Politeísmos (51 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Nevermore avanzaba en un vuelo bajo, pegado a las cabezas de los transeúntes, esquivándolos a veces, otras atravesándolos. Los coches, la doble hilera de arbolillos, las farolas de aspecto antiguo, las personas y las tiendas chillonas con persianas pintarrajeadas de grafitis se desplazaban vertiginosamente hacia atrás. El cuervo iba muy pendiente del rastro, moviendo la cabeza de plumas despeluchadas hacia todos los lados. Retorciendo las alas a sacudidas, giró una esquina a la izquierda. Estrechó los ojos y fue de balcón en balcón, subiendo cada piso y asomándose a las casas, hasta que llegó a una balaustrada de acero exacta a las demás, pero con el ventanal reventado y restos diluidos del cuervo de Mónica en el interior. Agarrándose con las patitas a la barandilla, Nevermore dudó antes de pasar. Ahora que se acercaba, el espectro de la chica se notaba incomparablemente más fino. Estaba licuado, disuelto, prácticamente imperceptible. No lo sentía, realmente, en comparación con el espíritu violentísimo, inmenso, bien definido, que latía allí y le golpeaba como un puño en plena cara, impidiéndole la entrada. Graznó suavemente.

Álex, en pantalones y descalzo, tecleaba pesadamente en el ordenador, aburrido de traducir y a punto de quedarse frito. Dejó el cigarro en el cenicero. Rotó la silla. Había oído algo. Estrechó los ojos.

—¿Hola? —preguntó, extrañado. Se puso de pie y salió del cuarto. Se acercó a la puerta. No había nadie. Se encogió de hombros, volvió a sentarse y le dio un tiro al pitillo. Otra vez escuchó un ruido, más claro en esta ocasión: un aleteo fantasmal, etéreo. El lobo elevó una ceja.

—¿Lucien?

De nuevo se incorporó. Paseó los ojos por la cocina-salón y la terraza una vez, y luego otra, nublando la vista. A la segunda divisó la visita astral del cuervo agarrado al acero de la terraza.

—Ah, no —suspiró—. Eres tú —sonrió con el borde del labio y contempló la silueta oscura del pájaro de mal agüero con cinismo—. Pues qué puta mierda de ayahuasca, Nevermore; yo que me creía que si te metías un alucinógeno te llevaba de viaje a sitios exóticos y vas tú y apareces en mi casa... —el lobo estiró las vértebras de la espalda, cruzó los brazos y aguardó—. Bueno. ¿Qué coño quieres? No recuerdo haberte invitado al cubil.

El cuervo levantó una garra dubitativamente. Pió con la mayor dulzura de la que un córvido es capaz. Al sentir la petición sin palabras directamente en sus sienes, Álex bufó.

—¿MÓNICA? La madre que os parió... A ver, ¿tú te crees que si yo tuviera un cuervo revolviendo en mi basura no me habría dado cuenta? Joder... Mira, tengo curro; paso de perder el tiempo en gilipolleces. A volar, pajarito, si no quieres que te tire un zapato a la cabeza; y te advierto que estas botas SÍ hacen daño.

Nevermore volvió a graznar. Entró tímidamente en la estancia y dio unos saltitos con esfuerzo, como si avanzara contra el viento: le costaba moverse en el territorio del lobo.

Álex sonrió muy divertido. Sin más, cogió una de las dos botas de cuero con remaches y placas metálicas del suelo y se la lanzó: atravesó al ave y cayó contra el mueble sin que el pájaro se moviera. El cuervo estaba francamente aterrado. Tiritaba desde el raquis hasta el ápice de las plumas, esperando un ataque
de verdad
. El lobo enseñó los dientes. Recogió la otra bota y la miró con ironía.

—Vaya timo. Pues para lo que me costaron, ya podían tener una bonificación de +1 contra espectros y fantasmas —dejó caer el calzado pesado con indiferencia—. Hale, adiós. No te cagues en el suelo que lo he fregado hace nada y la mierda de pájaro es corrosiva hasta en ectoplasma.

Se dio la vuelta, entró en el dormitorio y cerró de un portazo. Nevermore encogió los cañones de las plumas temblorosas, estiró las alas como un abanico y levantó el vuelo.

