía. Se había recorrido todo el Retiro. Intentaron atracarla por la noche, lo recordaba ahora con un escalofrío, y se había reído en su cara antes de salir corriendo. No la persiguieron de milagro; había tenido auténtica suerte. Se rió un poco al recordar que había trepado por la estatua del Ángel Caído. Se sentía fresca como una rosa, como si hubiera dormido muchísimo. Se acercó a una cabina y habló primero con su hermana, contándole una historia de terror sobre estar todo el día de cumpleaños con sus amigas, y luego tecleó el móvil de Rebeca.
—Vente para casa —le dijo ella—. Estamos todas bien. Esta noche no salimos; necesitamos sobar, que Mon y yo hemos empalmado dos veces un día con el siguiente. Quédate en casa conmigo, Vero. Mon no puede, pero tú sí.
Verónica se metió en el metro. La gente la miraba porque tenía todo el lápiz de labios marcado por la cara, los guantes llenos de porquería y los ojos dilatados. Entró en la urbanización. Se abrazó a Mónica: ya se marchaba. Pasaron al cuarto de Rebeca y pusieron una película de animación japonesa en la que un chico montaba sobre un ciervo. Sin prestarle atención más que en ciertos momentos, estuvieron compartiendo y rememorando el viaje entusiasmadas, mientras comían panchitos y bebían cocacola. Empezaron a hacer búsquedas por internet y se partieron de risa con las páginas que encontraron sobre animales de poder.
—
La medicina del zorro
. Verónica, mira lo que pone:
Cambio de forma. Destreza. Astucia. Disimulo. Camuflaje. Femineidad. Invisibilidad. Observación. Persistencia. Rapidez
.
—¡Tía! ¡Parece una ficha de rol! ¡No me jodas! ¿Y de ti qué dice?
—Una chorrada, lee: I
ndependencia. Magia. Visión de lo inadvertido. Protección. Amor. Misticismo. Asistencia en meditación. Habilidad de luchar cuando está acorralado...
Lo de Mon es una tontería: Renacimiento.
Renovación. Habilidad de encontrar luz en la oscuridad. Autorreflexión. Introspección. Adivinación. Elocuencia
. Y atención a la gilipollez que dice del lobo. Lo lee Álex y le tienes con un ataque de risa dos semanas:
Guía en sueños y meditaciones
. Toma ya.
Orgullo
. Mira, eso sí.
Violencia
. También.
Muerte y renacimiento
. Qué majadería.
Enfrentamiento del fin de nuestro propio ciclo con dignidad. Espíritu de enseñanza. Instinto unido a inteligencia. Valores
¿sociales y familiares? ¡Venga ya! Mazo de social que es Álex, sí. Y de hogareño casi lo mismo.
Burla de los enemigos. Habilidad de pasar inadvertido. Constancia. Valentía
.
Verónica tenía una rara sensación en el estómago, como mariposas. Acabó explotando:
—Rebeca. Vamos a hacer una ouija. Quiero comprobar una cosa...
—¿Sin coñas? Que ya estoy un poco cansada de que te rías. Ahora estamos mirando tonterías, pero con la ouija es distinto.
—Sin coñas. Necesito saber algo.
La gata sonrió.
—¿Y desde cuándo sigues la religión de tu chico, Vero? A mí me parecía que pensabas que era mear fuera del tiesto. ¿No eras tú la que pasaba de religiones? ¿La que decía: “Si quiero consolarme, uso un dildo”?
Verónica miró para otro lado.
—Tú no has vivido lo que yo, Rebeca. No tienes ni la menor idea de cómo fue. Lo
vi
. Lo vi claramente. Lo sentí todo. Mira; es precioso. Si no es verdad, merecería serlo. Así que yo
creo
.
