Authors: Álvaro Naira
—Vale. Pues pollo. Y dime a qué hora sales si no me quieres tener aquí hasta que cierren.
Paula anotó en el librillo, se dio la vuelta sin responderle, se dirigió a otra mesa y después a la máquina, a teclear los pedidos.
—¡Eh! ¿Aquí aceptan tarjeta de crédito? —le preguntó en voz alta—. Que no tengo un duro encima.
Paula suspiró. Se acercó a fregar las migas, ponerle el mantel de papel, la servilleta y los cubiertos.
—Sí, Álex. Se aceptan todas las tarjetas. Y deja de gritar que a nadie le importa el estado de tu economía.
—¿A qué hora sales?
—Déjame trabajar en paz.
La chica siguió tomando nota, llevando cuentas, recogiendo la vajilla sucia, limpiando las mesas, tecleando en la máquina el albarán de las cuentas, siendo perfectamente consciente de la mirada fija del lobo, que no se perdía uno solo de sus movimientos con las pupilas. Un tipo pedía que le atendieran de forma despectiva desde una mesa no muy lejana a la de Álex, chascando los dedos con el brazo en alto como si llamara a un perro y exclamando “Camarera, camarera”.
—Por fin —gritó cuando se le acercó Paula—. Espaguetis a la boloñesa y una cerveza. Y mueve el culo, que llevo diez minutos esperando.
Paula no alteró el gesto. Tomó nota. Cuando pasó al lado de Álex, éste le cogió la muñeca.
—¿Quieres que le parta la boca a ese gilipollas? —susurró, completamente en serio.
Paula se limitó a sonreír plácidamente.
—No. Yo me encargo de escupirle en el tomate. Se remueve un poco y ni se nota.
Álex apretó los labios, conteniendo una carcajada. Se miraron un instante con complicidad, como dos niños. Al lobo se le aceleró el pulso. Tenía un nudo en el estómago.
—A mí no me hagas eso, princesa —le dijo con la voz muy ronca—. Yo la saliva sólo la quiero directamente de tu boca.
Paula perdió la sonrisa. Se soltó de la presa de Álex y se marchó hacia dentro, mientras el lobo maldecía y se arrepentía de tener la lengua tan larga. La chica no se volvió a acercar a ese lado hasta que sacó el plato de las cocinas. Cuando se lo dejó delante, ni le miró.
—Paula —dijo él.
—No, no he escupido, Álex —interrumpió ella abúlicamente—. No te daría ese placer.
—¿A qué hora sales?
—¿Qué más te da?
—Me importa, y mucho. Si no me lo dices me temo que te voy a buscar problemas, porque no me pienso mover de esta mesa.
Paula respondió con resignación.
—Salgo a las cuatro y media. ¿Contento?
—Sí. Muchísimo.
—Pues nada, me alegro.
—Te veo a las cuatro y media entonces. Yo me meto esto en un minuto. Te espero fuera.
—¿Qué? Vas tú listo...
—Cuatro y media. En el banco de delante —se sacó la tarjeta de crédito de la cartera—. Vete cobrándome ya mientras zampo. Enseguida te dejo de incordiar.
Cuando la chica le trajo el platillo con el papel y el boli para que firmara, Álex estaba acabando de comer. Le devolvió la tarjeta y él se levantó.
—Cuatro y media. En el banco —antes de que Paula pudiera protestar, el lobo ya salía por la puerta.
Álex estuvo media hora escuchando música. La siguiente media se la pasó contando los segundos que tardaba en cambiar el disco del semáforo. Los últimos veinte minutos los dedicó a recorrer el tramo de calle; acercarse a la esquina con Doctor Carracido y dar la vuelta, una y otra vez. En uno de los paseos se dio de morros con Paula, que iba quitándose horquillas del peinado y guardándolas en el bolso.
—¿Intentabas huir de mí, princesa? —le preguntó—. ¿Tanto miedo te doy?
La chica le miró de forma desdeñosa.