Ángeles estaba en el alféizar de una ventana con macetas. Asomó primero la cabecita negra por el hueco y apartó los visillos blancos. Luego pasó a través del vidrio como si fuera impalpable. Torció el cuello emplumado. Saltó a un sillón con orejas donde dormitaba una anciana con una labor de punto en la mano. La televisión estaba encendida. El ave sintió piedad y lástima. Era casi de madrugada, aquella mujer se había quedado dormida frente al televisor y no había nadie que la despertara para llevarla a la cama. El cuervo se detuvo sobre el regazo de la vieja, se frotó el pico contra los brazos del sillón y se percató, al ver el ovillo con los hilos excesivamente retorcidos, de que la anciana no estaba tejiendo un jersey sino deshaciéndolo. La lana encrespada color pistacho caía en rizos sobre la falda negra. Ángeles, entonces, la miró con otros ojos. Contempló el cuerpo decrépito, la piel arrugada, los músculos, las venas, los órganos internos. Meneó las plumas; a aquella mujer, salvo accidente, aún le quedaba bastante tiempo de vida y de sufrimiento. Lo lamentó, pero tampoco envidió el destino que le esperaba a la anciana tras la muerte: sus creencias eran tristes, estrechas y poco elaboradas. Otra alma —pensó el cuervo— que engrosaría el montón de las miles que se quedaban montándole guardia al cuerpo muerto hasta el fin de los tiempos. El pájaro descendió al suelo. Sacudió la cabeza limpiándose el duro pico contra el parqué. Abrió las alas y saboreó la presencia de Mónica en la casa que había habitado, pero no encontró más que fantasmas huecos, cortezas y restos. Su cuarto estaba tal y como lo había dejado. Tenía un enorme Cristo a la cabecera, unas estanterías con libros, un armario de ropa, una mesa pequeña y una silla. Parecía la celda de una monja, pero debajo de la cama, cuando levantó la colcha, distinguió un apelotonamiento de cajas. El cuervo abrió el pico con una especie de sonrisa que desapareció al momento. De un batir de alas, salió del apartamento, que empezaba a asfixiarla.

Corvuscorax se había posado en mitad de la calle Lagasca. Las farolas estaban encendidas, había esqueletos de árboles con cuatro hojas y una fila de coches aparcados apretadamente a cada lado. Sobre la acera reposaba un volumen repugnante, sin forma, como una masa, a la altura de su pico. En aquella zona quedaban rastros intensos, como impresiones de tinta fresca, del cuervo de Mónica y, especialmente, del organismo humano que había habitado. Un peatón que caminaba deprisa atravesó, sin verlos, tanto el bulto como el cuerpo sutil del ave negra. Corvuscorax acercó el pico lleno de plumas como cerdas; los pájaros apenas tienen olfato, pero podía oler el lugar exacto. Distinguía la mancha fregada por los equipos de limpieza del ayuntamiento bajo la forma desdibujada que percibía entre cuerdas de espíritu. El cuervo estaba en la fachada este del instituto, en el lugar exacto en que había reventado la adolescente al caer. Tenía las cortas patas sobre la zona del cadáver. Veía, como en un holograma que se solapara, la montaña de carne tendida, el cuello fracturado, las vísceras rotas por el impacto, la melena pringosa de sangre oscura. Sentía deseos de elevarse un poco para posarse en la chepa de la muerta y comenzar a picotearla, pero la huella astral era débil, vieja: no quedaban apenas migajas de alma humana de la que alimentarse. Hinchó el buche y contempló con su segunda vista los alrededores. No había el menor signo de la presencia de otro córvido aparte de él. Decidió no malgastar más tiempo. Arrastrando la cola, paseó torpemente hasta que abrió las alas y se marchó de allí.

