Authors: Álvaro Naira
—Are you hungry?
—It’s five o’clock, sweetheart... —respondió ella, confundida.
—I don’t like tea, Susan. Sorry. In spite of that, I’m absolutely British. God save the Queen!
—Stupid.
Entraron al Stables Market, un conjunto de cuevas y de recovecos con comercios techados de madera, garitos de comida rápida, rastro de ropa de segunda mano y antigüedades. Susan le señaló una tienda en particular atiborrada de trapos góticos. Atestaban las vitrinas la bisutería de calaveras, la parafernalia de cuero, las faldas rasgadas de tul y de gasa, los candelabros retorcidos, las figuras decorativas de dragones, de tumbas y muertos.
—You used to work there, didn’t you? —comentó su madre.
Álex soltó una retahíla de tacos que comenzó al divisar la tienda y no paró hasta que la perdió de vista.
—Don’t remember me that —rugió—. I think it’s the most embarrassing job I ever had. Shit. Much more than selling dildos in a sexshop.
Entre pérgolas de hiedra había una zona acondicionada para sentarse. Alrededor, una media luna de tenderetes de comida de lo más internacional —sushi, burritos, kebabs, hamburguesas, pizzas y creps—, luchaba por conseguir clientes y acabar los restos antes de cerrar. Una mujer oriental levantaba una bandejita de ración por encima de su cabeza y señalaba las montañas rebajadas de arroz y de tallarines, gritando: “One pound!”.
—You don’t need to eat that, love —le paró Susan—. Come on, let’s go to a restaurant. Don’t you have any money? I’ll pay.
—¿Bromeas? I’m rolling in money. But I love those bloody noodles, even if they cost only one pound. Being rich doesn’t make me posh. Can you say the same? No? Okay. Let’s play a game. Simon says: “Be normal”.
—I don’t like your insinuations, Alex...
—¡Eliminada! —canturreó alegremente—. You’re out.
Pidió unos fideos y salió de la zona comercial mientras se zampaba el cajoncito de cartón con el tenedor de plástico. Había una auténtica multitud de gente estrafalaria levantando los chiringuitos y abandonando la zona. Álex caminaba sin prestarle atención al carnaval punk, siniestro y alternativo que le rodeaba, hasta que se dio casi de bruces con un colgado que se paseaba con un letrero de “Jesus is alive”.
—Joder, y yo también y no lo ponen en carteles —se quejó Álex dándole un empujón al tipo para que le dejara pasar—. Get lost, sucker.
La madre suspiró.
—What do you have against Christ, Alex?
—Nothing. If I saw a guy walking on water, I’d clap and throw him peanuts. I don’t have anything against Christ, Susan. I have lots of reasons against Christians.
—You can’t keep your mouth closed, can you?
Álex sonrió mostrando los dientes.
—My bark is much worse than my bite, isn’t it? —siseó.
—You never bark, love —le contradijo ella—. You just roar, bite and, sometimes, you moan. But always alone —sonrió dulcemente, apenas un balanceo de las comisuras de los labios—. Things are going better now, aren’t they? I’m so happy, sweetheart. You made me feel worry last time.
—How nice. I’m gonna cry! Give me a big hug, you fucking bitch —exclamó apartando el cartón de fideos tailandeses y dándole un abrazo rápido y violento.
—Stupid... —murmuró ella.
—Hey, Susan —dijo, separándose—. How could you give birth someone like me? How can you stand me? How can you love me, if you do?
—Alex. You are my only child. Of course I love you, even thought you are so harmful, so violent... —la mujer esbozó una sonrisa blanda y lenta—. But you live in Madrid. It’s not very difficult.
Álex se quedó rígido.
—That hurts me, mum.
Ella sonrió.
—Just kidding, sweetheart. Like you always do.
—Claro —levantó el labio—. Just kiddin’.
—Well. Are you going to tell me what are the big news?
—Excuse me? —preguntó haciéndose el loco, tirando la bandeja vacía a una papelera.
—Alex. You are happy. I have realised it. That’s strange, love.
—Shit. Am I so plain? Pues no, I’m not happy, Susan. Joder. I’m shattered.
—I don’t believe you, Alex. You can’t hide anything from me.
Álex miró la hora. No contestó.
—Are you leaving now? —inquirió ella.
—It’s getting dark, mum. I’ll walk you to the tube entrance.
—I’m going by bus. Come with me, please. I always see you for a short time, love... And you hate the “fucking underground”, don’t you?
El lobo se dejó convencer sin mucha resistencia. Se sentaron a esperar en el banco mínimo de hierro de la marquesina. Álex se negó, cabreadísimo, a subir a la planta de arriba del autobús, gruñendo que eso era para turistas. Su madre sonreía.
—You’ve got a girlfriend, haven’t you? —insistió ella.
Él apartó la vista.
—Ha. No. Never further than that.
—Tell me everything, sweetheart.
