Politeísmos (68 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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—¡MALDITO CABRÓN! ¡HIJO DE LA GRAN PUTA! ¡CABRÓN!

Paula se quedó petrificada contra la pared del edificio, incapaz de intervenir. La loba veía
otra
escena, otra guerra más antigua, más profunda y más trágica: el mastín poderoso de la carlanca en el cuello, y el lobo viejo, hambriento, herido por los clavos, intentando arrebatarle el ganado que cuidaba. El torbellino de uñas, de dientes, de músculos, los colmillos grandes que arrancaban el pelaje a cuchilladas, el acero del gaznate que lo protegía de cualquier ataque: el lobo no podía vencer al perro. Así había sido siempre; así sería hasta el fin de los tiempos.

Álex estaba a cuatro patas y tomaba aire con un silbo. Una coz en la tripa le dio la vuelta completa. Boca arriba, intentó enfocar la visión. Fran no paraba de chillar, pero no le entendía lo que decía. Era como un ladrido rabioso, reiterativo, carente de significado, orquestado por la alarma. Empezaban a asomarse vecinos a los balcones y se paraban gilipollas a contemplar la pelea haciendo corro.

—¡CABRÓN! ¡CABRÓN! ¡CABRÓN!

El perro se lanzó sobre él y le encajó una hostia en el estómago. Al lobo le botaron las piernas de la convulsión. Cogió aire. Lo tenía encima.

—¡Ladra! —le escupió Álex a la cara, con un sonido vagamente parecido a una risa asfixiada—. ¡Ladra, joder, ladra! ¡Perro! ¡Puto perro, joder! ¡Todo lo que sueñas, todo lo que quieres, todo lo que envidias y deseas, todo lo que le pides a la vida es lo que soy yo! ¡Y sin esfuerzo! ¡Sin mover un dedo! ¡Ladra, cojones, ladra! ¡Ladra hasta que te quedes afónico y aprende!

Fran se detuvo, estupefacto. No descargó el golpe. El lobo aprovechó ese instante. Con todas sus ganas, con todas sus fuerzas y un odio concentrado que se le enroscaba como una culebra venenosa en los intestinos y se le iba espesando a cada segundo, le hundió la rodilla en los huevos. Fran se tiró hacia atrás, sujetándose la entrepierna y llorando del dolor.

Álex se arrastró a gatas, jadeando. Empujó al perro, que estaba retorcido sobre sí mismo. Se clavó sobre él, impidiéndole cualquier movimiento. Le sujetó el brazo derecho con la mano, le plantó una pierna en el estómago y la otra en la garganta, pisándole la tráquea con la rodilla, y apretó.

Estamos condenados a luchar por más tiempo del que deseamos.

Fran se ahogaba. Empezó a hacer gestos de angustia, pero estaba firmemente inmovilizado por la presión del lobo. Sólo podía patalear. Aún se le caían las lágrimas del golpe en los testículos. Álex sonrió brutalmente, haciendo un ruido siseante al echar el aliento entre los dientes cerrados como un cepo. Miró a Paula de reojo.

—Princesa, si lo querías para tener críos, me temo que puede que se haya quedado impotente. Si es que no lo era ya, claro.

—Álex —dijo ella, con la respiración acelerada—. Ya basta.

El lobo seguía con la rótula incrustada en la nuez del perro y toda la expresión fruncida en una mueca de salvaje disfrute.

—Álex —la chica se aproximó despacio, como si se acercara a un animal rabioso que, ante el más mínimo movimiento en falso, atacaría—. Por favor, Álex. Déjalo.

El lobo emitió un sonido bronco, grave, desde el cuévano de los bronquios. Parecía un gruñido, pero le silbaban los pulmones. No se desplazó un ápice.

—Álex —Paula le puso una mano en el hombro—. Déjalo.

El lobo no bajó la fuerza de la tenaza. El perro ahorcado con su rodilla culebreaba, trataba de zafarse sin ningún éxito. El corrillo de curiosos aumentaba, y todos mostraban en su cara la expresión bobalicona de los que se aproximan a ver un accidente. Nadie se inmiscuía.

