Authors: Álvaro Naira
Atenea giró el cuello desde el sepulcro vecino. Siete cuervos graznaban, parecían conversar entre castañeteos. Luego seis se quedaron en silencio, y el séptimo explicó su historia. Hubo un remolino de plumas negras y de picos aguzados, un escándalo de chasquidos, gorjeos, batires de alas, elevaciones y descendimientos, acrobacias aéreas, saltos sobre el granito oscuro, silbidos y crotoreos. Cuando no quedó ni un fulgor plateado del alma humana, el cuervo que desconocía, de buen tamaño, con brillos morados iridiscentes en los ápices de las plumas, se subió a la cruz de la sepultura, encrespó las plumas escapulares y graznó con rabia. Lucien bajó la cresta de la noble cabeza negra, chascó y desapareció de golpe. Al instante, el resto de los córvidos se esfumaron como si una niebla los cubriera. Sara se vio empujada violentamente hacia otro lugar, del mismo modo que si la despertaran de un sueño y la desplazaran hacia otra dimensión extraña a la que no le apetecía, de ninguna manera, volver. Cuando abrió los ojos, Lázaro le frotaba las muñecas con aceite esencial. La bandada tenía un aspecto contrito, de desaliento. Lucien apretaba los dientes y no hablaba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Atenea.
El hombre bajó los párpados. Sara vio cómo subía y bajaba su pecho. No la miró.
—Fracasamos.
Paula dobló la esquina y se quedó de piedra. En el banco alargado, sentado sobre el respaldo, estaba el lobo. Tenía una rosa sobre el asiento, entre las botas.
—¡Álex, joder! ¿Otra vez?
—Te lo dije, princesa —replicó él, sacándose los cascos—. Puedes tirarla si quieres.
—Paso —gruñó ella, avanzando deprisa con los ojos clavados en el suelo. El lobo se levantó de un brinco y se cruzó delante con una sonrisa virulenta.
—Venga. Cógela y tírala. Sé que lo estás deseando.
La chica se detuvo en seco. Levantó la vista. Se mordió el labio. Tenía cierta angustia en la mirada, como la de una persona que se estuviera ahogando.
—Álex, ¿me quieres dejar en paz? —le suplicó—. No quiero verte. No quiero nada contigo. No quiero saber ni que existes. Ojalá no hubieras vuelto a aparecer nunca en mi vida. Maldita sea.
El lobo tomó aire.
—Sólo te pido que la cojas. Sólo cógela, y me voy.
—Muy bien. La cojo —le quitó la rosa de la mano con violencia—. No te quiero volver a ver aquí, Álex. Adiós.
Paula echó a andar. Tiró la rosa a la papelera sin descender el ritmo. Álex, con las manos en los bolsillos, aguardó un rato estúpidamente, hasta que suspiró y decidió volverse para su casa. Se puso los cascos y regresó con lentitud, arrastrando los pies, parándose de cuando en cuando. Tardó más de tres cuartos de hora en llegar al piso, pese a que solía hacer ese recorrido en quince minutos. Antes de subir, hizo una parada en el cajero y le entraron unos deseos enormes de sacudirle una leche a la pantalla cuando leyó de nuevo la ridícula cifra de “trescientas veinticinco pesetas”.
—Y ni siquiera puedo sacarlas, joder...
