Authors: Álvaro Naira
Se metió con ella en el cuarto oscuro y se sentó en el banco con cojinetes rojos que bordeaba la pared. Se la puso encima y empezó a besarla gradualmente. La conocía a la perfección. Sabía cómo tocarla. Sabía lo que le gustaba, lo que la encendía. Verónica lloraba sin parar. La giró hasta colocarla de piernas abiertas sobre su cuerpo. Le acarició el pelo, las mejillas húmedas, el escote, la espalda, las nalgas, los muslos que le rodeaban. La estrujó y le marcó discretamente un ritmo lento, moviéndola por el culo, para que se restregara contra el bulto creciente del pantalón. Poco a poco, la chica se iba calentando, aunque no dejaban de caérsele las lágrimas. Álex le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Introdujo la mano bajo el vaquero elástico y las bragas y se abrió camino estirando la tela hasta que toqueteó y friccionó la zona que buscaba, al tiempo que hundía los dientes, con la fuerza justa y sin pasarse, en su cuello.
En menos de diez minutos, Verónica se frotaba desesperadamente, le mordía los labios, le bailaba la lengua en la boca, le arañaba la espalda.
—Vamos a tu casa... —susurró.
Álex, entonces, degustó su respuesta antes de escupirla. Esperó más de cinco segundos para soltar:
—No.
La chica se echó hacia atrás. Dejó de moverse.
—¿Qué?
—No —repitió Álex—. ¿Necesitas que lo deletree?
Ella le miró como si no le encajaran sus palabras. Él dibujó con tranquilidad asfixiante su sonrisa más larga y corrosiva. Los ojos le brillaban de placer.
—Perdona, princesa, pero una vez que un colega mío ha comido de mi plato, yo no vuelvo para acabármelo —sin dejar de sonreír, empujó los ijares contra el pubis de ella y se quedó apretado—. Yo soy un lobo.
Cazo
. Me gusta la carne fresca. No como carroña; sólo la uso para restregarme contra ella y ocultar mi olor a las presas.
Verónica dejó salir el aliento. Con los ojos fuera de las cuencas, saltó hacia atrás y se marchó llorando al baño. Álex cruzó los brazos detrás de la nuca.
—Dos por ciento de la dieta de un lobo adulto —se encendió otro cigarro y le dio un tiro—. Me parece que me he quedado con hambre... —concluyó con una mueca, levantándose y saliendo hacia la barra—. Guárdame el libro, que voy a comprar tabaco.
—La máquina ya está arreglada.
—Sí, hombre. Os voy a regalar yo veinte pesetas. Que los estancos aún están abiertos. Hala, ahora vuelvo.
A la vuelta de la esquina, Tiago se apoyaba contra el edificio pintado de gris y amarillo, exhibiendo toda la parafernalia anticristiana del cuello, cinto, muñecas y falanges. Hundió los dedos en el pelo rubio enmarañado y se le quedaron enganchados. Los despegó rompiendo mechones. Se sacó un porro cilíndrico perfectamente liado a máquina de detrás de la oreja. Lo prendió y se tironeó de la barbita.
—Mira, es tu real problema que de pronto te quieras apuntar a los boy-scouts. No voy a devolverte el dinero del ácido, Kat.
Rebeca movió la cabeza negativamente con un rictus de incredulidad. Sintió deseos de abofetear al satánico.
—¿Te crees que me importa el dinero, imbécil? Mi mejor amiga ha muerto por culpa de un flash-back. ¿Qué parte es la que no entiendes?
—Entiendo el pastel entero, pero me la suda. A ver, no quieres que me quede con el LSD porque os lo jamasteis todo. No quieres que te dé pelas por daños y perjuicios, suicidios y asesinatos, y además no te las daría. No quieres venirte a la misa negra con los colegas. No quieres echar un polvo. ¿Pues qué demonios quieres? ¿Para qué hemos quedado?
—¡Quiero que me expliques cómo es posible que a Mon le diera ese pedazo de viaje al cabo de dos semanas por unas putas bicicletas!
