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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (26 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Justo antes de dormirse Naomi hacía experimentos, hasta que encontraba la postura correcta, siempre envuelta en torno a mí de alguna manera. Se removía, ajustaba las piernas y los brazos, buscaba los ángulos adecuados y, como un pingüino bajo el hielo, encontraba el agujero mejor para la respiración entre los cuerpos y las mantas. Anidaba, se colocaba, volvía a anidar, y luego dormía con la decisión de un explorador que sale a conquistar un paisaje de sueños. A menudo estaba exactamente en la misma postura cuando se despertaba.

A veces, mirando a Naomi, la dulzura de su forma de ser —metiéndose en la cama con trabajo, un platito de caramelos a su lado, con la camiseta loca e informe, con esa cara de satisfacción infantil— me apretaba el corazón. Apartaba los papeles y me tumbaba encima de las mantas, encima de ella. ¿Qué pasa, osito? ¿Qué pasa…?

Mi madre me enseñó que el segundo de más que se tarda en decir adiós —siempre con un beso—, incluso aunque fuera sólo para ir corriendo a la tienda de la esquina a comprar leche o al buzón, nunca sobraba. A Naomi le encantaba esta costumbre mía, por la sencilla razón que uno encuentra encantadoras las costumbres de los amantes: no entendía su origen.

¿Qué haría yo sin ella? Empecé a tener miedo. De modo que provocaba peleas por cualquier cosa. Porque rezara el
kaddish
por mis padres. Y era entonces cuando la conducía al extremo: ¡Quieres castigarme porque tuve una infancia feliz, pues que te jodan, a la mierda tu autocompasión estúpida!

Porque tenía razón, Naomi sentía haber dicho esas palabras. Llega un momento en que todo candor nos hace arrepentirnos. Yo la quería, mi guerrillera que barría la guerra de un plumazo en ataques de frustración con un solo «que te jodan». Incluso Naomi, que piensa que el amor tiene respuestas para todo, sabe que ésa es la verdadera respuesta a la historia. Sabe tan bien como yo que la historia sólo entra en remisión, que sigue creciendo dentro de ti hasta llenarte de sedimentos e impedir que te muevas. Y desapareces en una pieza musical, una cómoda, quizá uno o dos informes clínicos, y te desvaneces, olvidado incluso por aquellos que decían amarte más.

Cuando mis padres vinieron a Toronto, vieron que la mayoría de sus compañeros inmigrantes se asentaron en el mismo distrito céntrico: un cuadrado aproximado de calles desde Spadina a Bathurst, de Dundas a College, con olas de los más establecidos extendiéndose hacia el Norte y la calle Bloor. Mi padre no cometería el mismo error. «No tendrían ni siquiera que tomarse la molestia de reunirnos a todos».

En lugar de eso mis padres se mudaron a Weston, un barrio bastante rural y separado del centro. Firmaron una hipoteca muy cara sobre una casa muy pequeña junto al río Humber.

Nuestros vecinos comprendieron pronto que mis padres querían intimidad. Mi madre saludaba con un movimiento de la cabeza al entrar o salir a toda prisa. Mi padre aparcaba lo más cerca posible de la puerta de atrás, que daba al río, para poder evitar al perro del vecino. Nuestras más importantes posesiones eran el piano y un coche que estaba en las últimas. El orgullo de mi madre era su jardín, que arreglaba de modo que las rosas subieran por la pared trasera de la casa.

