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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (21 page)

BOOK: Piezas en fuga
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La ausencia no existe si permanece al menos el recuerdo de la ausencia. El recuerdo perece si no se le da uso. O como hubiera podido decir Athos: cuando ya no poseemos la tierra, pero sí el recuerdo de la tierra, entonces podemos alzar un mapa.

Ahora ya no me asusta cosechar oscuridades. Horado con los ojos el dormitorio nocturno, la ropa de Michaela enredada con la mía, libros y zapatos. Una lámpara de latón del camarote de un barco, regalo de Maurice e Irena. Objetos que se convierten en reliquias ante mis ojos.

Noche tras noche me despierta mi propia felicidad. A veces, dormido, la presión de la pierna de Michaela contra la mía se traduce a un sueño en forma de calor, de luz de sol. Paralizado por la luz.

Silencio: la respuesta tanto al vacío como a la plenitud.

La luz de la lámpara nos moldea en bronce. En el charco amarillo que despierta la oscuridad uno mira fijamente, otro duerme, los dos sueñan. El mundo sigue porque en algún lugar alguien está despierto. Si, accidentalmente, llegara un momento en el que todo el mundo estuviera dormido, el mundo desaparecería. Se perdería en un torbellino de sueño o pesadilla, tropezaría con el recuerdo. Se desmoronaría en un lugar donde el cuerpo no es más que un generador para el alma, una fábrica de deseo.

Definimos al hombre conforme a lo que admira, a lo que le eleva.

Todas las cosas aspiran, aunque sólo sea atómicamente. Un cuerpo se elevará en silencio hasta que lo atrape la superficie. Entonces la luna tira de él hasta la orilla.

Rezo para que mi mujer sienta pronto un aliento nuevo dentro del suyo propio. Aprieto la cabeza contra el costado de Michaela y le susurro un cuento a su barriga plana.

Niño que anhelo: si te concebimos, si naces, si llegas a la edad que yo tengo ahora, sesenta años, te digo esto: enciende las lámparas pero no nos busques. Piensa en nosotros de vez en cuando, en tu madre y en mí, cuando estés en tu casa entre los árboles frutales y un jardín ligeramente salvaje, con una mesita de madera en el patio. Tú, mi hijo, Bela, viviendo en una ciudad antigua, tu balcón da al empedrado de calles medievales. O tú, Bella, mi hija, en tu casa con vistas a un río; o en una isla en blanco, azul y verde, donde el mar te sigue a todas partes. Cuando llueva, piensa en nosotros al caminar bajo los árboles goteantes o a través de habitaciones pequeñas encendidas sólo por la tormenta.

Enciende la lámpara, corta una mecha larga. Algún día, cuando casi te hayas olvidado, rezaré para que nos dejes volver. Que a través de una ventana abierta, incluso en medio de una ciudad, el aire marino de nuestro matrimonio te encontrará. Rezo para que algún día en una habitación iluminada sólo por la nieve nocturna, de pronto sepas lo milagroso que es el amor que tus padres sienten el uno por el otro.

Mi hijo, mi hija: ojalá no seáis nunca sordos al amor.

Bela, Bella: una vez estuve perdido en un bosque. Tuve tanto miedo. Me latía la sangre en el pecho y supe que la fuerza de mi corazón se agotaría pronto. Me salvé sin pensar. Agarré las dos sílabas que me quedaban más cerca, y sustituí el latido de mi corazón por vuestro nombre.

II
La ciudad anegada

El río Humber fluye a través de la ciudad en dirección sureste. Hace sólo una generación seguía siendo un río rural en la mayor parte de su curso de cien kilómetros, serpenteando por las afueras, uniendo despreocupadamente municipios solitarios como Weston y Lambton Woods con la ciudad aguas abajo. Los bancos del río estuvieron salpicados durante tres mil años de comunidades aisladas, de molinos y empalizadas.

A través de los años, el crecimiento de la ciudad se podía medir viajando río arriba. Según Toronto se fue expandiendo, los suburbios fueron creciendo hacia el norte, llenando el valle ancho y yerboso hasta que incluso las comunidades más apartadas como Weston fueron abrazadas por la metrópoli. Las casas más cercanas al Humber se pegaron al río, anidaron entre los chopos, los saúcos y los robles. Chorlitos y garzas reales se paseaban por los jardines traseros, entre la balsamina y las uvas silvestres.

Hoy en día gran parte del banco del río tiene el mismo aspecto que tenía antes de la invasión de la ciudad. Las marismas fluviales, los meandros de la parte baja del río, están habitados sólo por tortugas y patos reales. Las llanuras desiertas de Weston son ahora parques tranquilos; el césped crece pacíficamente hasta el borde del río.

Si bajas por el banco corto y empinado hasta el agua verás, pasada la superficie titilante, que el fondo del río también titila. Si te das la vuelta y miras el barro de la escarpa, o simplemente te miras los pies, empezarás a darte cuenta del particular sedimento del Humber, colocado en octubre de 1954.

