Authors: Álvaro Naira
El guarda extrajo las llaves. En el exterior se apiñaban los cuervos: más de veinte personas, bastantes de luto inconmovible, la mayoría adolescentes, algunos jovencísimos, aguardaban en el terraplén empedrado de la entrada del senado, junto al pilono de agua y el túnel subterráneo. Permanecían en un silencio expectante. Los que hablaban, lo hacían con murmullos. Ángeles estaba sentada en la repisa de granito, rodeada por el núcleo de mayor edad de la bandada. En conjunto, la reunión parecía un entierro y producía mala espina. Los pocos transeúntes que venían de la Cuesta de San Vicente apretaban el paso cuando los veían.
Un poco apartados, una chica con un bolsito en forma de ataúd y dos chavales en vaqueros, con el pelo largo y camisetas de grupos musicales, parecían bastante nerviosos. Uno de ellos se acercó a preguntar la hora al que tenía más cerca. El interpelado alzó el labio y le dijo con altanería soberbia que esperarían lo que fuera necesario porque estaba en su naturaleza y que si no estaba en la suya ya podía marcharse con viento fresco que ése no era su sitio. El chico estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se paró al ver las miradas fúnebres del círculo. Se volvió con sus colegas, no sin hacer una mueca de desdén dedicada a la actitud aristocrática del niñato incapaz de mirar un reloj sin hablar con acertijos. Su amiga fumaba a caladas mecánicas, sin perder detalle de todo lo que sucedía a su alrededor.
—¿Están todos? —preguntó el guarda, abriendo la verja—. Pasen —la bandada se desplazó como una masa. Según entraban, los adolescentes saludaban al vigilante con efusividad, besos y abrazos que éste recibía con una sonrisa mediana, algo incómoda y embarazada—. Lázaro, avíseme cuando terminen. Estaré en la caseta o haciendo la ronda.
Cerró tras los últimos; dos hombres que le estrecharon la mano y Ángeles, que se limitó a sonreírle con aprecio, sin rozarle.
—Gracias de nuevo, Pedro —decía Lucien—. Si querés participar, tus consejos siempre son oportunos y sabios.
El vigilante meneó la cabeza. Una sonrisa fugacísima le había cruzado la cara.
—Creo que no, Lázaro. Pero se lo agradezco.
—Como prefieras.
El guarda se alejó despacio de ellos, enchufando con la linterna cada recoveco, hasta que se introdujo en la garita.
—Eh... —la chica del bolsito fúnebre se plantó ante Lucien—. Soy amiga de Sara. ¿De qué va esto? Soy nueva.
—Ya lo vi —le cortó Lázaro sin dedicarle ni un vistazo, bajando con calma la escalinata—. Y también vi que trajiste amiguitos. Supongo que al menos están
informados
.
—Bueno —dudó la chica—, yo les dije lo que me contó Sara, así que supongo que sí. Saben lo que yo. Están muertos de ganas por saber su pájaro.
—En el caso de que sean aves. ¿Ya los vio alguno de mis compañeros?
—No —respondió ella expulsando una nube de humo empalagoso y dulce—. Se lo pregunté, pero me dijeron que preferían que lo hicieras tú.
El argentino dilató las aletas de la nariz. Se le ahusaron los párpados. No se molestó en mirarla.
—
Eso
se queda afuera, querida.
La niña pareció dispuesta a protestar, pero obedeció al ver cómo se desplazaban las pupilas de Lázaro a lo largo de las hendiduras de los ojos.
—Bien —declaró Lucien. Se sentó en el banco central adosado al muro, con la espalda contra el metido de la pared de ladrillos y piedra. Los cuervos le rodearon como una bandada que se posara. Tomaron posiciones en los peldaños, en los asientos de al lado, de enfrente, sobre el bordillo junto a los setos, en el suelo de arena. Sara los esperaba; destacaba como una llama en la oscuridad del paisaje. Lázaro moduló una voz potente—. Buenas noches —continuó, enseñando todos los dientes—. Como pueden comprobar, nuestra nueva adquisición consideró pertinente traer a sus compañeros de clase, así que, antes de comenzar, me temo que voy a tener que dedicarles unos minutos. Atenea, comprobemos primero si tu vista es tan buena como lo es siempre. Que venga la chica.