Álex suspiró. Se hizo un poco de rogar antes de acabar largando la historia completa. El autobús rodaba entre charities, viviendas bajas, palacetes victorianos, chalecitos con aspecto de templos, iglesias y apartamentos con jardines. Pasaron junto a una gasolinera amarilla llena de banderas. Los edificios se hacían más altos, más modernos. Su madre se desternillaba de risa. Al sol se lo había tragado la tierra y no había un alma por las calles.
—You? Do you buy a rose every day? I don’t believe you! I’m very proud of you, love.
—Que te follen —respondió—. It’s ridiculous. She always takes the flower, throws it to the garbage and walks away. Without looking back.
—And you...?
—Me? —se encogió de hombros—. I feel like a sucker, what do you think?
—Don’t you follow her?
—¿Qué?
—So you’ve never followed her.
—Well... Twice —admitió pulsando la parada de Islington—. Ten metres behind her.
—No, Alex —reprobó ella mientras descendían—. I’m not talking about prowling around her. Following her. Talking to her.
—For what? I don’t want to get my balls smashed, joder.
—Are you stupid, Alex? You must follow her. Always.
Álex dejó las pupilas colgando en medio del paisaje.
—Thanks, Susan.
El lobo se había quedado quieto frente al chalé marrón con parcela. Su madre buscaba las llaves.
—Do you want to go in? —le preguntó.
—Oh, yeah. Do you still have your piano? I’ll play
Für Elise
and
Moonlight Sonata
while Pete and you serve green tea with shortbread cookies. Let me think... No.
—Why?
—‘Cause I hate your boyfriend, and he hates me. He thinks I’m an asshole; I worked hard to make that excellent impression. I don’t want him to change his mind being polite.
—That’s not true. He told me that you were an interesting person.
—See? Can’t you find a more British way to call someone a nerd? It’s great; I think the same of him. See ya!
Mientras la madre movía negativamente la cabeza, Álex se alejaba. Pasó por delante de un college de grandes cristaleras y se detuvo a encender un cigarro junto al sauce llorón. No habían dado las ocho de la tarde y la noche era como la boca de un lobo. Pensó qué hacer, a dónde ir. No le apetecía volverse al centro y acercarse a las librerías del Soho, y tenía más que recorrida la ribera del Támesis. Westminster de noche era impresionante, pero le daba pereza coger el transporte público. Irse al hotel, por supuesto, no entraba dentro de las posibilidades. Echó a andar deprisa, automáticamente, porque se le estaban entumeciendo las manos. Finsbury quedaba a dos pasos.
El parque tenía el mismo aspecto que Regent: una inmensa explanada de césped salpicada con unos pocos árboles formidables. Al fondo había unas pistas de tenis. En la papelera retozaba una ardilla gris. Sobre la hierba, un cuervo carnicero que buscaba lombrices levantó la cabeza y la inclinó, observándole.
—Hello, birdy —dijo Álex con una sonrisa delgada. Se quedó un rato ahí, mirando al pájaro que le contemplaba con descaro, haciendo ruidos con el pico. Cuando levantó el vuelo, el lobo siguió avanzando, un poco indeciso. Giró hacia la izquierda, pensando que por ahí se saldría. Pasaba de quedarse en el parque; los cerraban a la hora en que se acuestan las gallinas y malditas las ganas que tenía de saltar la verja como si tuviera dieciocho años. Cruzó un puente sobre unas vías de tren y se encontró de repente en un caminito de barro rodeado de ortigas altas, zarzamoras, helechos y robles. Sonrió, sorprendido. Era como entrar en una selva de pronto; pasar de la civilización al bosque en dos pasos. Le tocaba los huevos la vegetación doméstica de los jardines británicos; todo organizado, colocadito, amaestrado. La isla tenía que haber sido una jungla húmeda antes de que el hombre se la tragara. Se acordó de Asturias, del monte increíble, el monstruo verde de castaños de indias, avellanos y arces. “Helicópteros”, decía Paula, y cogía el fruto alado y fibroso que parecía una flor con dos pétalos. Lo arrancaba de la rama y lanzaba al aire la mariposa vegetal, que bailaba en el viento dando vueltas como una peonza. “Con esto jugaba yo de niña”. Gracias a Paula era capaz de reconocer un arce, un roble y un pino. Los demás entraban en la nebulosa y vaga categoría de “árbol”, cosa que le jodía lo indecible. Le hubiera gustado tenerla a su lado, que se riera de su ignorancia libresca, de su conocimiento de la naturaleza a través de los documentales de La 2, que le apretara la cintura, le cogiera las manos congeladas, le besara la boca reseca por el viento y el frío hasta que se le rajara en heridas. Pero estaba solo, y no veía arces en el Capital Ring —ya sabía dónde estaba, se había dado de frente con un poste negro que indicaba las millas que quedaban para Crouchendhill, Stanhoperd y Holmesdale, con