—Álex —la chica le cogió del brazo, intentando separarle—. Para. Por favor.

El lobo dudó. Se dejó arrastrar un poco. Fran pudo tomar una bocanada de aire con un ronquido rasgado, como un estertor. Comenzó a toser.

—Álex...

El lobo permitió que Paula le apartara del perro a tirones. Se quedó de hinojos, resollando. Le latían las magulladuras sordamente y sentía como si una aguja le estuviera perforando el pulmón. Notaba algo suave y tibio en un párpado; se lo tocó y contempló la sangre que le goteaba de la ceja. Se cayó hacia atrás y se quedó ahí. Cuando pudo ver un poco más claro, la chica corría hacia el portal y Fran la seguía a trompicones. Álex se quedó, momentáneamente, de piedra. La lucha había sido básica, primitiva, absolutamente primaria: la pelea por la hembra. Y él había ganado.

Antes de subir, la loba miró a Álex una sola vez, con los ojos solícitos, tristes y blandos, de una gran bestia herida. Le dijo algo, pero no la escuchó. Se le iba la cabeza.

Se puso de pie trabajosamente, espantando a gritos a los imbéciles que le miraban. Dando tropiezos, empezó a caminar. Sólo quería llegar a casa y dormir; nada más que eso. Apenas anduvo cinco minutos, atravesando San Bernardo, cuando se desplomó como un peso muerto. Se dejó caer en el escalón de un escaparate cerrado. Tenía unas urgentes ganas de llorar. Cruzó los brazos sobre las rodillas y reposó la cabeza encima. No supo si había pasado poco o mucho tiempo cuando la levantó. Decidió quedarse ahí un rato. El dolor no remitía, pero tampoco aumentaba demasiado. Lo consideró buena señal; se sacó el paquete de tabaco del bolsillo. Tiró al suelo un par de cigarros rotos, escogió uno entero, se lo puso en los labios y lo encendió.

Literalmente se ahogó. Fue como si se le quemara el bofe por dentro, como si le estuvieran cortando el pulmón en láminas de fiambre con un cuchillo muy fino.

—¡JODER!

Lanzó el pitillo lejos de un papirotazo. Tras unos instantes de vacilación, se arañó el bolsillo trasero rebuscando el móvil. Estaba apagado, seguramente de la hostia que se había dado contra el coche; rezó porque no se hubiera roto. Presionó la tecla. La pantalla se iluminó al tiempo que lo hacía su cara. Tecleó el código y buscó en la agenda del aparato el número que quería. No tardó mucho; era el único que había.

—Lucien... —le murmuró al teléfono con la voz rasposa.

Al segundo se escuchó el tono inquieto del argentino. Parecía estar esperando su llamada.

—Alejandro, ¿dónde estás? ¿Qué pasó?

—No sé... En Noviciado —los ojos le balancearon como un péndulo. Buscó el cartelito sin divisarlo. Pensó con dificultad que había caminado recto y que seguiría en la misma calle—. En Palma. Tengo unos contenedores delante. San Bernardo a la derecha. Lucien... Lucien, creo que ahora

necesito que me lleves al hospital.

—Quedate donde estás. Enseguida voy.

—Y tráete algo para el dolor, joder —farfulló—. Que no sean aspirinas, por lo que más quieras... ni ayahuasca, ¿eh, cuervo? —nada más empezar a reírse fue como si le crujiera toda la caja torácica. Se contorsionó hacia delante, soltando maldiciones—. Tráeme lo que tengas...

En menos de diez minutos aparecía un taxi rodando por la calle. Paró en seco un poco por delante; Lázaro le había visto. Descendió y se acercó a él corriendo. No dijo una palabra. Lo levantó y lo metió en el coche.

—Oiga... este chico está sangrando —dijo el conductor.

A Álex le entró la risa, pero el dolor del pecho hizo que la contuviera.

—No te preocupes que no te mancho la tapicería —pronunció con la voz estropajosa—. Si vomito sangre, me la trago otra vez.

—A urgencias del Gregorio Marañón, por favor —pidió el argentino.

El lobo se revolvió en el asiento. Lázaro se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una caja de paracetamol.

—No tenía otra cosa...