En el banco, cuatro pomos de madera, a espacios regulares: excava una pulgada o dos y saldrá una silla. Pocos metros más abajo, un plato llano —quizá con ese dibujo tan familiar, siempre del gusto de todos, de sauces azules— sale del banco en horizontal como una repisa. Se puede extraer del barro cucharillas de plata como marcalibros.

Los libros y las fotografías ya se han podrido, pero las mesas enterradas, las estanterías, las lámparas, las vajillas y las alfombras permanecen. El río baña guijarros de loza. Fragmentos de una cornisa de cerámica floreada, o con las palabras «Staffordshire, England» subrayadas por los juncos.

Escondidos bajo la hierba, rodeándote por todas partes, hay cubiertos tachonando el parque amplio y silencioso.

La humedad es una corriente densa; lenta como el tiempo de los sueños. Naomi sale de una ducha helada; se le condensa la piel en el aire caliente. Se tumba sobre mí, pesada y fría como la arena mojada.

Uno debe abandonar sus ilusiones cada vez que habla.

Son sólo las cinco pero el cielo es una fachada oscura; los iones que siempre huelen a noche.

Durante el verano en el que nos casamos hubo una ola de calor como ésta, el aire era una manta, plástico transparente. El sudor lustraba cada centímetro de nuestra piel. Mis camisas se volvían translúcidas y lacias. Manteníamos nuestro pequeño apartamento en perpetua tiniebla, con las cortinas corridas; el calor y la oscuridad eran pretextos para quedarnos desnudos. Como el Hombre Invisible, que sólo puede ser visto en virtud de la gasa que lo envuelve, Naomi iba de habitación en habitación y su ropa interior de algodón blanco refulgía en la penumbra.

Llevábamos sin apenas dormir más de una semana porque era demasiado sofocante. Nos dejábamos llevar hasta el amanecer, cada pocas horas uno volvía a entrar en la conciencia del otro, volviendo de la cocina silenciosos como mensajeros atravesando el bosque. Enmarcado por la luz del descansillo, el calor derramándose del cuerpo de Naomi, trayendo un vaso de zumo tan frío que su sabor constituía un misterio. Con las manos heladas de sujetar el vaso, tocaba la curva ardiendo de la espalda de Naomi; hasta que ella susurraba, «Ben», y le recorría un escalofrío. O sacaba ciruelas del frigorífico, óvalos azules de escarcha, y los hacía rodar por mis brazos hasta mi boca, tan helados que me hacían daño en los dientes; el jugo de las ciruelas se secaba como lágrimas marrones en su cuello, el dulzor le endurecía la piel. O uno de los dos con los pies o la cara bajo el grifo, el otro deslizándose de nuevo al sueño, a soñar con el rumor de un agua lejana de molino.

A veces, incluso en los últimos tiempos, al término de un largo domingo durante el cual los dos habíamos estado trabajando en casa, después de que ella encargase comida rápida que devorábamos sin decirnos una sola palabra de importancia, después de tirar al lavabo o a la basura los cartones grasientos para no tener que ver por la mañana los restos de lo que habíamos consumido, nos girábamos el uno hacia el otro en la oscuridad, aún en silencio, hasta que ella se convertía en la escaladora de una pared rocosa, de miembros precisos, clavados en el espacio, hasta que con los ojos cerrados dirigía la mirada desde la altura hacia la unión entre sus piernas, y entonces yo no me movía, y nos inundaba el significado. Antes de dormir sus músculos daban pequeñas sacudidas, un mecanismo liberado. Pronto la sentía contra mí, respirando con la intensidad regular de una máquina.

Dormíamos muy juntos; sabíamos que no alcanzaríamos tanto placer si no fuéramos tan mudos.

En mi familia no existía ninguna energía narrativa, ni siquiera el fervor de una elegía. En lugar de eso nuestras palabras iban a la deriva, como si nuestro hogar estuviera abierto a los elementos y estuviéramos siempre murmurando en pleno vendaval. Mis padres y yo caminábamos a través de un silencio húmedo, sin escuchar ni hablar. Empapaba los muebles, el sillón liento de mi padre, crecía moho en las paredes. Nos comunicábamos con gestos leves, cirujanos en un quirófano. Cuando murieron mis padres me di cuenta de que esperaba que el sonido irrumpiese en el apartamento, entrase apresuradamente en un lugar que le había sido vedado durante tanto tiempo. Pero no entró ningún ruido. Y aunque estaba yo solo, embalando cajas, ordenando sus pertenencias, el silencio ahora resultaba siniestro. Porque el sitio en sí seguía casi igual que antes.

Me sorprendió descubrir que no todo el mundo es capaz de percibir la sombra que hay alrededor de los objetos, la silueta negra, el hematoma de fermentación sobre las cosas cuando la luz se adhiere a ellas. Yo vi el aura de la mortalidad como una serpiente que ve a su presa en infrarrojos, el calor del pulso. Me resultaba tan claro como la fruta cortada que se vuelve marrón sobre un plato, una corteza de limón que se arruga convirtiéndose en aroma.

