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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (42 page)

BOOK: Politeísmos
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La bandada intentaba recuperarse de la impresión. Los que
veían
. Los que no, no se atrevían a romper el silencio.

—¿Está volando, Lucien? —preguntó finalmente una niña de unos quince años.

—Lo está. Enseguida voy a ir a buscarla; dejemos que lo disfrute. Su cuerpo se desmayó; tiéndanlo para que no le duela a la vuelta. Cayó en mala posición.

—Lucien —susurró Atenea maravillada, saltando desde la estatua—. Dios... Es increíble cómo puedes hacer eso. Sacar el alma a volar como si tal cosa. Es asombroso... Sin
nada
. Los demás...

—Necesitan enteógenos. Pero la droga es una llave; no es la puerta. La puerta está en ustedes —Lázaro sonrió con cansancio. Se le arrugaron las comisuras de los labios y la frente—. Yo llevo muchas vidas a cuestas, Atenea... siempre aprendiendo, creciendo, devorando, volando, sin haber roto nunca el ciclo de las reencarnaciones. No me perdí jamás. Ni una sola vez, querida, me morí antes de mi hora. Con cada cuerpo exprimí hasta el final lo que pudo enseñarme esa vida. No todo es elección; también existen los accidentes. Yo tuve suerte. Simplemente.

Lucien dejó caer el pecho. Apoyó los brazos sobre los muslos. Bajó un poco las pestañas y resopló.

—Estoy fatigado, che. Este cuerpo ya no aguanta como antes que se le salga el alma de golpe, sin preparación. Creo que ya voy a buscar a Cristina, pero igual vamos a tener que suspender la reunión de hoy.

Cuando el cuervo regresó a rastras desde el cordón plateado y la chica abrió los ojos, estalló en llanto. Se hizo un ovillo en el suelo, se rebozó en la arena. Se ahogaba al respirar.

—¿Te encontrás bien? —le preguntó Lázaro, ayudándola a incorporarse—. Vas a tener mareo y ganas de vomitar..., y tal vez notes una herida, una punzada grande en el pecho, como si estuvieses rotita por dentro. Enseguida se pasa. Jackdaw, ¿podés acompañarla a su casa, por favor?

—Oh Dios mío. Oh Dios. Dios. Dios —murmuraba Cris entre los jadeos e hipidos—. Dios...

—Lo sé, Cristina. No tenés que decir nada. Vení acá el lunes a la hora del cierre —le guardó una tarjeta de la tienda en el bolsillo— y hablaremos con calma.

La bandada alzaba el vuelo en silencio, sin ganas ni de despedirse. Iban meditabundos, sobrecogidos, emocionados. El guarda les abrió la puerta. No les hizo ninguna pregunta. Cristina seguía llorando sin parar, abrazada a Lucien, mojándole el hombro con sus lágrimas.

—Dios...
gracias
.

—Oye —Iván tamborileó en la barra—. ¿Me estás diciendo que le van a hacer daño a mi amiga?

—Lo suficiente nada más, y sólo en una parte —respondió Álex—. Y probablemente le gustará. ¿Qué más te da a ti? Olvídate de ella. ¿Te lo escribo en un papel? No es nada tuyo.

—¿Y si me voy a buscarla?

—No pasarás de la puerta, micifuz. Pero mira, sí: pírate. Tú inténtalo.

El gato montés puso una mueca.

—Lo dices para que nos vayamos. Me parece bien; ya te hemos dado bastante la brasa. ¿No hay más que decir?

—Meriéndate a tu ser humano y así colaborarás en dejar el planeta más limpio —contestó distraído, pasando las yemas por el filo de las páginas del libro. Levantó la vista—. ¿Te parece poco todo lo que te he dicho? Ayer eras un puto mocoso cuya mayor preocupación era aprobar matemáticas y hoy eres un animal rayado con garras, colmillos y bigotes, que, disfrazado de hombre, forma parte de una conspiración contra la humanidad. Así que de nada por darle sentido a tu vida; y a tu colega, de nada por quitárselo a la suya. Que se joda.

