Read Piezas en fuga Online

Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (28 page)

BOOK: Piezas en fuga
11.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Perdía una hora entera hojeando un libro sobre tocados rituales, otras dos con la vida de un estibador de Atenas que llegó a líder sindical. Una vez saqué de la estantería el cuaderno en el que Michaela anotaba los gastos, y otro en el que había listas de cosas en excursiones a Atenas o en viajes de vuelta a Canadá. Un libro gordo de tapas duras resultó ser la tesis de Michaela sobre ética en museología, que se concentraba en la tragedia de Minik, el esquimal de Groenlandia del que hicieron un espectáculo vivo en el Museo Americano de Historia Natural. Minik descubrió que el esqueleto de su propio padre formaba parte de una exposición. El estilo de Michaela no era académico, y la tristeza de la historia de Minik y el calor de la tarde me llenaron de pronto de una sensación de inutilidad.

Al final, cuando estaba claro que no iba a encontrar tus cuadernos fácilmente, empecé a imaginarme que los habías escondido fuera, entre las piedras, como la brigada papelera, que salvó libros valiosos durante la guerra enterrándolos en el terreno de alrededor de la biblioteca Vilna Strashoun. Como todas las cartas de testigos enterradas bajo las baldosas en Varsovia, Łódz, Cracovia. Incluso contemplé la posibilidad de cavar en tu jardín y en las pocas áreas de tierra pedregosa que rodeaban la casa. Me imaginé echando abajo las paredes.

Pero mi error hubiera sido buscar algo escondido.

Desde tu puerta principal, veo, abajo en la distancia, el puerto —desde esta altura es sólo una abstracción diminuta de colores, como si un carro volcado hubiera derramado su contenido en la bahía.

Un barco, en dique seco y con necesidad urgente de una nueva mano de pintura, permanecía asentado cerca del borde del cantil sobre el mar. Parecía dispuesto a echarse al aire en cualquier momento. Debió de hacer falta una docena de hombres robustos y mulas para subirlo hasta la cima de la colina.

Era una mañana perfecta. La brisa ahuyentaba el calor. Me detuve un rato en la escalinata antes de entrar.

Varas de luz atravesaban la habitación desde las esquinas de las persianas. Una sensación de alarma se precipitó por mi piel. Esperando en la penumbra, desnuda de cintura para arriba, una mujer refulgía. Me quedé mirando el interior de la habitación hasta que me di cuenta de que era de madera, el mascarón de proa de un barco, tan grande que resultaba desorientadora, como si todo el barco estuviera detrás de ella, tras haberse empotrado en la casa.

Salí de nuevo y destrabé las dos contraventanas, luego entré por la ancha puerta por primera vez. La luz estaba salpicada de polvo. Algunos muebles estaban cubiertos por sábanas y parecían montones de nieve, siniestros en medio del intenso calor.

Un parapeto tosco de madera circundaba la habitación principal, haciéndola parecer la cubierta de un barco. Desde esta entrada se veía el salón. Las paredes estaban cubiertas, en lo alto, de estanterías hundidas, demasiado repletas. Más tarde vi que detrás de este balcón estaba tu pequeño estudio, escondido en un rincón del techo. También estaba lleno de libros. Una lámpara de pie hecha con una rama y una pantalla de papel, una hamaca, un sillón de orejas en el que se apilaban más libros, un ojo de buey con vistas altas sobre el jardín y las olas. Varios cuadros de fenómenos atmosféricos, incluyendo una preciosa reproducción antigua de un paraselene. Sobre la mesa, varias piedras, un viejo compás, un reloj de bolsillo con un monstruo marino grabado en la caja y un platito llano con una exótica colección de botones. Botones con forma de animales, de frutas; botones dorados de marinero con anclas estampadas, botones de plata, de cristal, de concha, madera, hueso.

La casa era más grande de lo que parecía desde fuera, y se retorcía por detrás colina arriba, habitaciones llenas de tesoros. Viejos barómetros decorados. Cartas de vientos, de mareas, campanas. Diversos globos terráqueos, incluyendo uno hecho de pizarra, supongo que para que el estudiante pudiera aprenderse las posiciones de los continentes dibujándolos. Mascarones de proa más pequeños, que echaban a volar desde las paredes, uno de ellos un ángel de madera carcomida por la sal, con la mano en el pecho, el viento marino enredado en el pelo.

La casa era una brecha geológica de los afectos. Todas las cosas estaban gastadas por el viento o por el mar, viejas y extrañas, la mayoría sólo de valor sentimental.

Una docena de barcos, cada uno dentro de su botella, un mapa de la luna. Un viejo arcón de marinero con costillas de hierro negro en la tapa. Una vitrina de cristal a lo largo de una pared con una colección desordenada de fósiles dentro. Estantes de conchas fantásticas, piedras, botellas de vidrio azul, de vidrio rojo. Postales. Madera de deriva. Candelabros de cerámica, de madera, cobre, cristal. Lámparas de aceite de todos los tamaños y formas. Aldabas de distintas dimensiones, todas en forma de mano.

