Authors: Álvaro Naira
—Haller. Prefiero no hablar de ese tema —respondió Lucien con voz tirante, y algo en sus ojos le indicó que realmente le jodía que revolviera ahí, así que Álex no insistió—. ¿Qué hacés acá?
—Tomar el aire.
Fue Ángeles la que vio la rosa en el asiento, entre las botas metálicas. Le entró una risa fina y musical.
—¡Sonamos! Mirá, Lázaro. ¿Vos viste alguna vez al natural a un lobo tirando los perros? Creía que se regalaban cadáveres, pero parece que me equivoqué...
A Lázaro se le había iluminado la cara. Le salió del alma darle una palmada en la espalda. Si el lobo hubiera estado de pie, le habría soltado un abrazo.
—Lucien, ni que fuera un acontecimiento que intente hacerme a una tía —decía Álex, enarcando una ceja ante las expresiones de afecto del argentino—. ¿Tirar los perros? ¿Eso en cristiano qué es? Aquí perros los justos —contestó Álex levantando el labio—. Y carroñas será lo que te trae tu chico por los aniversarios, Ángeles. Algunos tenemos más clase que los cuervos, princesa.
—Haller —expresaba Lucien loco de contento—, cuánto me alegro, no sabés cuánto. Me tenías preocupado. Ángeles y yo no hacíamos más que repetirte que vinieras a almorzar acá, pero sos un cabeza dura. Yo ya me rendí, y aparecés vos solito donde tenés que estar. No nos falla el olfato, ¿eh, lobo?
—Ah. Ya —Álex apretó una sonrisa cínica—. ¿Así que por eso me dabais la brasa, joder? ¿Ves una loba y ya preparas invitaciones de boda? Sois peores que porteras. Idos a un programa de la tele y dedicaos a enlazar parejas con vuestros poderes. Ya sabes: “Lince atractivo, deportista, de cuarenta años, en peligro de extinción, busca felino hembra de su especie para perpetuarla”. La madre que os parió...
—¿Y, Alejandrito? —preguntó Ángeles sin dejar de reírse—. ¿Cuando tenés el primer cachorro?
—Después de muerto, princesa. Y me temo que mi loba ni siquiera ha tenido a bien venir a currar hoy. Me lo hubiera advertido si me hablara, pero sólo abre la boca para escupirme. Así que como podéis comprobar, a nuestra relación le falla la comunicación.
—Che, ¿querés entrar y vemos si está? Veníamos a almorzar. Dale, te invitamos.
—Os invito yo, no me jodas. Bueno —meditó—. La verdad es que no. Si está se va a cabrear de verdad... Espero fuera. Si la veis me lo decís. Supongo que no habrá varias lobas ahí dentro, pero por si acaso: la mía tiene una melena castaña clara hasta el culo, los ojos en armonía con el pelaje, dos tetas como dos soles y el alma parda gruñendo debajo y enseñando los dientes.
—¿No querés pasar? Entiendo —decía Lázaro—. Tiene que ser violento que te sirva tu novia...
—Qué dices. Eso me la pela —respondió mostrando los dientes—. Si no llevara nada debajo del delantal me pondría un huevo. No tienes imaginación, Lucien; tu vida sexual tiene que ser de lo más coñazo. No es esa la cuestión —Álex borró la sonrisa de su cara—: es que me odia; igual me lanza la bandeja a la cabeza. Paso de entrar; cuando salga no llevará armas arrojadizas en la mano.
Lázaro frunció el ceño.
—Así que aún no lograste salir con ella...
—¿Y a ti qué más te da, puto alcahuete? Tirad para dentro y luego me lo contáis.
Los argentinos se metieron en la cafetería. A los cinco minutos, salió Ángeles.
—Alejandro, hoy no labura.
—No me jodas que has preguntado... —resopló Álex—. Ésta me mata. ¿Y de paso le has dejado un recadito, princesa? Miedo te tengo, joder. ¿Con besitos al final o sin ellos?
—Pregunté nomás por la moza de pelo largo, si estaba enferma...
