Authors: Álvaro Naira
—En el VIPS —musitó él—. El de al lado de Plaza de España. El pequeño...
—¡No jodas! —exclamó Álex, empezando a descender la calle sujetando a Fran—. ¿Lleva mucho?
—La tira...
—Qué cosas. Pues anda que no habré pasado yo por ahí delante estos años... Tengo unos colegas que tienen una tienda volviendo la esquina, y se van ahí cuando les da y andan bien de pelas, a comer patatas de gajo. Je —Álex arrugó la frente—. No sé cuántas veces me habrán dicho que me fuera con ellos, y yo siempre pasaba... La vida —dio una calada—. ¿Quieres un cigarro?
—Sí...
Le tendió el paquete. Tras verle titubear con el fuego, le dijo:
—Anda, devuélveme el mechero y te lo enciendo yo que así te vas a quemar las cejas.
—Gracias...
—Un placer. ¿Para qué están los amigos? Pues para encender los cigarros a los demás.
—Álex... Espera un momento.
—¿Qué pasa?
—Quiero sentarme...
—Oye, ¿Paula a qué hora sale?
—A las tres y media.
—Vale, coño. Tenemos tiempo. Déjame sitio.
Álex se tiró junto a él en el suelo, contra la cristalera entrecruzada de hierros del edificio de Telefónica.
—He bebido demasiado... —murmuraba Fran.
—Pues a mí no me lo parece. ¿Qué te ha pasado, tío? ¿En el instituto hacíamos competiciones a ver quién se caía antes, y ahora eres de los que se marean con un bombón Mon Chéri?
—Hace años que no salgo por la noche, Álex.
—¿Y eso?
—No nos apetece —Fran apoyó los codos en las rodillas y bajó la cabeza.
—¡Eh! ¡Ni se te ocurra potar! —le gritó apartándose—. ¡Joder, que estoy al lado!
—No... —se incorporó y le miró a los ojos—. Álex, mi vida es una mierda.
—Mira qué novedad. ¿Te cuento la mía? Estoy más solo que la una porque no me traga ni el panadero, Fran. ¿Y sabes cuánto dinero tengo para lo que queda de mes?
—No, Álex. Mi vida es una mierda
de verdad
.
—Fran. Mañana, además de con una resaca de cojones, te despertarás al lado de tu novia en tu caseta pulcra y organizada, con tu tazón de leche con galletas para desayunar y tu hermano pequeño lanzándote las migas mientras Paula le sacude un escobazo. Mañana ya verás cómo te parecen distintas las cosas.
—¡No, joder! —estalló Fran, dándose un golpe con la nuca contra los rombos de acero—. No...
—Ya me lo contarás mañana.
Por delante de ellos pasaban grupos de amigos hablando, las chicas taconeando en minifalda, los tíos cantando borrachos, corriendo para coger el búho.
—Álex —murmuró Fran—. Gracias por venirte conmigo.
—¿Tú eres gilipollas? No me habrás llevado tú veces a casa de Gonzalo a caballito. Tú al menos puedes andar, Fran. Vale, a eses. Pero andas.
Fran se echó a reír tontamente. Álex le acompañó, aunque con cierta pena en los ojos. El perro se lo notó, a pesar del alcohol.
—Álex. Esto sólo es un interludio, ¿verdad? —le dijo—. Tú volverás a desaparecer. Un día estarás y al siguiente ya no.
El lobo miró para otro lado. Tiró la colilla y se encendió otro.
—No puedo mentirte, Fran —acabó por responder—. No lo sé. De todas formas, ¿no será un alivio? Cuando salga de tu vida, digo. Otra vez.
—Vete a la mierda —barbotó—. ¿Por qué coño haces eso? Desaparecer. ¿Por qué?
—Tampoco lo sé. De pronto, me levanto un día y decido que estoy cansado de mí mismo. Así que tiro la agenda del teléfono y empiezo de cero, a ser otra persona. Pero no funciona. Al final, sigo siendo yo. Un jodido hijo de puta, lo sé. No hace falta que me lo digas —se puso de pie—. Vamos a por tu novia, Fran.
