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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (23 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Aquellas horas, de silencio y unión, conformaron mi idea de él. Líneas de la última luz por el suelo, el sofá estampado, el brocado sedoso de las cortinas. De vez en cuando, en los domingos de verano, la sombra de un insecto o de un pájaro sobre la moqueta bañada de sol. Lo introduje en mí por medio de la respiración. La historia de su vida según la conocía por mi madre —imágenes extrañas y episódicas— y sus historias sobre compositores se mezclaban con la música. El aliento de las vacas y el estiércol y el heno recién cortado sobre el camino que hacía Mahler al volver a casa, la luz de la luna una tela de araña sobre los campos. Bajo la luz de la misma luna, de vuelta al campo de concentración, la lengua de mi padre un ovillo de lana; una sed insoportable mientras caminaba a punta de pistola, pasando junto a un cubo lleno de agua de lluvia, su pequeño espejo circular de estrellas. Rezando por que lloviera para que pudieran tragar lo que les cayera en la cara, una lluvia que olía a sudor. Cómo se comió el centro de una col en la finca de un granjero, dejándola hueca aunque pareciese estar entera, para que nadie pudiera seguir la pista de su huida de los soldados en la huerta.

Miraba desde el regazo de mi padre su rostro concentrado. Siempre escuchaba con los ojos abiertos. Beethoven con la tormenta de la Sexta en la cara, paseando en el bosque y los campos de Heiligenstadt, con la verdadera tormenta a la espalda, a la espalda de mi padre, el barro pesándole en los zapatos como zuecos, el canto agudo y desesperado de un pájaro en los árboles lluviosos. Mi padre concentrándose, durante una larga marcha, en una astilla que tenía en la mano, para evitar pensar en sus padres. Yo sentía mi cráneo bajo sus dedos mientras él me peinaba el pelo corto. Beethoven asustando a las mulas con sus brazos de molino, luego deteniéndose, inmóvil, para mirar el cielo. Mi padre observando el eclipse lunar junto a las chimeneas, u observando la luz muerta del sol como roña sobre las simas. La pistola en la cara de mi padre, cómo empujaban sin cesar con las botas la taza de agua fuera de su alcance.

Mientras durara la sinfonía, el ciclo de canciones, el cuarteto, yo tenía acceso a él. Podía simular que la atención que le prestaba a la música era atención prestada a mí. Sus piezas favoritas eran familiares, viajes finitos que hacíamos juntos, reconociendo las señales del ritardando y el sostenuto, cambios de clave. A veces ponía una grabación de un director diferente y yo experimentaba la agudeza de su oído cuando él comparaba las interpretaciones: «Ben, oye cómo se apresura en los arpegios». «Escucha cómo lo alarga…, ¡pero si pone el énfasis aquí, va a estropear el crescendo de después!» Y a la semana siguiente volvíamos a la versión que conocíamos y amábamos como a un rostro, un lugar. Una fotografía.

Sus dedos ausentes peinándome el pelo corto. La música, inseparable de su tacto.

Sintiendo las líneas de las piernas flacas de mi padre bajo los pantalones, sin apenas creerme que fueran las mismas que recorrieron esas largas distancias, que estuvieron en pie tantas horas. En nuestro apartamento de Toronto, imágenes de Europa, postales de otro planeta. Su único hermano, mi tío, cuyo cuerpo desapareció bajo una piel de piojos que se retorcían. En lugar de oír hablar de ogros, trols, brujas, oía referencias inconexas acerca de
kapos
,
haftlings
, «Ese Ese», bosques oscuros; una pira de palabras oscuras. Beethoven, vagando con ropas viejas, tan harapientas que sus vecinos lo apodaron Robinson Crusoe; el viento que se desplaza antes de una tormenta, hojas encogiéndose antes del azote de la lluvia, la Sexta, Opus 68; la Novena, Opus 125. Todos los números de sinfonías y de opus que me aprendí, para agradarle. Eso crecía en mi memoria, bajo sus dedos, mientras me acariciaba el pelo; el vello de sus brazos, su número cerca de mi cara.

Mi padre era silencioso hasta en el humor. Me dibujaba cosas, tebeos, caricaturas. Electrodomésticos con caras humanas. Sus dibujos ofrecían la mirada: como veía él.

—¿Una manzana es comida?

—Sí.

—¿Y tú tiras la comida? ¿Tú, mi hijo, tiras la comida?

—Está podrida…

—Cómetela… ¡Cómetela!

—Papá, está podrida…, no quiero…

Me la aplastó contra los dientes hasta que abrí la mandíbula. Resistiéndome, sollozando, comí. Su sabor ocre, demasiado dulce, lágrimas. Años más tarde, cuando vivía solo, si tiraba las sobras o dejaba comida en el plato en un restaurante, me perseguían en sueños imágenes caricaturescas de desperdicios.