—¿MOZA? Ángeles, que no estamos pastando en el prado sacudiéndole a la vaca con la garrota y la boina en la calva. Sácate la polla de la boca y habla en castellano.
—Pero qué bestia que sos, Alejandrito —respondió la mujer con una sonrisa torcida—. Si buscás “grosero” en el diccionario no sale tu foto porque le diste una patada al fotógrafo. Camarera, quise decir.
—¿Cuántos años lleváis en España? —bufó él—. ¿Cinco, diez? ¿No pensáis hablar en vuestra puta vida como dios manda? Y que conste que me encanta cuando me “mandás al orto”. Suena tan dulce... Es como si me dieras una hostia con un guante de terciopelo. Precioso.
—Ay, Alejandro... Sos terrible. La verdad, no me extraña que no te soporte ni una loba...
—Princesa, eso jode. ¿Quieres la rosa o la tiro a la basura? Yo me abro.
—Sos todo un romántico. Dale, que la pongo en agua en cuanto vuelva a la tienda. La rosa no te hizo nada como para que te la agarres con ella.
—No me empieces a hablar de que la flor tiene alma y sentimientos, Ángeles —se quejó Álex saltando del banco—. Oye, ¿qué os pasó el lunes? Lucien casi me suelta un picotazo cuando le pregunté...
—Alejandro —la argentina puso una expresión severa—. No te metás. Son problemas de cuervos.
—Pues que os den por culo. En mi puta vida vuelvo a ser cortés.
Le hizo un gesto con la mano y se marchó a su casa a preparar la maleta; metió el ordenador en la mochila, el pasaporte, la cartera, el móvil, el cargador, el cepillo de dientes y cuatro paquetes de tabaco, que allí costaba una pasta. Buscó las libras; le habían quedado unas cuantas de la última vez. Cerró la cremallera. Se tumbó en el colchón sin saber qué hacer. No tenía ni pizca de sueño. Volvió la vista en dirección a la tabla de la plancha. El sintetizador llevaba enchufado desde el domingo; no lo había movido de allí. Sintiéndose muy estúpido, lo agarró y empezó a pulsar teclas al azar, sin ningún entusiasmo. Después se puso a hacer escalas, a tocar canciones de grupos que conocía, cada vez más complicadas. Estuvo improvisando hasta que, de pronto, se levantó y cogió un folio. Lo rayó de forma automática y comenzó a colgarle la melodía a toda velocidad, tarareando al tiempo, como si fuera a escapársele. Punteó las cabezas de las notas como hileras de bichos que clavaba al papel con las plicas, con tanta fuerza que lo atravesó en varios sitios. Escribió un silencio quebrando el corchete en un gancho. Se paró en seco. Lo contempló un rato.
—Qué puta gilipollez.
Arrugó la hoja y encestó en la papelera. Se quedó pensativo; confiaba muy poquito en los autobuses que iban al aeropuerto por experiencia y no le apetecía lo más mínimo llegar justo y quedarse en tierra, así que decidió marcharse a Barajas a última hora y pasar la noche sobre las incómodas sillas de plástico de Salidas de la terminal, bebiendo asqueroso café de máquina a precio de oro y fumando como un carretero, oyendo hablar en quince idiomas y contemplando la flora y fauna turistas —papás, niños, abuelos— que arrastraban su equipaje como pesadas tortugas en época de desovar. Cuando tomó posesión de una hilera de asientos, se tumbó, se puso la mochila bajo el cráneo, cerró los ojos e intentó abstraerse.
Passengers destiny to Paris, flight two one three eigth, gate four
. No podía dormir por culpa de los avisos y los ding-dongs de la megafonía, pero daba cabezadas por puro aburrimiento, ponía el vasito de plástico en la máquina para que le escupiera un brebaje achocolatado y encendía cigarros que se consumían en su mano. La espera lenta, cansina y blanca del aeropuerto hacía que le costara hasta pensar por el sopor.