Crecía agradeciendo cada necesidad satisfecha, la comida y la bebida, los zapatos bien hechos de mi padre —«la cosa más importante». Daba gracias por los bigotes que surgían en el rostro de mi padre cada mañana porque eran, según decía, «señal de salud». Mis padres, cuando los liberaron, cuatro años antes de que yo naciera, se encontraron con que el mundo normal fuera del campo de concentración había sido erradicado. Ya no había comidas sencillas, nada era menos que extraordinario: un tenedor, un colchón, una camisa limpia, un libro. Por no mencionar cosas que pueden hacerle llorar a uno: una naranja, carne con verduras, agua caliente. No había una normalidad a la que regresar, ningún refugio de la potencia cegadora de las cosas, de una manzana diciendo a gritos que es dulce y jugosa. Cada cosa pertenecía a, y había sido recuperada de, el reino de lo imposible —tanto lo inorgánico como lo orgánico—, zapatos y calcetines, su propia carne. Todo era uno.

Y esta gratitud incluía lo inexpresable. No tenía más de cinco años y miraba a mi madre, orgullosa con sus guantes de jardinería, junto a las rosas. Incluso entonces sabía que desearía esto toda mi vida: mi madre agachándose para arrancar las malas hierbas, la luz del sol, un día interminable.

Siendo todavía más pequeño, me vino a visitar un ángel en mitad de la noche. Se colocó como una enfermera a los pies de mi cama y no se iba. Me dolían los ojos de tanto mirar. Me hizo un gesto. Fui a la ventana a observar la calle invernal y reconocí la belleza por primera vez, un bosque de hielo exquisito como la plata labrada bajo la luz de una farola. Habían enviado al ángel para que me despertara, para que no me perdiera esa visión durmiendo hasta altas horas de la mañana; y verla puso fin, temporalmente, a las pesadillas de puertas abiertas a hachazos y bocas afiladas de perros. Comprendí por fin el significado de esa noche de invierno y de ese momento con mi madre en el jardín, Jakob Beer, cuando leí tus poemas. Describiste la primera vez que experimentaste que la piel de una mujer durmiendo estaba viva como algo repentino, como si hubieras emergido al aire desde debajo del agua, respirando por primera vez.

Cuando nos conocimos finalmente, en la fiesta de cumpleaños de Irena esa noche de finales de enero, supe que Maurice Salman no exageraba. Os había descrito a ti y a Michaela perfectamente —
ouzo
y agua. Por separado, diáfanos y fuertes; juntos los dos os nublabais. El misterio, según Salman, de dos personas que comparten «una vida física impresionante». ¡Ya conoces a Salman! Cuando habla de ti los ojos se le empequeñecen. Se acomoda en el asiento como un canto rodado en una playa. Su jerga está compuesta de lo sublime. Qué encantadora combinación de agudeza y rancidez. Habla de la pasión con sagacidad, pero pone cara de amante ladino maquinando cómo arreglárselas para que se le pinche una rueda o quedarse sin gasolina. Salido directamente de una de esas viejas películas que tanto le gustan. Es como alguien que sirve un vino extraordinario y carísimo y saca para picar un plato de cacahuetes garapiñados. Quizá exagero. Salman da la impresión de construir hipérboles descuidadas pero, en realidad, es astuto y preciso.

Nunca había oído hablar de ti hasta que, en clase, Salman recomendó tu libro de poemas,
Trabajo de campo,
, y recitó los primeros versos. Más tarde descubrí que el libro estaba dedicado a la memoria de tus padres y de tu hermana, Bella.
Mi amor por mi familia ha ido creciendo durante años en una tierra alimentada por la putrefacción, una raíz sin lavar arrancada de pronto del suelo. Bulboso como la remolacha, un ojo inmenso bajo un párpado de tierra. Sacas el ojo y ciegas la tierra
.

Sé que cuanto más ama uno las palabras de otro hombre, más asume uno que ha metido en su trabajo todo lo que no pudo meter en su vida. La relación entre el comportamiento de un hombre y sus palabras es normalmente la del cartílago y la grasa sobre el hueso del significado. Pero en tu caso, parecía no existir ningún hueco entre los poemas y el hombre. ¿Cómo podía ser de otra manera para un hombre que afirmaba creer tan absolutamente en el lenguaje? Que sabía que hasta una sola letra —como la «J» impresa en un pasaporte— puede ser la diferencia entre la vida o la muerte.

En tus poemas posteriores es como si la historia estuviera leyendo por encima de nuestro hombro, proyectando su sombra en la página, pero sin hallarse ya en las palabras mismas. Es como si hubieras decidido algo, hecho un pacto con tu conciencia. Quería creer que era el propio lenguaje el que te había liberado. Pero la noche que nos conocimos supe que el lenguaje no era el responsable de tu libertad. Sólo una verdad asombrosamente simple, o una mentira asombrosamente simple, podía llenar a un hombre de tanta paz. El misterio se oscurecía dentro de mí. Una marca de nacimiento en mi propia palidez de desorden.

Y supe que estaba observando desde la orilla mientras tú, que habías escapado hacía tanto tiempo de la roca polvorienta, yacías entre los muslos húmedos del río.

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