—¿En el agua no has pensado? —separó la pestaña y rasgó el albal de las pastillas—. Da igual...

Se le quedó pegada a la lengua reseca y no hubo forma de pasarla sin empujársela con los dedos hasta la campanilla. Cuando iba a tragarse el tercer gelocatil, Lázaro le detuvo.

—Dejá de hacer boludeces, tarado. Sólo faltaría una sobredosis. Ya vamos al hospital. Alejandro... —Lucien se lamió los labios antes de continuar—. ¿Dónde está la loba? ¿Qué pasó?

—Mordisco de perro. Lo malo es si se infecta, claro —hundió los hombros al recordarlo todo. La voz le salió un poco aguda, como la de un niño—. Ella se fue con él... —le dio una sacudida al cuerpo, encolerizado, y el dolor hizo que se cagara en Dios, en Cristo y en todos los santos—. No lo entiendo... No lo entiendo...

—Alejandro, ¿dónde está ella? —inquirió Lucien con un tono de alarma que consiguió que Álex se pusiera en guardia.

—¿Por qué?

—Ángeles... Ángeles me avisó de algo.

—¿De qué?

—Mirá, ahora importás vos —respondió evasivamente—. Tenemos que ir al hospital.

—¿De qué te ha avisado?

—Cuando te traten en el hospital hablamos, Haller.

Álex apretó los dientes, a punto de lanzarse al cuello de Lázaro.

—¡Me importa una mierda el hospital, Lucien, me cago en la puta! ¿Tengo que llamar a Ángeles para que me lo diga ella? —y empezó a retorcerse entre muecas de molestia para sacarse el teléfono.

—Che, quedate quieto —el hombre tomó aire—. Ángeles cree que... puede que tu loba haga hoy una boludez... una boludez muy grande.

Álex pestañeó. De pronto se acordó de la conversación que habían tenido hace apenas unas horas, junto a las vías muertas del museo del ferrocarril. Parecía que hubieran pasado meses en medio. Se le abrieron los ojos de golpe. Le entró un pánico atroz. Cerró los puños y se dirigió al taxista.

—Llévame a la estación de Príncipe Pío.

—Haller, vamos al hospital. No te tenés en pie.

—A Príncipe Pío.

—Al hospital.

—Pónganse de acuerdo... —murmuró el conductor, sin saber a cuál atender.

—¡A Príncipe Pío, me cago en Dios!

—¿Vos te creés que podés ir así a alguna parte? ¡No te hagás el guapo, que estás que te caés! —gritó, perdiendo los nervios y empezando a acentuar hasta el subjuntivo. Se inclinó para hablar con el taxista—. Al hospital, por favor.

—¡A PRÍNCIPE PÍO Y CIERRA LA PUTA BOCA!

Lucien presionó los labios. El conductor giró en Cibeles y dio media vuelta. Cuando llegaban a la estación, el lobo ya iba toqueteando el manillar para abrir.

—Te acompaño —declaró Lucien, pero Álex le cerró la puerta en las narices.

—Cosas de lobos —gruñó broncamente.

Lázaro volvió a abrirla. Tenía un mal presentimiento. Le miró con una expresión hundida.

—Te deseo suerte, Haller. Ahora sí es de los tuyos. Esta vez no fracases.

Álex echó a correr de forma tambaleante hasta el interior. Saltó los torniquetes y se metió en el andén de cercanías por el que pasaba la línea 7. Cuando vio que el cartel luminoso ni siquiera indicaba los minutos que quedaban para que llegara el siguiente tren, empezó a maldecir y a jurar, al menos, en dos idiomas. Eran las once menos cuarto y tenía el temor angustioso, muy vivo, de que hubiera pasado ya el último. Se acercó a los cristales con la información de horarios, suplicando a su dios y a todos los que se le ocurrían que hubiera más trenes. Contempló los numeritos diminutos y se le doblaron las rodillas del alivio. Quedaban dos; el siguiente llegaba a las 23:11. Le tocaba esperar media hora. Con un hondo suspiro, se recostó en el banco metálico y cerró los ojos.

Lucien le pidió al taxista que le llevara a la tienda. Ángeles no había bajado la reja; le esperaba en la puerta.