Iván se levantó de la banqueta. Se quedó un momento indeciso, como si estuviera pensando qué decir. No tenía palabras para expresar lo que le rondaba la cabeza, así que acabó usando la más socorrida.

—Ya nos vamos. Y... gracias.

Álex le enseñó todos los dientes.

—Zape, minino. Un placer.

Mientras los chicos se alejaban de él y avanzaban entre la acompasada marea gótica del garito, Álex se quedó pensativo. Absorto, cayó en la cuenta de que, en menos de media hora, acaba de cambiarle la existencia a una persona de la que no sabía ni su nombre, y cuya cara no recordaría al día siguiente. Se preguntó cuántas veces le había sucedido lo mismo. Rememoró a un par, a una docena, a una veintena. Se rindió enseguida; había conocido a demasiada gente. Era incapaz de acordarse de todos. Pero ellos, de eso estaba seguro, no le olvidarían mientras vivieran. El lobo sonrió con la comisura, le dio una calada al cigarro, abrió el libro y continuó leyendo.

IV

Álex se acostó a las cuatro de la madrugada cagándose en Lucien, y se despertó a las diez de la mañana cagándose en Lucien. Encendió el monitor y se puso a trabajar un rato, tirando línea tras línea de código con el juego en pantalla reducida al lado. Miró las descargas de música del Napster y suspiró al descubrir que, por falta de fuentes, no se estaba bajando ni una sola de las rarezas que intentaba piratear. Abrió el IRC dispuesto a cagarse en Lucien por escrito, pero no estaba conectado. Estrechó los ojos y se sonrió al ver cómo salía del chat un tal K4t_Fox justo después de que él entrara. Tras patear al satánico del canal y a un par más de listos, se puso en ausente y minimizó. Siguió traduciendo hasta que le empezaron a doler las tripas con una intensidad ligeramente mayor de lo que le solían molestar últimamente. Salió del dormitorio y abrió la nevera, casi esperando el milagro de que mágicamente contuviera algo sólido y comestible, aunque no había hecho la compra desde hacía la tira y sabía perfectamente lo que tenía: cervezas, un frasco de mostaza a la mitad, dos tabletas de chocolate negro duro como la piedra y un cacho de filete reseco de hace días, con los bordes correosos, curvos, cárdenos, y el aspecto de una suela de zapato en el centro, que le dio asco sólo de mirarlo. En el congelador no había más que hielos. Partió una onza de chocolate, pero el cuerpo le pedía comida de verdad. El bar de enfrente cerraba los domingos, así que las otras posibilidades eran comprar sándwiches en los chinos, meterse en un restaurante pijo que abriera el fin de semana y empezar a acumular deudas en la tarjeta de crédito, zamparse una maldita hamburguesa y tener que aguantar acidez el resto de la tarde o ir a cagarse en Lucien en persona por enviarle chavales para que los evangelizara y, ya de paso, pedirle que le diera de comer, aunque lo más probable era que Ángeles le plantara delante una sanísima crema de calabacín, una nutritiva sopa de brotes de soja, unos equilibrados cuadrados de tofu, un saludable escalope de una misteriosa carne vegetal fabricada con gluten de trigo u otra porquería semejante, cuya digestibilidad fuera inversamente proporcional a su sabor. Teniendo en cuenta el dolor sordo, continuo, que tenía en el estómago, la opción no le pareció tan mala idea. Se duchó, se vistió y salió por la puerta, dejando el ordenador encendido. Atravesó la calle y se detuvo en el cajero de la esquina. Cruzando los dedos, metió la tarjeta. El saldo continuaba estando en trescientas veinticinco cochinas pesetas. Álex suspiró con resignación; era de esperar que no le pagaran el juego hasta el quince del mes o incluso tuviera que esperar a finales, y mucho menos le iban a ingresar el dinero en domingo. Se bajó Fuencarral escuchando en los cascos un varios de sinfonías de Liszt y Kórsakov intercaladas con canciones postpunk inglesas de los ochenta. Caminando con la vista baja y las manos en los bolsillos del abrigo de cuero, se le pasaron dos canciones. Cuando elevó la mirada, había llegado a Callao sumergido en sus pensamientos. La Gran Vía no estaba vacía ni los domingos. Atravesó la plaza con cara de mala hostia, mientras la gente que salía de la boca de metro le iba esquivando y mandándole a la mierda sin que los escuchara. Cruzó a los cines, pasó por delante del VIPS grande, de la tienda de muñecas, de los recreativos Picadilly, el teatro Lope de Vega, el hotel de la esquina. Los coches y los autobuses rojos rodaban sobre el asfalto y las personas se desplazaban como muñecos mecánicos. Apenas le quedaba un tramo para girar y meterse en la perpendicular de la tienda esotérica cuando se dio cuenta de que estaba casi delante del segundo VIPS de la calle. Tragó saliva. Estuvo a punto de retroceder para dar toda la vuelta, pero después recapacitó y consideró que era una estupidez evitar la zona, teniendo en cuenta la cantidad de veces que había pasado por allí últimamente. Además, probablemente ni estuviera.