Cruzó, abrió el portal y ascendió los tres tramos de escaleras. Una vez arriba, contó las monedas del cajón y guardó el único billete sucio de mil que le quedaba en otra parte para evitar tentaciones de gastarlo, encendió el ordenador y se concentró en la traducción febrilmente, hasta que le dolieron los ojos. Chequeó el correo y vio que tenía un mensaje del trabajo que le había llegado el día anterior. Lo abrió y leyó la fecha del viaje de presentación a Londres. Le indicaban dónde recoger los billetes; el vuelo salía el próximo lunes. Recibió la noticia que llevaba esperando desde que envió el juego, que le hubiera puesto loco de contento en otras circunstancias, con indiferencia cansina. Se encogió de hombros, abrió el Power Point y se puso a diseñar la presentación con absoluto aburrimiento. Al día siguiente, de nuevo estaba frente al VIPS. Esperó a Paula el primer turno, el segundo, el tercero y el cuarto hasta que cerraron el local, pero la chica no aparecía. Acabó por concluir que debía de librar ese día y no se lo había dicho. “No tenía por qué decírmelo tampoco”, pensó. Se levantó del banco, dejando ahí la rosa, y se marchó completamente derrotado. No trabajó esa noche. Se tiró en la cama y durmió casi doce horas. Cada vez que se espabilaba y abría los párpados, volvía a cerrarlos con abulia. No veía un motivo para permanecer despierto. Llegó hasta a pensar en dejar de molestar a Paula de una vez por todas, pero cada vez que lo hacía, recordaba el áspero gruñido y el consejo que le salía de dentro: “Lucha por ella”. Cuando se levantó el jueves a primera hora y se duchó con el agua helada de la caldera rota, no tenía ni la menor duda de qué iba a hacer: trabajaría hasta el mediodía y después se plantaría en el banco de al lado del VIPS, y no se movería de allí hasta que bajaran la reja. Y si ella volvía a ignorarle, ahí le tendría el día siguiente. “Acoso y derribo”, pensó. “Agotar a la presa hasta que caiga”. Ésa es la forma de cazar de los lobos: persiguiendo. A las dos de la tarde bajó al cajero, introdujo la tarjeta mecánicamente, sin esperar nada más que la cifra de trescientas veinticinco antes de meterle un puñetazo al plástico, como si el aparato tuviera la culpa de su saldo paupérrimo. Tecleó la operación y su número de código con hastío agotado. Miró de refilón la pantalla. Estaba tan convencido de que aparecerían los números de siempre que ya iba a sacar la tarjeta y a marcharse cuando volvió a fijar los ojos. Casi se cayó al suelo. Le entraron deseos de abrazar la máquina. No se lo creía. Estaba hasta un poco mareado de ver tanto cero junto. Se le escapó una carcajada de júbilo. Empezó a pensar de forma rapidísima qué iba a hacer con tanto dinero cuando se detuvo, tomó aire y calculó el alquiler y los gastos fijos. Los restó y aun así le entró una risa floja. Seguía viendo ceros por todas partes. Sacó la cantidad que le pareció más oportuna —una absoluta bestialidad, hasta agotar el tope—, y se la apretó en la cartera partiéndose el culo, encontrando graciosísimo que no le entraran los billetes. Le pagó al chino la rosa del día con uno de cinco mil y le dieron ganas de decirle que se quedara con el cambio, pero su parte racional recogió las vueltas. Se metió en la primera tienda de telefonía que pilló, compró el móvil más caro que había y salió mirando las tonterías que hacía el cacharrito, dejando la caja abierta sobre el mostrador. Bajó Fuencarral silbando, se recorrió Gran Vía tarareando, y casi cantaba a pleno pulmón al llegar al VIPS. Allí se le bajó enseguida el alegrón que llevaba. Tomó posiciones en el respaldo del banco y esperó, concentrado, con los codos sobre los muslos y los dedos entrelazados a la altura de la boca.
—Paula... —susurró roncamente en cuanto la divisó.
Ella se llevó una mano a la frente con desesperación. Se apretó las sienes. Parecía a punto de romper a llorar. Pasó de largo frente a él. Antes de que el lobo saltara del asiento, la chica se detuvo. Se giró y le miró con una expresión dolorosa.
—Álex. Mañana salgo de madrugada y viene Fran a buscarme. Por favor —le rogó con ansiedad—. No quiero que te vea aquí. Te lo pido por favor. No me busques más problemas de los que tengo.
El lobo torció la boca.
—Princesa, mañana voy a estar aquí igual que hoy. Gracias por aproximarme la hora, que así no me tiro toda la tarde. Aunque igual me mientes para no aguantarme; creo que estaré esperándote desde las siete por si acaso.
La chica dejó que se le desplomaran los hombros.