Las imágenes te marcan, queman la piel circundante, dejan su mancha negra. Como la ceniza volcánica, crean la tierra más fértil. Del lugar cauterizado emergen agudos retoños verdes. Las imágenes que mi padre plantó en mí eran un intercambio de juramentos. Me pasaba silenciosamente el libro o la revista. Me lo señalaba con el dedo. Mirar, como escuchar, era una disciplina. ¿Qué podía yo entender sobre el horror de esas fotografías, resguardado en mi habitación con las cortinas de vaqueros y la colección de piedras? Me ponía los libros delante con una ferocidad que me asustaba más, diría ahora, que las imágenes mismas. Lo que yo tenía que entender, en mi habitación resguardada, estaba claro. No eres demasiado joven. Había cientos de miles más jóvenes que tú.

Temía las clases de piano con mi padre y nunca practicaba cuando él estaba en casa. Su exigencia de perfección tenía la fuerza de un imperativo moral, cada nota correcta establecía el orden contra el caos, un objetivo tan imposible como la reconstrucción de una ciudad bombardeada, átomo por átomo. De niño no sentía que ello fuera una prueba de fe, ni siquiera que fuera algo tan positivo como una convocatoria de la voluntad. En lugar de eso lo absorbía como si fuera más bien inútil. Todos mis sinceros esfuerzos consiguieron desagradarle. Mis fugas y mis tarantelas se deshacían a la mitad, mis
bourées
avanzaban a tropiezos, porque yo era demasiado consciente del oído implacable de mi padre. Al final, sus abruptas despedidas en medio de una pieza, mi tristeza, y los ruegos que mi madre nos hacía a ambos convencieron a mi padre para que se rindiera en su intento de enseñarme. Poco después de nuestra última clase, en uno de nuestros domingos en el lago, mi padre y yo estábamos caminando a lo largo de la orilla cuando vio una piedra pequeña con forma de pájaro. Cuando la cogió vi el rápido resplandor de la satisfacción en su cara y sentí, en un instante, que tenía menos poder para agradarle que una piedra.

Cuando tenía once años, mis padres alquilaron una casita las dos últimas semanas del verano. Nunca antes había experimentado la oscuridad absoluta. Caminando de noche, pensé que me había vuelto ciego en sueños —el terror de cualquier niño. Pero otro miedo antiguo se hacía palpable en la oscuridad. Bajé las piernas y alargué de golpe los brazos en el aire peligroso hasta que encontré la lámpara. Era un examen. Sabía que lo esencial era ser fuerte. Después de varias noches de dormir con una linterna en la mano, tomé una decisión. Me obligué a salir de la cama, me puse las zapatillas de deporte y salí. Mi tarea consistía en caminar por el bosque con la linterna apagada hasta llegar a la carretera, una distancia de alrededor de un cuarto de milla. Si mi padre podía caminar durante días, recorrer millas, entonces yo podría caminar al menos hasta la carretera. ¿Qué sería de mí si tuviera que andar tanto como mi padre? Estaba entrenándome. Mi pijama de franela estaba pegajoso de sudor. Caminé con ojos inútiles y oí el río, modesto cuchillo de la historia, introduciendo su filo más adentro en la tierra; sangre herrumbrosa deslizándose por las grietas del rostro del bosque. Una malla fina de insectos suspendida en el aliento espeso de la noche, las palmadas de los heléchos extrañamente frías contra los tobillos —nada que estuviese vivo podía estar tan frío en una noche tan calurosa. Poco a poco empezaron a surgir árboles de la oscuridad diferenciada, negro sobre negro, y el mismo río oscuro era una piel pálida extendida sobre costillas chamuscadas. Encima, la espuma lejana de las hojas, una oscura falda de cielo susurrando contra piernas esqueléticas. Raros filamentos procedentes de ninguna parte, pelo de fantasmas, me rozaban el cuello y las mejillas y no se iban aunque me frotase. El bosque se cerró en torno a mí como el abrazo de una bruja, todo pelo y aliento caliente, piel cerdosa y uñas afiladas. Y justo cuando empezaba a sentirme abrumado, enfermo de terror, llegué a un claro, una brisa leve sobre la carretera ancha. Encendí la linterna y seguí, corriendo, su túnel blanco de regreso por el sendero.

Por la mañana vi que tenía las piernas manchadas de barro y sangre color té de las picaduras y de las ramas. Durante todo el día siguiente estuve descubriendo arañazos en sitios extraños, detrás de las orejas, o por la cara interior de los brazos, una línea fina de sangre como dibujada por un bolígrafo rojo. Tenía la certeza de que la prueba había purgado mi miedo. Pero desperté de nuevo esa noche en el mismo estado, con los huesos fríos como el acero. Repetí el viaje dos veces más, forzándome a salir a enfrentarme con la oscuridad de los bosques. Pero seguía sin poder soportar la oscuridad de mi propia habitación.