Dio un paso largo, resuelto, con los ojos fijos en el adoquinado de la acera. Dio un segundo paso, mientras se chascaba los nudillos de forma automática. Al tercero se hundió. Sin poder evitarlo, se volvió con un movimiento seco y se quedó quieto como un palo, mirando las cristaleras del restaurante. El gerente se reclinaba junto a la caja. Una chica tomaba nota a una mesa, otro camarero servía una cocacola; todos llevaban el uniforme rojiblanco de la franquicia. Visiblemente decepcionado, suspiró. Paula no estaba allí. Se introdujo las manos en los bolsillos, tirando del sobretodo hacia abajo. Esperó, absurdamente, a dos metros del escaparate, poniendo histérica a una pareja que se sentaba al otro lado y que, antes de que él se hubiera detenido delante, se daba patatas a la boca y besos llenos de salsa de ajo. Álex tenía la cabeza gacha y la mirada atravesada e imponía bastante, aunque estaba dando botes ligerísimos, nerviosos, casi imperceptibles, levantando los talones de las botas remachadas, como un tic, mientras mantenía el resto del cuerpo rígido y la cara congelada en un rictus de concentración. Clavado en mitad de la calle, aguardó minutos que se le hicieron eternos. Apagó el reproductor de música. Estaba sacándose los cascos de los oídos de un tirón cuando la vio aparecer desde el fondo con una bandeja. Llevaba el cabello impresionante hecho un rodete de trenza que le circundaba la nuca como una princesa medieval, pero estaba caído, descuidado, y le daba un aspecto dejado y triste. Se le escapaban pelos cortos, partidos, de la frente. Con el ceño fruncido y el brazo en alto, repartió los platos entre dos mesas. El traje de trabajo no le quedaba bien; le sobraba por todas partes y el delantal le hacía arrugas. Tenía un aire ausente, altivo y antipático. Llevó la cuenta, retiró el cestito vacío de patatas de la mesa junto al ventanal y lo subió a la bandeja, que casi se le cayó en el momento en que se tropezaron sus miradas.