Sara le tendió la mano a su amiga, que, confundida, no se movía, y la condujo frente a él, para luego retirarse un poco. Lucien se dobló hacia delante.
—Acercate, querida. ¿Cuál es tu nombre?
—Cristina —respondió.
Los cuervos se inclinaban con los ojos fijos, relucientes, como si abrieran las alas y crotorearan con los picos. La adolescente se echó hacia atrás, intimidada. Parecían arrastrarse, prever la posibilidad de un banquete, volar en círculos. Lucien forzó la mirada y se volvió a poner derecho.
—Como de costumbre, la lechuza tiene una visión extraordinaria y un vuelo absolutamente discreto y silencioso. Gracias, Atenea.
Es un cuervo
.
Sus compañeros se recogieron en las sombras. Ángeles sonreía.
—Bienvenida a la bandada.
Los más jóvenes empezaron a aplaudir con ganas, pero se pararon en seco cuando recibieron por toda respuesta un mutismo de cementerio.
—Soy Cris —saludó la neófita, sentándose con ellos como si fuera lo más normal del mundo. Iba tan contenta como si se despegara del suelo; apenas se acordaba de sus dos amigos que aguardaban de pie. Los cuervos empezaron a presentarse y a repartir besos.
—Por favor —demandó Lázaro—. Dejen de hacer batifondo. Todos estamos excitados de contar con un nuevo miembro. Les pido silencio. Que se aproxime otro.
El chico que había preguntado la hora no esperó a que la lechuza escogiera entre los dos. Tiró el cigarro a la mitad. Antes de que se acercara al banco, a Lucien le golpeó la imagen del animal como una bofetada.
—Vos no podés estar acá —dijo.
—¿Qué? —replicó el chaval—. ¿Por qué?
—Porque sos un cuadrúpedo. No tenés alas. Sos un predador. Te desayunarías a media bandada; yo no puedo guiarte.
—¿Un predador? —se le notó que la idea no le disgustaba ni por lo más remoto—. ¿Cuál? —se metió las manos en los bolsillos del vaquero—. Y... ¿dónde se reúnen los míos?
A Lázaro le atravesó la cara una sonrisa.
—Los tuyos no hacen rebaño. Pero si necesitás un guía... —se quedó pensando.
—¿Le vas a enviar a Haller, Lucien? —intervino uno de los hombres. Los córvidos sonrieron y la lechuza ahogó una risa suave y musical—. ¿Tú sabes lo que haces? El último que le mandaste volvió llorando...
—Sí, Nevermore —le respondió Lázaro, llamándole por el nick—. Regresó llorando, pero
sabiendo
. Haller es un guía tan competente como yo, y más aún cuando se trata de los suyos.
—No necesito un guía —interrumpió el muchacho—. Sólo quiero saber mi animal.
—Mirá; podés conectarte al canal #Politeismos del chat y... Pero va a necesitar verte...
—¿Chat? No tengo ordenador, joder —se lamentó el chico.
—O.K. Lo hacemos de otro modo. ¿Te llamás...?
—Iván.
—Iván. Hay un boliche darky por Hortaleza, creo que desde Gran Vía es la segunda cuadra a la derecha.
—¿Qué coño es un boliche? ¿Una bolera?
—Un
bar
, una
discoteca
, un
pub
. Como lo llamen. De gente gótica. Se llama P***. Andá ahora, cuando Pedro te abra la puerta. Es sábado; Haller seguramente va a estar allá todavía. Si no, probá el viernes próximo. Haller es...