—¿Miedo? ¿Tú? Más bien aburrimiento, Álex, que eres pesadísimo y cuando se te mete algo entre ceja y ceja no paras hasta que lo consigues. Cuando hay clientes salimos por la puerta trasera, ¿de acuerdo? Ahora iba a buscarte. Si quisiera darte esquinazo te lo habría dado, pero te conozco mejor que tu madre; mañana te tendría dándome la brasa otra vez y no me apetece ni lo más mínimo. Querías verme, pues aquí me tienes. ¿Qué quieres?
Paula acabó de soltar las horquillas y sacudió la cabeza para deshacer el moño. La larguísima melena cayó con los bucles de la trenza suelta. Se peinó con las uñas almendradas, sin pintura, hasta que se desenredó el extraordinario pelo pardo dorado, fino, liso y sedeño. Paula vestía vaqueros azules, amplios y cómodos, pero llevaba una camiseta color gris piedra tan ceñida que no comprendía cómo podía respirar. Una buena porción del pecho rebosaba en el escote. Álex se lamió los labios.
La chica se puso el abrigo largo de punto que llevaba en la mano y cruzó los brazos.
—¿Y bien? ¿Qué quieres? —al no obtener respuesta Paula suspiró—. No quieres nada, ¿verdad? Sólo tocar las narices. Pues me voy.
—No, joder. No te vayas. Sólo quería... hablar contigo.
—Muy bien. Quieres hablar conmigo. ¿Para decirme qué?
Él salió por la tangente.
—¿Has comido? Te invito.
—No, gracias —respondió con un bufido—. En el VIPS nos dan un plato. Son así de generosos. Si tienes turno de mañana, desayunas. Si tienes turno de tarde, comes. Si tienes turno de noche, cenas. Te hacen sentirte increíblemente bien remunerado. Como un perro: plato puesto a cambio de trabajo.
—Como un perro —repitió el lobo.
—No me des la brasa con tus películas, Álex —le cortó ella antes de que continuara—. Ya tuve suficiente con dieciocho años.
Álex arrastró un pie. Se contempló las botas con fijeza.
—¿Y si tomamos un café?
—Oh, dios... —la chica se armó de paciencia—. De acuerdo. Un café. En cualquier sitio que no sea el VIPS, por favor.
—Donde quieras. Bueno, no —se corrigió enseguida, cayendo en la cuenta—. Un sitio pijo, de guiris. Donde me cojan la tarjeta para un puto café, que no llevo dinero en efectivo. Vamos a Sol, ¿te parece?
Paula sonrió levemente.
—Ya. No llevas dinero en efectivo. No tienes un duro, ¿verdad? Anda, te invito yo.
—No. Ni de coña. Vamos a una terraza de la calle Preciados, joder. Si está aquí al lado...
—No se acostumbra uno a dejar de vivir como un millonario, ¿a que no? —le preguntó con ironía, mientras echaba a caminar a buen paso, a zancadas grandes, con un trote rítmico y fácil, elástico. El lobo no pudo evitar sonreír. La alcanzó en dos trancos. Paula era alta, tenía las piernas largas. Era de las pocas chicas con las que había podido ir cogido por la calle a su ritmo habitual sin que se quejara de la velocidad.
—Así que estás más pobre que las ratas, ¿eh, Álex? —le decía ella con una mueca—. Tirando del crédito de la tarjeta. Eres increíble. ¿Cuánto llevas así? ¿Cuando te vienen los cobros qué haces? Me dijo Fran que trabajabas en no sé qué de programación de juegos y que tenías que cobrar muchísimo. ¿Qué haces con el dinero? ¿Te lo pules según entra?
El lobo enarcó las cejas.
—Ya me conoces. En tiempos de abundancia como, como y como hasta que vomito.
—Y en tiempos de escasez, te comes el vómito —concluyó ella.
—No critiquemos, que tú hacías exactamente lo mismo —gruñó él.