A mí me encantaba el río, aunque mis exploraciones de niño de cinco años eran vigiladas celosamente por mi madre; un estrépito de gallina que llegaba desde la ventana de la cocina sólo con que empezara a quitarme los zapatos. Excepto en primavera, el Humber era un río perezoso, los sauces seguían la corriente. En las noches de verano, el banco se convertía en una larga sala de estar. El agua estaba salpicada de luces de los porches. La gente paseaba por ahí después de cenar, los niños se tumbaban en el césped escuchando el agua y esperando que saliera el «Big Dipper». Yo miraba desde la ventana de mi dormitorio, demasiado pequeño para andar en la calle. El río de noche era del color de un imán. Oía el golpear sordo de una pelota de tenis dentro de un calcetín viejo contra un muro, y el canto débil de la niña de al lado: «Un marino fue a la mar, la mar, a ver qué podía ver, ver, ver…». Excepto la bofetada ocasional de un mosquito, el grito ocasional de un niño en un juego que parecía siempre lejano y en penumbra, el río en verano era un hilo mudo. El ocaso emanaba de él; todo el mundo callaba a su alrededor.

Mis padres tenían la esperanza de que, en Weston, Dios velaría por ellos.

Hubo un día de otoño en que no dejó de llover. A las dos de la tarde ya era de noche. Me había pasado el día jugando dentro; mi lugar favorito de la casa era el reino de debajo de la mesa de la cocina, porque desde ahí tenía una vista completa de la mitad inferior de mi madre mientras se afanaba en sus labores domésticas. Este espacio cerrado se convertía la mayoría de las veces en un vehículo de alta velocidad, a propulsión, aunque cuando mi padre no estaba en casa también colocaba de lado el taburete del piano y hacía girar el asiento de madera como si fuera el timón de un barco de vela. Mis aventuras siempre eran maquinaciones ingeniosas para salvar a mis padres de los enemigos; astronautas que eran soldados.

Aquella tarde, justo después de cenar —seguíamos sentados a la mesa— un vecino aporreó la puerta. Venía a decirnos que el río estaba crecido y que más nos valdría salir cuanto antes. Mi padre le cerró la puerta en las narices. Se puso a dar grandes zancadas, lavándose las manos en el aire por la ira.

Los golpes que me despertaron eran el piano flotando contra el techo bajo mi dormitorio. Me desperté para ver a mis padres de pie junto a mi cama. Las ramas sacudían el tejado. Mi padre no tomó la decisión de abandonar la casa hasta que el agua no empezó a barrer las ventanas del segundo piso.

Mi madre me ató con una sábana a la chimenea. Me pegaba la lluvia; agujas en la cara. La lluvia me impedía respirar, tragaba agua a media caída. Luces extrañas pinchaban el viento. Alquitrán helado, mi río estaba irreconocible; negro, infinitamente ancho, un torrente de objetos voladores. Un planeta nocturno de agua.

Con cuerdas, una escalera y fuerza bruta, nos tiraron hacia dentro. Como si nos hubieran liberado de las garras de los reflectores de la orilla, cuando nuestra casa se sumergió de golpe en la oscuridad, fue barrida, como el resto de las casas de la calle, rápidamente río abajo.

Tuvimos suerte. Nuestra casa no fue una de las que se fueron flotando con sus habitantes aún atrapados dentro. Desde lo alto vi haces erráticos de luz botando dentro de pisos elevados mientras los vecinos intentaban escalar a los tejados. Uno por uno los reflectores se oscurecieron.

Gritos ardían en la distancia de un lado a otro del río, aunque no se veía nada en la negrura del diluvio.

El huracán
Hazel
se trasladó en dirección noreste, destruyendo presas, puentes y carreteras, con el viento arrancando postes de electricidad tan fácilmente como se arranca un hilo suelto de la manga. En otras zonas de la ciudad, la gente abría las puertas y se encontraba con el agua por la cintura, justo a tiempo para ver a un conductor invisible llevándose marcha atrás su coche flotante fuera del garaje. Otros no sufrieron más que un sótano inundado y meses de comer comida sorpresa porque las etiquetas de papel se habían empapado y desprendido de las latas en las despensas. Y en otras partes diferentes de la ciudad, la gente durmió sin sobresaltos toda la noche y se enteraron del huracán del 15 de octubre de 1954 cuando leyeron el periódico de la mañana.