Le levantó y volvió a cogerle. Lo llevó medio a rastras por la acera.
—Álex.
—¿Qué?
—Ella aún te quiere.
Álex se detuvo en seco.
—¿Qué chorradas dices, tío? No te vuelvo a dejar beber en la vida.
—Ella no ha dejado de quererte nunca, Álex.
—Fran —el lobo tomó aire—. Cierra la boca, que hay prisa. Cruza, que está en verde. Vamos. Te dejo en un banquito y me vuelvo para que no me vea, se cabree y lo pague contigo.
—Paula empezó conmigo porque te echaba de menos, Álex. Y yo... era lo más parecido que tenía. Pero un perro no es un lobo. No le doy la talla y lo sé.
—¿Ahora vuelves a
creer
? ¿A tu edad? ¿No te da vergüenza? Tú sigue con tus metáforas, Fran, confírmate y que os casen por la iglesia y de blanco.
—Álex, joder. Sé serio. Estoy intentando hablar...
—Precisamente es lo que yo pretendo que dejes de hacer, Fran.
—Oh, Dios... —el perro hundió los hombros—. Nunca, nunca jamás me quitaré de la cabeza la sensación de ser el segundo plato, Álex. Siempre seré la opción B, siempre... Con que tú la miraras, con que le aullaras una sola vez, sólo una, junto a la ventana, saldría corriendo y me dejaría. Y sin volver la vista atrás. Hostia...
—Fran —le interrumpió—. Yo ya no voy aullando por la calle. Me he hecho mayor. Así que tranquilo por eso.
—¿Quieres escucharme, hostia?
—No, no quiero. Y tú, ¿estás seguro de que quieres seguir hablando?
—Sí —barbotó, y se echó a llorar.
Álex lo vio y se mordió el labio. Miró en otra dirección. Luego le sacudió y empezó a gritarle.
—¡FRAN! ¡No seas maricón, que vamos abrazados y ahí arriba está Chueca! ¡Para de llorar o te meto una hostia, me cago en la puta!
Consiguió que se riera. Avanzó deprisa, tirando de él, hablando sin parar de juegos de consola. Pasaron Callao y descendieron el resto de Gran Vía. Junto a los cines Capitol Fran devolvió, mientras Álex lo sostenía para que no se cayera sobre el vómito.
—No es éste el VIPS, ¿verdad? —le preguntó cuando pasaron por delante del restaurante.
—No... El de abajo.
—Pues yo te dejo aquí, Fran.
—No, Álex. Por favor, acompáñame... Déjame en la puerta y vete luego si quieres.
—Joder —el lobo volvió a trotar arrastrando a su compañero. Antes incluso de llegar, sintió el nudo en la boca del estómago. Se lo olía en el viento; se iba a dar de bruces con ella. Cuando Paula salió agachada por la puerta con el cierre medio bajado, deshaciéndose el moño de la trenza, Álex dio un paso atrás, pero ella ya los había visto y se aproximaba con un rictus rabioso en la cara.
—¡Álex! ¿Qué demonios haces aquí? ¿Y a éste qué le pasa?
El lobo se encogió. Bajó la vista al suelo. Fue como si metiera el rabo entre las piernas.
—Paula —intervino el perro—, me ha acompañado... He vomitado...
—¿Pero a qué estáis jugando? ¿Estáis borrachos? —Paula le echó una ojeada a Álex y, al comprobar que estaba más fresco que una rosa, se cabreó más todavía—. Fran, ¿tú eres imbécil o qué pasa contigo? ¿Qué edad te crees que tienes?
—Yo me voy... —murmuró Álex.
—Sí. Vete. Maldita sea —Paula sostuvo a Fran por los hombros con una mueca de desprecio—. Álex, tienes un don: todo lo que tocas se convierte en mierda.