—Porque tú llevabas un ritmo de vida que no había quien siguiera, y sabes muy bien lo que me molestaba que me anduvieras invitando y comprándome lo que te apetecía. Era una niña y no me sabía administrar, y me hacía inmensamente feliz darme un caprichazo aunque tuviera que estar comiendo chopped el resto del mes. Pero he crecido, Álex. Yo no sé lo que es la escasez desde hace muchísimo tiempo. Yo gozo de la confortable temperatura de estufa.
Él soltó el aire con una exhalación de placer, casi con un rugido bronco de la garganta, al reconocer la cita.
—Aaah...
El lobo estepario
. Nunca pude preguntártelo. Nos mandamos mutuamente a la mierda antes de que lo empezaras. ¿Te gustó?
—No. Lo detesto. No he vuelto a leerlo.
Él asintió.
—Me pasa exactamente lo mismo, princesa.
Bordearon la Fnac y se metieron por el Carmen.
—No me gusta que me llames así, Álex.
—¿No? ¿No te gusta “princesa”? Tienes razón. Llamo así a cualquier cosa con faldas. ¿Prefieres
mi niña, mi amor, mi vida, mi alma, mi loba, mi perr...
?
—Ni se te ocurra seguir —le cortó con voz glacial. Álex se plegó un poco, lamentando haber soltado la retahíla. Tomó aire y esperó a que fuera ella la que siguiera hablando, porque no tenía ni puñetera idea de qué decir ahora. La chica caminaba ceñuda, visiblemente molesta, en silencio. Finalmente, meneó la cabeza y le miró con una expresión cínica—. ¿Sabes una cosa? Fran nunca se creyó por qué cortamos. No sé cuántas veces me lo habrá preguntado.
—Es que suena de coña, Paula —admitió el lobo—. Aunque... él debería haberlo entendido. ¿Te gusta esta cafetería?
—Fue una gilipollez —declaró ella tirando de la puerta—. Tú y yo lo dejamos por motivos
religiosos
—soltó una carcajada breve y amarga mientras tomaba asiento. Él dudó en qué lugar ponerse; si pegado a ella o enfrentados. Acabó arrastrando la silla que estaba enfrente y colocándola en la cabecera en ángulo—. Estábamos como cabras, Álex —decía la chica—. Los dos. Completamente colgados. Bueno, tú continúas estándolo.
Cuando se les acercó el camarero, Paula le regaló una de estas sonrisas deslumbrantes, amabilísimas, que utilizan los trabajadores del sector de la hostelería cuando actúan de clientes, en parte por solidaridad y en parte porque saben lo que se cuece detrás de la barra, y tratar a patadas a la persona que manipula tus alimentos es tan arriesgado como morder la mano que te da de comer. A Álex le cortó la respiración verle la sonrisa. Por un segundo, le entraron ganas de darle dos hostias al camarero, por pura envidia. Paula pedía un café con leche. Él dudó un poco y acabó por tomar una tónica.
—Cómo cambia la vida, ¿eh, Álex? —comentó ella con cierto conformismo cansino cuando les trajeron las bebidas.
—Ya... —dijo él de forma insegura, temiendo meter la pata porque no estaba convencido de a qué se refería. Dejó las pupilas en un espejo del bar que hacía aguas. Deseaba que Paula estuviera hablando de los dos. Quería hablar de
los dos
.
—Fíjate en mí —la chica resopló un suspiro—. Camarera. ¿Recuerdas? Yo quería hacer ingeniería de montes, como Agustín, y trabajar en un parque natural.
Álex echó la espalda contra la silla con una sonrisa sardónica.
—Y yo, ¿qué? Joder. Te lo contó Fran, ¿no? Que yo hacía “algo de programación”. Y una mierda. “Localizador en Square”. Suena bien, ¿eh? Pues soy un puto traductor. Y ni siquiera para traducir libros valgo, joder. ¡De juegos de consola! Es que es la polla. Un traductor. Lo que dije que no haría jamás. Nunca. Pues aquí me tienes.
—La vida te va llevando... yo ni siquiera pude estudiar una carrera. Para lo que hice en Madrid ya me podía haber quedado en Oviedo. O irme al pueblo.