Nuestra calle desapareció entera. A los pocos días, el río, de nuevo en calma, seguía su curso pacíficamente como si no hubiera pasado nada. A lo largo de los bordes del llano inundado, había perros y gatos enredados en los árboles. Los desperdicios se quemaban en hogueras extrañas. Donde una vez hubo vecinos paseando por las tardes, ahora los había vagando por los bancos nuevos buscando los restos de sus posesiones personales. De nuevo, podría decirse que mis padres tuvieron suerte, porque no perdieron la cubertería de plata de la familia, ni la correspondencia importante, ni las reliquias familiares, por humildes que fueran. Ellos ya habían perdido esas cosas.

El gobierno distribuyó las indemnizaciones entre aquellos cuyas casas habían desaparecido. Fue sólo después de la muerte de mis padres cuando descubrí que ni siquiera habían tocado el dinero. Debían tener miedo de que algún día las autoridades les exigirían que lo devolvieran. Mis padres no querían dejarme una deuda.

Mi padre aceptó a cuantos alumnos pudo encontrar. Desaparecimos en un cuchitril de apartamento más cerca del conservatorio de música. Mi padre prefería vivir en un edificio de apartamentos, porque «todas las puertas tienen el mismo aspecto». Mi madre se asustaba cada vez que llovía, pero le gustaba vivir tan arriba, y que además no hubiera árboles demasiado cerca del edificio que amenazaran nuestra seguridad.

Cuando era adolescente le pregunté a mi madre que por qué no habíamos abandonado la casa antes.

—Golpearon la puerta y nos gritaron que nos fuéramos. Para tu padre, eso fue lo peor.

Escudriñó desde la cocina al descansillo, para ver dónde estaba mi padre y, después, con las manos alrededor de mi oreja susurró:

—¿Quién se atreve a pensar que va a salvarse dos veces?

Que mi madre acogiera a Naomi en su seno me irritó, provocando unos celos que se fueron haciendo cada vez más intensos. Como a mi padre, a mí me estaban echando. La primera vez que me llamó la atención su familiaridad, estaba esperando a que Naomi terminara de fregar un caldero. Yo había doblado el paño de cocina para que tuviera la forma de una corona, un truco que me había enseñado mi madre. Como si no fuera con ella, inocentemente, Naomi comentó: «Igual que tu prima Minna».

Mi madre mantenía conferencias con Naomi en la cocina, fingiendo que charlaban de recetas o de estampados, mientras yo me sentaba mudo con mi padre en el salón, revisando las librerías y las estanterías de discos por enésima vez. Cómo debió mi madre sujetar la mano de Naomi, agarrarse a ella, conspirar con ella. Naomi saliendo de la cocina sonriendo con una receta de pastel de miel. Empecé a considerar toda la atención amorosa que les dedicaba a mis padres, el cuidado tan característico de Naomi —siempre considerada, generosa hasta el defecto— como si fuera una insinuación, una manipulación, un juego de poder. Más tarde incluso empecé a desconfiar de las visitas que hacía a las tumbas de mis padres, sus regalos de flores y piedras de oración. Como si Naomi me estuviera comprando una conciencia sin culpa de la misma manera que un hombre le compra joyas a su querida. ¿Por qué lo haces, por qué? —pensando ¿de qué sirve? Siempre me decía lo mismo, una respuesta que me avergonzaba, cuando ella hundía la cabeza como un condenado: «Porque les quería».

¿Cómo podía alguien simplemente querer a mis padres? ¿Cómo podía un ojo no adiestrado ver más allá del silencio de mi padre, su rigidez malhumorada y su ira, su desesperación; más allá del profesor de piano venido a menos que un vez fue un elegante aprendiz de director de orquesta en Varsovia? ¿Cómo podía un corazón sin oficio ver más allá de los vestidos con dibujos de plumas del pajarillo que parecía mi madre, sus broches de vidrio labrado, hasta percibir a la mujer apasionada que guardaba en el cajón un par de guantes de ópera de cuero blanco hasta el codo, envueltos en papel perfumado, y en el armario una colección de postales dentro de una caja de zapatos; que cocinaba para recordar a las generaciones; que practicaba la jardinería en el balcón para poder tener flores frescas sin que mi padre lo desaprobara? ¿Con qué derecho se ganó Naomi su confianza?