—Pues mira, es simple: tu amiguita la retrasada se metió como ocho veces más de lo que se debería haber metido. Que para drogarse también hay que saber, Kat. Deja de gimotear y la próxima vez que perviertas menores, asegúrate de que se metan un cuarto y no dos dosis completas —fumó tranquilamente mientras Rebeca apretaba los puños—. Coño —exclamó Tiago de pronto, contemplando la acera de enfrente—. El gilipollas —Álex caminaba envuelto en el abrigo de cuero y en el humo del cigarro, a zancadas flexibles sobre las botazas metálicas, con la mirada perdida y una sonrisa inevitable en la boca, fruto de los pensamientos. No les había visto—. ¿Qué, Haller? —le gritó—. Ahora no me kickeas, ¿eh?
El lobo se volvió como el aspa de un molino. Si ya iba sonriendo, ahora se le escapó casi un jadeo de éxtasis cuando le vio. Con la cabeza gacha y una mano en el bolsillo, arrugó toda la boca de forma sádica, enseñando hasta las encías. Dio una calada. Se cruzó el asfalto.
—Yo te kickeo siempre que sea necesario, satánico —dijo—. Para eso estamos; para complacer a los demás. Cada vez que se te borre el cardenal y necesites que alguien lo renueve de una buena patada en el culo, llámame y ahí me tienes. Como un reloj.
—Capullo —susurró Tiago.
—Perdona, que no te he oído. ¿Puedes repetirlo?
—Capullo —repitió el satánico.
—Tiago, cállate, joder —soltó Rebeca poniéndose en medio de los dos, parando al lobo con el brazo extendido, porque no le gustó ni pizca la alegría desenfrenada que llevaba en la cara y el chasquido de sus nudillos—. Y tú hazme el favor de marcharte, que aquí no se te ha perdido nada, Álex.
—Deja, gatita —pidió Tiago—. Aquí el Haller seguro que quiere un tiro de ácido y no se atreve a pedirlo. ¿A que es eso?
—Tu puta madre se metía ácido cuando se tiró a tu padre, satánico —respondió Álex levantando el labio—. Tú camélate a las niñatas cuando yo no esté presente y no te metas en primera división, anormal.
—¿Otra vez haciéndonos de papá? —suspiró Rebeca, delante de Tiago todavía—. Álex, ¿quién te ha llamado? Te he dicho que te pires.
El satánico acarició el filo tranquilizador del cortaplumas de calaveras que llevaba en el bolsillo para cortar el costo.
—Lo que pasa es que te acojona, Haller —acabó por decir, apagando el canuto contra la pared—. En tu puta vida te has tomado nada más fuerte que una aspirina.
Álex balanceó la mirada. Sonrió con suavidad.
—Santiago, cuidado —advirtió—. No vas bien. Incluso un lobo solitario, viejo y enfermo como yo se merienda a un cabrón como tú de un bocado. Eres mi presa natural.
—A ver, déjame vivir. No me interesa la mierda de tu religión. ¿Te toco yo los cojones con la mía?
—Me tocas los cojones sólo con existir —le respondió abiertamente—. Y en cuanto a tu puto cristianismo (que es lo que eres, gilipollas, cristiano, si lo niegas lo afirmas), no, no me gusta. Es una religión para corderos.
—Y tú eres un lobo, ¿no? —preguntó con una risilla leve.
Álex sonrió salvajemente. Le relampaguearon los ojos.
—
EXACTO
.
Tiró el cigarro a la mitad, apartó a Rebeca de un empellón y se lanzó sobre Tiago antes de que descargara el cortaplumas que se estaba sacando del bolsillo. De un revés, la navaja cayó al suelo. Arrojó al satánico contra la pared encajándole un rodillazo en los huevos y le incrustó los nudillos en toda la cara. Le cogió la cabeza por las rastas enmarañadas y se la bajó de un movimiento seco, empotrándole la rodilla en la nariz. El lobo se llevó una hostia bastante floja en la pierna y otra, fuerte, en la boca del estómago, que le produjo una arcada. Entonces se le nubló la vista con una cortina roja. Derribó a Tiago sobre la repisa de granito de la ventana del local y empezó a meterle golpes como un loco, uno detrás de otro, sin pararse a respirar, hasta que se dio cuenta de que el chico estaba encogido en el suelo mientras le sacudía con todas sus ganas. Cogió aire y, en lugar de descargar la patada, arrastró el pie junto al otro.