—Un jodido hijo de puta —intervino una chica esbelta con el cabello cortado a lo paje, provocando las carcajadas de todo el parlamento de los cuervos.
—... un joven muy agradable —terminó Lucien, aunque se le escapaba la sonrisa—. Es como de mi altura, muy delgado.
—Es alto, flaco y muy lindo —añadió Ángeles—, pero tiene siempre una sonrisa desagradable en la cara, como si estuviese pensando todo el tiempo en partirte el cuello a mordiscos...
—Se viste por completo de negro con sobretodo de cuero... —continuaba Lázaro.
—Espera. ¿Un antro siniestro? Pues con esos datos no va a ser fácil de distinguir...
—Lleva un colmillo al cuello, Iván.
Es un lobo
. Tiene unos ojos de fiera increíbles y le chocan los dientes por debajo. Creo que lo vas a reconocer sin problemas. Acostumbra a sentarse al fondo del boliche con una botellita de cerveza y un libro. Siempre absolutamente solo. O con una mina, rara vez la misma...
—Vale. Haller. ¿Y qué le digo?
—Decile que te envía Lucien. Con eso es suficiente.
—Pues me voy.
—Esperá. Aún falta tu amigo. Tal vez se tengan que ir los dos —cuando el tercer chico se acercó, Lázaro estuvo varios segundos observándole. Acabó por sacudir la cabeza. Echó el tórax hacia delante. Volvió a entrecerrar los ojos—. Acercate más —le pidió, clavándole la mirada—. No veo nada... —insistió otro rato y acabó por girarse hacia su vecino, un hombre de mirada torva, hundida, muy pálido y con aire de enterrador—. ¿Corvuscorax?
El interpelado frunció el ceño. Se acercó al chaval entornando los ojos hasta quedarse a centímetros de su cara. Incluso le levantó los párpados con los dedos. El chico se estaba poniendo realmente nervioso cuando el hombre se separó.
—No.
—Ángeles. Probá, por favor —le pidió Lucien.
La mujer se limitó a subir las pupilas. Ni siquiera varió de postura.
—Nada —declaró con sencillez.
—Atenea, querida. Vení acá un momentito. ¿Qué opinás?
Sara arrugó la nariz. Se apartó los mechones decolorados tras las orejas y desmesuró los ojos azules, dejándolos fijos, ausentes, inmensos, casi vacuos. Desconcertada, negó con la cabeza.
—Es la primera vez que me pasa esto, Lucien... Perdona.
Lázaro suspiró.
—Me temo que vos tampoco podés quedarte. Andate con tu amigo.
—¿Pregunto por Haller yo también?
—No, no es necesario —buscó en su bolsillo y le entregó una tarjeta—. Acá damos clases de crecimiento personal por un módico precio —el que se hacía llamar Nevermore soltó una carcajada breve y le dio un codazo a otro de los cuervos—. A vos te convendría ir. Ahora, busquen a Pedro y váyanse.
Iván tiró de su compañero. La nueva se puso de pie.
—Si ellos no se pueden quedar, yo tampoco me quedo.
—Cris —le dijo él—. No importa. Mañana nos vemos.
En un silencio metódico, los dos chicos salieron del parque, se subieron hasta Gran Vía y empezaron a buscar el garito, metiéndose por todas las perpendiculares de Hortaleza y recorriéndolas enteras. Cansados de patearse Madrid, acabaron por perseguir, sin discreción alguna ni distancia, a un grupo que iba de negro. Los condujeron derechos. Al llegar a la puerta —un rellano con verja abierta elevada en la pared y dos hojas deslizantes—, uno de ellos se achantó.
—Iván, yo paso de entrar que igual nos pegan. Me da mal karma... Fíjate cómo nos miran ésas...
—¿Te dan miedo? —tres góticas que salían los contemplaron con los párpados bajos, como si fueran escarabajos puestos panza arriba y meneando las patitas—. Pues a mí me dan risa. Tira para adentro. Yo no me voy a casa sin saber de qué coño va esto.