La señora Karouzos, demasiado mayor para ocuparse ella misma de la casa, había mandado a su hija que tapase los muebles. Incluso la ropa de los armarios estaba cubierta con sábanas. Es extraña la relación que mantenemos con los objetos que pertenecieron a los muertos; en el tejido de los átomos permanece abandonado su tacto. Cada habitación emanaba ausencia y sin embargo estaba empapada de tu presencia. Cuando descubrí el sofá, encontré una manta colgando de un extremo, y la marca de vuestros cuerpos —peso invisible— aún sobre los cojines. Cerámica de Skyros con plumas y espirales del color de las sandías y las olas. Una mesa ancha de madera con una silla apartada, como si Michaela o tú os acabaseis de levantar.

En la cocina un libro muy usado de cocina grecojudía, abierto en la página de masa de hojaldre, y otro ejemplar igualmente usado y obviamente fuera de sitio de la
Historia Natural
de Plinio. Me imagino que entraste en la cocina a leerle un pasaje a Michaela y te lo olvidaste sin querer. O a lo mejor te llamó para que le alcanzases algo de una estantería demasiado alta, o a pedirte opinión sobre alguna salsa y tú la abrazaste y se os olvidó la cena momentáneamente, y el libro quedó atrás.

Cuando vi vuestro desorden de sandalias junto a la puerta, vi los zapatos de mi padre, que después de su muerte retuvieron con fidelidad no sólo la forma de sus pies sino también la manera en que caminaban, los residuos del movimiento en el cuero usado. Igual que su ropa los seguía llevando a ellos, una historia en cada roto, cada parche, en las mangas largas. Décadas almacenadas ahí, en uno o dos armarios. Una casa, más que un diario, es la fugaz mirada íntima. Una casa es una vida interrumpida. Pensé en las familias petrificadas por la erupción del Vesubio, con la última comida aún en la barriga.

Aquí estaba la prueba de una vida dolorosamente simple: días enteros pasados pensando en compañía. Leyendo solos; leyendo en alto. Días de plantar verduras, de nadar y de dormir en el calor de la tarde, horas que transcurren desarrollando una idea, reflexionando, hasta que llegaba la hora de llenar las lámparas.

Me senté en tu terraza y me puse a mirar el mar. Me senté a tu mesa y me puse a mirar el cielo.

Sentí la fuerza de tu espacio vital hablándole a mi cuerpo. Imperceptiblemente, mi envidia se suavizó. Mis piernas se hicieron más fuertes por la subida diaria hasta tu casa, por la comida pura que llevaba todos los días —fruta, queso, pan, aceitunas para comer en la sombra de tu jardín. Una mañana mis pesadillas de la noche anterior se detuvieron en mitad de la colina y, vacilantes, se dieron la vuelta para flotar cuesta abajo, como si hubieran llegado a una frontera invisible. Empecé a entender cómo aquí, solo, en el rojo y amarillo de las amapolas y la retama, te habías sentido lo suficientemente seguro para comenzar
Trabajo de campo
. Cómo descendiste en el horror despacio, como bajan los buceadores, con voluntad y método. Cómo, a medida que ibas cayendo a mayor profundidad, empezaba a latir el silencio.

Todos los días descubría otro talismán de la belleza, pistas de la vida que compartíais Michaela y tú: cabos de velas, charcos duros de cera en boquetes en la roca del jardín donde debisteis de sentaros juntos por las noches, sin duda tus
hendiduras de piedra abiertas por la llama
. Tus imágenes estaban por todas partes.

Descubrí vuestras diversas paradas en la terraza siguiendo con paciencia el rastro circadiano del sol sobre las losas. Sillas arañando el suelo, persiguiendo la sombra. El lugar donde había goteado el aceite cada vez que se reponían las lámparas.

Sobre la cama, galeradas de «
Qué le has hecho al tiempo
», con la traducción en griego escrita en tinta bajo el inglés, una sombra; la traducción hebrea escrita encima, una emanación. Escribías sobre comidas en el aire nocturno, comidas en las que uno llega a la mesa con un hambre perfecta, agotado tras una sesión de natación o una subida o el amor; una voracidad que será saciada y que regresará. El
lenguaje circular
de los brazos de Michaela.

Por las noches, sentado en tu terraza, envuelto en las colgaduras sobrecrecidas de lavanda y romero, pensé en el significado de tu «Jardín Nocturno» y no puse el acento en la primera palabra del título. El único momento en el que entregas tu vida entera a otro.
Temblando como la aguja de un compás
. Un momento de decisión pura.

La casa poseía ese silencio que es la estela de un acontecimiento monumental. Se hacía evidente en los muebles, en el jardín salvaje con sus fragancias que inducían al sueño y que han absorbido mil fantasías diurnas. En un vaso olvidado en la terraza, ahora lleno de lluvia.

Tus poemas de esos pocos años con Michaela, poemas de un hombre que siente, por primera vez, la sensación de futuro. Tus palabras y tu vida ya no estaban separadas, después de décadas de
esconderte dentro de tu piel
.