Cristina y Atenea aguardaban junto a Lucien sobre el Palacio Real. Éste bajó la gran cabeza despeinada y les mostró la nuca con plumas erguidas como una cresta desaliñada. Le caían otras luengas, hirsutas como barbas. Era un cuervo enorme, descomunal, erizado, lleno de brillos verdosos, azules y violetas en los bordes, pero parecía muy viejo y muy cansado. A su lado, la neófita mostraba una lisura lamida como por la lengua de un gato. Era de color más claro, levemente pardo en lugar de negriazulado. Lucien respondió a Cristina antes de que formulara la pregunta que le aleteaba.

Vos estás acá porque sos un polluelo, querida. Recién rompiste el cascarón. Sos ligera. Tenés la vista clara. No cargás con otras vidas.

La lechuza levantó el vuelo para permitirles intimidad y, de paso, capturar un espectro irisado y culebreante que se retorcía en el patio interior del palacio.

Yo soy muy viejo, Cristina
, decía Lucien.
Más de lo que puedas imaginar. En la bandada todos lo somos, aunque haya chicos que aparenten quince años en su cuerpo humano. Los pocos del parlamento de los cuervos que apenas salieron del huevo no están preparados para volar. Vos sí. Vos sos perfecta.

Cristina torció la cabecita dando muestras de incomprensión. El ave le mostraba sus pensamientos con una voz profunda, clarísima, agotada y triste.

Vos ves poco. Ves lo esencial. Yo, Cristina, lo veo todo. Donde vos sólo distinguís un bulto, yo veo las vidas enteras que pasaron por ese lugar y dejaron sus huellas, los que están en este momento y los que estarán cuando los cuerpos que habitamos hayan muerto. Vos no. A vos los árboles no te impiden ver el bosque.

La neófita parpardeó. Cambió de postura de forma rápida y mecánica.

Te necesito, Cristina.

Los ojos del cuervo se abrieron desmesuradamente. Extendió las alas inmensas, pareció crecer y crecer; creció hasta que no entró en su campo de visión, creció hasta que se convirtió en un trozo negro de noche; creció hasta que se hizo gigantesco; creció hasta que no pudo abarcarlo; creció hasta llenarlo todo; creció hasta que desapareció. El polluelo pió. Con las mentes hermanadas, siguió a Lucien con un conocimiento profundo de lo que estaba buscando. Éste planeaba sobre los jardines del Moro cuando Cristina giró bruscamente en el aire y echó a volar con agilidad y potencia, entre graznidos broncos —
grrac-grrac-grrac
—. Lucien abrió las alas estrechas y la cola acuñada. Estiró el cuello desgreñado y no dudó: saltó en el viento, dio un repentino cambio de dirección y persiguió a Cristina. Sara era tan rápida o más que ellos, pero los seguía muy por debajo, algo distraída. No tardó en darse cuenta; se volvió ampliamente en un círculo, ascendiendo. Pasaron junto al edificio de Schweppes de Callao sacudiendo las alas, cruzaron Cibeles y el Palacio de Correos, se metieron por la Puerta de Alcalá, rozando la piedra caliza de los arcos de medio punto. Cristina subió y bajó en picado; ahora sobrevolaban el parque del Retiro. El estanque tenía un intenso color verde botella desde el cielo. Cuando los cuervos llegaron hasta el lago sucísimo, Atenea se posó para descansar las alas sobre la estatua ecuestre de bronce de Alfonso XII. Uno de los camellos que vendía el costo entre las columnatas de mármol señaló la escultura de bronce a unos tipos que tamborileaban un djembe atado con cuerdas. Éstos no vieron ninguna lechuza blanca en su cúspide y le tomaron por loco. Sara alcanzó rápidamente a la pareja de cuervos en Sainz de Baranda, los adelantó y aguardó en el parque de Roma atusándose las plumas pardas y nevadas. Lucien empezaba a sentirse incómodo. Conocía ese camino, y deseó que no fueran a donde creía que se dirigían, pero Cristina volaba como una flecha hacia la marea gris con caminillos verdes del cementerio de la Almudena.

Desde las alturas, era más grande que el Retiro. Tenía la forma aproximada de una porción de pizza con un trébol en medio, y producía una impresión enfermiza ver tanto espacio de la ciudad ocupado sólo por muertos. Lucien graznó con resignación y se abatió sobre el paisaje de losas. Ya sabía dónde estaba Mónica. La había sentido entre miríadas de almas apelotonadas, y supo que de allí, justo de allí, no podría sacarla.