Al fondo de la barra, Álex leía con un cigarro en la mano.
—Haller, ¿vas a pedir o no? —le preguntó el camarero.
—Ponme un vaso de agua del grifo —respondió como si fuera lo más normal del mundo, sin levantar la vista del libro.
—Jooder... —resopló el de la barra alejándose.
—¡Eh! —alzó la mirada—. Y sin poner caras, tú. Que llevo sin consumir sólo dos noches y yo aquí me he dejado suficiente como para pagaros la obra de un baño turco de mármol.
—Eso también es verdad...
—¡Hostia! —Álex le dio un golpe a la laja de granito con el libro y se giró hacia el pincha—. ¡Quítame esta puta mierda!
—¡Haller, cojones, que no estás tú solo en el local! Me han
pedido
esta canción, ¿vale?
—¡Que les follen! ¿A esto le llaman música siniestra? ¡Joder, esto podría estar en la lista de los cuarenta principales! ¿Es que queréis echarme? Pues no lo vas a conseguir ni aunque me tortures cuatro horas con mariconadas, ¿de acuerdo?
—¿Quieres dejar de darle leches a la lápida, que te la vas a cargar?
—¡Me la sopla! ¡No haberla puesto! Yo estaba aquí antes que esta puta gilipollez, y además soy mucho más decorativo, joder. Me da a mí que la colocaron para tenerme más lejos de la cabina y que no te diera tanto la brasa: no teníais ni idea de lo alto que puedo llegar a gritar —y exclamó a voces—. ¿Quieres quitarme esa “música” para que pueda seguir leyendo?
—Haller. Te jodes.
—Coño, ponme clásicos, que al menos me los conozco y desconecto. Pero es que sonando esto me entra la risa.
—Paso. Estoy hasta los huevos de Depeche Mode.
—Toma, y quién no a estas alturas de la vida... Sólo saben hablar de: a) Sexo; b) Cristianismo; c) Sadomasoquismo.
—D) Todas las anteriores —concluyó el pincha, y los dos se rieron—. ¿Qué quieres, que te ponga la mierda que me trajiste el otro día? A ver, eso sonaba igual que un desguace de coches con un tío pegando aullidos como si le estuvieran flagelando y un coro de pibas rezando el Ave María en alemán. Lo único normal que tenía era el piano. Joder.
—Precioso. Tienes el gusto en el culo.
—No, el gusto en el culo lo tienes tú.
—El gusto en el culo lo tiene el local entero —declaró el chico que se acercaba.
Álex se volvió con una mueca sarcástica. Al verle, enarcó las cejas.
—Joder. Iba a decir una burrada, pero paso de meterme con menores de edad, que luego llaman a su mamá y me ponen una denuncia —se puso a hablar con el pincha—. ¿Tú de dónde crees que se ha escapado este mocoso? ¿De una convención de jugadores de Dungeons o del Festimad? Qué puto coñazo. Desde que se ha puesto de moda follar con góticas esto se ha convertido en un merendero de heavys. Tío, dentro de nada te tocará pinchar cosas de melenudos que se aprietan fuertemente los huevos con la goma del pelo dada cuatro vueltas en torno al escroto para llegar al tono del estribillo, después de diez minutos de guitarreo en que ronca hasta el batería.
—Al menos tienen batería —intervino el chaval con el labio alzado.
—Mira, si no te mola la música... —hizo una pausa—. La verdad es que a mí esto tampoco me gusta ni pizca, joder. Bueno, que te pires. Reservado el derecho de admisión, enano. O llamo al puerta y se lía a pedir carnés y ya verás qué rapidito salís escopetados.
El chico tomó aire. Le miró el colmillo.
—Tú eres Haller, ¿no?
—Otro que me conoce y que yo no tengo ni puta idea de quién es. Joder. Voy a tener que buscarme un relaciones públicas.