Cuando tenía doce años me hice amigo de una niña china no mucho más alta que yo, aunque considerablemente mayor. Admiraba su gorra de cuero, su piel oscura, su pelo elaboradamente trenzado. ¡Imagínate un mechón de pelo de cuatro mil años de antigüedad! También me hice amigo de un niño irlandés y de otro danés. Había descubierto a las personas del pantano perfectamente conservadas en el
National Geographic
, y encontraba en su preservación un consuelo fascinado. Estos no eran como los cuerpos de las fotos que mi padre me enseñaba. Me cubría los hombros con la tierra aromática, la pacífica manta de turba esponjosa. Ahora veo que mi fascinación no tenía que ver con la arqueología, ni siquiera con la ciencia forense: era biográfica. Los rostros que me miraban desde muchos siglos atrás, con arrugas en las mejillas como las de mi madre cuando se quedaba dormida en el sillón, eran las caras de gente sin nombre. Me miraban y esperaban, mudos. Era responsabilidad mía imaginarme quiénes podrían ser.

Como con una partitura musical, cuando lees un mapa climatológico estás leyendo el tiempo. Estoy seguro, Jakob Beer, de que estarías de acuerdo conmigo en que sería posible levantar un plano de la vida, con sus zonas de presión, sus frentes, sus influencias oceánicas.

La mirada hacia atrás de la biografía es tan esquiva y producto de la deducción como la previsión meteorológica a largo plazo. Adivinanzas, una corazonada. Controlando probabilidades. Sopesando la influencia de toda la información que jamás tendremos, que nunca ha sido registrada. La importancia, no de lo existente, sino de lo desaparecido. Incluso el asunto más reticente puede ser —al menos en parte— reconstruido póstumamente. Henry James, a quien podríamos considerar tímido con respecto a su vida privada, quemaba todas las cartas que recibía. Si alguien está interesado en mí, decía, ¡que rompa primero «el granito invulnerable» de mi arte! Pero incluso James fue reconstruido, sin duda según sus propias reglas. Estoy seguro de que seguía la pista de la historia que surgiría si se omitiesen todas las cartas que le enviaban. Sabía qué dejar fuera. Estamos repletos de las vidas de hombres famosos; blandos con las costumbres de las nuestras. El esfuerzo de descubrir la psique de otro, de absorber los motivos de otro tan profundamente como los propios, es un esfuerzo de amante. Pero la búsqueda de datos, de lugares, nombres, acontecimientos influyentes, conversaciones y correspondencias importantes, circunstancias políticas…, todo esto en realidad no significa nada si no eres capaz de descubrir los supuestos en los que el sujeto basaba su vida.

Todos los detalles sobre la vida de mis padres antes de su llegada a Canadá los supe por mi madre. Por las tardes, antes de que mi padre volviera del conservatorio de música, las abuelas y los hermanos de mi madre, Andrei y Max, se congregaban en la cocina, donde les gusta reunirse a todos los fantasmas. Mi padre no conocía estos encuentros de redivivos bajo su propio techo. Sólo recuerdo una vez en la que mencionase a un miembro de la desaparecida familia de mi padre en su presencia —alguien de quien estábamos hablando durante la cena era «exactamente igual que el tío Joseph»— y la mirada de mi padre saltó del plato a mi madre; una mirada terrorífica. El código de silencio se volvió más complejo a medida que yo iba creciendo. Cada vez había más y más cosas que preservar de mi padre. Los secretos entre mi madre y yo eran una conspiración. ¿Cuál fue nuestra mayor insurrección? Mi madre estaba empeñada en grabar en mí la necesidad absoluta, inviolable, del placer.

El amor doloroso de mi madre por el mundo. Cuando yo era testigo de su alegría ante un color o un sabor, las gratificaciones más simples —algo dulce, algo fresco, una nueva prenda de vestir, por humilde que fuera, su amor por el buen tiempo— no desdeñaba su entusiasmo. En lugar de eso, volvía a mirar, volvía a probar, prestando atención. Aprendí que su gratitud no era ni mucho menos desmesurada. Ahora sé que éste fue el regalo que me dejó. Durante mucho tiempo pensé que había creado en mí un miedo extremo a la pérdida —pero no. No es ni mucho menos extremo.

La pérdida es un borde; para mi madre lo hinchaba todo, y para mi padre lo dejaba todo vacío. Por esta razón, yo pensaba que mi madre era más fuerte. Pero ahora me doy cuenta de que era una pista: la medida de lo mucho menos soportable que era lo que había experimentado mi padre.

De niño, los tornados me dejaban traspuesto con su extraña violencia, la precisión azarosa de su maldad. Queda destruida la mitad de un edificio de apartamentos, pero a una pulgada de la pared desaparecida, la mesa sigue puesta para la cena. Una chequera es arrebatada de un bolsillo. Un hombre abre su puerta principal y le trasladan a una distancia de seiscientos metros por encima de las copas de los árboles, y aterriza ileso. Una huevera vuela a mil quinientos metros de altitud y regresa al suelo, sin que se quiebre ni una cáscara. Todos los objetos que son transportados sin daños de un sitio a otro en un instante, descendiendo en corrientes de aire ascendentes: un bote de vinagreta recorre veinticinco millas, un espejo, perros y gatos, las mantas arrancadas de una cama sin tocar a los sorprendidos durmientes. Ríos enteros levantados —dejando seco el lecho— y colocados de nuevo en su sitio. Una mujer transportada por una distancia de doscientos metros es depositada luego en un campo al lado de un disco (sin rayar) de «Stormy Weather».

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