Él apretó los labios.
—De nada por hacerle de canguro a tu novio, princesa.
Se giró y se marchó a zancadas. Mientras ascendía, los oía discutir a gritos.
El guarda de los jardines de Sabatini miró la hora en su reloj de muñeca. Dobló el periódico, lo dejó en la mesa, apagó la luz y salió de la garita que estaba bajo un terrado del parque, junto a la placita elevada de las estatuas de caballos. Se estiró. Tendría unos cuarenta años; era un hombre corpulento, severo y de aspecto apacible. Encendió un pitillo aplastado y, con la linterna en la mano, recorrió sus dominios. La noche era fría y serena. Sonaban los chorros de las fuentes. La luna, como el recorte de una uña, se elevaba en el horizonte. El Palacio Real, blanco, gris y pizarra, brillaba a su espalda. Veía con dificultad brumosa parte del carro de estrellas de la Osa Mayor encima de su cabeza. Paseó junto al estanque, entre los setos cuadrados, el boj geométrico y los cipreses iluminados por los focos del agua y las farolas dispersas. Disfrutó del aire del jardín en penumbra, perfumado por la hierba húmeda y la resina de los árboles. Según avanzaba, alumbraba los rincones escondidos que sabía que preferían las parejas, aunque no esperaba encontrarse con ninguna porque hacía todavía demasiado fresco. Al empezar el calor, procuraba caminar haciendo mucho ruido, silbando, para no pillar a los enamorados en plena faena. Enchufaba la linterna muy por delante de él, avisando de su llegada. Cuando cazaba a dos adolescentes semidesnudos y abrazados, meneaba la cabeza y sólo decía:
—Muchachos... váyanse a un hostal, que estarán más a gusto —y se alejaba, dejándoles tiempo para que se vistieran y le acompañaran—. Síganme que les abro la puerta de atrás.
Pero en el mes de marzo nunca había nadie; tal vez unos paseantes despistados que recorrían el vallado con angustia, buscando una puerta que todavía estuviera abierta para poder salir. Él se quitaba el manojo de llaves del mosquetón e informaba del horario de apertura y cierre, para regresar después a su ruta y recorrer una y otra vez las tres terrazas del jardín sumido en sus pensamientos. En invierno, le gustaba su trabajo. En primavera y verano le gustaba menos. Dobló el laberinto vegetal. Iba enfocando con la luz el camino de tierra, las papeleras, el surtidor en forma de piña y los asientos de piedra blanca. Divisó un bulto grande, negro, quieto como una estatua, en un banco oculto bajo las ramas de un magnolio. El vigilante dio un respingo. Retrocedió y dirigió el foco hacia la zona, para encontrar las piernas largas, los brazos cruzados, el rostro de piel clara, la larga melena rizada de color castaño, los ojos oscuros y la sonrisa suave como una sombra malevolente en medio de la palidez de la cara.
—¡Lázaro! —exclamó el guarda—. ¡Qué susto me ha dado!
Lucien echó el cuerpo trajeado hacia delante y unió las yemas de los dedos.
—Salud, gran duque. La noche está deliciosa.
El vigilante sonrió, secretamente complacido al oírse llamar por el título aristocrático que ostentaba el gran búho real, la más grande de las rapaces nocturnas, el señor del bosque desde el atardecer hasta que rayaba el alba.
—Ahora mismo iba a abrirles la puerta. ¿Cómo ha entrado?
—Volando —respondió Lucien con expresión enigmática—. ¿Vino ya alguno de los chicos?
—Si lo han hecho, están bien escondidos, Lázaro, porque yo no los he visto, y me conozco el parque como la palma de mi mano.
—Cada vez somos más, Pedro —dijo el cuervo con una sonrisa ligera, que disimulaba apenas el placer que le producía el aumento en el número—. Sé que arriesgás por mí, pero ya no entrábamos en la tienda. Pronto este lugar va a dejar de ser discreto y tendremos que alzar vuelo a otra parte.