Te sentabas en esta terraza y a esta mesa, y escribías como si todos los hombres vivieran así.

Existirá una mujer que desnude despacio

Desde muy abajo, la sal atrae el aroma intenso de las lilas hacia el mar, la fragancia se hunde, púrpura dulce, en el azul punzante. La dulzura se hunde sin ruido. Extática.

Las hojas, un millón de manos más verdes que la energía, sin ruido tras la ventana cerrada. La habitación cálida, el olor de los alféizares y los suelos de madera hirviendo al sol. Mirando hacia las colinas secas, tan luminosas que el ojo fabrica sombras.

Existirá una mujer que desnude despacio mi espíritu

Si yo supiera dibujar, pondría un cuadrilátero de papel contra esta vista y dejaría que el paisaje lo quemara, lo inundara despacio como si una mano agarrándolo dejara una mancha, como el papel fotosensible oscureciéndose de deseo por un lugar que uno nunca aprehenderá. Las colinas se disuelven según las miro; pero la pérdida que siento es la de alguien que ha pasado ya el punto de la aprehensión. Es como escribirle a un hombre que ya no quiere que lo encuentren.

Existirá una mujer que desnude despacio mi espíritu, traiga mi cuerpo

Hasta que el limón curvando la rama, el peso de la sombra separando una hoja de la otra, imprimen en ti ese lugar. Hasta que las colinas te queman los ojos, hasta que te rindes. Hasta que
la costura de la densidad que separa la hoja del aire / no es un hueco, sino un sello
.

Existirá una mujer que desnude despacio mi espíritu, traiga mi cuerpo a la fe

Hasta que me despierta el zumbido hermoso de las moscas.

Durante semanas me mantuve a la deriva en el calor, en el olor de habitaciones largo tiempo cerradas, cada vez más lento en mi búsqueda de tus cuadernos. Desde la puerta abierta, oleadas humeantes de hierba chamuscada.

Una tarde se me abrieron de pronto los ojos. Sentí, con una precipitación de adrenalina, que Michaela y tú podíais aparecer en cualquier umbral. Había pasado una sombra por la casa, breve como un pensamiento, aunque no había cambiado nada de un momento a otro.

Me atrapó la idea: seguís vivos. Estáis escondidos, para que os dejen solos en vuestra felicidad.

Una energía de la voluntad que nunca había sentido antes restalló dentro de mí.

Fósforo

Antes del siglo XVIII, se creía que los relámpagos eran, o resultado de una emanación de la tierra, o del frotamiento de dos nubes. Descubrir su verdadera naturaleza constituía un pasatiempo popular, porque nadie se daba del todo cuenta del peligro. El relámpago no puede ser domesticado. Es la colisión del calor y el frío.

Cien millones de voltios se acumulan entre la tierra y la nube, hasta que un dardo blanco de calor se dispara hacia abajo, seguido de otro, y otro —el zigzag de iones que construyen un canal para que el relámpago surja del suelo— en una fracción de segundo. Las moléculas de aire circundante titilan.

En la zona electrificada bajo la nube de tormenta, entre golpe y golpe, se ha podido oír el zumbido agudo de las rocas y el metal —un reloj, un anillo— hervir como el aceite en una sartén.

El relámpago contiene cristal evaporado. Ha alcanzado un campo de patatas y las ha cocinado bajo tierra, el cosechador las saca de la tierra perfectamente asadas. Ha tostado gansos en pleno vuelo, que han descendido como lluvia, listos para ser comidos.

El calor repentino e intenso puede expandir la tela. Hay quien se ha encontrado desnudo, con la ropa desperdigada alrededor, las botas arrancadas de los pies.

El relámpago puede magnetizar objetos hasta el punto de hacerlos capaces de levantar objetos que les triplican el peso. Ha detenido relojes eléctricos y los ha vuelto a poner en funcionamiento, las manecillas moviéndose marcha atrás al doble de su velocidad habitual.

Ha golpeado un edificio y luego su alarma contra incendios, trayendo a los bomberos a apagar el incendio que él mismo ha provocado.

El relámpago ha devuelto la vista a un hombre, y también el pelo.

El relámpago en forma de bola entra por una ventana, una puerta, una chimenea. Silenciosamente recorre la habitación, ojea las estanterías y, como si no fuera capaz de decidir dónde sentarse, desaparece por el mismo pasillo de aire por donde entró.

Mil momentos acumulados florecen en unos segundos. Se te reordenan las células. Una vez golpeado, se te derrite el metal. Tu silueta quemada queda estampada en la silla, una ausencia donde una vez hubo vida en sociedad. Lo peor de todo es que la silueta se te aparece como todo lo que has perdido. Como aquella a quien más has echado de menos.

BOOK: Piezas en fuga
11.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stuck in Neutral by Terry Trueman
Fenton's Winter by Ken McClure
The Terminals by Royce Scott Buckingham
The Third World War by Hackett, John
Into the Light by Sommer Marsden
The Reunion Show by Brenda Hampton