—Álex. Te lo estoy pidiendo por favor. No vengas.
—Paula —la interrumpió—. Sabes muy bien que mañana me vas a tener aquí, así que no pierdas el tiempo. Aquí tienes tu rosa, aquí la papelera. Adelante.
La chica le dio una patada al suelo con impotencia.
—¡Álex! ¡Te estoy diciendo que va a venir Fran!
—De puta madre —respondió el lobo resueltamente—. Le saludo y nos tomamos unas birras mientras te espero.
—¿Eres imbécil? Mi novio va a venir a buscarme, ¿de acuerdo?
—
Aaah
, Paula —exhaló Álex broncamente—. ¿Novio? ¿Fran? No sabes lo falsa que suena esa palabra en tu boca. Es hasta
ridículo
.
Por un momento, la chica apretó los puños. Le pareció dispuesta a estamparle una bofetada, pero se desmoronó antes.
—Va a estar Fran, Álex. No
puedes
estar aquí. Son cosas de cajón. ¿Es que no lo entiendes? No quiero que vengas mañana.
—Y yo te estoy diciendo que voy a estar aquí.
—¿Y yo qué coño hago? —acabó por decir con frustración, rindiéndose.
—Ése, princesa, es tu problema, no el mío —replicó Álex encendiéndose un cigarro—. Yo no salgo con Fran y no tengo que ocultarle nada. Invéntate una película de terror para que no venga si quieres. Dile que has quedado con una amiga. Dile que te vienes con alguien del trabajo. Dile que no quieres que venga a buscarte. Dile que yo te acompaño a casa —al verle la cara de angustia, Álex sonrió. No dejó de hurgar en la herida ni por un minuto—. ¿Quieres un consejo? ¿Es eso lo que quieres? —el lobo echó el humo resoplando—. Déjale y vente conmigo. Así se acabaron todas las mentiras, ¿no te parece?
—¿Qué mentiras, Álex? ¿Qué mentiras? —casi le chilló Paula—. Deja de montarte historias. Yo no tengo nada contigo y no lo voy a tener nunca, ¿me oyes?
Él se encogió de hombros.
—Como quieras. ¿Nunca significa en una semana? ¿Dos? ¿Tres? ¿Un mes? ¿Un año? Yo tengo una paciencia infinita. Y un saldo de lo más abultado que me permite comprar una rosa al día para que la descuartices entre los dientes. Francamente, hubiera sido mejor traerte un conejo muerto...
Ella apretó la mandíbula. Decidió dejar de discutir. Le dio la espalda.
—Adiós.
Él se levantó del banco. La adelantó antes de que saliera huyendo.
—Eh. Que te la dejas.
Paula apretó la flor hasta clavarse las espinas. La tiró y se marchó. Álex se volvió a trabajar al piso. El viernes salió a las cinco de la tarde de su casa con la mochila al hombro y compró la rosa de rigor al chino de siempre, que ya le esperaba con una sonrisa leve. Buscó una tienda de informática, escogió un portátil y, cuando le dijeron que no se lo podía llevar puesto, se cabreó y se marchó sin comprarlo. Se metió en otra y en otra, hasta llegar a una casi el doble de cara en que se lo dieron al momento. Dejándoles ahí la caja y los corchos, pidió dos baterías de más, se lo guardó todo y se bajó a esperar a Paula. Abierto de piernas sobre el asiento del banco, se sacó el ordenador y empezó a instalarle el sistema operativo, frente a las miradas asombradas de los transeúntes. Cuando se le acabó la batería, la cambió y metió otra. Cargó el juego y continuó traduciendo hasta que se le acabó la energía de las tres. Guardó los cambios y el aparato, se encaramó al respaldo, sujetó la rosa que había rodado hasta el otro extremo y casi se la estaba llevando el viento y esperó tranquilamente. La chica salió un par de horas después por la puerta delantera, entre otros compañeros hastiados. Ni siquiera resopló cuando le vio.
—¿Hasta cuándo vamos a estar así, Álex? —le preguntó con resignación.