Passengers destiny to London, flight three seven one five, gate eight
. Se tragó la cola del check in bostezando; se hizo con la tarjeta de embarque y, antes de llegar a seguridad, ya se estaba quitando el abrigo de cuero, sacando llaves y monedas y echándolo todo sobre la bandeja. El policía pestañeó cuando le vio descalzarse y plantar las botazas metálicas sobre otro cajón, empujándolo por los rodillos para que examinaran el calzado bajo los rayos equis. Pasó en calcetines bajo el arco, con una media sonrisa ante la expresión del guardia civil.
—Costumbre —declaró encogiendo los hombros, agarrando sus cosas al otro lado del aparato y metiéndose las botas, pensando en las mil y una veces que le habían cacheado para su total cabreo—. Pitan.
Entró al duty free y aguardó frente a las pantallas hasta los mismísimos cojones de aeropuerto. Atravesó el túnel de oruga, se dejó caer en el sillón gris sucio junto al ala del avión y elevó los ojos, pidiendo a todos los dioses que no viajara mucha gente. Vació la redecilla de los papeles del asiento de delante y se puso a mirar sin interés las instrucciones en caso de emergencia. No había bolsa de papel marrón entre los trastos; supuso que el anterior viajero la habría utilizado y le dio auténtico asco pensar que hace media hora habría un tipo potando justo donde él se encontraba ahora. El lobo se revolvió en el asiento, incómodo. Se sentía, de una forma indefinible, ganado. Siempre le pasaba en los aviones; tenía la sensación de no ser más que un número, un pasaporte, un billete, un montón de cifras: parte del sistema. El avión rodaba hacia la pista. El rumor de los motores y del viento se incrementó. No le prestó mucha atención a la vieja sensación familiar del impulso, la inclinación y la potencia; volar no le entusiasmaba, aunque no pudo evitar acordarse fugazmente de los cuervos. Ya estaba en el aire, y por la ventana se veía el ala, un cacho de cielo azul y otro trozo blanco. Se puso a trastear con el portátil con la música a toda hostia. Pasaron dos horas de caracol hasta que divisó bajo jirones de nubes la tierra brumosa, ocre y verde, y casitas, manzanas y barrios completamente británicos, cuadrados y organizaditos. El avión giraba. Por fin se escuchó el silbido de los alerones de los frenos y el tac rotundo del tren de aterrizaje. Se las ingenió para salir el primero, atropellando maletas y personas a saltos. Estaba en Heathrow.
Tras vueltas y revueltas sobre la moqueta del aeropuerto, colas, exhibición repetida del pasaporte, mientras le iba creciendo la impaciencia por momentos, llegó a las cintas del equipaje. Pasó de largo; no tenía ganas de reírse de los turistas y sus maletones colosales. Recordaba con pesadumbre las dos únicas veces que había esperado en esa zona: en el verano de COU y cuando regresó a España derrotado después de casi un año. Los dos teclados llegaron llenos de muescas y arañazos, pero llegaron.
La terminal era antigua, pulcra y pequeña. Avanzó entre los puestos de periódicos, el change, una cafetería y varias tiendas. Le tocó los huevos que hubiera cola hasta en la entrada del metro. El tren estaba detenido plácidamente, y los londinenses tenían el mismo aire flemático que el vagón. Álex no se sentó; recordaba bien los confortables y antihigiénicos sillones de felpa azul que despedían un vago aroma rancio a sudor de los miles de británicos que acomodaban sus culos sobre ellos, día tras día. El metro de Londres, menudo y achatado como un agujero de lombriz, tenía un aire de salón de té, de cueva redonda de hobbits. El lobo se agarró a la barra del centro y esperó. Fueron arrastrándose las estaciones, entre parpadeos en que distinguía túnel y aire libre. Cada cierto tiempo, se repetía el “Please mind the gap between the train and the platform” como una canción de cuna, hasta que le entraron deseos de darle una patada al altavoz. El olor humano, los empujones y el calor, al cabo de media hora, le hubieran sacado de sus casillas si no fuera por el amansamiento agotador de la espera nocturna en Barajas y la aglomeración de Heathrow. Sólo quería llegar a Picadilly de una maldita vez y respirar el aire de Londres, húmedo y frío, y sentir el viento y la lluvia en la cara. Pero lucía un sol de justicia; lo veía a través de las ventanas. El metro se metía bajo tierra, de nuevo.