Empecé a evocar el afecto brusco que evocó en mi padre cuando hablaba del amor de su propio padre por la música. ¡Era tan abierta con ellos! Durante mucho tiempo no tuve ni idea de cuánto me dolía todo ello. De hecho, incluso llegué a creer que me gustaba esta familiaridad, esta sensación de familia que aportó Naomi al apartamento vacío. Era franca y dulce, era como una tiza cuando todo lo que le precedía había sido escrito con sangre. Entraba tropezándose con su propia sinceridad, su buena voluntad canadiense, con un aparente desconocimiento de las finas líneas de dolor, la amargura mantenida tiernamente, la malla de confabulaciones, las elaboradas restricciones. Y mientras que ahora veo que nada hubiera podido abrir a mi padre ni derretirle —ni siquiera al final de su vida— empecé a creer que se había compartido con Naomi, de alguna manera. Claro que lo había hecho, pero no habían sido la clase de confidentes que yo sospechaba. Una extranjera, una extraña entre nosotros, Naomi se introdujo en el apartamento, en esa polvera, y en lugar de hacer saltar nuestra furtividad por los aires, simplemente trajo flores, se sentó en una otomana, aceptó nuestras costumbres, nunca se salió de su sitio. Decorosa, paciente, una huésped impecable. Lo que yo había confundido con confidencialidad con mi padre no era más que el alivio de un hombre que se da cuenta de que no va a tener que renunciar a su silencio. Es la comodidad que la gracia de Naomi provoca en todo el mundo. Honrará la intimidad hasta sus últimas consecuencias.

La gente se pregunta, ¿soñamos sueños en color? Pero a mí me preocupa si hay sonido en sus sueños. Mis sueños son silenciosos. Observo a mi padre inclinarse sobre la mesa para besar a mi madre, ella está tan frágil que no puede permanecer mucho tiempo levantada. Pienso: no te preocupes, yo te peinaré, yo te traeré de la cama, yo te ayudaré —y me doy cuenta de que no me conoce.

En mis sueños, la cara de mi padre, con la expresión que ponía los domingos escuchando música; contorsiones; un reflejo en la superficie quieta de un lago, roto por una piedra. En mis sueños no soy capaz de detener su desintegración.

Desde su muerte he llegado a respetar las provisiones que mi padre escondía por toda la casa como prueba de su inventiva, la lucidez de su percepción de sí mismo.
No es la profundidad de una persona lo que hay que descubrir, sino su ascensión. Encontrar el camino de la profundidad a la ascensión
.

En el fondo del armario de mi madre había una maleta pequeña, cuyo contenido fue revisando a medida que yo crecía. Esta maletita, que me asustaba de niño, ahora representa para mí la enormidad de su autocontrol.

Mi madre de pronto se hizo vieja. Se había puesto del revés; se le escondía la piel tras los huesos. Yo notaba cómo se estiraba la tela sobre su espalda encorvada, su pelo ralo sobre el cráneo. Daba la impresión de estar a punto de cerrarse con el estrépito de una silla plegable. Lo que quedaba de ella no eran más que las partes que producirían un ruido terrorífico —esqueleto, gafas, dientes. Sin embargo, al mismo tiempo que desaparecía, parecía estarse convirtiendo en algo más que su cuerpo. Y fue entonces cuando me di cuenta de cuánto me estaban hiriendo las atenciones filiales de Naomi, cada botecito de crema de manos perfumada, cada botella de colonia, cada camisón. Por no hablar de la angustia que provoca la inutilidad de los objetos que van a sobrevivimos.

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