—Traé la ayahuasca que sobró, querida.

Fran se había metido en el ascensor con Paula de milagro, porque ésta ya estaba cerrando. Ella pulsó nerviosamente el número del piso hasta que empezó a subir, e incluso lo apretó mientras ascendían.

—¿Cómo has podido, Paula? ¿Cómo has podido...? —murmuraba el perro.

La loba metió la llave en la cerradura sin hacerle el menor caso. Se lanzó a por el teléfono, apartando el hocico de Bowie, que intentaba lamerle las manos.

—Por favor, envíen una ambulancia a la calle Palma, número cincuenta y nueve. Ha habido una pelea y hay un chico en el suelo.

Colgó, agarró un bolso de mano y empezó a llenarlo a toda velocidad, sin pararse a ver ni lo que cogía. Sacó unos billetes del cajón del dinero y se los introdujo en el bolsillo del vaquero; coló el resto en la maleta. Tantos pasos daba ella, tantos pasos daba el perro.

—¿Qué estás haciendo, Paula?

—Me voy, Fran —respondió ella sin mirarle—. Lo que me entre me lo llevo; lo que se quede aquí puedes tirarlo, porque no pienso regresar a por ello.

—¿Qué?

—“Quien con lobos anda, al año aúlla”, Fran. Adiós.

—¿Te has vuelto loca?

—Sí —replicó, guardando un montón de cosas y apretándolas. Se metió en el baño y arrambló con todos sus frascos y una buena parte de los de los demás. Tiró sin darse cuenta una bolsita alargada al suelo. Se inclinó para recogerla y meterla entre los trastos y perdió el color de la cara. Se le cayó el alma a los pies; con todo lo que había pasado los últimos días se le había olvidado por completo. Valoró rápidamente el tiempo que tenía. “Son cuatro minutos”, pensó. “Sólo llevo cinco días de falta”. Aún no se escuchaba la sirena de la ambulancia. “Puedo hacérmelo luego”. Paula se mordisqueó el labio. “Seguro que es que no”. Pero tenía una malísima sensación en la boca del estómago. “Siempre es que no”.

Rompió el envoltorio, se bajó los pantalones y el tanga, se sentó sobre la taza del váter con las piernas abiertas y acercó la prueba de embarazo al chorro de orina. Fran le gritaba y golpeaba la puerta del baño. El perro silbaba y daba aullidos breves.

Abrió a los cinco minutos. Paula se agachó junto a Bowie y apretó su frente contra la del animal en una caricia, antes de salir del piso con decisión, dejando la maleta en el baño. Tenía tal expresión en la cara que Fran se apartó para dejarle paso sin decirle nada. Cuando bajó, ni estaba Álex ni había llegado todavía la ambulancia. Caminando despacio, salió a San Bernardo, bajó a Plaza de España, tomó la Cuesta de San Vicente y recorrió el borde de los jardines, mirando de refilón los árboles frondosos que había detrás de la reja con los ojos pardos cansinos, perdidos, vacíos. Continuó hasta la entrada, pensando en hacer algo que siempre había deseado: tumbarse en el magnífico pasillo de hierba verde, fresca, impoluta, como una alfombra de terciopelo, del Campo del Moro. Estaba tan perfecta que nadie se atrevía a hacerlo, pero cuando llegó a la verja de la escalinata de mampostería y rocas vio que el parque ya estaba cerrado. Suspiró, encogió los hombros, se dio media vuelta, cruzó la carretera y llegó a la estación. Tomó de milagro el último tren que salía de Príncipe Pío. No había prácticamente nadie. Se sentó junto a la ventana y contempló el paisaje oscuro y las hileras de luces con la mente como un papel en blanco. Se bajó en la parada de El Tejar, iluminada por unas cuantas farolas, algunas con los cristales rotos. Sólo se veía vegetación rala y arena a los dos lados. Saltó del andén, pasó por encima de la vía y se quedó ahí, absurdamente. El lobo la estaba esperando enfrente, delante de la caseta blanca con un par de grafitis tristes, mal hechos. Se escuchaba el pitido continuo, bajo, del generador.

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