Cuando golpeteó los escalones de subida de mármol amarillo entre vallas de obras, perseguido por el sonido del jazz de un buen saxofonista del Underground Music, lo primero con lo que se dio de bruces al salir a Londres fue con un Burger King.
Welcome to London
, pensó con una mueca, y se apresuró a pasar bajo la curva de anuncios de neón brillantes y de pantallas en movimiento de cocacola, TDK y Sanyo. Cruzó a la estatua del Eros de aluminio espantando pájaros. La peste a paloma era fuerte y desagradable. Había demasiada gente en la calle. Se encendió un cigarro y caminó con las manos en los bolsillos. En el siguiente cruce casi lo atropelló un taxi negro como un coche de muerto. Soltó un taco. “Look right, joder”, se dijo. Al pasar por delante de la tienda de discos Virgin apretó los puños, recordando una escena grotesca en particular entre las cuatrocientas situaciones ridículas que se produjeron cuando aún intentaba colocar su maqueta. Las discográficas alternativas solían decirle que no se ajustaba a la línea musical; las compañías diminutas de siniestreo le respondían o que no tenían presupuesto para invertir en promesas o bien mostraban un interés efímero que desaparecía en cuanto les informaba de que ya no tenía grupo, que estaba él solito y que podía samplear el bajo y la batería, alquilar un guitarrista y todos tan a gusto; Music for Nations le mandó directamente a tomar por culo. Las empresas que dependían de la Sony ni le abrían la puerta para colar su demo, con un terminante “It is the policy not to accept unrequested stuff”. En la Virgin, todavía relativamente accesible allá por el año 92, un chaval con sonrisa de suficiencia, intentando ser amable, le había dicho que tenía buena voz y presencia, y que why he doesn’t try to play something more pop, recibiendo por respuesta un: “Poppy? Que te follen” en perfecto castellano y traducción simultánea al segundo, llenándose la boca de un FUCK YOU antes de darse media vuelta. Con la cabeza gacha, pasó la curva y los monumentales edificios de columnatas neoclásicas, sin echarles ni una ojeada a los escaparates de tiendas que se aglomeraban a su izquierda. Cruzó tras un buen paseo entre semáforos achaparrados, buzones rojos, altas farolas azules, papeleras con la corona británica, bicicletas aparcadas y peatones a miles. Hacía sol, pero el aire cortaba la cara. Levantó la vista junto al Walmar House y empujó las puertas doradas. Gruñó un “Square” como respuesta al “Excuse me” del conserje y mostró la tarjeta. Chascando los nudillos, se dispuso a perder miserablemente lo que esperaba que no fueran más de tres horas de su vida.
Álex estaba medio dormitando con las presentaciones. Tras los traductores francés y alemán, le tocó el turno al español, como en los chistes. Se puso de pie rechinando la silla contra el linóleo, miró al conjunto de capullos que le rodeaban en la mesa de conferencias —los jefes ya se habían marchado a tomar un café—, abrió el Power Point, sonrió mostrando todos los dientes y empezó diciendo:
—Good morning, gentlemen. I’m not going to waste your time with and introduction about the game because you know it better than me. So —pulsó el ratón y pasó la primera pantalla— this is always the first problem for a localizator: to check the coherence of every name with the last games —empezó a pasar láminas con monigotes y rotulitos—. These are the new terms —deslizó en la pantalla una imagen con toda una lista de la que empezó a desplegar bocadillos—. How to translate them? Should I keep the original names or change them? I’ve mantained all the Japanese words, but not the English terms. I’ve translated into Spanish this one —pinchó y mostró el frame del monigote del juego con el término en inglés y en español arriba y abajo—, and this one... —estuvo mostrando uno tras otro varios minutos. No le estaban prestando maldita la atención, como era lógico. Le entró la tentación de cerrar el Power Point y poner imágenes de porno, a ver si alguno estaba mirando la pantalla del proyector y al menos carraspeaba. Presionó el ratón y apareció una captura del juego con casillas—. The little space of the menu forced me to change some of them...