Álex introdujo la tarjeta en el cajero cruzando los dedos. Tecleó el código y tamborileó contra la repisa de plástico, mordiéndose el labio. Cuando vio el saldo no pudo evitar hacer un gesto de victoria apretando el puño. Sacó quince mil pesetas y se subió al piso a zancadas. Encendió el monitor y los altavoces, cambió de canción en el reproductor del ordenador y se tiró al suelo, empujando trastos debajo de la cama y sacando las cajas y los envoltorios vacíos de preservativos para tirarlos. Echó a la bolsa las colillas de sus tres ceniceros, las latas vacías y el paquete de bimbo de la nevera, que llevaba meses fermentando. Apuntó en una hoja “condones” debajo de “cerveza”, “comida”, “pasta de dientes” y “detergente”. Hizo cinco pilas con los CDs sueltos y los coló en las tarrinas. Empotró contra la pared la mesa de mezclas y la tabla de planchar con el sintetizador, no sin antes hundirle los dedos en algunos acordes mudos, imaginarios, por encima de la funda acolchada. Arrastró todas las cajas hacia las esquinas; muchas estaban cerradas con cinta de embalar y no las había abierto desde que se mudó, hacía ya cuatro años. Enrolló la multitud de cables que tenía desperdigados y los metió en la alacena de las botellas. Sacó las que estaban vacías, se acabó una a la que sólo le quedaba un culo, las tiró y apuntó lo que le faltaba en la hoja. Apretó la columna de revistas, libros y tebeos, echando encima todos los que tenía esparcidos y controlando que no se derrumbara la pila entera. Sacó el tendedero de detrás de la puerta. Cuando sonó el golpe del palo de una escoba contra el suelo, subió los amplificadores al máximo, se calzó las botas y se puso a saltar y a dar botes al ritmo, procurando hacer todo el ruido posible para joder a los vecinos, al tiempo que abría la lavadora, estrujaba la ropa en el fregadero y la estiraba sobre las cuerdas. Llamaban a la puerta.
—Hola... —saludó Verónica cuando le abrió, algo azorada.
Él le cogió la muñeca, la metió en la casa de golpe, cerró y la besó con ferocidad. Echó lo que tenía en las manos sobre el tendedero, la levantó por el culo y la obligó a que le enroscara las piernas. Se la llevó enganchada hasta la cama, la sentó en el colchón, le sacó los ciclistas y el tanga sin quitarle las botas, le levantó la falda de tablas acariciándola de arriba abajo y se acuclilló en el suelo. Le separó las piernas y se centró en hacerle pasar un buen rato con los labios y la lengua. Cuando la chica se hubo corrido, él empezó a desabrocharse los pantalones hasta que cayó en la cuenta.
—Hostia. No me queda ni un condón. ¿Tú tienes, Verónica?
La chica negó con la cabeza.
—Joder. Y hasta las cinco... Hay una máquina, pero está a tomar por culo y son el doble de caros... —se sentó en la cama y apoyó la cabeza en las manos enlazadas. Se giró hacia ella—. Mira, esto es lo que vamos a hacer: hacemos tiempo, acabo de recoger y bajamos a comprar. ¿Has comido ya?
—No, qué va. La verdad es que tengo hambre. Me he venido desde clase...
Él sonrió con la comisura de la boca. Le puso la mano en la nuca y la empujó hacia el regazo.
—Pues chupa, Verónica.
La chica soltó una carcajada. Intentó escaparse pero él no se lo permitió.
—Pedazo de cabrón... —exhaló antes de meterse en faena.
—Vamos, princesa —jadeó apretándole la cabeza y ensartándose cada vez que la chica se ahogaba y se retiraba—. Vamos. Si te lo tragas al final prometo no volverte a llamar mocosa nunca más.
—Ni de coña me lo...
Álex no la dejó terminar. Se encajó de nuevo.
Los golpes de los vecinos de abajo se hicieron más fuertes cuando empezó la siguiente canción, cuya guitarra sonaba como una batería y cuya batería como una guitarra, con ruido de tuberías distorsionado sobre una orquesta de sintetizadores. Él se tumbó sobre la cama y se deslizó a un lado. Le aferró la cintura y tiró de Verónica hasta colocársela encima, levantándole una pierna. Ciñéndole los muslos, le bajó el pubis y la lamió desde el clítoris al perineo.