Subieron las escaleras de la izquierda, junto a una de las estatuas ecuestres enfrentadas. Hablaban del tiempo con un apasionamiento extraño, que convertía el diálogo de parada de autobús en un tema dignísimo de dedicar horas a su comento: conversaban del frío, del aire, de la luna y las estrellas. Lázaro no hacía ruido alguno sobre la arena con las suelas de sus zapatos de piel sintética.
—En mayo comenzarán los conciertos y los jardines estarán llenos de gente —informó el guarda.
—En mayo ya no vamos a estar acá —respondió Lucien.
—Los echaré de menos cuando se marchen... —expresó sinceramente el vigilante.
—Podés venir a la tienda cuando quieras, Pedro. Seguimos teniendo reuniones allá. Más íntimas. Serías bien recibido.
Mientras cruzaban el amplio adoquinado entre farolas como candelabros, el guarda chascó la lengua y gruñó al oír el bamboleo de los hierros.
—Ya estamos... Lázaro, dígales a sus muchachos que esperen a que abra y dejen de saltarme la reja, que cualquier día los van a ver y me buscan problemas. Llevo desde los veinte años en Sabatini y no me gustaría tener que cambiar de trabajo a mi edad.
—Te agradezco mucho, Pedro —manifestó Lucien frunciendo la frente, sorprendido al vislumbrar la silueta que trepaba como una araña y reconocerla—. Ya estamos buscando otro lugar para dejar de comprometerte. Disculpame, seguro que tiene explicación.
A la derecha de la fuente de los tritones destacaba contra la noche una figura nacarada, enteramente de blanco, llena de tules y tiras de raso como una novia a la que hubieran rasgado el vestido nuevo en andrajos. La chica ascendía con un nudo hecho en los trozos y capas de faldas, mostrando las botas de charol nevadas hasta las rodillas. Se quedó un instante en la cumbre de acero, con las piernas flexionadas cubiertas por mallas rotas. La ropa lechosa la asemejaba a una mancha traslúcida, pálida, diáfana. Relucía como una segunda luna sobre la verja. Tenía poco más de veinte años, los ojos azules y el pelo castaño con mechones marfileños decolorados hasta parecer canas, tan claros como si los hubiera barnizado, pelo a pelo, con pintura plástica. Sujeta a una voluta de la reja con las manos enguantadas de encajes, ululó débilmente, valorando el salto. Miró hacia los dos lados con un lento giro del cuello y sonó el golpe de las botas contra la tierra. Se desató las prendas y alisó con detalle los pedazos de harapos, celajes y visillos como si se adecentara telarañas.
—¡Sarita, niña! —le gritó el guarda—. ¡Que ya vamos a abrir! Vas a romperte el vestido...
más aún
.
—Pedro —susurró la chica levantando la vista, fijando en el hombre unos ojos inmensos, lejanos, que relajaron la atención tensa al estirar una sonrisa—. Lucien.
—Atenea —la reconoció Lázaro, llamándola por el nick—. ¿Cómo es que jugás a ver quién llega primero? Ya no tenés quince años. Esperaba esto de Hugin, no de vos.
La muchacha se subió los guantes calados por encima del codo.
—Lucien, quería hablar contigo antes de que entrara todo el mundo...
—Contame.
Sara retorció un jirón de la falda espumosa. Le miró de frente, con la cabeza elevada; no era demasiado alta.
—Te traigo otro cuervo.
—Óptimo —saboreó Lázaro la palabra, chascando la lengua—. ¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis, creo. Por fuera y por dentro. Pero —añadió al instante— acabo de encontrármela y se ha traído amigos. No me ha dado tiempo a mirarlos bien... pero los he visto de espaldas y te garantizo que
no tenían alas
. Me pareció que debía avisarte. Por si quieres echarlos antes de nada.
—Así que “amigos” —Lucien sonrió—. No pasa nada, Atenea. Yo me encargo.