—Sí... La vida te va
domesticando
, Paula —susurró con intención, pero ella no pareció entenderle o, si lo hizo, ignoró absolutamente el tema. Álex le dio un trago a la tónica. La chica jugaba a juntar las gotitas que habían dejado los círculos del plato del café y el botellín en una gota más grande. El lobo tamborileó con los dedos. Se moría de ganas de preguntarle algo.
—¿Recuerdas nuestra promesa? —explotó.
Paula le contempló despacio, con los ojos pardos, claros, del color del azúcar quemado, fijos en los suyos. Pareció estarse pensando la respuesta.
—Una gilipollez digna de los dieciocho años, Álex —acabó por decir.
—Así que la recuerdas...
Se quedaron callados. Paula le echó un vistazo de reojo al cuello.
—Lo sigues llevando —advirtió la chica—. Ya te lo vi el otro día. No te lo quitas, ¿verdad?
Álex se cogió el colmillo. Sintió el tacto familiar, suave y resbaloso, del marfil entre los dedos.
—Es costumbre. Decora —declaró de forma despectiva, pero sólo con mirar cómo ella apoyaba los codos en la mesa y el mentón en las manos enlazadas se le cayó todo el equipo—. Joder. Me gusta. No tiene nada de malo. Para mí es importante. Me trae recuerdos... de varios tipos. Tú me lo regalaste, Paula. ¿Qué querías? ¿Que lo tirara? No es nada fácil encontrar un colmillo auténtico de lobo. ¿Qué pasa, que quieres que te lo devuelva? —preguntó de repente, con recelo, estrechando el diente con la mano. Acabó soltándolo, dejando caer el brazo—. La verdad es que lo entendería... Si lo quieres recuperar, yo te lo doy. En realidad no es mío. Siempre fue tuyo.
—No —Paula negó con la cabeza—. Te lo regalé de corazón. Es tuyo. Para mí también era importante, Álex. Muy importante. Tenía seis años cuando nos encontramos con el lobo muerto y mi abuelo le sacó los cuatro colmillos, los trepanó con la máquina y uno para cada nieto. Dijo que traían suerte y desterraban el miedo, que protegían del
aojamiento
, que con un diente de lobo las brujas no podrían hacernos daño. Cosas de pueblo, ya sabes. A mí me tocó el izquierdo de arriba. Yo tampoco me lo quitaba. Ni para ducharme —la chica sonrió melancólicamente—. Me gusta saber que lo llevas, Álex. Que no te lo has quitado en todos estos años. Me parece...
bonito
. Es tuyo. Yo no lo quiero. La verdad es que me alegro de que lo tengas tú.
Álex se pasó la mano por el pelo, evitando sus ojos. Le estaba entrando una tristeza infinita y un deseo rabioso de cogerle la mano, de decirle todo lo que se le estaba pasando por la cabeza, pero si lo hacía sabía que perdía el control, se le lanzaba encima, ella le soltaba un bofetón y cada uno a su casa.
—Joder —murmuró él—. Hablando del colmillo... no se me olvidará en la vida lo que me soltó tu abuela. Cuando nos fuimos a Asturias.
—¿La abuela? Murió hace más de cinco años. ¿Qué te dijo?
—¿Ha muerto? Joder, lo siento —dijo con sinceridad. Golpeó nerviosamente el suelo con el pie—. Me dijo... que me habías dado el colmillo para que estuviera libre del mal de ojo porque me querías mucho, pero que al haber hecho eso tú ya no estabas a salvo; así que tenía que protegerte yo.
—De las
bruxas
, ¿eh? —Paula sonrió—. Ya perdía la cabeza.
—Me pareció precioso, coño —soltó él un poco cabreado.
—En realidad seguro que te dijo: “Quiérete la Paulina, diote el diente del llobu pal agüellamientu”. Recuerdo que me daba un poco de apuro que te vinieras al pueblo, Álex.
—¿Por qué? Qué gilipollez. Me lo pasé de puta madre y lo sabes.