—Hasta cuando tú quieras dejar de engañarte, princesa —sonrió él echando un vistazo alrededor—. Veo que no ha venido Fran.
—Claro que no ha venido Fran, Álex. Le pedí que no viniera. Le dije que me volvía con una chica del trabajo.
—Ah... ¿Y no insistió, eh? ¿Se ha quedado durmiendo tan a gusto? Y eso te jode, ¿a que sí? Sabes perfectamente que yo no lo haría. Perros —gruñó—. Son cómodos. Vagos. Les basta con que les llenes el plato para triunfar en la cacería.
—Álex —murmuró ella con los ojos pardos caídos, desamparados—. Si supieras el daño que me estás haciendo...
—Podría decirte que es por tu bien, pero no sería cierto. Es por el bien de los dos, princesa.
Ella dio un paso hacia atrás.
—Me voy, Álex. Me voy.
—Vale. Te acompaño.
—¡Ni de coña! —le gritó ella—. ¿Tú de qué vas?
—Son las tres y media. Sabes que voy a hacerlo. Queda de tu mano que vayamos al lado como personas civilizadas o que te siga a distancia sin quitarte los ojos de encima y pareciendo un psicokiller pervertido. De las dos formas es efectivo para que ni respiren en tu dirección. Tú eliges.
—Álex —musitó ella con un hilo de voz—. Vas a conseguir que te odie. Te lo juro.
—¿Ah, sí? Creía que ya lo hacías —le puso la rosa en la palma y le cerró el puño, conteniendo los deseos de llevarse la mano de la chica a los labios—. Estupendo. Algo estoy consiguiendo entonces.
Esperó unos segundos hasta que ella arrojó la flor, enrabietada, y se puso a caminar para seguirla tranquilamente. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, Paula no se giró una sola vez mientras subía por San Bernardo entre peleterías, restaurantes chinos y tiendas de libros. Dejó atrás el metro y el Ministerio de Justicia. Sólo cuando llegó al portal de su casa echó un vistazo. A unos diez metros de distancia, Álex la saludaba tranquilamente levantando la mano, apoyado en la esquina pintarrajeada de la calle que cortaba. Paula entró clavando la llave y empujando la puerta de cristal y hierros de una patada. Cerró de un golpe. El sábado se repitió la misma situación con una sola diferencia: ella no le habló, no se acercó a él, no se giró antes de subir. Sin embargo, el lobo se sonrió al comprobar cómo se encendía la luz y se abrían suavemente las cortinas del tercer piso unos minutos después. Le hizo un gesto con la mano y se dio media vuelta, echando a caminar al trote.
El domingo Álex se tiró prácticamente todo el día allí. Estaba perdidísimo con sus horarios y sus días libres. Al recorrer la Gran Vía dando paseos por delante del restaurante, no la veía dentro. Estaba retorciendo la rosa entre los dedos sin parar, como si volteara un cigarro o un bolígrafo. La dejó quieta en el asiento del banco antes de que se le rompiera el tallo en dos. Se puso a jugar con el móvil para matar el tiempo. Mientras inclinaba el teléfono, tecleaba y soltaba maldiciones se iba poniendo realmente nervioso ante la perspectiva de que Paula no trabajara y él se tuviera que marchar a Londres al día siguiente sin despedirse. Cuando aparecieron Lucien y Ángeles saliendo de la bocacalle, la culebra negra que se deslizaba por la pantallita verde comiendo asteriscos era tan larga y retorcida que comenzaba a parecer un dibujo del laberinto de Cnosos.
—¿Alejandro?
—Eh, pajaritos —la serpiente del juego se estrelló contra sí misma y Álex escupió un taco. Iba a guardar el móvil, pero detuvo el gesto—. Ya que estáis aquí dadme vuestro teléfono, que mi larga agenda da demasiadas pistas sobre mi elevada cantidad de amigos. ¿Cómo fue el vuelo? —preguntó mientras apuntaba el número que le dictaba Ángeles—. O lo soñé o Nevermore se plantó en mi casa, así que doy por sentado que resultó de lo más aburrido...