Paula le miró con los ojos desmesurados. Él se mordió el labio inferior. La chica apretó la mandíbula, dejó la fuente con los platos sobre la mesa y le hizo un gesto violento, golpeándose con el canto de una mano la muñeca de la otra, mientras vocalizaba un clarísimo “Pírate”. Álex suspiró. Resbaló la vista, bajando los párpados un instante. Volvió a contemplarla, algo encogido, como un perro apaleado y suplicante. Los ojos de Paula echaban chispas. Ejecutó el mismo movimiento de los labios, ahora más marcado: “Pírate”. Él se dio la vuelta derrotado y, arrastrando los pies, avanzó hasta la esquina. Iba a doblarla cuando, repentinamente, soltó una maldición, apretó los puños y, tomando una bocanada de aire, giró en redondo y desanduvo el camino pisando con furia, como si quisiera romper los baldosines con las suelas. Abrió las dos puertas del VIPS de un tirón, a punto de arrancarle una mano de cuajo a la pareja que se marchaba, que huyó de él como si fuera un loco peligroso. Se quedó ahí, estúpidamente, sin saber qué hacer. Paula meneó la cabeza con un gesto entre la incredulidad y la desesperación, resopló entre los dientes encajados y se metió para las cocinas, ignorándole. El gerente se separó de la caja. Álex, antes de que se le acercara, tomó asiento a toda velocidad en el sitio que había abandonado la pareja y empezó a tamborilear con los dedos bajo la mesa.

Paula salió con otra bandeja. Al verle sentado, retrocedió y se dirigió a una compañera.

—Perdona. ¿Te puedes encargar de la mesa 44/1?

La otra protestó.

—Estoy liadísima por aquí. ¿Tienes mucha gente? —echó una ojeada desde la columna—. Pero si no hay casi nadie... —al divisar a Álex soltó una carcajada—. Venga, mujer. ¿Te da miedo ése? Sólo es un gotiquillo. Además es bastante mono.

Paula bufó. Puso un plato frente a las narices de una vieja y evitó con habilidad chocarse con el camarero de barra, que servía las bebidas. Se acercó a Álex con expresión de indiferencia y el bloc en la mano.

—Qué te pongo —le preguntó apáticamente.

—¿A qué hora sales? —respondió él.

—Qué quieres tomar, Álex.

—¿A qué hora sales? —repitió.

—Álex. Tengo trabajo. Deja de buscarme las cosquillas. Si no quieres nada vete de aquí. Si quieres quedarte, pide. Y ya.

—¿Si pido algo me dices a qué hora sales?

—Si pides algo te quedas hasta que te lo acabes porque yo no puedo echarte.

—Suficiente. No te puede quedar mucho para salir; son las tres. ¿O acabas de entrar?

—Álex. Pide un café, una tónica, una cerveza. Me da igual. Pero pide o vete, que tengo más mesas y me van a echar la bronca.

—¿A qué hora sales?

—Mira, te traigo lo que me dé la gana y que te den por culo.

—Vale. Aunque la verdad es que aún no he comido. Tráeme carne y césped. La carne poco hecha. ¿A qué hora sales?

A Paula se le escapó una sonrisa.

—¿Tú comes otra cosa, Álex, o todos los días lo mismo desde hace ocho años?

—Joder. Es una dieta de lo más equilibrada. Carne y césped —al verle la expresión divertida a la chica, el lobo se soltó un poco. Sonrió con un lado de la boca—. La verdad es que preferiría zamparme la verdura medio digerida directamente de los estómagos de la vaca, empapada en jugos gástricos, que le dan a la hierba un sabor picante. Así sola la lechuga sabe un poco insulsa. Normalmente le echaría mostaza inglesa, pero no tengo la tripa para bromas y, además, seguro que aquí no tenéis de eso.

—No, no tenemos mostaza inglesa —replicó Paula sin hacer ni el menor caso a la bravata que precedió al comentario del condimento—. Por no tener, no hay ni filete a la plancha con ensalada. Esto es de comida rápida, Álex. Platos combinados —adoptó un tono neutro de teleoperadora—. Tienes el Bistec Parrilla, filete de ternera con huevos y patatas fritas, o el Suprema de Pollo: pechuga a la plancha con ensalada de lechuga, aceitunas, tomate y salsa vinagreta. Tú dirás. Y rápido.

—Joder, Paula —se quejó, estirando las piernas—. Carne y césped. ¿No me pueden mezclar los platos?

—No, no pueden. El pollo también es carne. Si no te apetece te vas y me haces un favor inmenso.

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