El espectro humano de Mónica se sentaba sobre su lápida y acariciaba tristemente un ramo de rosas mustias. Un hilo de plata salía desde el pecho y se perdía en el cielo. Los sepulcros de granito tenían un tono azulado. La noche era profunda y silenciosa. Atenea se precipitó sobre una sepultura en particular, cerca de un hombre que paseaba. El guarda nocturno se sintió, de pronto, observado. Se giró y pudo ver el corazón de su mirada, los oros viejos de la capucha, el pecho níveo, los ojos negros inmensos, frontales, escudriñadores, el movimiento desagradable del cuello —más de ciento ochenta grados de giro— y la envergadura alar cuando separó las plumas vellosas como algodones sin un ruido, como una aparición ultraterrena. Escuchó su canto: un chillido sobrenatural desde un abismo, muy parecido a la voz humana de una mujer histérica. Pese a ser un empleado del cementerio, harto de tratar con la muerte, cruzó los dedos y no le dio la espalda hasta que levantó el vuelo. Sara se sonrió por dentro, aunque el rostro del pájaro era inmutable. Cuando el ave fantasmal se acercó a la tumba de Mónica, la bandada al completo estaba allí, en un festín de otro mundo que le repugnó. Permaneció a cierta distancia, respetándolo sin participar. Los cuervos habían sido llamados por Lucien, arrastrados desde sus cuerdas por el anciano pájaro, y se habían lanzado contra el ánima de una chica de diecisiete años que se sentaba, meditabunda y amargamente, sobre la piedra. Clavaron las garras en la cara, revolotearon como murciélagos esquivando los aspavientos del alma, que se sacudía desquiciada de terror. Consiguieron derribarla sobre la sepultura y acabaron con ella a picotazos, arrancando tiras de carne de espíritu. Otros espectros humanos se aproximaban, pero Lucien comenzó a volar en círculos, mostrando la impresionante extensión de sus plumas añiles y requemadas, y clavando el pico en los que se atrevían a acercarse demasiado. Cuando se aseguró de contar con tranquilidad suficiente, regresó al fantasma. Todos se hundían hasta el cuello en el rastro psíquico, se tragaban la aparición que estaba tendida en la laja de granito y se retorcía de pánico. La descuartizaron dejando los huesos limpios. Nevermore y Lilith peleaban entre graznidos por el ojo izquierdo, mientras Cristina, chasqueando, lo robó y engulló la primera materia etérea de su vida con delicia, sintiendo el poder que pasaba a su cuerpo y las experiencias efímeras de una chica más o menos de la edad de su nido: se sintió maravillosamente hermanada con ella y la sensación la fascinó. Metió la cabeza entera en los intestinos neblinosos y refulgentes del alma y engulló con voracidad, luchando por quedarse con más que sus compañeros, pero los enormes picos de Lucien, Ángeles y Corvuscorax daban cuenta del cadáver a una velocidad imposible de superar por la neófita. Cristina aleteó, piando, y recibió un bocado desde el pico de Ángeles a su buche. Cuando empezaba a ser visible la cuna de las costillas descarnadas, un ave negra bastante grande apareció desde el cordón de plata que la unía al banquete. Tenía los ojos brillantes fuera de las órbitas y no dejaba de graznar con angustia. Lucien se elevó y la invitó educadamente a que participara. El cuervo de Mónica torció el cuello, echó la cabeza hacia atrás e intentó atacarlo con sus duras garras, pero Lucien casi se sonrió. La atrapó y la rindió contra la tumba como si fuera un ratón. No llegó a picarla. Se separó de ella y le explicó lo que estaban haciendo, trató de persuadirla de que tomara parte, le dijo que debía haberlo hecho ella antes para liberarse, le pidió que le acompañara, le hizo ver que él podía guiarla. Ella chilló furiosamente, trató de echarlos a todos y proteger la corteza huesuda del recipiente que la anclaba, pero los cuervos seguían comiendo sin prestarle atención, mientras Lucien le atusaba las plumas, consolándola; ella le respondió de un picotazo.

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