una escalera de troncos, un puente de tierra y una casita de jardinero que eliminaban por completo el espejismo de estar en un bosque; entre los claros de los árboles distinguía la carretera a su izquierda—. Sólo era un pasillo de naturaleza salvaje en medio de la ciudad podada. Las botazas se hundían en el fango y las hojas muertas. Chapoteaba en el lodo y tropezaba con raíces; los árboles recuperaban lentamente su territorio, el poco que tenían. Intentó ver tan sólo la hiedra, los haces de avellanos y los acebos como joyas verdes, radiantes, casi de mentira, y no prestarle atención al ruido de los coches. No funcionó; tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad y la luna llena lo iluminaba todo: delante había un túnel pintarrajeado con sprays, más allá se divisaba una pista para monopatín igualmente decorada de grafitis y después un lugar tétrico, que le dejó intrigado. El sendero de barrazo con piscinas de agua estaba flanqueado por una espesura salvaje, juncos, palos y arbustos, pero a los dos lados había una especie de plataformas de hormigón comidas de árboles, colocadas ahí sin ninguna lógica. Desanduvo un trecho con extrañeza y encontró unos escalones que ascendían. Subió, adivinando por fin lo que era. Estaba en una estación de tren abandonada de la que sólo quedaban los andenes musgosos, devorados por la naturaleza; habían quitado el edificio y los raíles. Era posible que todo el recorrido que había hecho fuera por el que transcurrían antes las vías. Le recordó, de pronto, a otro apeadero, otro lugar en medio de la nada en el que había estado hace tiempo. Se sentó en el borde, dejando las piernas colgadas entre el boscaje. Producía la impresión fantasmal de que en cualquier momento aparecería una locomotora y le segaría los pies. Encendió un cigarro con dificultad; tenía los dedos rígidos, amoratados. Resopló el humo. Echó el cuerpo hacia delante, intentando conservar el calor.
Fue durante el año de COU. Habían cogido el cercanías dirección a Torrelodones, a la casa pija de las vacaciones de los padres de Jaime. Iban los cuatro, no recordaba para qué; probablemente para echar una partida de rol —ellos, él tenía toda la intención de emborracharse y follar sin parar en la cama de matrimonio de los papás, pese a las protestas del chacal, y así librarse de la presencia de Gonzalo durante el puente—. Paula contemplaba a través del cristal el poblado de chabolas de Pitis y, luego, el Pardo, el monte ralo con pinos y encinas y los grupitos de ciervos que ramoneaban entre los árboles de la meseta. La chica llevaba unos pantalones negros brillantes, ceñidos, con las costuras de los lados separadas por un par de centímetros en que se veía la carne entrecruzada de cintas desde la cintura hasta el bajo, marcando cada curva de un cuerpo de vértigo, de mujer, no de niña desnutrida. La camiseta mínima tenía enganches de acero en los hombros; las botas subían hasta la rodilla por encima de las perneras del pantalón. No llevaba más maquillaje que las largas líneas de los ojos que le estrechaban aún más la mirada tremenda. Decía siempre que le molestaba la pintura; le molestaba ponérsela, le molestaba quitársela, le molestaba fumar, besar, comer con ella. El pelo dorado hasta el culo lucía cuatro o cinco trenzas diminutas, como espigas de trigo. Álex a veces se quedaba contemplándola embobado sin que ella se percatara.
Paula había sonreído de pronto. Se levantó y se situó junto a la puerta.
—No es todavía; quedan tres o cuatro —había informado Fran, apartándose el largo cabello castaño de la cara mientras quemaba una china de costo, observado por los ojos risueños de un Javi que se partía de risa y le preguntaba si era absolutamente necesario que se hiciera un canuto en el cercanías para escandalizar a los viajeros y quedar de guay o si podía esperar a que bajaran. Álex estaba repantingado en el asiento, con la vista en el techo y cara de preferir una exploración rectal a un fin de semana con Jaime —aunque vienen a ser sinónimos, había bufado cuando Fran le preguntó qué le pasaba—. Inclinó la cabeza en dirección a Paula, que tenía una sonrisa preciosa, amplísima, y esperaba agarrada a la barra. La chica le había lanzado a Javi el largo abrigo de polipiel con forro violeta y la mochila.
—Guárdamelo.
El lobo intercambió una sonrisa leve con su pareja y se incorporó, estirando las vértebras de la espalda.
—Nos bajamos.
—¿Qué? —preguntó Fran.
—Que luego os vemos.
—¿Cuándo?
—Llegaremos cuando lleguemos. No nos esperéis despiertos.
—Cojonudo, lobo —intervino Javi—. Vosotros quedaos aquí, a ver luego cómo venís. ¿Qué pasa, que habéis visto los ciervos y hay hambre?
—Exacto —replicó él sin reírse.
—Pues el Jaime tiene una barbacoa de puta madre en el jardín...