—Qué poco aguante, joder. Ahora que empezaba a pasármelo bien... En fin, al enemigo caído, puente de plata. Largo, Tiago. Vete a chuparle el culo a Satán para que te cure, a rezarle a Lavey y a recitar tus
nemá, nemá
.
—Tú eres imbécil, Álex... —dijo Rebeca con un hilo de voz, agachándose junto a Tiago.
—Esto es lo que me jode de los humanos —gruñó él—. Que siempre se apiadan del que pierde. Si aquí hubiera una loba me venía colgando la lengua y torciendo el rabo para que me la follara. Qué asco.
Miró la hora en la muñeca y soltó una maldición.
—Mierda. Con tanta gilipollez me han cerrado el estanco.
Con una calma asombrosa, Álex se volvió a acercar al antro. Verónica salía por la puerta. Le miró de forma asesina, empujándole para que la dejara pasar. Sólo le faltó escupirle. Él se rió amplia, gozosamente, y entró en el local.
—¿Qué, Javi? ¿Otro día que no has ido a clase?
Fran tiró el abrigo sobre uno de los sillones, mientras el perro danzaba a su alrededor, daba saltitos y luchaba por lamerle la cara. Javi veía una película apoltronado y comía pipas.
—Joder, Fran, es viernes —declaró echando una cáscara al cenicero—. Ya iré el lunes. Además, me he camelado a una erasmus italiana que me pasa los apuntes a cambio de que me la lleve de copitas y a ver museos, así que todo está bajo control.
—Di que sí, Javi. Estupendo. Tú sí que sabes. ¿A cuántas asignaturas te has presentado?
—A una —respondió alegremente—. Pero la he aprobado. Me he quitado de una puñetera vez Derecho Romano. Qué ganas tenía de perderla de vista...
—Bravo. Enhorabuena. Y de currar, ¿qué? Que Paula ya me ha dado un par de toques. A ver si aportas un poquito más, hostia. ¿Tanto te cuesta?
—Eres un calzonazos, Fran —replicó el coyote—. Dile a tu novia que se busque un curro mejor y una vida propia y que deje de meter el hocico en la de los demás, que no es normal que con la edad que tiene siga trabajando en un puto VIPS.
—Javi... —suspiró Fran, sentándose en el sillón—. Quita, Bowie —le dijo al perro, que le empujaba la mano con la nariz.
—Vale, vale. Lo siento. Mira, no hay tantos críos que suspendan Lengua, ¿de acuerdo? Y yo no puedo enseñar matemáticas. Ni latín, ya puestos, aunque lo haga. Soy lo peor —declaró rompiendo una pipa con los dientes, masticando la semilla y escupiéndose la cáscara en la mano—. Tengo a una mocosa con latín los martes y me siento de lo más rastrero, joder. Que ella controla más que yo...
—Podrías buscarte un trabajo de verdad, ¿sabes? En lugar de dar clases particulares. ¿No se te ha pasado por la imaginación? No es por nada, pero Paula y yo llevamos ya meses intentando... —pareció sumamente nervioso con el tema. No finalizó la frase. Se echó para atrás el pelo de la coleta—. Cualquier día pasará lo que tiene que pasar, empezará a haber gastos por todas partes y Paula te echa a la puta calle y lo sabes.
—Ya. Y tú no dirás ni pío. Mi hermanito siempre defendiéndome.
—Javi, yo estoy de acuerdo con ella —afirmó Fran de forma severa.
—Tú siempre estás de acuerdo con ella —sonrió con malevolencia—. Aunque cambie de opinión ocho veces al día, las ocho estarás de acuerdo con ella.
—Javi, joder... —declaró arrellanándose en el cojín del respaldo—. ¿Por qué lo tienes que hacer todo tan difícil?
—Mira, tío. Tengo veintitrés años. Tengo toda la vida por delante para hacer el canelo, matarme a estudiar, a trabajar, conseguir un curro estable, una hipoteca, una señora, un cochecito, un chucho, una parejita de críos y ser siempre feliz, muy feliz. Ahora no me da la gana. Lo entiendas o no.
—¿Has sacado por lo menos al perro? —preguntó al hilo de la conversación, apartando de nuevo el hocico del animal de su mano.
—¡Hostias! —exclamó sentándose de golpe—. ¡Y son las seis! Pobre bicho... Ya entiendo por qué lloraba. ¿Lo sacas tú, Fran? Que estoy en pijama.
—Que te den por culo, Javier. Joder —pero se levantó y enganchó la correa al collar. Salió por la puerta. Regresó a los quince minutos.
—Qué poco ha tardado en mear y cagar éste... —comentó el coyote, acariciando la frente peluda y las orejas gachas del perro.
—Es lo que sucede cuando tardas más de tres horas en llevarlo a la calle. Estaba reventado, Javi. Ha echado dos meadas como piscinas. Mira, esto no puede seguir así.
—Tienes razón —asintió—. Lo siento. Te juro que no se me vuelve a pasar sacar al Bowie a la calle. Perdóname; estaba viendo una peli...
—Javi. No estoy hablando del perro.
—Fran. Déjalo, anda. Es viernes. ¿Cuál es el plan? ¿Poner la tele y quedarse dormido a las once?
—Vengo matado del curro. Sé que para ti es difícil de entender, pero estoy cansado. Intentaré mantenerme despierto hasta las tres para ir a buscar a Paula —echó la cabeza hacia atrás—. Es un puto coñazo el turno rotativo que tiene.
—Fran. Paula sabe volver solita. Si alguien tuviera los cojones de intentar hacerle algo inconveniente, luego se los tendría que buscar junto a la nuez. Mira, te apuesto a que si os atracan tú les das hasta los pantalones y a ella ni se le acelera la respiración.
—No me gusta que se venga sola a esas horas, Javi. Simplemente.
—Pues de puta madre. ¿Sabes qué vamos a hacer? Llama al majadero de tu jefe y vámonos de copas con el Álex, que después nos acercamos a buscarla. Te hace más falta despejarte que a mí, y mira que yo llevo todo el día en casa, ¿eh?
—¿Con Álex? No me digas que habéis quedado.
—Pues no te lo digo. Anda, pásame el móvil que llamo a Jaime, que ya verás lo contento que se pone el lobito. Va a ser mazo de gracioso.
—Javi. No me apetece ver a Álex.
—Puto hipócrita —susurró el coyote estirando la mueca—. Igual que tu novia. Te mueres de ganas de verle. A mí no me engañáis —le cogió el abrigo y rebuscó en el bolsillo, mientras Fran protestaba sin mucha convicción. Pulsó la llamada—. ¡Hola, capullo! Soy Javi, imbécil. ¿No me reconoces la voz, anormal? ¿Cuántos de tus clientes te llaman capullo? ¿Todos, a que sí? ¿Qué, sigues en la tienda con papá? Eres todo un profesional. A ver cuándo te marcas una comida de empresa para los coleguitas. ¿Qué? ¿A un puto chino? ¡Una leche! Te comes tú un rollito de primavera. Yo no acepto otra cosa que no sea cordero al horno. Y de leña, mamón. Que hay dinero. Sí. Bueno, que qué haces. La semana que viene, no te jode. ¡Esta noche, Jaime! ¡Esta noche! ¿Es que soy el único que se ha enterado de que es viernes? Hale. Otro que está
cansado
—informó a su hermano sonriendo—. ¿Cansado de no hacer nada? Venga ya. Mira, ponte guapo y vente para casa, que te voy a llevar a ver al Álex. Sí. ¡Sí! ¡Álex! Que sí, coño. Se ha arrastrado desde las profundidades del abismo de su misantropía y está de nuevo localizable. Y en cuanto consiga su teléfono y la dirección de su casa no vuelve a desaparecer por más que lo intente. Sí. Sí, vamos a ir a un garito de góticos, qué le vamos a hacer. Es animal de costumbres el Álex. Llevaré bolsa como en los aviones para cuando me entren ganas de vomitar. Que sí, que sigue yendo de siniestro por la vida. ¿Qué? —Javi estalló en risas—. Sí, igualito que tú, capullo. Bueno, que te vengas para casa. Aquí te esperamos —colgó y le regaló a su hermano una sonrisa insolente—. ¿Ves qué fácil? —Fran se quejó débilmente—. Hale, coge pelas del cajón. Bueno, no. Qué coño. No te lleves ni un puto duro. Que pague las rondas tu jefe. ¿Qué te juegas a que éste se viene en camiseta de rejilla, transparencias, chorreras, collar de perrito u otra soplapollez semejante?